No eres tú soy yo - Tash Skilton

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Índice de contenido CAPÍTULO 1 CAPÍTULO 2 CAPÍTULO 3 CAPÍTULO 4 CAPÍTULO 5 CAPÍTULO 6 CAPÍTULO 7 CAPÍTULO 8 CAPÍTULO 9 CAPÍTULO 10 CAPÍTULO 11 CAPÍTULO 12 CAPÍTULO 13 CAPÍTULO 14 CAPÍTULO 15 CAPÍTULO 16 CAPÍTULO 17 CAPÍTULO 18 CAPÍTULO 19 CAPÍTULO 20 CAPÍTULO 21 CAPÍTULO 22 CAPÍTULO 23 CAPÍTULO 24 CAPÍTULO 25 CAPÍTULO 26 CAPÍTULO 27 CAPÍTULO 28 CAPÍTULO 29 CAPÍTULO 30 CAPÍTULO 31 CAPÍTULO 32 CAPÍTULO 33 CAPÍTULO 34 CAPÍTULO 35

CAPÍTULO 36 Cuatro meses después AGRADECIMIENTOS

CAPÍTULO 1 De: Leanne Tsen Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Nuevas oficinas Equipo: Aunque los últimos meses hayan supuesto un auténtico reto, me gustaría felicitaros por ser tan abiertos y por haberos adaptado tan bien a nuestra nueva situación. Del mismo modo, espero que disfrutéis de la libertad y la independencia que proporciona trabajar desde casa. (En este artículo de la revista Wired se habla del futuro de las oficinas. ¡Somos unos pioneros!). Por cierto, la persona que haya programado mi teléfono para que suene Habla el corazón cuando recibo un mensaje… La broma tiene su gracia. En la fiesta de despedida de las antiguas oficinas me pareció muy divertida. Pero es que nadie puede desactivarlo; ni siquiera los genios de la Apple Store. ¿Podrías dar la cara y venir un momento a cambiarlo, por favor? Por razones evidentes, si tengo que volver a escuchar esa canción, voy a matar a alguien sí o sí. Y nadie os va a pagar el sueldo si vuestra CEO está en la cárcel. Saludos cordiales, Leanne

MILES No pasa nada. Nada de nada. Qué más da que mi exnovia acabe de publicar una foto de su mano sin anillo sobre lo que sin ninguna duda es una barriga embarazada. Qué más da que hayamos roto hace seis semanas; y una cosa, yo no seré el mayor experto del mundo en reproducción, pero diría que esa barriga no se corresponde con un embarazo de seis semanas. Qué más da que, en un arrebato de confusión y de euforia, le haya enviado un mensaje de «¿vamos a tener un hijo?» con un emoticono de un bebé por si necesitaba una imagen que representara la palabra «hijo», y que ni siquiera me haya respondido, aunque el doble check azul me confirma que lo ha visto. O sea, que o el bebé es mío y Jordan ha decidido que no me va a permitir formar parte de la vida del crío, o Jordan me engañó con otro antes de dejarme, de hacer añicos mi corazón y de robarme el piso. No sé cuál de las dos opciones es peor. De pronto suena mi portátil: un mensaje que acompaña a la imagen diminuta de una morena sonriente. Jules478: Ey, ¿qué tal? De puta madre. Y ahora tengo que trabajar. Ahora tengo que trabajar y hacer que la vida sentimental de los demás sea un éxito. Menuda broma del universo. Y no es solo eso, sino que ya no hay una oficina a la que ir, ni compañeros con los que charlar un poco, ni una máquina de café que me suministre toda la cafeína que necesito. Solo tengo una incomprensible cafetera idéntica a la cabina de un Boeing 747 y el rincón de un sofá que me han prestado y que me apuesto lo que quieras a que está hecho de esparto, porque mi amigo Dylan vive en un catálogo de Pottery Barn, la exclusiva tienda de muebles para el hogar. (Y tú me dirás que ocupar un sofá no te da derecho a elegirlo, y yo te diré que, en plena

agonía melancólica y con los pelos siempre de punta por culpa de la electricidad estática, todo el mundo tiene derecho a criticar). Cierro los ojos y, antes de responder, pruebo el ejercicio de respiración que, cómo no, me enseñó Jordan: inhalar durante cuatro segundos, aguantar la respiración durante siete y exhalar durante ocho. PerseYo: Buenas. Muy bien. ¿Qué tal tú? Está todo controlado. Soy capaz de mantener una conversación trivial como esta hasta dormido. Por algo me he pasado los últimos dos años convirtiéndome en el mejor ghostwriter[1] de Habla el Corazón. He pulido tanto mi talento que casi puedo poner el piloto automático. ¿Que no? Jules478: Bien. Vaya. Aunque acabo de romper la norma número uno de las citas por internet. No formular nunca una pregunta que se pueda responder con una sola palabra, como en una improvisación teatral. Intento rectificar. PerseYo: Por cierto, ¿has visto la programación de los conciertos de verano del estadio de Forest Hills? Este año es una pasada. Se supone que soy… Busco su nombre entre los expedientes abiertos… Farhad. Eso es. Farhad es un gran aficionado a la música, y sé que para él esos conciertos son importantes. Jules478: ¡Sí! Belle y Sebastian y Greta van Fleet. ¡Qué pasada! PerseYo: Ya ves, ¿eh? Escribo la respuesta en modo automático, y entonces paso a inspeccionar la programación para intentar adivinar qué otro de esos malditos grupos le podría gustar a Farhad. Ah, ya sé. En el cuestionario mencionó a LCD Soundsystem. PerseYo: Me muero de ganas de ver a LCD. Jules478: ¿Sí? También molan. Vale, a ella no le gusta tanto ese grupo. Pero bueno, los dos pueden aportar diferentes gustos musicales a la relación. Es lo bonito del amor, ¿no? Cada cual contribuye con sus propios intereses, que después se juntan y se mezclan, y algún día aparece un pequeño embrión que ha unido genéticamente esas pasiones y las ha convertido en un ser que se puede acunar en una foto artística

en blanco y negro para Instagram. PerseYo: ¿Te gustan los niños? Eh. ¡EH! ¿Qué coño haces, Miles? Como dice el Manual de estilo para los autónomos de Habla el Corazón en la página 22, hay ciertos temas que jamás de los jamases se mencionan en una primera conversación: política, religión, matrimonio, conocer a los padres y, por supuesto, tener hijos. De ninguna de las maneras. Y lo sé porque ese manual lo escribí yo, literalmente. Como fui el primer empleado de Leanne, tuve que describir con todo lujo de detalles de qué va mi trabajo (y la idiosincrasia de la empresa). Hay una pausa de varios segundos antes de que el match de Farhad vuelva a escribir. Jules478: Sí. Me gustan. PerseYo: ¿Alguna idea de qué pinta tiene la barriga de una embarazada de seis semanas? No sé qué está pasando. Mis dedos actúan totalmente ajenos a mi cerebro. Jules478: Eh… PerseYo: No es un embarazo visible, ¿no? O sea, que no se ve ningún bulto aún, ¿no? A estas alturas, ¿qué más da todo ya? Seguro que Jules sabe más que yo, porque por lo menos ella tiene el aparato genital adecuado y porque, no sé, es probable que tenga amigas madres o algo así. Jules478: No creo, ¿no? PerseYo: Justo lo que pensaba. La cuestión es que sé que el bebé no es mío. Lo he sabido desde el principio, pero mis mensajes sin respuesta y el puñetazo que sentí en el estómago al ver «leído a las 8:37» lo confirman. Jordan nunca criaría sola a un bebé, no si el padre quiere estar ahí para los dos. ¿Cuántas veces la rodeé con los brazos mientras ella me contaba los mil motivos por los que su padre era un gilipollas y cómo su ausencia había influido en su vida y en su personalidad? Jules478: Oye…, una cosa. Me tengo que ir. Mierda. En lugar de hacer mi trabajo y convencerla de que Farhad es perfecto para ella, y que por lo menos merece una cita en persona, me he dejado llevar

por un agujero negro mental de lo más profundo. Toca remediar la situación. PerseYo: ¡Ja, ja! Perdona, no pretendía asustarte. Me estoy estrujando el cerebro para dar con una excusa que justifique mis preguntas sobre embarazos. PerseYo: Es que estoy escribiendo una canción. Investigando un poco. Si hay canciones sobre curvas femeninas, también las puede haber sobre vientres femeninos, digo yo. Jules478: Ah… ¿Eres músico? PerseYo: Aficionado. Echo otro vistazo al cuestionario de Farhad. PerseYo: Trabajo en el mundo de las finanzas. Bien, bien. He soltado sutilmente lo del trabajo estable. A lo mejor he vuelto a generarle interés y todo. Jules478: ¿En qué clase de grupo tocas? Echo un nuevo vistazo al cuestionario. Ah, mierda. PerseYo: En un cuarteto de cuerda. Le sigue otra pausa larga. Jules478: Ya veo… Oye, lo siento, pero se me acaba la pausa para comer y me tengo que ir, de verdad. Son las 8:52 de la mañana. Jules478: ¿Hablamos luego? Pero se desconecta antes de que le pueda responder. ¿Quieres que te sea sincero? Seguro que les he hecho un favor a Farhad y a ella. Al fin y al cabo, el amor no existe. No hay que ponerse en plan balada heavy metal, pero el amor es una ilusión. No es más que una cortina de humo que oculta el futuro desamor. ¿Por qué nos hacemos esto? ¿Por qué? O bien te deja a ti o bien la dejas tú, o (en el mejor de los casos) vivís felices y coméis perdices hasta que uno de los dos se muere y el otro se queda completamente destrozado, convertido en una sombra de su antiguo yo. ¿Por qué cojones los perseguimos?

Recibo un mensaje de Leanne. Leanne T: Miles, quiero que te reúnas conmigo en mi despacho. Me cago en todo lo cagable. Miles I: En veinte minutos estoy ahí. ¿Va bien? Leanne T: Sí. Y entonces, es que no puedo evitarlo… Miles I: Oye, Leanne. Una preguntita. ¿Tú sabes qué pinta tiene una barriga de embarazada de seis semanas? *** El despacho de Leanne se encuentra en un edificio que claramente fue un almacén hasta hace tres minutos, cuando a algún magnate del sector inmobiliario se le ocurrió crear unos 450 despachos del tamaño de un armario y cobrarle a la gente un alquiler desorbitado por el privilegio de trabajar justo al lado de la Decimosegunda Avenida, a por lo menos quince minutos del metro, al que siempre tienes que llegar andando con el viento en contra. Espero a que me abra la puerta y cojo uno de los ascensores de carga hasta la novena planta, y entonces llego frente al armario de Leanne. Hace tan solo dos semanas, la sede de Habla el Corazón se ubicaba en unas oficinas modestas pero espaciosas del barrio de Meatpacking District. Unos enormes ventanales de cristal daban a las calles adoquinadas, desde los que podíamos ver caminar a mujeres con muchas ganas de gastar dinero, gafas de sol de marca y zapatos Jimmy Choo que se mezclaban con resacosas discoadictas con gafas de sol de marca y unos Jimmy Choo aún más altos. Me gustaba mirar a la calle y pensar que era muy probable que una de esas resacosas fuera clienta nuestra, que volvía de una cita triunfal que había terminado a las siete de la mañana, y se apresuraba a regresar a casa para cambiarse y llegar presentable al trabajo, pero incapaz de esconder la sonrisa que solo puede provocar una cita interesante con un desconocido. No caminaba avergonzada, sino orgullosa. ¿Quién no se sentiría orgulloso y eufórico tras una noche de pasión y conexión personal? Y quizá yo habría tenido algo que ver. Pensarlo me hacía sentir

orgulloso y eufórico a mí también. Ahora ya no. Ahora sé que es probable que una noche interesante termine desembocando en un camino de agonía: ya sea por los mensajes de texto sin respuesta, por las discusiones sobre los padres controladores de tu pareja o porque hay que decidir quién se queda con las plantas cuando se termina la relación. No llevo la vida de mis clientes más que hacia la ruina y la perdición. ¿Que qué tal el despacho? Bueno, démosle las gracias a otra de las ideas brillantes y catastróficas de Clifford, el exmarido de Leanne. Como dice Taylor Swift en una de sus canciones, hace muchos errores había una vez una pareja de dos idiotas, Leanne y Clifford, que creían que tenían una relación que iba a durar para siempre. Así que no solo intercambiaron votos, compraron un piso (nada menos que una multipropiedad, una pesadilla más) y adoptaron a un gato: decidieron dar un nuevo y estúpido paso y se convirtieron en copropietarios de una empresa. Pues sí, Habla el Corazón empezó con los dos, aunque la idea original fue de Leanne, la escritora embelesada por el amor. Había sido testigo de cómo sus amigas solteras sufrían la tortura de las citas por internet, de construirse el perfil perfecto y decir lo más adecuado en correos electrónicos y en mensajes de texto. Y un día se dio cuenta: si se dedicaba a redactar el contenido adecuado, podría ayudar a sus amigas a darle forma a lo que ellas querían transmitir. De ahí fue creciendo la idea de crear una agencia de ghostwriters que ayudaran a la gente a llegar hasta la mismísima puerta del verdadero amor. —No somos escritores, somos cupidos —decía Clifford. Esa era la tarea de Clifford: ocuparse del marketing y de las operaciones comerciales. Es decir, que fue idea de Clifford llamar a la empresa Habla el Corazón (seguro que fue la última vez que Leanne y él estuvieron de acuerdo en algo). Y, a continuación, lo lógico habría sido hacerse con los derechos para utilizar la canción de Roxette en los anuncios. En teoría no era mal plan, para nada. Pero resultó que Roxette y los compositores no querían que se los relacionara con una rara y desconocida

agencia de citas online con ghostwriters, y a cambio exigieron una cifra desorbitada para ceder los derechos. Una persona normal habría intentado negociar o se habría dado cuenta de que no merecía la pena gastar tantísimo dinero en una canción. Pero es que Clifford no es normal. Aceptó los términos del trato sin pensar y sin consultárselo ni a Leanne, ni a sus abogados ni a nadie. Tras el divorcio, Leanne se quedó con el negocio, pero también con las consecuencias de las pésimas decisiones empresariales de Clifford. En fin, disfrutad del placer de que se os pegue Habla el corazón al oír o ver alguno de nuestros anuncios en radio o televisión. Mientras tanto, los otros tres trabajadores a jornada completa y yo disfrutaremos del placer de no poder currar ya en una oficina. Y la pobre Leanne, nuestra CEO, está desterrada en un armario polvoriento y sin ventanas en el que a duras penas caben su escritorio y dos sillas, y mucho menos las obras de arte eclécticas y las esculturas chulísimas que decoraban los rincones de su antiguo despacho. Sin embargo, a pesar del entorno, se la ve tan impecable como siempre. Leanne es de origen chino, con una cabellera lacia, larga y negra, la pose de una primera bailarina y un fondo de armario que consiste casi en su totalidad en prendas tan estructuradas que, al verlas, te entran ganas de buscar los planos en las etiquetas. Aunque Leanne sabe llevarlas, estoy convencido de que cualquier otra mujer parecería ir disfrazada del Empire State Building. —¿Te importaría explicarme lo que ha pasado hoy, Miles? —me pregunta con voz grave y tranquila, la clase de voz que sabes que tiene el potencial de soltar un tsunami de insultos demoledores si hace falta. —¿A qué te refieres? —Carraspeo. —Empecemos por el hecho de que no sabías que nuestro cliente toca en un cuarteto de cuerda. Y sigamos con el desastre de las preguntas sobre embarazadas. —¿Cómo te has enterado de todo eso? —pregunto tímidamente. —Miles, después del fiasco con los últimos tres clientes, te dije que iniciaría

sesión en tu ordenador para ver tus chats. Y esta mañana has aceptado mi petición de acceso remoto. —Ah, sí —digo. Mierda. Pues sí, la había aceptado. Y hoy tenía toda la intención del mundo de estar a la altura, pero eso fue antes de que Jordan anunciara al mundo (ah, y también a mí) que está embarazada. —Mira. —Leanne suspira—. Sé que estás pasando por un mal momento. —No he entrado en detalles con ella, solo le he dicho que Jordan y yo hemos roto. Y que me he marchado de nuestro piso para vivir en el salón de Dylan. Y que Charles, el novio de Dylan, está cabreado y me deja notas con muy mala leche para recordarme la pésima influencia que tengo en sus vidas. Y que me hizo devolver a la tienda el papel higiénico de una sola capa que compré para darle las gracias por dejarme vivir en su piso porque, según me aseguró, ningún culo se merece la humillación de que lo limpien con papel de una sola capa, ni siquiera el mío. Bueno, vale, a lo mejor sí que le he contado bastantes cosas a Leanne. El problema es que, durante los dieciocho meses que estuvimos juntos, terminé quedando solo con los amigos de Jordan, y ahora estoy atrapado, intentando formar una suerte de círculo social. —Vamos a ver —dice Leanne—. No me puedo permitir estos fallos, Miles. No me los puedo permitir, en plan literal. Está claro que tenemos muchos problemas. —Mueve ligeramente los brazos para señalar el lamentable espectáculo de la pintura que se descascarilla y los muebles de oficina de formica que conforman su entorno—. Y perder a cuatro clientes en un solo mes… Es que es inaceptable. Asiento con la cabeza y de repente me doy cuenta de que es muy posible que me despida (es más que probable). Parezco el episodio piloto de una serie sobre un hombre cuya vida se va al traste y entonces decide dar un giro de ciento ochenta grados y hacerse ganadero en el pueblecito extravagante en el que vive su abuela. Aunque todos mis abuelos están muertos y, en el mundo real, perder un trabajo no conduce a una epifanía tronchante pero conmovedora sobre el supuesto sentido de la vida. Que de repente tengas que añadir LinkedIn a tu ritual diario de redes sociales hace que te sientas como una mierda.

Leanne debe de haber visto el pánico reflejado en mi cara, porque intenta suavizar el terremoto. —No es ningún secreto que siempre has sido mi mejor empleado, Miles. Se te daba genial. Nadie ha logrado tantos éxitos como tú. ¿A cuántas bodas te han invitado? ¿A tres? —A cuatro —balbuceo. Siempre en calidad de viejo amigo del novio, porque está claro que ninguno de ellos se atrevería a contarle a su futura esposa que su relación se basa en (seamos sinceros) una especie de mentira. —Es increíble —añade Leanne con amabilidad, antes de que su voz recupere el tono firme y justo que la convirtió en una directora creativa y brillante cuando trabajaba en una agencia de publicidad, y cuando yo curraba de redactor para ella—. Pero no puedo confiar en tu pasado, tengo que confiar en tu presente. Tengo que saber que cuento con alguien que va a escuchar los deseos y necesidades de nuestros clientes y que hará lo imposible por unirlos con su pareja perfecta. —Claro —transijo, y me ahorro decirle que lo que ella necesita es alguien que de verdad crea que existen las parejas perfectas. En cierta ocasión, ese fui yo. Pero ya no. —Te voy a contar lo que vamos a hacer —dice, y espero que saque del escritorio un sobre con el finiquito (si tengo suerte) y me lo dé. Pero lo que coge es su iPad—. Tienes otra oportunidad para hacerlo bien. Un nuevo cliente que necesita que reaparezca el viejo Miles y que le ofrezca una auténtica experiencia de Habla el Corazón.™ —Obviamente, no pronuncia el símbolo de marca comercial, pero casi lo oigo en su voz. Otra de las estupendas y caras ideas de Clifford—. Por tanto, decídete por uno. Hay tres entre los que escoger. Cojo la tableta a regañadientes y ojeo los expedientes con el formato típico de nuestros clientes. Una foto sonriente y las respuestas al cuestionario inicial. Uno que desea con todas sus fuerzas casarse en menos de dos años. Otro que es nuevo en la ciudad y quiere conocer a alguien con quien experimentar «las maravillas gastronómicas de Nueva York». (Las palabras son suyas, no mías. Y es evidente que vamos a tener que hacer algo con su forma de hablar si al final lo elijo a él).

Y luego está Jude Campbell. En el perfil de Jude no hay nada demasiado especial. Es lo bastante guapo. Sus respuestas son lo bastante normales. O quizá debería decir que en el perfil de Jude «casi» no hay nada demasiado especial. Por lo visto, se mudó a Nueva York hace un par de años: es escocés. Es decir, que tiene acento escocés. Y si me voy a jugar la carrera para encontrarle el amor a un tío… Me quedo con el del acento escocés. [1]. El ghostwriter o escritor fantasma es quien escribe los libros que firma otra persona, normalmente famosa. (N. del T.)

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)». _______________ Título original: Ghosting: a Love Story ©2020 by Tash Skilton First Published by Kensington Publishing Corp. Translation rights arranged by Sandra Bruna Agencia Literaria S. L. Traducción de Xavier Beltrán Palomino ____________________ Diseño de cubierta: Eva Olaya Fotografía de cubierta: Shutterstock ___________________ 1.ª edición: julio 2020 Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo: © 2020: Ediciones Versátil S.L. Av. Diagonal, 601 planta 8 08028 Barcelona www.ed-versatil.com ____________________ Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

Para las cuatro hermanas (Haiden, Homa, Haleh y Hengameh) que me proporcionaron mi historia de amor favorita. S. T. Para mis padres, Earl y Ros Hoover, que me enseñaron a amar los libros y hace tiempo que merecen una dedicatoria. Nadie igualará vuestras citas a ciegas. S. S.

«Cuando una persona te atrae, solo significa que tu subconsciente es atraído por su subconsciente. Y lo que llamamos destino solo son dos neurosis que hacen buena pareja». Nora Ephron en Algo para recordar.

CAPÍTULO 2 De: Clifford Jenkins Para: Mis estrellas Asunto: ¡Ca-ca-cambios! (nuevo nombre de la empresa) ¡Qué pasa, chavales! Fue lo que dijo Justin Bieber al conocer a Barack Obama, según los testigos del momento. Pero no quisiera desmerecer el gran trabajo de nuestras chavalas, ¡faltaría más! En fin. Vayamos al grano. Se acabó lo de Bueno, Fácil, Feliz. Eliminadlo del disco duro y de vuestra firma electrónica, tachadlo de vuestro cerebro. Ha pasado a mejor vida. Hagamos como si nunca hubiera existido, ¿vale? Nueva URL, nuevo servidor de correo, nuevo comienzo, nuevo todo. Ahora nuestro nombre oficial es Palabras de Amor, S. R. L., y seguro que con él lo vamos a petar. SI OS SIGUEN LLEGANDO CORREOS DE BFF, NO CONTESTÉIS. Se los pasáis de inmediato al servicio de atención al cliente (¡yuju, Crystal!) y los borráis. Así de sencillo. Crystal se encarga. Responderé encantado a todas las preguntas durante la reunión mensual, pero mientras tanto borrad todas las referencias a BFF (y a TMV para los veteranos) y sustituidlas por Palabras de Amor. En nuestra web aparecerán los cambios a lo largo de esta semana. Nos vemos en los bares. Clifford CEO de Bueno, Fácil, Feliz (anteriormente, Tu Mejor Versión)

ZOEY Cruzar la calle. Es lo único que hay que hacer: cruzar la calle. Pero no es tan sencillo, claro, porque no es una calle normal ni es una ciudad normal, y antes de cruzar la calle tengo que salir de mi piso. «Piso» es el graciosísimo nombre en clave para esta ratonera. Aunque creo que para las ratas de verdad sería un palacio. Las ratas de verdad están por ahí, por cierto, esperando para echar a correr entre mis zapatos y subir por mis piernas para contagiarme enfermedades, rechinando los dientes, envueltas por una nebulosa de gérmenes como la nube mortífera que rodea al Cochino de las historias de Carlitos y Snoopy. Nada. No pasa nada. Que el «piso» sea en total media habitación, que el sofá haga las veces de cama, que la ducha esté en un rincón de la cocina y que tenga que trepar por los muebles para poder moverme no son motivos para alterarse. ¡Estoy viviendo una nueva experiencia! Pero como no me largue pronto, me volveré loca. Así está el tema. Portátil, sí. Bolso, sí. Llaves, sí. Descorro el cerrojo normal y el de seguridad. Abro la puerta lentamente, tan solo un centímetro. —Voy a salir —grito. El día que me mudé, una vecina a la que no he vuelto a ver me dijo que la avisara así. De vez en cuando la oigo, como supongo que ella me oye a mí, anunciar que sale al descansillo. Es tan pequeño que solo hay espacio para que lo ocupe una persona y, si no avisas y ya hay alguien ocupando el espacio, te arriesgas a sufrir o a provocar alguna lesión, así que uno de los dos tendría que retirarse para que el otro pudiera pasar. Como no me responde nadie, abro la puerta de par en par, salgo rápidamente y la cierro detrás de mí. —En el descansillo —grito para informar a alguien que quizá ni siquiera está ahí. Por alguna razón, mi voz se vuelve aflautada siempre que digo esa frase.

Quiero asegurarme de que me oye. Mis botas militares garantizan que quien haya en el piso de abajo me oirá sí o sí. Nuevo obstáculo: las escaleras. Cogería el ascensor, pero la última vez que me subí, había alguien durmiendo en el interior. (Mary, mi exjefa y actual casera, no mostró ninguna compasión: «En mi época, ya se habría ahogado en su propio vómito»). Tengo miedo a que haya alguien durmiendo dentro y que, en cuanto me meta en el ascensor, la persona en cuestión abra los ojos y me agarre del tobillo. Cuando vivía en Los Ángeles, me preocupaba que alguien se escondiera debajo de mi coche y me rajara los tendones, así que no se trata de un miedo desconocido para mí. Nada más salir al aire «libre», sin embargo, todos los parecidos —reales o inventados— con la Ciudad de las Estrellas se evaporan. ¡Cláxones! ¡Frenazos! ¡Timbres! ¡Discusiones! ¡Gritos! Me asaltan los ruidos. Y los olores. El de la basura acumulada fuera del portal flota en el aire. Y las cacofonías. Me toca lidiar con el ansia de taparme los oídos, cerrar los ojos y rezar por un dispositivo de teletransportación. ¿Por qué los ruidos son tan fuertes? ¿Por qué sale un humo no identificado de una rejilla mugrienta en plena acera? ¿Por qué todo el mundo avanza y me da codazos a un ritmo tan frenético? Al menos las botas me protegerán. Pero no me ayudarán a ir deprisa, eso seguro. Llega a la esquina. Tú llega a la esquina, y así podrás cruzar la calle. Entiendo el atractivo de los quioscos, de verdad que sí. Y de los puestos de comida, cómo no. El problema es que ahora tengo que moverme entre ellos sin chocarme con nadie por accidente, sin mancharme de grasa y sin oler algo que preferiría no oler a esta hora de la mañana. Madre mía, solo he avanzado media manzana y ya me han fulminado con la mirada, comido con los ojos, pisado, empujado y rodeado. Lo que daría por recuperar la paz y la tranquilidad de mi coche de California. Lo sé, lo sé, allí hay el tráfico más horroroso del mundo, pero ¿sabes qué más hay? Espacio para mí. Control sobre la temperatura. Un lugar en el que respirar, la opción de escuchar la música, el podcast o la emisora que me dé la gana y la posibilidad de prestarle atención en la calma de mi coche, mientras me bebo un té helado o imagino

hipotéticos diálogos. Por fin llego a la intersección y el semáforo se pone en verde, pero ya he aprendido que todavía no hay que empezar a caminar. Los tres primeros coches no se paran. Dos patinan y el tercero pita, como si me insultara y me prohibiera siquiera pensar en él. ¿Sabes qué más tenemos en California? Montañas. Árboles. Playa. Hierba (de los dos tipos). Antes de que me dé cuenta, vuelve a iluminarse la funesta mano roja y he perdido la oportunidad de cruzar. Me echo hacia atrás, frustrada y avergonzada. ¿Por qué no consigo mover los pies? Se me acercan varias personas y me pongo tensa, preparada para recibir golpes a medida que me rodean. ¡Y entonces van y todos cruzan la calle! Aunque se vea claramente la advertencia de «No cruzar». Por lo visto, tienen tendencias suicidas. Me tendría que haber agarrado a la camisa de uno y dejar que me arrastrara consigo. Seguro que es la única manera que tengo de llegar al Café Crudité. Dos nuevas luces verdes y reaparece la advertencia roja. Me obligo a echar a correr, lo más rápido posible, con la cabeza gacha y sin mirar atrás. ¡Chúpate esa, Nueva York! Paso por delante de una quesería y una farmacia y logro entrar en la cafetería. Hoy he llegado más tarde, pero nadie ha ocupado la gran mesa junto a la ventana, así que el día no pinta tan mal. Me prometo a mí misma que voy a ser productiva. Me pasaré las próximas seis u ocho horas alternando entre el guion que estoy escribiendo y el portal de Palabras de Amor, para ver si han entrado nuevos clientes al sistema y puedo pillar uno. Llevo cuatro días siendo muy lenta y mis facturas lo van a reflejar. Me gustaría saber si los demás autónomos se han instalado una especie de sistema de alarma y por eso siempre se me adelantan. Me rugen las tripas. Ahora mismo, en la nevera no tengo más que unas bolsitas de kétchup y media botella de Riesling, y no puedo gastar el dinero para taxis en una carísima quiche para desayunar; será otra mañana de biscotti, pues. (El Café Crudité ofrece gratis «delicias horneadas ayer» en un plato a la vista en el mostrador). El establecimiento está prácticamente vacío: en la cola solo hay una persona delante de mí y nadie detrás. A cámara lenta, veo cómo el glotón que

tengo delante mueve la mano hacia los biscotti gratuitos, es decir, hacia mi desayuno. Solo quedan dos, que bastarían para una triste semicomida. Tengo tanta hambre que noto la saliva que se me acumula en el interior de las mejillas. Necesito los biscotti. —¡Un momento! —chillo. He gritado con mi voz rara y resonante de «¡En el descansillo!». Vuelvo a empezar—. Es que… son míos y… —termino con voz normal. La mano del tío se detiene en el aire y se gira para mirarme. Es alto y moreno, como mis ligues de California del pasado, pero en él no hay bondad, despreocupación ni gotas del océano sobre el rostro. Tiene el pelo negro, de punta, intenso y enfadado, lleva unas gafas de hípster que seguramente no necesita y un amago de barba que no sabe qué quiere ser de mayor. Se parece a Zayn Malik en una versión de estudiante de Odontología estresado. —¿Cómo que son «tuyos»? —pregunta el dentista Zayn Malik, y hace el gesto de las comillas en el aire. —Puedes quedarte con los muffins de ayer —digo, y se los señalo. (Je. Son vegetales, pero Gafas de Hípster quizá no lo sabe. Quizá tampoco sabe que las crudités son verduras)—. Son más grandes, llenan más y te hago el favor de dejar que te los quedes tú —añado con los dientes apretados. —Qué gran generosidad la tuya. Están duros. —¡Por eso son gratis! —Y seguramente llevan calabacín o kale. Vaya. Lo sabe. —Los biscotti también están ya duros, no van a estar buenos —me espeta antes de dirigirse de nuevo hacia ellos—. Pero los muffins estarán malísimos. Además, yo he llegado primero. Sus cabellos embravecidos y revueltos me sacan de quicio. Es evidente que alguien le tiró del pelo anoche en un momento de pasión y no se ha preocupado por arreglárselo. Se debe de ver a sí mismo como un tío despeinado y sexy, al día siguiente de triunfar; seguro que se ha levantado tarde y le ha preparado a su pareja huevos y tostadas para desayunar en la cama, y ¿ahora piensa que también se va a quedar con mis biscotti? Aunque todavía no los ha cogido…, a lo mejor

atiende a razones y todo. —Es que los biscotti siempre me los llevo yo —murmullo. Ya casi puedo saborearlos—. Me los guardan para mí. La camarera hace acto de presencia y le entrega el café grande al tío. En su chapa se lee «Evelynn». —¿Le estás guardando los biscotti de ayer a esta loca, Evelynn? —le pregunta. —No la he visto en mi vida. Y no, va por orden de llegada. —Vengo todos los días —protesto—. De lunes a domingo, siete días a la semana. —No me acuerdo de ti. —Evelynn se encoge de hombros. —Yo te doy más trabajo que él —digo a la desesperada—. Soy una clienta habitual, vengo todos los días desde que me mudé a Nueva York. —¿Cuándo te mudaste? —pregunta Gafas de Hípster. —Hace un mes. —Ahí va, madre mía, sí, eres toda una leyenda —exclama—. ¡La chica de la cafetería! ¿Dices que hace un mes que vienes? Impresionante…, pero es que YO LLEVO VINIENDO DESDE HACE CASI QUINCE AÑOS. Un completo desconocido me está gritando, ¡en público! En Los Ángeles, eso solo les pasa a los famosos. La parte reptiliana de mi cerebro chilla: «¡Retirada!», pero la parte hambrienta le responde: «Ni se te ocurra», así que levanto la cabeza. —¿Cómo es posible que no te haya visto nunca, entonces? —exijo saber. —Pues será porque dejo pasar un tiempo entre una visita y otra, como se supone que hace la gente normal. —La próxima vez deja pasar más tiempo y más espacio —le contesto. Sé que suena a locura, pero él no necesita los biscotti como yo. Es neoyorquino, libre de moverse por la ciudad, mientras yo, por ahora, estoy atrapada en esta manzana. —Un momento. —Evelynn chasquea los dedos hacia mí—. Sí que me acuerdo de ti. Café americano larguísimo, sin nada de comer. —Eso no es darles trabajo —apunta Gafas de Hípster—. Es quitarles trabajo. —Evelynn, te doy diez céntimos por los biscotti —espeto. —Veinticinco —contraataca el tío.

Evelynn se nos queda mirando. —Setenta y cinco —replico. —La gracia es que son gratis —dice Evelynn lentamente—, porque no están demasiado buenos. —Te los doy a ti, Evelynn —remarco—. Bajo mano. No se tiene que enterar nadie. —Dos dólares —dice el ricachón con el dinero en la mano—. Es mi última oferta. —La gracia es que son gratis —protesto. Ya no puedo competir. Necesito los dos dólares para mi café americano. Evelynn coge el plato. —Estupendo —se enfada el tío—. ¡Ahora nadie va a comer biscotti ni perdices! —Vale, calma. ¿Perdices? Con las manos enguantadas, Evelynn parte los dos biscotti por la mitad. Pone dos trocitos en mi mano y los otros dos, en la mano de él. Pero ¿por qué los ha partido por la mitad? ¿Porque era la única manera de mostrar la rabia que siente? ¿Porque así los dos tendremos dos trozos, cerraremos el pico y nos largaremos? ¿O es su manera de recordarnos quién ostenta el poder aquí? (Es irrelevante, ya lo sé. Pero es que son los detalles los que construyen una personalidad. Y yo siempre me fijo en los detalles). Con los trocitos de biscotti y las migas bien apretados, pido un americano larguísimo y dejo setenta y cinco céntimos en el tarro de las propinas, porque es lo que he apostado en la subasta. Me arden las mejillas y evito la mirada de Evelynn cuando me entrega el pedido. Después de gritarme a la cara, el dramático semental se ha apartado a toda prisa con su triste botín, y yo me tengo que quedar allí y aceptar la irritación que emana de Evelynn como si fuera una ola de calor. Mascullo un «gracias» y me alejo. Noto sus ojos clavados en mí mientras me encamino hacia mi mesa junto a la ventana, mi amada y enorme mesa, y no la culpo. Dejo el café y… ¿Estás de coña? Hay una bolsa en el asiento de enfrente, en el largo y bonito banco que da a la ventana. A mi ventana. Se trata de una mochila bandolera con cierre frontal de velcro, una de esas

bolsas preciosas y exclusivas de material reciclado de Suiza o algo así, hecha con PVC y con una correa que cruza el hombro y se encaja en la clavícula. Es moralmente superior a cualquier otra bolsa, que es la única razón para comprarla, y ahora también ocupa mi mesa. El propietario no está allí, por lo que en teoría podría… deslizar la bandolera, dejarla en el suelo y fingir que no la he visto caer del banco. El que va a Sevilla pierde su silla. Miro a izquierda y a derecha y me inclino con las botas militares cuando… —Ese asiento está ocupado —dice una voz masculina. Me quedo paralizada, pillada in fraganti. Y es el mismo imbécil de antes, qué raro. Para demostrar que lleva razón, rodea la mesa por el otro lado y se regodea alzando la mochila del banco y soltándola en medio de la mesa. Cojo mi café. —Muy bien, joder. Ya me voy. Evelynn no nos quita ojo y, para no montar otra escenita, y con toda la dignidad que logro reunir, me dirijo a otra mesa. Espero que no se quede mucho rato. Seguro que ni siquiera necesita ese sitio: es uno de esos tíos que siempre quiere conseguir lo mejor de lo mejor. Esa mesa es obviamente la reina del Crudité, las demás son solo plebeyas. Y son tan pequeñas que no tengo espacio para el portátil y el bolso. No estaría tan cabreada si no fuera otra mañana de mierda en esta ciudad de mierda, o si mi guion fuera bien, o si no tuviera tanta hambre de comida y de clientes, o si —lo admito— el tío fuera del montón. Con ese aspecto desaliñado, sus ojos marrón oscuro, su constitución delgada y su melena abundante, es absurdamente atractivo o, lo que es lo mismo, nunca ha tenido que preocuparse por su carácter, así que es probable que se pase la vida presentándose donde más le apetece para que la gente le dé lo que desea. Bueno, pues una servidora se niega. Vengo de la ciudad de los modelos barra actores: su físico no me impresiona. Es la primera vez que alguien me roba la mesa grande, pero voy a tener que esperar a que se marche. Desde mi ratonera no puedo trabajar, y en mi perímetro de seguridad no hay ninguna otra cafetería.

*** Han pasado cuarenta minutos y el tío sigue ahí, perdiendo el tiempo, con las largas piernas extendidas para que cualquiera que se acerque tropiece con él. Me he terminado el café y tengo que ir a hacer pis. «Vete», le ordeno telepáticamente. «¡Vete!». Me levanto para ir al servicio, con la esperanza de que cuando vuelva ese tío y su ridículo peinado se hayan largado. Pero no. Al regresar, lo veo escribir en el portátil como un loco. Tiene pinta de haberse instalado ahí para un buen rato. Enciendo el ordenador —lo coloco sobre mi regazo, lo que seguro que me provoca cáncer de muslo—, y entro en el portal de Bueno, Fácil, Feliz, es decir, de Palabras de Amor, y leo el temido mensaje: «Por ahora no hay nuevos clientes disponibles. Nos estamos esforzando en atraer a más. Te agradecemos la paciencia. Mientras esperas, ¿por qué no añades algo a la base de datos desplegable? ¡Nos vemos en los bares!». Debajo del mensaje aparece el conocido logo con las letras «BBF» rodeadas por un corazón rojo. Supongo que todavía no han terminado de eliminar todas las referencias al antiguo nombre de la empresa. Seguro que, mientras esperaba con odio a que el ladrón de mesas se fuera, otros ghostwriters han pillado a todos los nuevos clientes. Ocurre muy a menudo: Clifford ha contratado a tanta gente que la ratio de trabajadores y clientes está descompensada. Dice que el negocio crece más cada día que pasa y me fío de él (creo), pero así es difícil ganar un sueldo estable. Hay unas bonificaciones —o eso dice él— para los que acompañan a los clientes hasta el final, aunque a mí todavía no me ha pasado. Suspiro y hago clic en la base de datos desplegable. Una de las ideas de Clifford es un paquete de autoservicio, por el que los clientes pagan a la empresa para acceder a una lista de temas de conversación y de mensajes adecuados y provocativos distribuidos en cuatro categorías: Coqueto, Pícaro, Sexy y Despreocupado, de manera que puedan reunir material que utilizar con sus posibles e incautos matches. Con cada frase que añado a la lista me llevo cinco dólares, y también la preocupante sospecha de que estoy acelerando mi fin como empleada al hacer que mi trabajo se vuelva innecesario.

Desde que llegué a la Gran Manzana infestada de gusanos, he mandado por lo menos treinta currículums, pero de momento todos mis ingresos provienen de Palabras de Amor. Tengo que conseguir que me vaya bien, aunque para ello deba entrar en la página web cincuenta mil veces al día. Pip. Me aparece un nuevo mensaje en la pantalla. ¡¿Por qué me ignoras?! Mierda, ¿la he cagado? ¿He dejado un encargo a medias cuando me toca a mí meter baza? En la empresa, eso está prohibidísimo. Respondemos enseguida, a no ser que se dé la orden de seguir una estrategia y tardar en contestar. Tess, mi clienta, no lo ha pedido, así que me toca arreglarlo de inmediato. Ostras, escribo. Lo siento mucho, llevo unos días de locos, pero en realidad… Y entonces veo quién me manda el mensaje. Nick, no un cliente. Nick, el tío con el que medio salía en Los Ángeles. (Énfasis en lo de «medio». Era el camello de Mary, por lo que nuestros encuentros eran… irregulares). No te ignoro, lo corrijo. Ya te dije que me mudaba. ¡No has respondido ni uno de mis mensajes! ESO ES IGNORAR. No, es decir adiós. Ignorar es desconocer la existencia de algo. PUES NADA, te deseo lo mejor. Tu jefa me debe dos mil pavos de maría. Seguro que es verdad, pero ¿qué quiere que haga yo? Pues háblalo con ella. Bloqueado, sigamos. Me paso las dos horas siguientes alternando entre el guion en el que estoy trabajando y la web de Palabras de Amor. En mi intento número dieciséis, hay tres nuevos clientes; muevo el cursor a toda prisa para hacer clic en uno de los recuadros, pero no soy lo bastante rápida, porque la página se actualiza y aparece el blablablá de siempre: «Por ahora no hay nuevos clientes disponibles». El diseño ha cambiado, al menos, y ha pasado de un corazoncito rojo a una persona que susurra al oído de otra. (Palabras de amor, se supone). Por lo menos los informáticos sí que hacen su trabajo. Ahora el portal es mucho más chulo. Ojalá me llevara una tajada del curro. Vuelvo a fulminar con la mirada al ladrón de mesas. Si no me hubiera robado

mi puesto de trabajo ni mi desayuno, fijo que habría sido más rápida. Las dos de la tarde y el tío sigue ahí. Me acerco al mostrador —por suerte, el turno de Evelynn ya ha acabado y tengo una oportunidad de parecer normal a la nueva camarera— y me relleno el café. Me quedo mirando el bol de judías negras con quinoa. Es lo más barato del menú, pero sigue siendo demasiado caro para mi economía basada en un solo cliente. De vuelta a mi mesa de tamaño infantil, veo que me ha llegado un correo de Clifford. Seguro que no es más que otro contrato que firmar o una actualización del manual del autónomo (se rumorea que lo ha birlado de la empresa en la que trabajaba antes). Hago clic en el enlace de Dropbox del correo y de repente suena música por los altavoces del portátil: The Weeknd retumba por la cafetería y me canta la banda sonora de Cincuenta sombras de Grey. Pero ¡esto qué es! Aprieto el botón para bajar el volumen hasta que silencio la canción. Las personas que hacen cola arquean las cejas. Una de ellas mueve la cabeza en mi dirección. Y sé que el ladrón de mesas también lo ha oído. Roja como un tomate, me pongo los auriculares, los conecto al ordenador y, con cuidado, subo un poco el volumen, no sin antes asegurarme de que nadie más vaya a oírlo. Es un vídeo. Con el corazón a mil, pero esta vez convencida de que será algo privado, vuelvo a abrir el enlace. En una pantalla negra, The Weeknd me canta Earned It. Que me lo he ganado, vamos. Y en ese momento aparece Clifford. Camina hacia la cámara como si realmente se me estuviera acercando. —¡Saludos, estrella! No te preocupes, mujer, la canción no nos ha costado ni un duro porque solo sirve para una bromilla. Pero es que te lo has ganado. «¿Ha grabado un mensaje para las trabajadoras y otro para los trabajadores?», me pregunto, distraída. «Y de ser así, ¿les resultará ofensivo a los dos grupos?». —Si estás viendo este mensaje es que ¡has estado brillante! Tu último cliente… —una pausa muy rara seguida de un añadido en posproducción—, Tess Riley… —y vuelve a su voz normal y corriente—, ha eliminado su perfil de la web. Es decir, ¡que has tenido éxito! ¡Sí! —Otra pausa de posproducción—. Tess Riley… ¡ha encontrado el verdadero amor! ¿Que qué significa? Significa que

vas a recibir una bonificación de quinientos dólares. —Suena una musiquilla de monedas, que caen alrededor de Clifford—. Y también una celebración en tu honor. Echa un vistazo a tu correo, pantera, y descubrirás una fantástica sorpresa. Y lo que es más importante: se te va a asignar automáticamente el próximo cliente que se registre en la página. No hace falta que te pelees por él, es todo tuyo. Felicidades, y que pases un feliz día o noche. Sigo impresionada por el comunicado inesperado de Clifford y por la canción de The Weeknd, pero no puedo negar que es una noticia buenísima. Quinientos pavos que me pagarán muchas carreras de taxis. Si me desplazara a algún sitio, iría superilusionada. Y al fin entiendo por qué es tan difícil pescar a clientes en la web: la mayoría van directos a las cuentas de los empleados que han demostrado su valía. En lo que a motivación se refiere, Clifford es o un capullo o un genio. Los que no tengan aptitudes para el trabajo no van a necesitar que los echen: simplemente no conseguirán clientes nunca, sin saber el porqué. Serán ignorados por completo. No sé cómo me siento al respecto, pero en cualquier caso sí que me lo he ganado, joder. Tess Riley quería conocer a un arquitecto, de entre 28 y 37 años, con cuerpo de jugador de fútbol. Y cruzaba los dedos por que fuera un hombre de ascendencia suramericana u holandesa. ¿Que si me porté? ¡Apuesta lo que quieras y perderás! Mateo van de Berg cumplía todos los requisitos. Apago el ordenador y me preparo para irme, flotando en una ola de satisfacción. Se acaba la jornada por hoy, y por todo lo alto (bueno, un poco de maría me iría genial para calmarme en el camino de vuelta a casa). A lo lejos ruge una sirena, que se acerca más y más, y me estremezco al recordar lo que me espera ahí fuera. La ciudad, viva e implacable, dispuesta a zarandearme como si fuera un viejo balón de playa. Al salir de la cafetería, paso cerca del ladrón de mesas. Me mira a los ojos y yo los aparto enseguida, pero no antes de que crucemos la mirada. Respiro hondo y empujo la puerta. Y entonces, a pesar del ruido y la muchedumbre que me amenazan, esbozo una leve sonrisa. Porque aunque él no lo sepa, hoy es el último día que se va a sentar ahí.

CAPÍTULO 3 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: La palabra del día Equipo: A riesgo de sonar como cierta persona a la que todos conocemos y odiamos, la palabra del día es «sobrevender». Esta semana, quiero que tengáis en mente que somos una tienda exclusiva que ofrece una gran variedad de servicios. Ayudemos a que nuestros clientes saquen partido a nuestro equipo de talentosos especialistas. Sumergíos en los expedientes de vuestros clientes para ver cómo echarles una mano para que encuentren su final feliz. Por cierto, aunque todavía no hayamos tomado medidas legales, os informo de que estamos estudiando si alguna empresa que ofrece servicios parecidos (aunque claramente inferiores) ha violado la propiedad intelectual o la privacidad de información. En cuanto a nuestros trabajadores autónomos que estén colaborando con alguna de esas empresas, esperamos haber resuelto esta cuestión lo más pronto posible, sin que eso afecte a vuestras labores ni lealtades hacia ninguna de las dos. Dicho lo cual, el objetivo número uno es levantar el negocio hasta que os pueda contratar a todos a jornada completa, para que así no tengáis que pasaros media semana borrando los últimos e inapropiados comentarios de vuestro otro jefe. No olvidéis la palabra del día, chicos. La palabra del día. Saludos cordiales, Leanne

MILES Evelynn no exageraba con lo del café larguísimo. La leyenda de la cafetería está ahí, sentada a una mesa del rincón; lleva casi todo el día encorvada sobre el portátil y, de vez en cuando, me lanza una mirada asesina. Pero como ya le he dicho, llevo quince años viviendo en Nueva York. Si no fuera capaz de soportar los rayos mortíferos que emite una morena con ojos de corderito degollado, me tendrían que quitar la MetroCard. Por cierto, aunque no me lo hubiera dicho, me habría dado cuenta de que no es de Nueva York solo por su ropa. Estamos a finales de abril y lleva una camiseta sin mangas y pantalones cortos. Hace menos de un par de semanas cayó una buena nevada, que podría justificar lo de las botas militares (que en realidad no tienen justificación). Aunque quizá sea su manera de decirle al mundo que tiene cuerpazo pero que te va a pegar una patada en el culo como la mires demasiado rato. Y lo respeto. Lo que más me cuesta descifrar son los rarísimos guantes de punto sin dedos que lleva hasta los codos y que, sin lugar a dudas, los tejió alguien que o estaba borracho o buscaba con entusiasmo una manera de utilizar la etiqueta #UñasPerfectas. El lugar del que proviene seguro que está falto de estaciones y —no nos engañemos— de cultura. Seguro que es de un sitio superpredecible, como Florida. Sea cual sea su historia, tengo que ignorarla. Igual que tengo que ignorar por qué llevo seis semanas sin venir al Café Crudité. No es que fuera uno de «nuestros sitios», de Jordan y mío; pero sí que lo visitábamos a veces en la época en la que ella compartía con tres personas un piso cerca de allí, antes de que diéramos el salto para cruzar el puente y nos mudáramos a un barrio que no empezara con «Man» y terminara con «da huevos, este zulo vale un pastizal, pero fíjate en ese balcón tan bonito, me cabrá una silla y podré decir que tengo una terraza, ¿dónde hay que firmar?».

A ver, que igualmente dimos el salto para irnos a vivir juntos, sí, pero entonces mudarse a Brooklyn nos pareció lo más. Nota: el año pasado, Miles era un auténtico idiota. Y un tarado. Un puto romántico en los tiempos que corren, ¿y a su edad? Como si hubiera tardado treinta y un años en darse cuenta de que los finales felices solo aparecen en los cuentos. En los cuentos de niños. Como decía Gemma, la inglesa con la que salí antes de Jordan: «¡Qué capullo!». En fin, que este capullo no ha visitado esta cafetería últimamente porque me asaltan demasiados recuerdos: de cuando me tomaba un café por la mañana tras haber pasado la noche con ella, o de cuando nos quedábamos vagueando después de comer porque no les importaba y no teníamos precisamente mucho dinero. Por esa razón, cuando las oficinas de Habla el Corazón desaparecieron en una columna de humo de lo que estuviera fumándose Clifford, la cafetería se convirtió en el lugar en el que dejarme caer y trabajar un poco. Aunque estuviera a un buen rato de Brooklyn, al desplazarme hasta allí seguía con mi rutina diaria de ir «a la oficina». Y por eso estoy aquí ahora. Es el último sitio en el que recuerdo haberle dado cierta importancia a mi trabajo. Y si ahora me veo obligado —bajo amenaza de descrédito profesional y despido— a intentar parecerme al viejo Miles Ibrahim, el empleado del siglo, parece el lugar lógico al que acudir. Abro el cuestionario de Jude Campbell y lo leo. Y lo releo, una y otra vez, hasta que me lo sé de memoria. Se acabaron las sorpresas de cuartetos de cuerda. Hago clic en los tres perfiles de las páginas en las que se ha registrado y los leo detenidamente. Empiezo a tomar notas sobre lo que hay que cambiar. No ha publicado demasiada información, un error de principiante. Tampoco es cuestión de escribir una tesis, pero es interesante incluir contenido suficiente para que vean que has invertido tiempo rellenando el perfil. Así dejas claro que quieres acabar lo que has empezado y que te vas a dedicar por completo a la causa. Hay una línea muy fina entre ser exhaustivo y pasarse de coñazo, claro, y ahí es donde entro yo. Se deben elegir las palabras con cuidado para reflejar la personalidad (mejorada y editada) de nuestros clientes; tienen que brillar… y dejarte con ganas de más.

Le mando un correo a Jude y me presento como su asesor de Habla el Corazón para preguntarle cuándo está libre para quedar, y le digo que yo podría hoy mismo. Nada más darle a «enviar», de la mesa del rincón brota una canción a toda pastilla que me permite mirar hacia esa dirección. Se trata de la leyenda de la cafetería, cuyo rostro se ha teñido de un rosa intenso, pestañeando a lo Bambi mientras aporrea desesperada las teclas de su ordenador. Creo que es la banda sonora de ¡Cincuenta sombras de Grey. ¿Para eso ha venido al Crudité? ¿Engullir comida gratis mientras ve porno erótico en público hace que tenga un orgasmo o algo? Me quedo mirándola unos instantes y me pregunto si sería capaz de adivinar si está cachonda. Y entonces caigo en la cuenta. De ninguna de las maneras voy a volver a fijarme en una mujer, aunque sea por meros motivos antropológicos. Un pitido me anuncia que me ha llegado un mensaje. Un correo de Jude, que me dice que puede quedar hoy a las cuatro. Estupendo. Que un cliente sea entusiasta y comunicativo es una buena señal. Le respondo con la ubicación del Café Crudité. En ese momento, saco el móvil para comprobar si me he empapado bien del perfil de mi cliente. Abro 24/7, una de las enésimas aplicaciones de citas que me he descargado (por trabajo, ¿eh?, porque es obvio que yo jamás volveré a tener una cita. Los perfiles que subo ni siquiera son míos, sino un batiburrillo de información inventada y de imágenes robadas del buscador de Google que seguro que son de un folleto de un instituto checo). Me fijo en los veinticuatro destacados, con sus imágenes en miniatura y breves fragmentos de los perfiles, que me aparecen como los matches diarios para «mí». Y escojo los cinco que creo que es más probable que seleccionara Jude. Dudo un poco, y al final me toca elegir entre una analista de finanzas que los fines de semana juega al softball y una coordinadora de marketing que es profesora de pilates. Me quedo con Doña Pilates: seguro que tiene más tiempo libre y es más flexible. Cuando nuestra reunión esté a punto de terminar, comprobaré con Jude si he acertado. Y ahora debo hacer algo durante los cuarenta y cinco minutos que faltan para que llegue a la cafetería. Tengo un poco de hambre, pero ya no quedan biscotti

(evidente) y cierta persona desesperada se ha adueñado de los muffins de kalell. Miro hacia la mesa del rincón y veo que la leyenda también se va a marchar, no sin fulminarme con la mirada antes de llegar a la puerta. Que te vaya bien, Miss Florida. Más vale que aprendas a ser más fuerte, o de lo contrario Nueva York te hará añicos en una semana y te mandará de vuelta a las marismas soleadas de las que saliste. A pesar de los rugidos de mi estómago, opto por no comprar nada de comer. Aunque hoy haya sido la mar de eficiente, a saber si la semana que viene seguiré teniendo trabajo. Me daría de hostias si me veo obligado a quedarme sin cenar por haber caído en la tentación de una porción de tarta de cuatro dólares. Y ahora que se ha ido la leyenda, no hay nadie interesante a quien mirar/intimidar para que así experimente en sus carnes la Nueva York más real y auténtica. Vuelvo a coger el móvil. Y antes de saber qué estoy haciendo, he abierto Instagram y he buscado la publicación del embarazo de Jordan. Esta vez, solo me paso un minuto o así mirando a la foto antes de acabar encerrado en el laberinto de comentarios. Entre las felicitaciones y los mensajes de «madre mía» hay algunas joyitas. «¡Os felicito, Miles y Jordan!», dice Greta, la estudiante alemana de intercambio que mis padres acogieron un verano. ¡Ja! Por lo menos no soy el único que ha pensado que el bebé es mío. Y aunque tendría que escribirle, no tengo ni idea de cómo sería el correo: Hola, Greta: Cuánto tiempo. Espero que estés bien. Una cosa, ¿podrías dejar de seguir a mi infiel exnovia en las redes sociales? Danke, Miles A continuación, un breve «Enhorabuena» de… ¡¿En serio?! ¿De mi tía Fatma? Y entonces, como si hubiera percibido mi inminente ataque de nervios y la incredulidad que siento al pensar en su madre, recibo un mensaje. ¿Cómo estás?

Es Aisha, mi prima. ¿Te ha avisado tu sexto sentido arácnido?, escribo. Aisha tiene un don (a mí me gusta pensar que ambos lo tenemos) para notar el momento preciso en el que alguien necesita que le hablen. Es probable que se deba a que somos hijos únicos. Aisha es lo más parecido a una hermana que tengo, y viceversa. Espero que no estés mirando la foto de Jordan. Ni escribiéndole. Ni pensando en ella, me dice. Pues claro que no, le respondo. ¿Por qué iba a escribirle? Lo de esta mañana no cuenta, porque es evidente que lo que guio mi mano fue la pura adrenalina. Pero hablando de escribir, quizá tendrías que hablar con tu madre. Ay, Dios. ¿Qué ha hecho ahora? No, nada, le digo. Solo ha felicitado a mi exprometida por el bebé que va a tener con otro. En Instagram. No pasa nada. Hay una pausa considerable antes de que Aisha vuelva a escribir. ¿Sabes los controles parentales que capan los teléfonos de los hijos? Tendrían que poner unos que funcionaran al revés. Para controlar a los padres. Hablaré con ella. Lo siento. Me echo a reír sin poder evitarlo. Si te soy sincero, es la primera vez que me río desde que Jordan me soltó lo de «tenemos que hablar». A lo mejor le tendrías que dar las gracias y todo. ¿Quieres que te diga que Jordan no te merece, que estás mejor sin ella y que lo superarás en un santiamén? Empiezo a escribir: No, pero entonces, pensándolo mejor, sigo escribiendo y añado: No me iría mal… Pues eso, que no te merece. Y que estás muchísimo mejor sin ella. Y lo habrás superado antes, mucho antes de lo que imaginas. Estar juntos no era vuestro destino. Vuelvo a reír, pero ahora amargamente. Yo no creo en el destino. Ya, claro, me contesta. El que ahora habla es Miles el Abandonado. Vuelve a escribirme dentro de dos meses, cuando vuelvas a ser Miles, el que se pirra en secreto por las comedias románticas. Oye, le digo. Nunca ha sido un secreto.

Cierto, me responde. Miles, el libro abierto de par en par. Te estaré esperando. Que sí, que sí. Mientras tanto… Desinstálate Instagram, anda. Me quedo mirando el móvil, dudando. ¿Podré hacerlo? O sea, ¿alguien puede hacerlo de verdad? Sí que puedes. Aisha vuelve a responder a las señales de mi cerebro. Y me encargaré de que mi madre también, créeme. Suspiro y hago clic en el botón de desinstalar la app. Vale. ¿Algo más? Sí. Que tqm. Yo también tqm. Y si algún día me encuentro con Jordan, le daré una patada en el culo. Me echo a reír. Aisha mide un metro y medio, pero va a clases de kick-boxing tres veces por semana. Yo nunca apostaría en su contra. Gracias, le respondo. Aunque en su estado mejor que no. Tienes razón, me escribe. Le voy a dar una tregua de…, no sé…, ¿de ocho meses tras el parto? Me parece justo. Suena la puerta de la cafetería y, al levantar la mirada, veo que la cruza un rostro conocido. Me tengo que ir. Ha llegado mi cliente. Uuh. ¿Miras a ver si me necesita? Este mes me iría genial trabajo extra. Claro. Me levanto, me guardo el teléfono y llamo a Jude para llamar su atención, ya que soy el que tiene ventaja por haberlo visto en foto. Lleva el pelo castaño rojizo peinado con maña y una barba bien cuidada. Tiene los ojos verdes y ha escogido el color de la camiseta ajustada que viste para resaltarlos, y para resaltar también sus bíceps, un claro beneficio de su trabajo como entrenador personal. Veinte años atrás, si este tío quisiera ligar con chicas en un bar…, no habría necesitado mi ayuda, ni de coña. En fin, que no sería exagerado recomendarle los servicios fotográficos de Aisha. Teniendo en cuenta su aspecto, y la magia de Aisha para dar con la luz y la pose adecuadas y su filtro de frescura secreto, fijo que si quisiera lo haría parecerse a Jude Law.

—Hola. Miles, ¿verdad? —dice, y se dirige hacia mí con la mano extendida. Pues sí, hice bien en escogerlo por su acento. Vale, sí, a lo mejor me cuesta un poco descifrar lo que dice, pero es que es difícil oírlo por encima del ruido de las bragas que se van cayendo a su paso. —Sí. ¿Qué tal, Jude? Encantado de conocerte. Siéntate. —Nos estrechamos la mano y se sienta delante de mí—. ¿Quieres beber algo? ¿Un café? —No, no, gracias —dice—. Llevo unos días sin tomar cafeína. —Me lo apunto. Tras pensar unos instantes, añade—: Pero ¿crees que me podrían preparar una taza de agua caliente con limón? —Seguro que sí. Ahora mismo vuelvo. —Espero en la cola y se lo pido a la sustituta de Evelynn, que no dice nada sobre el hecho de que llevo horas aquí sentado y que ahora quiero algo que me va a tener que dar gratis. Meto un dólar en el tarro de las propinas para tener buen karma. —Gracias —dice Jude cuando dejo la taza delante de él, y después se echa a reír—. Perdona, es que es un poco raro, ¿no? Lo de conocer a alguien que en teoría va a hacerse pasar por mí, digo. —No lo veas así. —Levanto las manos—. Tú imagínate que soy un coach. O un editor. Te voy a ayudar a que des la mejor versión de ti mismo sobre el papel. Bueno, sobre la pantalla. —Sí, ya me he dado cuenta de que necesito ayuda con eso —asiente Jude—. El problema es que nunca sé qué responder, y luego me olvido, y para cuando me acuerdo ya me han ignorado. En fin. Es lo que me han dicho un par de chicas. —Saber escribir es vital —asiento—. En realidad, vas a contratar a un asistente que te ayude a llegar hasta la puerta. Es lo mismo que si contrataras…, no sé, a alguien para que te eche una mano con el currículum. —Ya, ya. —Jude le da un sorbo la taza—. Oye, y ¿cómo funciona exactamente? ¿Los matches los elijo yo? —A ver —empiezo, y me lanzo a soltarle el discurso—. Básicamente, ofrecemos paquetes de servicios. Con el paquete básico, vas a poder elegir a tus matches, y nuestro objetivo es conseguirte una primera cita en persona. Siempre podrás añadir servicios a la carta, como por ejemplo que una de nuestras celestinas especialistas —Georgie, también conocida como la

asistente/diseñadora gráfica/gestora de redes sociales de Leanne— te ayude a seleccionar a tus posibles matches. Otro añadido es un paquete de fotografía. Nuestra fotógrafa, que por cierto es espléndida, te ayudaría a escoger y mejorar tus imágenes para el perfil —le digo, para así plantar la semilla de un hipotético encargo para Aisha—. Hasta tenemos coaches conversacionales para ayudarte con las citas en persona. —Se trata de Giles, el abogado de Leanne que, por razones que todos desconocemos, le debe un superfavor a Leanne. —Ya veo —dice Jude. —También ofrecemos otros paquetes. Nuestro paquete plateado te garantiza ayuda hasta la tercera cita e incluye retoques fotográficos para tres imágenes, así como una consulta telefónica con nuestro coach conversacional. Y en nuestro paquete dorado, que es la repera, trabajaremos contigo hasta la décima cita. Organizaremos una sesión de fotos y te daremos diez imágenes retocadas, diez opciones distintas para añadir a tu perfil. Nuestro asistente conversacional estará disponible siempre que lo necesites y hasta asistirá a escondidas a una cita para ayudarte con la retórica a través de un pinganillo. —Algo que ofrecemos solo porque nadie escoge nunca el paquete dorado. No disponemos del equipo necesario y pongo la mano en el fuego a que Giles ni siquiera sabe que es una opción. —Ostras —dice Jude, que estruja, nervioso, el limón sobre la bebida—. Muy a lo James Bond. Noto que está abrumado; ha llegado el momento de ganármelo con la perfecta combinación entre confianza en sí mismo y aumento del amor propio. —Hemos tenido éxito con todos los paquetes. Pero en tu caso te recomiendo el básico. No creo que vayas a necesitar demasiada ayuda. —¿En serio? —se sorprende y me mira esperanzado. —Pues claro —lo tranquilizo. No estoy mintiendo. De reojo, veo que la camarera lo mira con melancolía. Antes de que acabe el año consigo una de dos: o que este tío se haya casado o que esté rodeado de un harén; todo dependerá del tipo de relaciones que ande buscando. Normalmente, sin embargo, si acuden a nosotros es porque tienden a querer algo más serio—. Y si resulta que necesitas algún servicio extra, podemos verlo sobre la marcha. —En nuestra próxima

reunión le enseñaré las maravillas que hace Aisha. —Vale —asiente. —Hoy me voy a limitar a enseñarte un par de cosillas de tus perfiles que puedes mejorar. Para que veas cómo trabajamos y que sepas que no vamos a cambiar nada de tu personalidad. —Me parece bien —responde. —Genial. —Echo un vistazo a su perfil de la app Químika—. Vale, aquí. En «Cosas que me gustan», has puesto: «La cerveza». Que está bien que seas sincero, ¿eh? Pero ¿qué es lo que más te gusta de beber? Jude se me queda mirando como si me hubieran salido tres cabezas. —Pues… básicamente emborracharme, hombre. —Claro. —Le sonrío—. Pero aparte de eso. ¿Hay alguna marca que te guste en particular? ¿Algún bar en especial? —Ah —dice—. Bueno, a ver, estoy buscando algo raro y específico. En realidad, es una chorrada. —Le da otro sorbo al agua y aferra la taza como si le diera seguridad, como si el hecho de revelar una búsqueda extraña, pero seguro que encantadora, le diera mucha vergüenza. Madre mía, este tío es el prota perfecto de una comedia romántica. —No, no. Cuéntamelo, anda. Está bien lo de buscar algo concreto. Es una manera de mostrar tu forma de ser —lo animo. —Bueno… Estoy buscando una cerveza artesanal sin gluten y baja en calorías que sepa a una normal. He recorrido la ciudad de cabo a rabo y he probado todas las de barril. —¿Qué te había dicho?—. De momento no he tenido suerte. Aunque Brooklyn me da buena espina. —Normal. —Muy bien —digo—. Podemos tirar por ahí. —¿En serio? —me pregunta. —Claro. Además, ¿no te gustaría que alguien te hiciera compañía en esta aventura por los bares? —Joder, sería genial —dice con una risilla. —Bueno, pues para eso estoy yo aquí. Venga, empecemos. ¿Te importaría abrir tu cuenta? —Giro el portátil para dejárselo y que introduzca la contraseña. Hecho esto, muevo el ordenador para que vea lo que escribo.

Cosas que me gustan: En busca de la cerveza artesanal perfecta y de la chica perfecta con la que encontrarla. ¿Te gustan las aventuras? ¿Explorar esta increíble ciudad con un reto en mente y sin otra razón que disfrutar de la compañía? Si es así, escríbeme. Y termino con una floritura. —Hala, qué guay —dice Jude—. Está muy guay. —Gracias —digo—. Bueno, pues si quieres apuntarte, te puedo enviar por correo el contrato, en el que verás las instrucciones para cambiar las contraseñas de acceso de tus perfiles y que así podamos entrar. Que quede claro que no modificaremos nada sin tu consentimiento. —Ajá —murmura Jude asintiendo antes de tomar el último sorbo de la taza—. ¡Qué coño! Hagámoslo, ¿no? —Me sonríe y me vuelve a tender la mano. —Genial —respondo, y se la estrecho—. Oye, antes de que te vayas, hay un juego al que me gusta jugar. —Saco el móvil y abro otra vez la app 24/7—. Ya que te voy a ayudar a modelar tu discurso, me gusta comprobar cuánto sé de mis clientes nada más leer el cuestionario. Dime una cosa, de todas estas mujeres, ¿qué cinco elegirías? —Mmm…, vale —dice Jude. Coge mi teléfono y estudia la pantalla. —Apunta la respuesta —digo mientras le dejo mi bloc de notas y un bolígrafo. Se pasa un buen rato con mi móvil. De hecho, me da tiempo a empezar una partida de KenKen en el portátil antes de oírlo carraspear. —Vale. Creo que ya estoy. Veo lo que ha anotado. Y entonces, con una sonrisa, giro la página para que vea las que yo había elegido antes por él. Quizá no le habría enseñado mis respuestas si el resultado no fuera tan bueno. Pero es que normalmente lo es. Cuatro de cinco. Miles Ibrahim, el Poeta del Amor, ha vuelto.

CAPÍTULO 4 De: Clifford Jenkins Para: Todo quisqui Asunto: LAS TARJETAS REGALO FUNCIONAN Parece que los Beatles se equivocaban. ¿Que quéééé? ¡El amor SÍ que se puede comprar! Me entusiasma contaros que la opción de las tarjetas regalo ya funciona a la perfección. También la he programado para que, por defecto, empiece en 299 dólares. Tratad a sus compradores como los vips que son, porque van a esperar un match excelente ya. Y ya quiere decir YA, en menos de lo que canta un gallo. (Dicho esto, si sus primeras opciones se van al garete, recordadles que la tarjeta regalo se puede recargar de manera ilimitada. Como la temporada de bodas está a la vuelta de la esquina, nos dirigimos DIRECTAMENTE a futuros novios. Es el perfecto regalo de agradecimiento a los invitados ahora que la tensión y la emoción andan por las nubes). Ojalá hubiera podido comprar una tarjeta regalo en la víspera de cierto día marcado en mi calendario con antelación, pero en ese momento no existían, claro. Lo que es malo para mí es bueno para el mundo, en fin. #CuestiónDePerspectiva Recordatorio: nuestra próxima reunión será el martes 12 de mayo y voy a reservar la zona vip del bar Porchlight, así que ¡preparaos para beberos hasta el agua de los floreros! Hasta entonces, disfrutad de abril, aguas mil. Clifford CEO de Palabras de Amor (ahora, AMANTE DE LAS TARJETAS REGALO). Posdata: Si controláis lo de las cadenas de bloques, enviadme un mensaje.

ZOEY Mi alarma rompe el silencio a las cuatro de la madrugada, y mi mano ondea por los aires para desactivar el despertador y lanzarlo al suelo, como si me encontrara en la primera escena de una película. Llevo un mes viviendo aquí, pero sigo calculando la hora según el huso de la Costa Oeste (es decir, según el tiempo REAL). La una de la madrugada suena muchísimo mejor que las cuatro. La una de la madrugada supone diversión y frivolidad. Es cuando empieza la sesión nocturna de La habitación en el cine Sunset 5 de Los Ángeles. Cuando hay que ir a por un perrito caliente en Pink’s Hot Dogs o zambullirse en una piscina infinita que hace las veces de mirador de las colinas de Hollywood Hills. (Solo lo he hecho una vez, pero bueno. Podría haber ocurrido todas las noches sin problema). La una de la madrugada supone intentar no perderle el ritmo a la mente maravillosa de Mary: Frank y yo la perseguimos congelados mientras ella da vueltas por la cocina. Frank es su huroncillo, su gran apoyo emocional. Diría que también usó su magia conmigo. Se me subía al hombro cuando me ponía a traducir las ocurrencias de Mary en diálogos de guiones que había que retocar. Allí, contemplando la salida del sol a través de sus ventanales que van del suelo al techo y que ofrecen vistas del distrito de Studio City, es la última vez que recuerdo haberme sentido feliz con mi lugar en el mundo. Trabajar para Mary no era precisamente un remanso de paz, para nada. Era como montarse en el ascensor de la mansión encantada: giros, sobresaltos y repentinos cambios de humor, seguidos por vientos huracanados de sonoras carcajadas. Mary era consciente de su ingenio y todas las mañanas me saludaba con una versión diferente de: «¡Démosle una vuelta a la ruleta de mi personalidad!». Aunque me doblara la edad, tenía alma de estudiante universitaria: se pasaba semanas perdiendo el tiempo y después se tiraba doce horas seguidas trabajando de noche hasta que terminaba lo que debía entregar.

Prácticamente viví en su casa, a menudo como huésped de la habitación de invitados, que contaba con su propio balcón y mininevera. Había días en que lo único que me pedía era que le leyera los últimos cotilleos sobre famosos, tumbada en el sofá con rodajas de pepino sobre los ojos y Frank dormido a sus pies. La semana siguiente nos pasábamos diez horas al día en el Museo de Radio y Televisión, también conocido como el Paley Center de la avenida Beverly Drive, pegándonos un atracón de viejos premios de las últimas décadas en busca de inspiración (a veces la contrataban para escribir lo que un actor diría de otro durante una gala de los Globos de Oro, los Emmy o los Óscar). Su productora se llamaba Mary, Fuck, Kill.[2] Cada vez que respondía al teléfono me ponía roja, y juntaba las palabras para que fuera ininteligible: —Mary Fuckle, ¿en qué le puedo ayudar? Mary me miraba por encima de las gafas para reprenderme. —Se van a pensar que me he casado con un idiota que se apellida Fuckle. Dilo bien. —Pues que lo piensen. —Como no lo digas bien, cambiaré el nombre de la empresa por las siete palabras que nunca hay que decir en televisión —me advirtió—. Mira, ya estoy rellenando el formulario: mierda, coño… Le lancé una mirada que evocaba a un dispensador de caramelos PEZ. —Vale, vale. El dispensador de caramelos PEZ representaba su vieja carrera como actriz. A mediados de los ochenta, antes de que yo naciera, Mary interpretó a la duquesa Quinnley en Bajo el mar, una película de ciencia ficción y fantasía sobre sirenas intergalácticas. La herida que se hizo en el plató durante la última semana de rodaje le arrebató todo el entusiasmo que sentía por la profesión; consiguió escabullirse del mundillo, impidiendo así la producción de futuras entregas de la saga. Desde entonces tuvo que soportar las consecuencias: los amantes de la película la culpaban por el final abrupto de lo que pretendía ser una trilogía, mientras que en otros círculos su marcha le dio un halo de culto a la única entrega que llegó a rodarse. Por lo menos, al no tener final no se la cargarían, como había ocurrido con otras franquicias interminables —decían—. La película

de culto seguía viva gracias a las convenciones de fans y a los campeonatos de cosplay; las invitaciones para formar parte del jurado llenaban el buzón de Mary día sí y día también. Una de mis tareas era tirarlas a la basura, sin siquiera leerlas, cada mañana. De la supuestamente infinita colección de objetos en eBay (juguetes, juegos y figuras de acción idénticas a ella), la única que guardaba era un dispensador de caramelos PEZ; porque, según ella, simbolizaba su ocupación actual como editora de guiones. —La gente me paga para que estire el cuello y les dé una píldora dulce cuando me lo piden, y debajo de ese caramelo hay diez más de la misma calidad. Hace siete semanas, me dijo que yo era la mejor asistente que había tenido, y que por eso tenía que despedirme. En lugar de vivir mi vida, estaba viviendo la suya. Me tenía que embarcar en nuevas situaciones si algún día pensaba crecer como escritora, como escritora con voz propia. Le rogué que me diera seis meses para decidir dónde quería ir y qué quería hacer, y me dijo que se lo pensaría. La mañana siguiente, cuando llamé a su puerta, me entregó un billete a Nueva York solo de ida y una nota con la dirección de un piso que había alquilado en mi nombre. (Más tarde descubrí que compró todo el edificio a mediados de los ochenta con el dinero de la duquesa Quinnley. Ahora valía una fortuna, pero prefería alquilar los pisos a artistas muertos de hambre y ofrecerles descuentos en función de los méritos que demostrasen). Me lanzó un beso, cerró la puerta y le dio una vuelta a la llave. Vi a Frank en la ventana durante medio segundo antes de que también cerrara las cortinas. Y aquí estoy ahora, a las cuatro de la madrugada, en esta manzana grande y podrida, obligándome a levantarme pronto en fin de semana para ser la primera clienta del único lugar al que iré en todo el día, que resulta que se encuentra al otro lado de la maldita calle. Me da la impresión de que Mary no se refería a esto con «vivir». Pero hasta que Nueva York no deje de dar tanto miedo y de ser tan grotesca —si es que eso llega a suceder—, no veo cambios en el horizonte. Ayer, cuando llegué a casa, había una cesta junto a la puerta de mi piso. Llevaba una tarjeta escrita a mano con letra a duras penas legible: «¡Champán

para mi champeona! ¡Vales mucho! Clifford». La cesta estaba vacía. Alguien me había mangado la botella. Es un buen resumen de cómo veo Manhattan: puedes coger lo que quieras, pero siempre te lo termina quitando otra persona. Hago la croqueta en mi sofá cama y llego a la «cocina», es decir, al área en el que se encuentran el hornillo y la mininevera. Otro consejo de la vecina que solo he visto una vez: —Utiliza el horno para guardar los abrigos de invierno. Como no tengo armario y soy una pésima cocinera, me pareció muy buena idea. Para mi desgracia, no tengo horno. Por lo tanto, guardo los jerséis en la despensa vacía. Al otro lado de la ventana, la ciudad se alza oscura y hostil. El ambiente se inunda del ruido de un camión que da marcha atrás (pi, pi, pi). ¿Hay alguna hora de silencio? ¿Ni una sola? Me preparo una taza de café tan largo como irónico para espabilarme y marcharme al Crudité, sin saber si voy a ser la primera en llegar y en pedir más café. Y entonces me dejo caer, con las piernas cruzadas, delante del espejo torcido que cuelga de la puerta y me miro. Ayer parecía una adicta con mono de Xanax que parpadeaba ante la luz, pero hoy no va a ser así. No me basta con ganarle al ladrón de mesas: quiero ganarle estando decente (aunque no es que intente adecentarme con todas mis fuerzas). Me aplico un poco de maquillaje, me delineo los ojos y me perfilo los labios. Me voy a volver a poner las botas y los calentadores de brazos que me tejió Mary, porque me niego a pasarlo fatal en un local con el aire acondicionado demasiado fuerte; calentadores aparte, ahora ya no parezco una zombi, sino una chica inocente ligeramente maquillada. Sonrío a mi reflejo, contenta con el resultado. Ya fuera, en la oscura acera, me inunda la adrenalina. No hay demasiada gente, algo positivo, pero, por otro lado, no hay demasiada gente, así que si me pasa algo, o si necesito algún tipo de ayuda, no habrá nadie para oír mis gritos. «Botitas, a caminar. Deprisa». Consigo cruzar la calle al segundo intento. Vamos progresando. Y entonces, a las 5:01 de la mañana, Evelynn se acerca a la cafetería para abrir la puerta y pega un brinco al verme.

—¡Hola! Perdona. Hola. Supongo que hoy soy la primera, ja, ja, ja. ¿Soy la primera? —balbuceo. —Sí —dice—. ¿Te puedes apartar mientras…? —Por curiosidad, ¿los biscotti ya están ahí esperándome? ¿O vas a tener que sacarlos y prepararlos? —Hemos dejado de ofrecerlos, por lo que ocurrió ayer. —¿En serio? —Me quedo boquiabierta. —No. —Me hace un gesto con la mano—. ¿Me dejas un poco de espacio, por favor? Al cabo de cinco minutos, ya he dispuesto mi despacho móvil en la gloriosa y enorme mesa, he devorado los biscotti gratuitos, muchísimas gracias, y me he bebido la mitad de mi segunda taza de café. Diez minutos después, el lugar se llena de trabajadores, pero no hay ni rastro del ladrón de mesas. En plena discusión, dijo que dejaba pasar un tiempo entre una visita y otra, por lo que quizá hoy se va a la siguiente cafetería de su ronda. Me daría mucha rabia haber madrugado y hecho tantas cosas para nada: ¿soy mala persona por querer que venga, sea testigo de su derrota y sienta en sus carnes la pérdida de la mejor mesa antes de salir de la cafetería y de mi vida? Mientras me bebo de un trago el café que me queda, adivina quién entra: Don Carácter. Barre el local con la mirada y la posa en mí. —Hoy no, malvado —mascullo triunfante. —¿Cómo dices? —Me clava los ojos marrones. —Nada, que está ocupado. —Ya lo veo. Porque estás tú sentada. —Solo me quiero asegurar de que no haya malentendidos. Por cierto, me voy a pasar el día aquí, así que quítate de la cabeza la idea de esperar a que me vaya. —Normal, las Cincuenta sombras no se ven solas —me dice con desdén. —¿Perdona? —Pasarse seis horas viendo porno para mamás es de una disciplina encomiable. —No sé a qué te…, ah. The Weeknd. —¡Joder, Clifford!—. Era… era un vídeo parodia —tartamudeo. —El porno paródico está infravalorado —dice, condescendiente.

—No he venido a ver porno —le espeto. —Hazme un favor y baja el volumen, ¿vale? Algunos venimos aquí a trabajar. ¡Gilipollas! —Miles, tu pedido está listo —interviene Evelynn. Conque Miles, ¿eh? Nombre tiene; sitio para sentarse, no. Todas las mesas están ocupadas y todavía hay gente haciendo cola. Se toma su tiempo para ponerse leche y azúcar en el café, sin dejar de controlar la cafetería para apropiarse del próximo asiento libre. Por desgracia, el mostrador con la leche y el azúcar queda justo a mi lado. Noto su mirada penetrante y me fijo en que se vacía medio azucarero en la taza. (Y yo que pensaba que antes estaba tenso… Verás cuando le llegue el azúcar a la sangre, se convertirá en Hulk). De pronto, suena Last Dance with Mary Jane de Tom Petty por mis altavoces. ¡Otra vez, no! En la pantalla aparece el recuadro de una videollamada. Intento hacer clic en «Rechazar» lo más rápido posible, pero me doy tanta prisa que termino apretando «Aceptar» por accidente. —¿Crees que Frank debería tener una cuenta de Instagram propia? Y, de ser así, ¿qué descripción le podría poner? —grita Mary. Procuro colgar, con decenas de ojos clavados en mí, la mar de molestos. —En el centro YMCA darán clases de informática para principiantes —dice Miles mientras se lleva la taza (es decir, la montaña de azúcar con gotas de café) a los labios. Pero antes de que yo procese su comentario malicioso, añade: —Un momento. ¿Era… era Mary Clarkson la que te llamaba por FaceTime? La imagen que acompaña su cuenta es una fotografía de hace años, de un viejo artículo de la revista Interview. Llevaba rulos en el pelo, los labios de un rojo intenso y un porro en la boca. La canción vuelve a empezar, ahora con una notificación: «Bloody Mary desea llamarte». Esta vez, silencio la llamada y cuelgo al instante. —¿Eh? —Decido fingir ignorancia. —Mary Clarkson. Bajo el mar. ¡Mary Clarkson! —Quizá. —¿A que ahora te habría gustado ser más amable conmigo para

poderme preguntarme cosas sobre ella? —Y tú has… has… has colgado a Mary Clarkson. —Ahora le voy a escribir. Hay que bajar el volumen, ¿recuerdas? Siempre olvido que, para los tíos de «cierta edad» (como Clifford), Mary, la valiente y feminista duquesa Quinnley de Bajo el mar, y su breve y obligado sirenismo los retrotraen a la época dorada de su infancia. Fue su primer amor platónico y, para algunos, fue también su primer… amor «propio», ya me entiendes. Me pregunto si a Miles le pasó. Aunque parece más joven que Clifford. Y está en mucha mejor forma que él, es evidente. Los comentarios mordaces queman muchas calorías. Te voy confesar algo: nunca he visto Bajo el mar. De hecho, es el motivo por el cual conseguí el trabajo de ayudante de Mary. La agencia de trabajo temporal en la que me apunté tras graduarme en la universidad de Santa Mónica me envió a un misterioso encargo para una escritora anónima que vivía encima de Studio City, en la carretera de Mulholland. No sabía ni quién era ni lo que buscaba. La reconocí cuando me abrió la puerta (con Frank), pero no como la habría reconocido una seguidora de la peli. Tan solo pensé: «Anda. Es ella». Y ahí empezó el típico análisis de mi CV y la entrevista sobre trabajos anteriores. Al final, me dijo: —Y, ahora, la pregunta más importante. ¿Cómo se llama el planeta del que vienen los sworkas? —Eh… —No era una respuesta que pudiera improvisar al momento. No dudaba de que los sworkas eran una parte odiada y cursi de la cultura cinematográfica. Me sonaba que se parecían a los delfines, pero no tenía ni idea de cómo se llamaba su planeta. De haber sabido que iba a encontrarme con Mary Clarkson, me habría descargado Bajo el mar y me habría preparado. Bueno, pues nada, ahí terminaba todo. La miré a los ojos y me encogí de hombros—. ¿El planeta Merchandising? Me sonrió y, en un pestañeo, sucedió: mi vida cambió. —Solamente hay dos normas —me dijo con ojos brillantes—. La primera: si algún día me convierto en una persona que le da importancia a que sepas o no la

respuesta a esa pregunta, pégame un tiro. La segunda: no veas la película. Has llegado muy lejos, no la cagues ahora. ¿Te interesa el trabajo? Más tarde me enteré de que solo contrataba a gente que no fuera fan. Le importaba un bledo que de pequeño la hubieras visto en forma de sirena una o dos veces, pero que citaras la película de manera habitual ya de adulto o que tuvieras, por ejemplo, un diccionario de sworka suponía una descalificación inmediata. —¿Cómo me ibas a tomar en serio si la hubieras visto? —me dijo al cabo de unos días, con un parche en el ojo y unas zapatillas mullidas y desparejadas. De vuelta a la cafetería, Miles sigue rondándome. —¿Te importa? No me puedo concentrar si hay mirones cerca —digo. —Es que no tengo dónde sentarme —observa—. ¿De verdad que has venido todos los días desde que te mudaste a Nueva York? Se me crispa un ojo. Solté esa media verdad para reforzar mi credibilidad como clienta importante, no para echar leña a sus burlas. —Sí —digo entre dientes. —¿Y eso? Tienes a tu alrededor «la» ciudad, que resulta que es uno de los lugares más increíbles del planeta… Durante unos brevísimos instantes de locura, se me ocurre decirle: «A lo mejor me podrías enseñar por dónde empezar. Llevas quince años sobreviviendo aquí… Seguro que conoces todos los recovecos de Nueva York y, la verdad, me iría genial tener un amigo. Alguien que sepa qué hacer con su vida, porque yo no tengo ni pajolera idea». Pero entonces me golpea la realidad y recuerdo que es un imbécil que no para de insultarme. Y que acaba de volver a hacerlo. Le doy la espalda, me pongo los auriculares y abro un chat con Mary. Zoey: Saludos desde el infierno. Bloody Mary: ¿Explorando nuevos horizontes? Zoey: Nada más llegar, me pisaron el pie y me rompieron el meñique. Bloody Mary: ¿Y de qué te quejas? Ese dedo no sirve para nada. Zoey: Fijo que se me cae. Bloody Mary: Te voy a enviar un botiquín.

Zoey: ¿Para qué? Seguro que me lo roban. Por cierto, Nick dice que le debes, y cito textualmente, «2000 pavos de maría». Bloody Mary: Qué mentira más gorda. Le debo 1999 pavos, no 2000. Pero ahora entiendo por qué lleva varios días triste, con mal de amores. Zoey: ¿A qué te refieres? Bloody Mary: Que estaba pilladísimo por ti. Zoey: Incorrecto. Bloody Mary: Hace poco me preguntó por qué no te daba ni un día libre. Se ve que consiguió entradas para un partido y le dijiste que ibas a pasarte todo el mes currando hasta tarde. ¿¿TODO EL MES?? Zoey: Nick no me gustaba tanto. Bloody Mary: Haberme dicho que tenías planes. Podrías haber salido antes CUALQUIER DÍA. Zoey: ÉL tenía planes. YO quería trabajar. Bloody Mary: ¿Ya has probado el pollo frito de Momofuku? Zoey: Todavía no. Bloody Mary: No me vuelvas a hablar hasta que lo pruebes. Va en serio. Para mí estás medio muerta, a partir de… ya. *** Tess Riley fue mi primera clienta, y su aventura en Bueno, Fácil, Feliz acabó en éxito. Aunque no fue sencillo llevarla por el buen camino; fueron necesarias varias sesiones telefónicas para que se diera cuenta de que no pasaba nada por concretar lo que buscaba en una pareja. No es que en Nueva York haya pocos solteros, pero es que a ella le daba pena eliminar a alguien antes de conocerlo. Le dije que ese miedo a perderse cosas la iba a paralizar, y luego trabajé como una mula para ayudarla a conseguir el match definitivo. De mi segunda clienta solo sé su nombre (Bree Garrett), su edad (25) y que sus amigas le dieron una tarjeta regalo de Palabras de Amor para su cumpleaños. Algo habrá pasado entre ese día y ahora para que se haya decidido a utilizarla, aunque por el correo de Clifford es probable que las tarjetas regalo no

funcionaran hasta hoy. He decidido que voy a leer su perfil cuando la haya conocido en persona. No quiero que me influyan sus respuestas reflexionadas; quiero material espontáneo para ayudarla a proyectar al mundo una versión auténtica, con defectos pero encantadora, de sí misma, con la esperanza de emparejarla con un hombre auténtico, con defectos pero encantador. Como dice el Manual del autónomo: «No mostréis una imagen "perfecta". Nadie se la va a creer. (Y así tiene que ser). Acordaos de la típica y vieja pregunta de cualquier entrevista de trabajo: "¿Cuál es tu mayor defecto?", y el entrevistado responde: "Que soy demasiado organizado". No seáis el tío demasiado organizado. Añadid algún defectillo por aquí y por allá». Justo cuando iba a levantarme para ir al servicio de la cafetería, suena mi móvil. Un mensaje de Palabras de Amor: Llamada entrante. ¡Toca hacer de Cupido! Al cabo de un segundo, me llega la llamada. Dejo que suene un par de veces, respiro hondo, me planto una sonrisa en la cara y emito mi voz serena y profesional. —Hola, al habla Zoey, de Palabras de Amor. ¿En qué te puedo ayudar? —Pues es que tengo un imán para los capullos, básicamente —dice Bree Garrett. A pesar de los años que me he pasado al lado de Mary, la respuesta de Bree me deja descolocada. —Vaya, lo siento —consigo responder mientras reprimo un ataque de tos—. Pero la buena noticia es que hoy empezaremos a arreglar ese imán. —¿Cómo funciona este tinglado? —pregunta Bree—. ¿Vas a ser mi Yentl? Me da a mí que se refiere a Yenta, la casamentera de El violinista en el tejado, pero bueno, ha confundido ese musical con el de Barbra Streisand. —Eso es —digo con alegría—. Aunque soy un pelín más joven que las típicas celestinas. De hecho, es una de las cosas de las que más orgullosos estamos en Palabras de Amor: formamos una red de seguridad entre iguales, como una amiga en la que confías y que te organiza una cita después de ayudarte a desechar candidatos. Te ayudamos a expresarte mejor y (esperamos) de una manera fascinante, para que así consigas respuestas positivas de los tipos de hombres a los que querrías conocer. Y creo que te gustará saber que mi

porcentaje de éxito es del 100 %. Me pongo un poco roja. (Técnicamente, no es mentira. ¡Una clienta, un éxito!). —Qué bien —responde—. O sea, que ¿eres una tiquismiquis con la gramática y tal? —Exacto. Pero solo con la gramática. —Genial, porque lo de poner comas no es lo mío. —¿Qué disponibilidad tienes? ¿Quieres que quedemos hoy o mañana para actualizar tu perfil? —Noto enseguida que me afecta la presión del correo sobre tarjetas regalo. Aunque tampoco quiero presionarla demasiado y asustarla—. La semana que viene también me va bien, claro. Pero ¡no es verdad! El tiempo va corriendo y el gallo ha empezado a cantar en cuanto le he cogido el teléfono. —¿No puedo enviarte un perfil que ya haya completado? —me pregunta. —Sí, pero tengo comprobado que en persona la gente se abre más de lo que cree, y así me formaré una mejor idea de tu personalidad, de lo que te gusta y lo que no, y también de lo que buscas físicamente. Porque eso cuenta tanto como la conexión mental. —Cierto. —Sincronizaremos nuestros ordenadores y buscaremos un puñado de candidatos a los que dirigirnos, y a partir de ahí ya veremos. ¿Cuál es tu página o aplicación de citas preferida? —La semana pasada te habría dicho que Flirtville, pero es que allí hay demasiados tíos con ETS —dice. Ah. Como me imaginaba, algo la ha llevado a activar la tarjeta regalo. De repente, me entra un escalofrío al imaginarme que Clifford está escuchando la llamada. No sé cómo, pero no quiero que Bree diga nada personal por teléfono, por si llega a manos de un tío que suele despedirse en los correos con un «nos vemos en los bares». —Hay un par más que no están mal, aunque suelen ser para gente que busca algo más serio. ¿Te interesaría? —Sí, sí. Quiero algo más serio, sí. ¿Quedamos en el Dominick’s para comer el sábado? —dice Bree.

Abro un mapa en el portátil y me estremezco. Está en la Octava Avenida. A dos paradas de metro, ni más ni menos. —Por lo general me iría bien, pero es que tengo a mi gato enfermo —digo con una oleada de culpa. Está tan enfermo que está en el otro barrio; que no existe, vamos—. Y prefiero quedarme cerca de casa, lo siento. Vivo en el East Village. ¿Te gusta el queso? —¿Es una coña porque me llamo Bree? —No, perdona, es que… por aquí hay una quesería. —¿Sirven algo que no sea queso? —Diría que no. Si no te gusta el queso, pues buscamos otro sitio. —¿Qué te parece Duane Reade, la otra tienda de mi calle en la que se vende comida? Miles me mira a los ojos. —Que so-erá, so-erá —canturrea al pasar por mi lado. Pongo los ojos en blanco. Pero ¿cómo me ha oído? He hablado superbajo para no molestar a nadie. O eso creía. Quizá hablar de quesos me ha emocionado. Al fin y al cabo, es comida que me puedo permitir. —¿Con el queso sirven vino? —quiere saber Bree. —Pues no estoy segura. —Ya llevaré yo una botella. —Vale, genial. ¿Por qué no? Beber una copa de vino es una gran idea. Así seguro que se relaja. Además, parecerá que tengo una amiga en la ciudad y que hemos quedado para comer queso y beber vino, que es una situación completamente normal y corriente; algo sano, mucho más que, por ejemplo, ir a una quesería solo porque vivo y trabajo en esa misma calle y esta ciudad me da pavor. Concretamos la hora para el sábado y le doy la dirección. —¿Cómo eres físicamente? —me dice. —Tengo el pelo bicolor. Pero no porque vaya de guay, sino porque soy un desastre. Oscuro en las raíces y más claro hacia las puntas. —Yo tengo el pelo monocolor, rubio, y llevaré una camiseta de Bajo el mar, la peli de 1981. La compré el finde pasado en un rastrillo. ¡Me dio hasta lástima pagar cinco pavos! Estuve a punto de decir: «Seguro que vale cinco mil,

peroooo…». —¿Te gusta la película o es que te mola la cultura pop vintage —Siento verdadera curiosidad. Una nunca sabe dónde conocerá a una fan. —Madre mía, me encaaaanta Bajo el mar. No te haces una idea. Es algo que nunca pongo en los perfiles, porque no quiero que me etiqueten de friki, pero es que me encanta llevar ropa de cine para que la gente la vea y tal, y esta vez quiero ser del todo sincera en mi perfil. Ser yo al 100%, ¿sabes? Es que, si no, ¿para qué? Me muerdo la lengua. No será ella porque yo voy a ser ella, por lo menos al principio. Pero negarlo es la regla número uno del Manual del autónomo: «Nunca les recordéis que vais a hablar con sus hipotéticas citas como Cyrano de Bergerac. Es un pensamiento que socava la relación entre cliente y ghostwriter: quizá empiecen a preguntarse si en la cita en persona serán capaces de superar el vacío que queda entre lo que habéis escrito y lo que digan o hagan ellos. Más vale entrar y salir lo más rápido posible para que el cliente tome las riendas en cuanto hayáis llamado la atención de un buen match». —La has visto, ¿no? —dice Bree, llevándome de vuelta al tema del que hablábamos—. Si vas a hacerte pasar por mí, al menos tendrás que poder citar Bajo el mar —añade. No contesto enseguida. Ahora mismo le estoy haciendo un corte de mangas al universo. Me he pasado veintinueve años evitando esa absurda película. Y durante ocho, a petición de la mismísima duquesa. —Claro que sí —asiento—. ¿Me la dejas para refrescarme la memoria? Opto por echarme un farol y darle a entender que la vi hace mucho. (Si Palabras de Amor debe enfrentarse a una denuncia y Clifford se ve obligado a cambiarle el nombre a la empresa otra vez, le voy a sugerir Faroles de Amor). —¿La versión original o el montaje del director? ¿La edición especial o…? —Lo dejo en tus manos. La versión de la que te cueste menos desprenderte. Intercambiamos nuestros números para que no tenga que llamar a la centralita cuando quiera hablar conmigo. Le digo que me apetece mucho conocerla y verla vestida con una camiseta vintage de Bajo el mar. En algún lugar de California, Mary levanta una copa en mi dirección y se echa

a reír. [2]. Juego de palabras entre Fuck, Marry, Kill (el juego en que alguien debe decidir con quién se acostaría, con quién se casaría y a quién mataría) y el nombre de Mary, la propietaria. (N. del T.)

CAPÍTULO 5 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Inteligentísimos Equipo: Os voy a decir algo: todos sois unos genios creativos y por culpa de circunstancias que escapan a nuestro control no necesariamente recibís la compensación económica que merecéis. Y os voy a decir otra cosa: creo que podemos aprovechar vuestra inteligencia y creatividad para intentar cambiar esa situación. ¿Se os ha ocurrido una campaña de publicidad buenísima? ¿Un acuerdo comercial excepcional? ¿Un anuncio pegadizo (sin música)? Me encantaría escucharlo. Las propuestas extrañas y originales también serán bienvenidas, pero, a menudo, la sencillez se lleva el gato al agua. Una idea tan simple y al mismo tiempo tan asombrosamente brillante como las tarjetas regalo —se me acaba de ocurrir a bote pronto— podría hacernos pasar de empresa en apuros a ser los número uno del mercado. No es ningún secreto que quiero que seamos la mejor, y espero que tampoco sea ningún secreto que quiero llevaros conmigo hasta la cima. Ah, y además de gloria y ascensos, que sepáis que cualquier propuesta viable llevará consigo una bonificación de quinientos dólares. Saludos cordiales, Leanne

MILES En las últimas seis semanas no he estado al 100 %. No me he sentido lo bastante motivado para mantenerme en forma, ni para que me dé el aire, y tampoco he tratado mi cuerpo como un templo, sino más bien como un mausoleo de cosas muertas, como mis emociones o mi autoestima. He dado alguna vuelta por Morningside Park, que se encuentra a unas manzanas del piso de Dylan y Charles, pero solo cuando la actitud agresiva del novio de mi amigo me ha empujado a salir de casa para correr, y no con la intención de mejorar la salud. No sé por qué me he animado a ir hoy hasta Riverside Park. A lo mejor ha sido porque me he descargado en el móvil la canción principal de la banda sonora de Bajo el mar, y me he sentido inevitablemente empujado a escuchar la BSO completa en bucle. Y es una BSO que no se merece una irrisoria carrera de kilómetro y medio. Se merece una larga panorámica del maravilloso río Hudson, pasar cerca de lápidas de mármol dedicadas a generales del ejército legendarios y por debajo de majestuosas ramas de cerezos floridos que han perdido casi todas, pero no todas, sus flores. Y solo me he entretenido un ratito muy muy muy corto soñando con Mary Clarkson vestida de sirena. Y un rato aún más corto preguntándome si la ladrona de biscotti la conocerá de verdad. Esa chica es un misterio envuelto en un enigma revestido de calentadores de brazos deshilachados. Cuando vuelvo a casa de Dylan y Charles; estoy sin aliento y hecho un desastre sudoroso. El reloj me dice que he corrido siete kilómetros. Yo solía correr regularmente por Prospect Park, pero ya hace mucho que no lo hago, concretamente desde que mi antigua compañera de deporte tuvo un «virus estomacal», que le duró un mes entero, justo antes de dejarme. (Visto en retrospectiva, mira que llego a ser poco perspicaz). Llamo al interfono del piso. Por lo visto, Dylan y Charles han estado demasiado

atareados —y yo, demasiado deprimido— para hacerme una copia de la llave. Además, seguro que hacerme una copia le daría a mi estancia un halo demasiado definitivo a ojos de Charles (y quizá también a los de Dylan). —Madre mía —dice Charles cuando me abre la puerta—. ¿Estás llorando? —Es sudor —respondo. Me mira más de cerca para intentar confirmar que las gotas provienen, en efecto, de mi frente. —Mmm. Ya veo —murmura al fin—. Cuidado con la alfombra. Es de Kermanshah. —Señala la tela oscura que cubre parte del recibidor, y que él pisa con sumo cuidado con sus pantuflas de pana. —Juraría que la compramos en Zara Home. O a lo mejor en Amazon. —me susurra Dylan con complicidad mientras me quito las zapatillas de correr. Le sonrío y, entonces, una gota de sudor me resbala por la nariz y cae sobre su oscuro suelo de parquet. Dylan coge un pañuelo de la caja de cartón que hay en la mesa del recibidor y la seca enseguida. Dylan fue mi compañero de piso en la universidad, y fue un compañero fantástico. Era simpático y limpio; y nunca le daba demasiada importancia a si tú lo eras o no. Sigue siendo igual que antes, aunque ahora está con Charles. Y creo que eso solo es posible porque lo que más le atrae de él no es precisamente que sea agradable. Tal vez esa afirmación sea injusta. Tal vez Charles sea superagradable con alguien que no lleva seis semanas invadiendo su espacio personal, arrojando sudor a una alfombra que quizá es de Kermanshah y que le llena la nevera con cajas de cartón de fideos chinos medio vacías. (Me gustan recién hechos y, si no me los termino, como no quiero tirar comida, las sobras terminan acumulándose. Es el nuevo dilema del milenio: tener conciencia medioambiental y, al mismo tiempo, pedirlo todo a domicilio). —Me odia —le digo mientras dejo con cuidado las zapatillas junto a la puerta. —No te odia —se apresura a responder Dylan, tan rápido que cuesta creerlo. Bueno, a ver. Para serte sincero, no sé si a Charles le he caído bien alguna vez. A lo mejor no supe esconder la expresión de pasmo cuando Dylan me lo presentó. En cuanto Dylan, el paradigma de tío alto, moreno y guapo —el

compañero perfecto, porque competíamos en ligas distintas—, entró en el bar, rojo como un tomate y radiante de felicidad al lado de Charles, automáticamente deduje que un señor mayor, medio calvo y con gafas se había interpuesto entre él y el novio que me iba a presentar. Alargué el cuello en busca del joven buenorro al que esperaba ver. Hasta que Dylan cogió a Charles del brazo y me sonrió de oreja a oreja. —Te presento a Charles. Seguro que tardé demasiado en ocultar mi sorpresa, y Charles se dio cuenta. Charles se da cuenta de todo. Como anoche, cuando me puse a pensar qué iba a pedir para cenar. Charles le echó un vistazo a la app que había abierto y soltó: —Déjame adivinar. Fideos chinos. Pedí sushi, solo para tocarle los huevos. (Y, ahora, en la nevera también hay media bandeja de sushi de aguacate y atún). La semana pasada, debió de ver en la pantalla de mi portátil tres partidas de sudoku, una de KenKen y un crucigrama, porque cuando volví del lavabo me preguntó, como quien no quiere la cosa, qué tal me iba el trabajo. —Estoy a tope —mentí ipso facto. —¿En serio? —me dijo—. Por cierto, la segunda columna está mal. Y hoy, nada más quitarme la camiseta para meterme en la ducha, se apoya en la pared y me dice: —Así que hoy por fin has ido a correr de verdad, ¿eh? Me muerdo la lengua para no espetarle que qué sabrá él lo que es correr de verdad, si tenemos en cuenta que el único ejercicio que hace es hablar por los codos. «Soy un invitado en su piso», me recuerdo. «En su piso de un solo dormitorio». —Sí —decido responder—. Por Riverside. Asiente. —¿La joyita que descubriste en Tienes un e-mail? —Y me sonríe con maldad. Cuando me da la espalda, le hago la peineta con el dedo. Vamos a ver: ¿cómo iba a saber él que Riverside Park es un elemento crucial de Tienes un e-mail si no hubiera visto también la película? ¿Cómo?

No se gira de nuevo, pero sí que me informa de algo: —Fíjate en las ventanas. Te reflejan. —Y me mira a los ojos a través de una de ellas. Con cuidado, doblo el dedo corazón para que se una con los demás. Para cuando salgo de la ducha, Charles y Dylan se han ido a una cena de negocios del bufete de abogados de Dylan. «Come algo de la nevera», me ha dejado escrito Charles en la pizarrita magnética del frigorífico. «Va en serio. Que te comas algo». Abro la nevera y cuento seis cajas de cartón blancas y una bandeja de plástico de sushi. Aparte de una hilera de salsas, mermelada de frambuesa y una botella de kétchup en la puerta, es todo lo que hay. Ni Charles ni Dylan cocinan. Yo antes sí, si pedir que me traigan en una cajita todos los ingredientes y recetas una vez por semana cuenta como cocinar. Pero como ya no tengo una casa en la que recibir esa caja, pues es algo que ya no sucede. Odio admitirlo, pero Charles tiene razón. Debería comerme las sobras. Tendría que calentarlas y comérmelas…, pero ¿verdad que ahora un bol de fideos con verduritas fantástico y recién hecho suena la mar de bien? Gracias por recomendarme al bombón. Me siento como en un reportaje para Vanity Fair. Es un mensaje de Aisha. Como suponía, era superfácil que Jude aceptara sus servicios después de nuestra primera reunión. Pero necesita tu ayuda, no te creas, le respondo. Las fotos que tiene no le hacen justicia. He hablado un poco por teléfono con él, me escribe Aisha. Habla igual que Jamie Fraser. Me estrujo el cerebro para adivinar a quién se refiere. Como no le respondo de inmediato, Aisha me resuelve las dudas. El de Outlander, me informa. Ah, vale, le digo. Hace tiempo que me desconecté de las series, y esa no la he visto. ¿Me recuerdas otra vez por qué ese tío necesita tu ayuda?, me escribe Aisha. Nada más recibir ese mensaje, mi móvil anuncia la llegada de otro. Es Jude. Hola. Oye, me ha mandado un mensaje una chica que me interesa. ¿Qué tengo que hacer ahora?

Le respondo rápido a Aisha. Creo que en breve lo vamos a descubrir. Te dejo. Me toca hacer de Cyrano. Y entonces abro la conversación con Jude. Buenas. Perfecto. ¿Puedes hacer una videollamada? Será más fácil si esta primera conversación la llevamos entre los dos. Al instante, me suena el móvil. —Hola —dice Jude, cuyo rostro llena la pantalla. —Hola. ¿En qué página estás? —En A por Todas —me dice. —Genial —respondo. De todas las apps y webs de citas con las que he trabajado, A por Todas es una de mis preferidas. La interfaz es bastante sencilla e intuitiva. Y los matches se agrupan en tres categorías: Juegos (revolcones), Partidos (un cajón de sastre para los que no saben qué diablos quieren) y Prórrogas (relaciones estables)—. ¿Te parece bien que entre en tu ordenador? —Todo tuyo, jefe —contesta. Hago clic en el programa de acceso remoto que ya le pedí a Jude que se instalara en el ordenador, espero que le dé a «aceptar» y entonces, voilà, en mi pantalla aparece la suya. Ya ha abierto la web de A por Todas en el navegador y veo la notificación de que tiene un mensaje nuevo. Lo abro. Lo envía una tal RayaJack55, cuya foto de perfil muestra la enorme cruz que por lo visto lleva en el cuello, aunque, de hecho, lo que más se le ve es el escote. RayaJack55: Hola. Creo que a lo mejor encajamos y quería decirte hola. Veo que está en la categoría de Partidos. Bueno, mejor que en la de Juegos, porque Jude y yo ya hemos decidido que lo que él busca es algo más que eso. —Vale —le digo a Jude—. Básicamente, está dejando la pelota en tu tejado. Que es bastante común. —A veces, la gente suelta un rollo de buenas a primeras, para que así el otro sepa todo lo que ellos quieren que sepa con un mensaje enrevesado y denso que, la mayoría de las veces, solo muestra desesperación. Lo único peor que eso es el «hola» simple y completamente exasperante. Raya por lo menos ha dicho algo más. —¿Le tendría que responder… «hola»? —me pregunta Jude. —Mmm, no —digo—. Piénsalo bien. ¿Qué estarías expresando exactamente

con un «hola»? —No sé. —Jude se encoge de hombros. —Exacto —respondo—. Míralo así: todas las interacciones deben tener un objetivo, aunque sea pequeño. Ya sea querer conocer más a la persona, hacerla reír, ligar, contarle más sobre ti, etcétera. Todo el mundo está ocupado, ¿no? ¿Por qué ibas a perder el tiempo, o hacérselo perder a alguien, con algo que es obvio que no va a salir bien? Sé eficiente, haz las preguntas adecuadas y así te lo evitarás. —Es lo más neoyorquino que le he oído decir a nadie —se ríe Jude. —A lo mejor sí. —Me encojo de hombros—. Pero funciona. Veo que Jude vuelve a mirar el mensaje de Raya antes de fijarse de nuevo en mí. —Muy bien. Entonces, ¿qué le digo? —Te lo escribo yo y, si te gusta, le das a «enviar», ¿vale? —Siempre se me ha dado mejor poner mis pensamientos por escrito. —Hecho —me contesta. —Dame un minuto para que estudie su perfil —le digo. Jude asiente y hago clic en el perfil de Raya. Tiene veintitrés años, es ayudante de pastelería y, por lo visto, le gusta algo llamado «Cristiano Terror». (¿Se referirá a «terror cristiano», a pelis de miedo sobre curas y exorcistas? Me ha picado la curiosidad). Ah, y hace un par de meses que se ha mudado a la ciudad. —Veamos, algo así… —digo antes de empezar a escribir. DeEsc0: Muy buenas. Veo que eres nueva en Nueva York. Yo llegué hace dos años. ¿Ya has decidido si te gusta o si odias la ciudad? —¿Qué te parece? —le pregunto a Jude. —Estupendo —dice—. Me gusta. —Genial —respondo—. La aprobación final es tuya con el botón de «enviar». —Aprobado —dice antes de mandarle el mensaje a Raya—. Vale, ¿y ahora…? Ay. Está conectada. Sí que lo está. Veo el icono que informa de que está escribiendo al momento. Esperamos su respuesta. No tarda en llegar. RayaJack55: Todavía no lo he decidido.

Espero, por si Raya opta por dar un paso más y preguntarle algo a Jude. Pero rien de rien. Por lo visto, tampoco ha ido nunca a una clase de improvisación teatral. DeEsc0: Tengo la teoría de que depende del lugar en el que te comes tu primera pizza. Si está buena, Nueva York y tú encajaréis. Si no está buena…, solo os vais a soportar. El mensaje se queda flotando en el limbo y veo que Jude frunce un poco el ceño. —¿No te gusta? —le pregunto. —No, está bien —dice—. Es que… no como pizza. Llevo dos años con la dieta paleo. —Ah, vale —digo mientras borro el mensaje, antes de reparar en lo que me acaba de soltar—. O sea…, ¡¿nunca has comido una pizza en Nueva York?! Menea la cabeza de un lado a otro. —¿Y sigues viviendo aquí? —le pregunto, incrédulo—. ¿Cómo coño vas a saber si te gusta la ciudad? —Los perritos calientes no estaban mal. —Jude me sonríe—. Una vez me comí uno. —Supongo que no, pero… un momento. ¿A que te lo comiste sin el pan? —Sí —me responde, avergonzado. Sacudo la cabeza. —Hacerme pasar por ti va a ser más chungo de lo que pensaba. A ver, qué tal algo así… DeEsc0: Tengo la teoría de que depende del lugar en el que corres por primera vez. Si eliges un buen escenario, como un día precioso de otoño o de primavera, Nueva York y tú encajaréis. Si resulta que acabas corriendo por el centro en pleno mes de febrero, solo os vais a soportar. Y esto con suerte. —Mucho mejor —dice Jude, y le da a «enviar». RayaJack55: Salir a correr mola. Dios. Esta tía necesita nuestra ayuda todavía más que Jude. —Venga, ahora en serio —le digo a Jude—. Basándote en su perfil y en esta breve interacción, ¿cuánto te gusta esta chica?

—Eh… —murmura Jude—. No lo sé. No hay mucho a lo que agarrarse. —Exacto —digo—. ¿Recuerdas lo que te he dicho de ser eficiente? Si ves que hay algo en ella que te atrae mucho, una especie de química que te asalta de pronto, pues seguimos adelante. Pero si no es así… Te propongo que le demos una última oportunidad para que nos sorprenda o lo dejamos ahí. ¿Qué me dices? Veo que Jude vuelve a visitar el perfil de la chica. —Lo segundo —decide al final. Gracias a Dios. Ya me he enfrentado más de una vez a la necesidad de conducir la conversación con matches reticentes, pero con esta tengo la sensación de no ir a ningún lado. —Pero vamos a ponerle un tema en bandeja —digo—. Hablemos de algo que en teoría le interesa, ¿vale? —Venga —accede Jude. —¿Has visto El exorcismo de Emily Rose? —Mmm… Sí, diría que sí —dice Jude. Bien. Me sirve. DeEsc0: Oye, seguro que has visto El exorcismo de Emily Rose, ¿verdad? ¿Sabías que al principio iban a utilizar a una muñeca para las contorsiones de la protagonista, pero que la actriz era tan flexible que al final es ella con unos pocos efectos especiales? Qué pasada, ¿no? Jude envía el mensaje. Esperamos. Esperamos un rato. Podría ser una buena señal. A lo mejor, por fin Raya tiene algo que decir. —¿Es verdad? —me pregunta Jude. —Sí —le contesto—. Creo que por eso le dieron el papel. —Increíble —dice. —Ya le daremos ocasión de explayarse con una pregunta más abierta —le aseguro—. Ahora es para que sepa que tienes nociones de algo que le gusta. Por fin oímos el pitido. RayaJack55: No la he visto. Mmm…, vale. Se lo tengo que preguntar. DeEsc0: ¿En serio? Como en tu perfil pone que te gusta el terror cristiano, me

he imaginado que era un ejemplo perfecto del género. Parece que Jude siente la misma curiosidad que yo, porque envía el mensaje de inmediato. RayaJack55: Cristiano Terror. www.cincuenta-sombras-de-terror.net Pincho en el enlace y de pronto mi mirada se encuentra con una página web negra con letras de un rosa fosforito. Entorno un poco los ojos para leerla. Capítulo 1 Cristiano Terror era muchas cosas. Un CEO millonario. Un dios del BDSM. Un vampiro. Y yo, Anastasia Plata, iba a ser su cruz. A lo mejor su cruz… de plata. O un diente de ajo. Dejo de leer. Madre del amor hermoso, ¿es el fanfic de un fanfic? ¿Y regresa a los orígenes del género con el tema de los vampiros? Por cierto, ¡¿qué cojones pasa esta semana con las Cincuenta sombras de Grey?! —Pues… creo que ya hemos visto lo suficiente para tomar una decisión sobre Raya, ¿no te parece? —Vuelvo a prestar atención a mi encargo e intento no mostrar ningún rastro de censura en la voz. Al fin y al cabo, no me dedico a comentar o criticar los gustos de nuestros clientes, sino a ayudarlos a encontrar lo que están buscando. —Creo que he visto demasiado, tío —dice Jude con cara de absoluta confusión —. No creo que sea un buen match. Así me gusta. —Entendido. Pero hagámoslo bien, ¿vale? Nada de dejarla sin respuesta. DeEsc0: Ah, vale. No lo había interpretado bien. Oye, me tengo que ir. Pero te deseo mucha suerte en la web. Me ha gustado charlar contigo. No hay una buena manera de hacerlo. Un rechazo es un rechazo. Pero más vale uno que sea evidente que algo así: «¿Hablamos en otro momento?». Porque no. No vamos a hablar más. RayaJack55 no responde, tan solo se desconecta. —Siento que no haya salido bien —le digo a Jude—, pero a veces se tarda un

poco en encontrar a alguien con quien valga la pena hablar. —No pasa nada, hombre. Te lo agradezco —responde—. Eso de ser eficiente… Lo has dicho así, ¿no? —Se echa a reír—. Bueno, pues tenías razón. Me ha evitado perder el tiempo. —Te sugiero que eches un vistazo a tus matches —le digo—. A ver si hay alguien que te llame la atención. Y así ya luego empezaremos la conversación con buen pie. —Vale —dice—. Los miraré. —Si puedes, concéntrate en la categoría de Partidos —le recomiendo. —Vale. Ya te diré si encuentro a alguien. —Genial —respondo. Nos despedimos y colgamos. A continuación utilizo de inmediato el móvil para pedirme los fideos. Por lo visto, el repartidor llega al edificio al mismo tiempo que Dylan y Charles, porque, de hecho, es Charles quien me entrega la comida. Durante unos instantes valoro la posibilidad de darle propina, pero en la app de comida a domicilio no hay una opción para darle propina al hombre agresivo cuya casa estás ocupando. Además, como cualquier neoyorquino de bien, no llevo dinero encima.

CAPÍTULO 6 De: Clifford Jenkins Para: Los que prefieren la montaña Asunto: Lanzamiento internacionallllllll ¡Ha llegado el momento! Para los que hayáis estado siguiendo nuestras notas de prensa (si no las seguís, deberíais hacerlo), no os va a sorprender que estemos a punto de lanzar nuestra iniciativa mundial. Muy pronto, los que sufran mal de amores en CUALQUIER ZONA HORARIA (¡mención especial para Rusia!) por fin podrán acceder a nuestros servicios. Dicho lo cual, si recibís mensajes de una dirección terminada en .ru, reenviádselos a Crystal para que los investigue un poco. No vamos a currar para Svetlanas ni Alexeis hasta que sepamos que tienen lo que hay que tener, ¿no os parece? Mientras tanto, aprovecho para avisaros: descargaos WhatsApp (si no lo tenéis ya), porque es lo que utiliza la gente en otros países para relacionarse. FaceTime y Skype son muy 2016. Por otro lado: estoy buscando modelos para la web internacional. Personas del montón que sean un reclamo mundial. ¿Tienes la piel morena? ¿El pelo negro? ¿Los ojos de un bonito color avellana? ¿Todo lo anterior? ¡Manifiéstate! De lo contrario, voy a tener que utilizar viejas fotos de vacaciones de la Innombrable, ja, ja, ja. Pero ahora en serio, si creéis contar con un atractivo internacional, pensáoslo. ¡Vais a tener la oportunidad de ser la cara visible de la empresa! El afortunado elegido tendrá opciones de compra de acciones y otros beneficios. Clifford CEO mundial de Palabras de Amor S. R. L.

ZOEY El sábado duermo hasta tarde y me raciono las dosis de café para beber una sola taza mientras me preparo para ir a comer con Bree. A las 10:45 h, Clifford activa mi móvil con la petición de una videollamada por WhatsApp. Podría alegar que falta muy poco para mi cita de las once, pero el sitio en el que hemos quedado está a un minuto de mi casa. Con el pálpito de una inminente desgracia, respondo a la videollamada. —¿Qué pasa, estrellita? Estoy llamando a mis números uno para asegurarme de que se han instalado WhatsApp. Es evidente que yo sí, o no hubiera podido llamarme por ahí. —A sus órdenes, capitán —lo saludo, con la esperanza de poner fin a la llamada. —Por cierto, ¿has visto el correo que he mandado hace un rato? —Sí, sí. Qué guay lo de… —Sorprendida, leo el correo en diagonal—. Anda, una iniciativa internacional. No sabía que fuéramos a expandirnos. —Pos sí, pos sí. Pero lo que necesitamos es una imagen que nos represente. De personas, para ser más concretos. —Ah, claro. Con «atractivo internacional». Como las patatas fritas con sabor a pizza. —¡Muy buena! Tienes una cara bastante exótica y me preguntaba si eres americana al 100 %, al 50 o casi del todo. Te lo pregunto porque mi exmujer es china. —Eh… Diría que los jefes no pueden hacer esa pregunta. (Dos meses atrás, mientras trabajaba para Mary, y después de haberla cagado con unas cuentas, le dije: «Espero que no me hayas contratado porque pensabas que era una crack en mates». Y me respondió: «No, no, te contraté porque pensaba que vendías crack. Madre mía, ¡qué idiota que soy!»).

—Volvamos al principio —dice Clifford enseguida—. Veámoslo desde otro ángulo. —Cuando dices «bastante exótica», ¿te refieres a este «bonito color avellana»? —le pregunto, seca, mientras me señalo los ojos—. Son medio filipinos, por parte de mi familia paterna. —La madre de mi padre, la abuela Dalisay, me crio en un bungaló cerca de la playa de Santa Mónica desde que cumplí diez años. Y hablando de playa, cuanto más habla Clifford, más ganas me entran de largarme a una y zambullirme en el agua. Despedirme de la abuela y de Mary en la orilla y sumergirme poco a poco. Mi último acto en la Tierra sería hacerle una peineta a Clifford con el dedo, justo cuando el agua me cubra la cabeza. Qué poco probable es que eso ocurra. Ahora vivo en una ciudad atestada de paredes, también en el exterior. ¿Sigue el cielo ahí? ¿Quién lo sabe? Encima de mí hay edificios y ventanas; claustrofobia al aire libre. Clifford sigue cavando una fosa: —¿Y si finges que eres total o mayormente asiática? Solo para la foto. Tampoco se trata de que lo vayas diciendo por ahí, mujer. Después de todo, nuestro negocio va de fingir, ¿no? Es parte de un mismo todo. —No. Lo siento. —Me niego a ser la imagen de su ineptitud. Clifford se desanima, pero no duda en desenfundar los dedos en forma de pistola. —Lo pillo. Vale. No pasa nada. —Me tengo que ir. He quedado con una nueva clienta. —Anda, ¿es extranjera? ¿Por qué no le sacas unas cuantas fotos de extranjis y se las envías a Aisha para que…? Siempre estoy dispuesta a darle trabajo a Aisha, nuestra experta fotógrafa autónoma, pero no sin el permiso de los clientes, y menos para que, sin saberlo, aparezcan en un anuncio internacional. Pulso la pantalla y pongo fin a la llamada. Si luego me pregunta, le diré que el wifi de mi piso va y viene. Clifford tiene a su alcance un millón de maneras de comunicarse conmigo, eso sí, y en este mismo instante se materializa un nuevo mensaje en mi móvil. CliffBar: Se ha cortado la llamada. ¡Buena suerte con Bree! ¡A por ella,

tigresa! Espero y me pregunto si eso va a ser lo peor que me va a soltar o si me dirá algo más. En fin… CliffBar: Pero no en plan tigresa sexual, ¡eh! XDD Como otro tipo de tigresa. Grrrr. Nos vemos en la reunión de la semana que viene. Son solo las once de la mañana y ya necesito desesperadamente beber algo. *** En la quesería, Bree está sentada en un reservado del fondo, con suficiente espacio para nuestros ordenadores, bebiendo una sanísima copa de pinot noir. La manera en que el líquido golpea el cristal me pone nerviosa. ¿Y si se mancha su camiseta especial? En el dibujo han reproducido el cartel de Bajo el mar. Está descolorido y la tela se ve desgastada. Ya veo por qué le gusta tanto. Como me dijo ayer por teléfono, tiene el pelo rubio, que se ha recogido en una trenza a un lado. Combinada con esos ojos azul intenso y labios de un rosa pálido, su melena le habría dado un aire a la Barbie, pero que sea contable de una consulta médica echa por tierra el estereotipo. De todos modos, desde aquí no la veo yo con demasiados problemas para atraer pretendientes. Me planteo un desafío personal: conseguirle una cita esta misma semana. En cuanto me identifica, se levanta y, cuando se dirige a darme un abrazo, me sorprende lo afectada que me deja su gesto. Hace más de un mes que no me abrazan ni me tocan de un modo que no parezca el detonante de una pelea con navajas. «Pobre dedito mío, me lo han roto». Ya no me duele (no es para menos), pero si se me pusiera azul o se me cayera mientras duermo, tampoco me llevaría una gran sorpresa. Bree es unos centímetros más alta que yo, por lo que me golpeo levemente la cabeza contra su clavícula antes de que me suelte. Su pelo huele a coco. —¿Cómo estás? —le pregunto—. ¿Pinta bien el menú? —¡Pinta genial! Pero… —Baja la voz cuando nos sentamos una frente a la otra —. No te dejan traer tu propia botella. Me han cobrado cincuenta y siete dólares por descorcharla. Lo siento mucho.

¿Se puede saber de qué vas, Nueva York? En el restaurante Bottega Louie de Los Ángeles te permiten llevar las botellas que quieras. Y entonces recuerdo quién va a pagar la cuenta y sonrío. —No te preocupes, en serio. Son gastos de empresa. —Nos vemos en los bares, Clifford. Bree me devuelve la sonrisa, aliviada. —Oye, ¿te importa que… que finjamos que no te estoy pagando? Me gustó lo de «entre iguales» que dijiste. Creo que me irá mejor si quedamos como si fuéramos amigas y quisieras ayudarme con las citas online y que me echas una mano para pasar el rato. —Claro, ningún problema. Gracias por venir tan cerca de mi piso, te lo agradezco mucho. —No me preguntes por mi gato, porfa. Todavía no me he inventado su diagnóstico. —¿Vives por la zona de Alphabet City o…? —En realidad, justo aquí delante. —¡Madre mía! ¿¿Vives ahí?? ¡Los pisos son enormes! ¿Te permiten tener mascota? ¿Te importa si te pregunto lo que pagas de alquiler? Me deja tan patitiesa que crea que mi piso es espacioso que me quedo muda. Además de mi dedo roto, tengo las espinillas llenas de moratones por los golpes que me doy con las cosas, ya que no hay por dónde caminar. Por otro lado, no puedo contarle que mi antigua jefa es la propietaria del edificio y que me hace un descuento del 50 % en el alquiler, porque entonces quizá le termino diciendo quién es mi antigua jefa y le señalo a la mujer que aparece en su camiseta. Su nivel de admiración por Bajo el mar no se recuperaría de esa revelación, y hoy debemos dejar resueltas varias cosas. Por más que me encante la idea de fingir que somos amigas que comen juntas, lo cierto es que tenemos una misión entre manos. Por suerte, aparece la camarera y se presenta antes de que mi silencio se prolongue. A todos los trabajadores, nos explica, se los llama por sus platos favoritos, no por sus nombres. —Yo soy Palitos de Queso, y me voy a encargar de vuestra comanda. —Y sí, en su chapa se lee: «Palitos de Queso».

Palitos nos cuenta que la quesería es una franquicia experimental especializada en bocadillos de queso a la parrilla y en fondues. Como pagará mi «tarjeta de empresa», le digo a Bree que pida lo que le llame la atención. Las dos queremos tostadas con jalapeños y extra de cheddar y bolitas de queso frito para compartir. Bree también pide queso de cabra con miel y frambuesas. Cuando Palitos se marcha, me sirve vino y brindamos. —Tengo que dejar de beber —dice mientras bebe—. Creo que es la causa de todos mis problemas, la verdad. —Frunce el ceño—. Bueno, no de todos, pero sí de mis problemas con los tíos. No pasa nada si bebo contigo, con mis amigas al salir del trabajo y tal. Pero ¿con ellos? Buf. Es que si me siento relajada, mareadilla y desinhibida, todo termina pasando demasiado pronto, ¿me entiendes? »Que no me arrepiento, no me malinterpretes —continúa—. Después de la uni salí mucho de fiesta, y me lo pasé genial, pero creo que me he cansado de esa fase. Es que ya he cumplido un cuarto de siglo, ¿eh? Y todo el mundo sabe que en Nueva York, si no has pillado marido antes de los veintinueve, te quedas para vestir santos. A ver, ¿por qué iban a salir con una que tiene casi treinta tacos cuando hay un porrón de tías de veintidós añitos zumbando por ahí y en la cumbre de la fertilidad? Necesito encontrar un tío de calidad. Porque tengo un imán de… —De capullos. Ya. —Creo que voy a tardar en olvidar esa frase. —Que con los capullos en sí no pasa nada, es por los seres a los que están pegados. Mira, te voy a enseñar… Antes de que me oponga, me planta el teléfono a dos centímetros de la cara. Y va pasando fotos a toda velocidad: una polla, y otra, y otra. —Vale —murmuro—. No hace falta que… Y las pasa aún más rápido. Nunca había visto tanta variedad de genitales masculinos. —Vaya —digo—. Menuda colección. ¿Cuánto has tardado en reunir…? —¡No las he hecho yo! No he visto ni siquiera la mitad en persona. Son fotos que me han pasado tíos de Flirtville, sin añadir nada, ni un mensaje. No lo entiendo.

Ah. El comentario que hizo ayer sobre las ETS me recuerda que debe de haber pasado por un mal trago hace poco. Quiero reconducir su situación. —Mmm. Abramos tu perfil de Flirtville, a ver si descubrimos el porqué —le sugiero. Se sienta a mi lado y nuestros portátiles se alinean. Entra en la web e inclina la pantalla para que vea su perfil. Como respuesta a la pregunta «Algo que mis padres no saben de mí», ha escrito: «Me gusta mamar». Tal cual. Creo que ya hemos resuelto el misterio. —Dios. No recuerdo haber escrito eso —gime—. Seguro que estaba borracha. En fin, razón de más para dejar de beber. Y brindamos por ello. Bree borra las últimas letras y escribe otra palabra. —Ya está. Me quiero pasear. Arreglado. —No está… mal —digo. ¡Otro farol!—. También podríamos dar carpetazo a Flirtville y empezar de cero en una página distinta. ¿Qué te parece? Bree se coloca el pelo detrás de las orejas, seria y decidida. —Empecemos de cero. Al cabo de veinte minutos, hemos sincronizado los ordenadores en su cuenta de A por Todas y hemos rellenado su cuestionario con comentarios breves y una declaración firme pero simpática de que su perfil no acepta «fotos de miembros». A partir de lo que me ha contado, he presentado a Bree como un espíritu libre y abierto del barrio de Hell’s Kitchen que ha disfrutado de la soltería y que se lo ha pasado en grande, pero que se ha dado cuenta de que ahora busca algo más serio. Es una persona a la que le encantan las películas clásicas de fantasía con acción y aventuras, y también pasear por los distritos históricos, sobre todo por los que están embrujados. (Me ha parecido una idea genial, porque ofrece la oportunidad perfecta para abrazarse a sus citas). Trabaja de contable en la consulta de un pediatra, donde también se encarga de la sala de espera de los niños, llena de juguetes, DVD y con un colorido acuario. Decidimos no incluir su manía de contar chistes de pedos. Tomo nota y lo clasifico como información reservada.

Del Manual del autónomo: «La información reservada no es algo de lo que uno deba avergonzarse. Más bien, pensad que es una recompensa, una especie de premio, que se le da a un match tras varias citas exitosas. Si se revela demasiado pronto, se corre el riesgo de sabotear la incipiente relación. Guardaos la información reservada y utilizadla solo con los que hayan demostrado que valen la pena». Después de devorar las bolitas de queso y de regar los jalapeños picantes con más vino, nos lanzamos a por el queso de cabra con miel. Y ya está: hemos activado los filtros para encontrar a hombres de entre veinticuatro y treinta años que vivan en Brooklyn o en Manhattan, que hagan deporte, sean amantes de los animales y se vean sentando la cabeza dentro de unos años. El cinco es nuestro número de la suerte, es decir, el número de personas a las que vamos a «servir» (la versión de A por Todas de «dar un toque»). Si alguien te devuelve el «servicio», se inicia una conversación privada. Si el objetivo del servicio no responde al cabo de un período de tiempo predeterminado, termina en la carpeta de «saque directo» (en tenis, un servicio que el receptor ni siquiera ha tocado) y ya no volverá a aparecer en tus búsquedas. Es una manera automática de despachar a los que no contestan. —¿Cuánto tiempo les damos antes del saque directo? —le pregunto. Bree va por la mitad de su segunda copa de vino. —¿Una semana? —sugiere. —Yo pensaba en cuarenta y ocho horas, pero ni para ti ni para mí: pongamos cuatro días. —Vale, me parece bien. ¿A quién servimos primero? —pregunta Bree, algo ansiosa. —Creo que habría que estrechar más la búsqueda. En la web hay miles de perfiles. —¿Hay que acotar más el rango de edad? —Se me ha ocurrido que podríamos acotar una de las categorías de estilo de vida. Me has dicho que por culpa de la bebida a veces te metes en líos. ¿Qué tal si filtramos eso y buscamos a tíos que no beban? A ver qué pasa. —¿Te refieres a los que nunca van trifásicos?

—… Sí. No sé si «ir trifásico» es un lapsus o una nueva expresión que utilizan los que tienen veinticinco años o menos. Los cuatro que me separan a mí de Bree son, para el caso, una generación entera. Me he pasado las dos últimas décadas con mujeres de cincuenta y sesenta; y la verdad es que, a estas alturas, creo que me identifico más con ellas. Aunque, a pesar de lo que piensa Miles, el borde de la cafetería, la informática se me da genial. —Vale —acepta. Me gusta que no se oponga. Es una prueba de que va en serio con lo de dejar de beber para así encontrar un compromiso a largo plazo. Hago clic en las casillas correspondientes y actualizo la página. El primer perfil es el de un tío esquelético con un triste bigote y mirada distraída. Me temo que he llevado a Bree por el mal camino. A ver si «abstemio» significa «heroinómano» en clave o algo. —Perdona, deja que lo vuelva a ajustar… Activo el filtro de «nada de drogas». —Anda, ¿qué te parece este? —dice Bree al instante. La foto del perfil de AdoroPerritos incluye (cómo no) a su perro, al que abraza por detrás y contempla con gran devoción. En su descripción se lee lo siguiente: «Busco a una chica que sea tan maravillosa y leal como Henrietta, mi labrador. Aunque no creo que encuentre a nadie tan perfecta como ella. XDD». —Oooh —dice Bree—. ¡Qué mono! Antes de que se lo impida, mueve el cursor por la pantalla y hace clic en «servir». —¡Ay! Si es lo que quieres hacer, vale, pero yo no estaría tan segura. ¿Sabes que hay gente que llama «hijos» a sus mascotas? —¿Y? —Que creo que esa de ahí es su «mujer». —Pero ha escrito «XDD». Está de coña. —Mmm… Yo diría que no. Es una batalla en la que no vas a querer entrar. —Pero ya he lanzado el servicio. ¿Lo puedo deshacer? —No, pero no pasa nada. Quién sabe, a lo mejor me equivoco. Es que veo que

Henrietta sale en más fotos que él. No se le ve bien, y sus únicos intereses están relacionados con su perra. —¿Lo ves? —gruñe—. Ya te he dicho que tengo un imán de capullos. —Lo estamos arreglando —le recuerdo. Hay que conseguir que deje de decir «imán de capullos». El ojo derecho se me crispa cada vez que lo dice. AdoroPerritos nos devuelve el servicio enseguida; mala señal, sinceramente. Bree entorna los ojos para leer su mensaje: ¡Mañana es el cumple de Henrietta! No gastes mucho con el regalo —menos de cien dólares, tranqui—, pero me gustaría que vinieras, nos encantaría conocerte. ¡Guau, guau! (¡Esta es Henrietta! ^^) —¿Cien dólares? —escupe Bree. —Contestemos y sigamos a lo nuestro. —¡Ni de coña! Qué maleducado. Reprimo la necesidad de recordarle a Bree que ha sido ella la que lo ha contactado a él. Lo correcto es finalizar la conversación como es debido. —No cuenta —le digo—. Buscaremos a cinco más. En el perfil de Bree, escribo: ¡Feliz cumpleaños a una perrita especial! Lo siento, pero no voy a poder. Espero que pases un buen día. Y le doy a «Saque directo» para que no nos vuelva a salir en las búsquedas. No me fío de la Bree alcoholizada, que puede mandarle otro servicio por error. Miramos más perfiles. —Este tío parece majo —dice—. Es abogado. —Y también le gusta disfrazarse en ferias medievales. Es de tu rollo, ¿no? —¡Puaj! —Hace una mueca de disgusto—. No. ¿Quién habría dicho que entre cosplayers hubiera esnobs? —Pero solo una vez al año, al norte del estado. Y tiene una bonita sonrisa — señalo. Bree me ignora y me señala a un cachitas con el pelo rapado. Su nombre de usuario es PastillaRoja. —¿Qué te parece este? Leo en voz alta el apartado «Sobre mí»:

—«Para ver si somos compatibles, responde a esta pregunta: ¿La cagó Sully en el vuelo? Sí / No». —¿La cagó? —susurra Bree. —¡No! —grito, antes de recomponerme—. No, Sully no la cagó. —La película Sully de Clint Eastwood es la única prueba que tengo de que en Nueva York se puede ser buena persona. Me niego a aceptar algo que sugiera lo contrario. —Creo que quiere que digamos que sí. —A lo mejor, pero… Bree hace clic en «servir» y escribe: Sí. Al cabo de dos segundos, llega la respuesta de PastillaRoja: Te acabas de suscribir para que te informe de mis ligues. —Vaya mierda con los abstemios —manifiesta Bree. No puedo llevarle la contraria. —¿Qué tal si aceptamos que beban de vez en cuando? En plan, todo con moderación. —Aleluya. Sí, por favor. Pedimos una fondue, porque ¿por qué no? Ya hace dos horas que estamos aquí y apenas hemos avanzado. Tengo sueño y me duele la cabeza, y seguro que Palitos de Queso quiere que le demos una propina para poder irse a casa. De hecho, la fondue nos la trae otra camarera. En su placa se lee «Maravillas Mohosas». —¿Qué quiere decir eso? —le pregunta Bree señalándoselo. —El gorgonzola, el camembert, el cabrales y el roquefort. Todos esos quesos son básicamente moho, ¿verdad? En una bandeja, presentamos mis quesos mohosos preferidos —responde de modo automático. —¿Los pedimos? —me pregunta Bree. —Más vale que los dejemos para la próxima —respondo con amabilidad—. Y aprovecho para pedirte disculpas, porque creo que te he presionado demasiado. ¿Qué te parece si busco yo entre los perfiles, toqueteo los filtros y esta noche te mando una lista de cinco para que les eches un vistazo? ¿Te gustaría? No contactaré con ninguno de ellos sin tener tu aprobación.

—Ay, sí. Hazlo. Esto es agotador. Pedimos la cuenta y, mientras esperamos, Bree se inclina hacia mí. —¿Puedo preguntarte por tu pasado? —me dice. ¿En serio? ¿Por qué hoy todo el mundo está obsesionado con mi nacionalidad? —¿Te refieres a de dónde vengo? —pregunto con cautela. —No, quiero saber si estás casada, cómo son tus padres, lo que quieras contarme, vamos. Hemos hablado tanto de mí… Quiero oír tu historia. —Ah, vale. —Bajo los hombros, relajada—. No me he casado nunca y mis padres son un matrimonio que quiere cambiar el mundo. Se conocieron en Filipinas, donde creció mi padre. Mi madre visitó el país como voluntaria de la Cruz Roja, para ayudar a reconstruir las casas tras el tifón Betty, y se enamoraron. Nueve meses después, ¡tachán! —digo, y me señalo con los dedos. —Oooh, fuiste su nuevo proyecto. —Más bien acabé pegada al antiguo. Me arrastraron de desastre natural en desastre natural hasta que cumplí diez años y mi abuela puso fin a la aventura. «Esa no es manera de que viva una niña», fueron sus palabras exactas. —¿Consiguió que echaran raíces en algún lado? Bebo un buen trago de vino. —Qué va. Ellos querían seguir viajando. —Me encogí de hombros—. Que lo entiendo. Está en su ADN. Fíjate, acuñaron el término «volunturista» y todo. Al final, mi abuela y yo alquilamos un bungaló de una habitación en la playa de Santa Mónica. Si cierro los ojos y me tapo los oídos con las manos, te juro que puedo oír cómo me llama el océano. —Tuvo que ser un pedazo de cambio —opina Bree—. De ser libre y viajar por el mundo a terminar en un sitio con la yaya, digo. —No, no, para nada. Fue un sueño hecho realidad. Se acabaron las interrupciones, las sorpresas, el tener que hacer y deshacer maletas… Me encantó. Despertarme e irme a dormir en el mismo lugar era lo que siempre había querido. Mi abuela pensaba lo mismo que yo; llegamos, y ya no nos marchamos. Ni siquiera nos fuimos de vacaciones. (¿Para qué? Si ya vivíamos en el paraíso).

Era un alivio enorme. Y para estudiar en la universidad no iba a tener que mudarme, porque la de Santa Mónica estaba ahí mismo. Me pasé los primeros diez años de vida siendo nómada, y los veinte siguientes con los pies en suelo firme, rodeada de comodidad y de rutina, y sé qué escenario prefiero. —¿Por qué viniste a Nueva York, pues? —pregunta Bree. «No fue mi elección, de eso puedes estar segura…». Me obligo a sonreír. Me duelen los dientes y todo. —En teoría, estoy escribiendo un guion. Bueno, basta ya de hablar de mí; me aburro hasta yo, así que imagino lo que debes de pensar tú. —A mí no me aburres, ¡me fascinas! ¿Dónde están tus padres ahora? Pago la cuenta. —Muy buena pregunta. *** En cuanto Bree y yo nos despedimos, con su DVD de Bajo el mar guardado con mimo en la funda de mi portátil, me pregunto si debería acercarme al Café Crudité para estudiar más perfiles. Sería lo más inteligente y productivo. «Pero es sábado», protesta una vocecilla dentro de mi cabeza, «y ya vas a la cafetería todos los días. ¿Y si por una vez rompes los esquemas? ¿Y si finges ir a la cafetería pero después, en lugar de entrar, dejas atrás la puerta y das un paso más, y luego otro, y sigues caminando?». Me recoloco el bolso y la mochila del ordenador y, al pasar por delante del Crudité, echo un vistazo al interior del local, intentando que no se note que estoy buscando a una persona en particular, a la única persona con la que he intercambiado más de dos palabras que no sean por trabajo desde que estoy aquí. ¿Cómo es posible que antes de la pelea de los biscotti no lo hubiera visto nunca y que últimamente lo vea todo el tiempo? ¿Está ahí ahora, aporreando las teclas para hacer lo que sea que haga? Al mirar más allá de mi reflejo, veo que la mesa grande está vacía. Podría entrar y ocuparla ahora mismo, pero una victoria sin público a duras penas es una victoria. Si no está allí para verme disfrutar de la mesa a su costa, ¿para qué? «Y,

por cierto, claro que no está en la cafetería», me riño. Que es fin de semana. Seguro que tiene una vida. No hay razón por la que yo no pueda hacer lo mismo. Mi valentía dura exactamente cinco manzanas. La boca del metro me hace señas, como si fuera la puerta al infierno. Podría bajar la escaleras, pero ¿y si no vuelvo a salir? Me paro en seco. Mis pies se niegan a dar otro paso. La gente me golpea por ambos lados al pasar cerca de mí: me dan codazos, me fulminan con la mirada, pero me he quedado clavada ahí, como la bifurcación de un río. Salvo que alguien me empuje a un lado o tire de mí para apartarme del camino, todo el mundo va a tener que rodearme. Me imagino la escalera de un pozo: estoy a media altura, inmóvil. No puedo subirla y tampoco bajarla. Me he quedado paralizada. Debajo de mí, debajo de metros de tierra oscura, llega un tren, que trae consigo un chirrido y una bocanada de aire caliente y asqueroso que lleva siglos estancado en las profundidades de las calles de la ciudad. ¿Por qué clase de demencia la gente se mete ahí dentro, apretujada entre desconocidos, traqueteando por la ciudad y golpeándose cada pocos metros, como si la humanidad estuviera destinada a viajar así, como ratas subterráneas? Porque no nos equivoquemos: ahora estoy en territorio ratuno. O lo estaría si bajara las escaleras. ¿Por qué no dejo de sentirme así de asustada, de estúpida e impotente? Una gota de sudor me recorre la nuca. Parezco una niña que se ha perdido. Pero nadie me va a encontrar, porque nadie me está buscando. Ni siquiera han reparado en que he desaparecido. Respiro hondo, agacho la cabeza y me giro para marcharme a casa. Mi respiración se entrecorta, aterrorizada, y se me nubla la vista. «No puedo seguir así», me digo. Y deseo con todas mis fuerzas que sea cierto. Porque ¿y si el verdadero problema es que sí puedo seguir así? En una ciudad de nueve millones de personas que pasan por mi lado sin pensar absolutamente en nada, ¿a quién le importa lo que yo pueda o no pueda hacer?

CAPÍTULO 7 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Hipotéticamente Equipo: He hablado con Giles y queremos daros un consejillo. Hipotéticamente hablando, si alguna vez se os pide ser el «rostro visible» de una empresa de la que no sois los propietarios, no aceptéis. ¿Y si al final el negocio se hunde y comienza a arder espontáneamente y vuestra imagen desciende al abismo con él? Vuestra imagen real, además. Ninguna supuesta bonificación merece ese riesgo…, hipotéticamente hablando, claro. Por cierto, si una empresa utiliza una imagen vuestra sin permiso y al final todo salta por los aires y termina ardiendo… En fin, yo diría que es el ciclo sin fin, que lo envuelve todo. Giles está preparado por si esta leona que os habla debe concebir a un Simba en forma de bonita demanda judicial. Saludos cordiales, Leanne

MILES Charles es el rey para motivar al personal. Si como profesor de Derecho en la universidad de Columbia no termina de irle bien, debería considerar cambiar de carrera. A lo mejor Leanne puede contratarlo como uno de sus asesores. Hoy he salido de casa a las seis, antes de que se levantara, y he corrido siete kilómetros por Riverside. He pedido un bagel y un café en el puesto de comida de la esquina y he vuelto al piso sobre las ocho, cuando Charles ya se ha ido a dar la primera clase. Así tengo unos fantásticos veinte minutos para hablar solo con Dylan, my Dylan favorito. Me ducho, me visto —hasta me decido a ponerme las lentillas—, y vuelvo a salir a las 9:45, para evitar cruzarme con Charles cuando vuelva a casa a matar el tiempo hasta su segunda clase. Sobre las 10:30 pillo el metro y me dirijo al Café Crudité; es el momento perfecto entre el ajetreo de primera hora y la gente que irá a comer; de esta manera podré ocupar la mejor mesa. Antes de entrar en el local, observo el interior desde fuera, por si veo a la cuentista de pelo bicolor y ojos abiertos de par en par. Hoy no ha venido. A saber por qué. ¿Alguien la ha mirado mal y se ha escabullido en busca de cobijo? Además, la mesa está vacía y, en cuanto cruzo la puerta, veo que en el mostrador hay un puñado de biscotti gratuitos. Toma ya: la vida te sonríe, Miles. ¿A quién le importa por qué no está aquí esa tía? Acabo de coger el café y los biscotti, de ponerme azúcar y leche, y veo de reojo que algo con ruedas se mueve. Miro hacia allí. Es… un carrito. En el interior hay un niño de unos dos o tres años. ¿No es demasiado grande para ir en carrito? Jordan y yo bromeábamos con que los bebés pasan de tener el tamaño de un solomillo al de un chuletón con muslos robustos y manos inquietas, demasiado grandes para hacer lo que sea que hagan: tomar un biberón, chupar el chupete, gimotear…

—¿Has visto algún bebé de la fase intermedia? —le pregunté un día, al poco de habernos comprometido—. ¿Será que una noche pones a dormir a un amasijo minúsculo con rasgos indeterminados y al día siguiente oyes la voz grave del actor Seth MacFarlane saliendo de un ser que parece el disfraz de Halloween de un bebé gigante? Jordan se rio, como me imaginaba. Lo que menos me imaginé era que me respondiera: —No lo sé. Pronto lo descubriremos. Creo que nunca la quise tanto como en ese momento, cuando la miré a los ojos y supe que los dos visualizábamos el mismo futuro. En fin. Ese carrito lo empuja una madre diferente, una mujer en la treintena que está muy pero que muy embarazada (más de seis semanas, sin duda). Da la sensación de que lleva despierta tanto tiempo como yo, pero sin los beneficios de correr un buen rato y beber una taza de café. Su hijo no para de gritar y la oigo mascullar entre dientes, una y otra vez: —Nathan, por favor. Súplica que no afecta al comportamiento de Nathan. Y ahora acaban de instalarse en la mesa grande y la mujer saca del carrito un surtido de juguetes que tintinean, chirrían, cantan y se iluminan para colocarlos sobre la mesa, delante de un Nathan enrojecido que grita más fuerte con cada nuevo objeto que ve. Lo último que la madre saca es un iPad, que es lo único sobre lo que el crío se abalanza, no sin antes dejar de lloriquear de inmediato. Barro la cafetería con la mirada para buscar otra mesa. Hay una en el rincón más alejado de la grande, desde la que me costará un poco llegar en cuanto Nathan y su madre se marchen. Que, por cierto, ¿cuánto va a durar un niño de tres años en una cafetería? Estaré muy atento durante la próxima media hora. Enciendo el portátil sobre la mesa, que queda totalmente ocupada por mi ordenador, y abro la sesión. Tengo un correo de Leanne que me pregunta si esta mañana puede acceder remotamente a mi cuenta y otro de Jude en el que me dice que ha encontrado a una chica que le interesa. Le digo a Leanne que estoy listo y me envía la petición de acceso remoto, que acepto. Hoy he corrido, me he tomado ya dos cafés y, gracias a Charles, estoy

bastante seguro de que Leanne no va a ver nada que no debería ver. Y entonces hago clic en el perfil que me ha mandado Jude. Bree o LaDuquesaB, de veinticinco años. Lo primero en lo que me fijo es lo primero en lo que se fija todo el mundo en un perfil de una web de citas (y la razón por la que Aisha nunca se va a quedar sin curro): es atractiva. Rubia, morena de piel y delgada, está claro que juega en la misma liga que Jude, a no ser que resulte que ella también ha pedido ayuda a un fotógrafo. (Ahora en serio, ¿qué probabilidades hay?). En este momento, empiezo a leer. Dice que busca algo un poco más serio. Muy bien, Jude. Le gusta visitar barrios fantasma: un detallito peculiar e interesante. Y, no te lo pierdas, le gustan las películas clásicas de fantasía con acción y aventuras… Sumo dos más dos al leer su nick y ¡bingo! ¿Alguien con quien hablar de Bajo el mar? El día de hoy arranca muchísimo mejor de lo que esperaba. Empiezo a escribir un mensaje breve. En su correo, Jude me ha dicho que hoy tendrá varios clientes seguidos y que seguramente no va a poder conectarse, pero me ha dado su contraseña y su permiso para enviar lo que yo considere mejor. A última hora de la tarde le mandaré un informe completo con todas las interacciones. Mi señora, el Dios del Mar os saluda desde las profundidades, comienzo. Y luego lo borro. Será mejor que incluya un ligero guiño al final, en lugar de redactar un mensaje lleno de frikadas. De: DeEsc0 Para: LaDuquesaB ¡Hola, Bree! (Siempre incluyo el nombre propio. Es lo más simple del mundo, y aun así más del 65 % de los mensajes son un copia y pega, y todos suenan casi igual). Barrios fantasma, ¿eh? A mí no me dan miedo. Ahora en serio, qué idea tan buena. Llevo dos años viviendo en Nueva York y todavía no me ha dado por visitar uno de esos barrios. ¿Crees que el tío ese de Twitter cuya casa está embrujada vivirá por ahí? Jo, qué mal repartido está el mundo. Ya podría haber un aterrador poltergeist merodeando por mi edificio por siempre jamás para que

alguien se hiciera con los derechos de mi vida para una película. Como siempre, seguro que la culpa es de la comunidad… Se abre la puerta del Crudité y levanto la vista sin querer. Es Miss Florida en persona. Veo cómo dirige la mirada hacia la mesa grande y cómo se le cae el alma a los pies al darse cuenta de que ahora está ocupada por una auténtica juguetería. Acto seguido, examina todo el local y se detiene al encontrarse conmigo. Le dedico media sonrisa y un encogimiento de hombros. «Hoy la partida se va a quedar en tablas». Aunque lo cierto es que no me da tiempo a interpretar su expresión. Al cabo de nada, ya ha apartado la mirada y se fija en la única mesa vacía de todo el local. Estudia la bolsa que lleva, sin duda preguntándose si vale la pena dejarla sobre la mesa y arriesgarse a que se la roben o aventurarse a la posibilidad de quedarse sin mesa. «No lo hagas», pienso de inmediato. Vale, sí, es Nueva York, donde un triste café con leche te cuesta ocho dólares y hay programas de televisión sobre agentes inmobiliarios que venden casas de lujo por la ciudad…, pero es que es Nueva York. Sigo mirándola, medio intentando convencerla de que no abandone sus pertenencias. Se acerca a la mesa, duda un poco y, al final, se quita uno de los calentadores que lleva en los brazos y lo deja encima de la silla. No se me queda mirando al regresar al mostrador, pero estoy a punto de sonreírle de nuevo. Ha tenido una idea muy buena. Con puntualidad suiza, oigo el pitido que me anuncia que he recibido un nuevo mensaje de Leanne y que me devuelve a la razón principal por la que estoy en esta cafetería: para trabajar, salvar mi carrera y demostrarle a todo el mundo —y, sobre todo, a mí mismo— que soy algo más que un tío patético. Releo lo que le he escrito a Bree hasta ahora. No es demasiada cosa. Quizá se le quiten las ganas de responder. El Dios del Mar os saluda, escribo en el siguiente párrafo, y desea fervientemente conspirar con vos. Jude Observo el mensaje unos instantes y entonces, antes de que me dé por cambiar de opinión, le doy a «enviar». No es gran cosa, de acuerdo, pero la verdad es

que… con estas cuestiones el instinto no me falla nunca. Por lo menos cuando se trata de la vida amorosa de los demás. Acabo de copiarlo en un correo para mandárselo a Jude, acompañado de una breve introducción para contarle por qué creo que Bree es una buena opción, cuando oigo un pitido. Bree acaba de conectarse y me ha respondido. LaDuquesaB: No es un poltergeist. Es un fantasma disfrazado de niño demoníaco. Madre mía. ¿No estás al corriente del salseo de los famosillos de internet? Le contesto enseguida: DeEsc0: Creo que he perdido el Manual de hashtags para el recientemente fallecido. Ha sido un disparo un poco al aire, pero tal vez, si le gustan las películas clásicas de fantasía de los ochenta… LaDuquesaB: #DayO…[3] Bingo. LaDuquesaB: Cuando era pequeña quería que hubiera fantasmas en mi casa para bailar canciones exóticas. DeEsc0: ¿Por eso visitas barrios fantasma? ¿Tienes la esperanza de ser la reencarnación viviente de una canción de Lionel Richie? LaDuquesaB: A lo mejor sí. Ostras, mi terapeuta no me lo había sacado nunca. Y solo llevamos dos minutos hablando…, digo, chateando. DeEsc0: De nada, de nada. Cobro 125 dólares la hora. Pero hago descuentos especiales a duquesas, especialmente a las del planeta de Bajo el mar. Hay una breve pausa, la primera de nuestra conversación. LaDuquesaB: Regla número uno del Club de la Lucha: nunca se habla de Bajo el mar en la primera charla. DeEsc0: ¿En serio? LaDuquesaB: Me he llevado muchas decepciones. Es un tema que hay que tratar en persona. Antes de hablar contigo de Su Majestad tengo que ver el blanco de tus ojos. DeEsc0: ¿Como en la batalla de Bunker Hill?[4]

LaDuquesaB: Una cita es una guerra, querido amigo. DeEsc0: Touché. Lo respetaré. De soldado a soldado. Dudo un poco. DeEsc0: ¿Voy muy lejos si te digo que me gustaría que esa batalla tuviera lugar pronto? Una pausa. Mierda, ¿he apretado el gatillo demasiado pronto? LaDuquesaB: La Duquesa accederá a ello… La frase más famosa de la peli, cómo no, aunque… DeEsc0: Uy, uy, uy. ¡¿Es una trampa?! Me manda el emoticono de una calavera. LaDuquesaB: El blanco de tus ojos, ¿recuerdas? No me hagas romper mi propia regla en nuestro primer chat. DeEsc0: Sí, mi soldado. LaDuquesaB: Capitana. DeEsc0: Ay, perdona. Creía que partíamos del mismo estatus. LaDuquesaB: Como si eso fuera no normal. Hay otra pausa, que me permite echar un nuevo vistazo a la foto de Bree. Guapa y lista. Muy muy bien, Jude. LaDuquesaB: ¿Es verdad que llevas poco aquí? ¿Tienes mucho acento o qué? DeEsc0: Sí. Es cierto… y ya verás cuando te hable de Escocia. LaDuquesaB: Ufff… ¿No hace mucho calor aquí? Va, en serio, cuéntame cosas sobre Escocia. DeEsc0: Whisky. Gaitas. Faldas escocesas. LaDuquesaB: Mmm… A lo mejor habría que dejar algo para nuestro primer encuentro en persona. DeEsc0: ¿Te llevo un libro de símbolos de mi país? Mencionar una cita en persona dos veces es una buena señal. LaDuquesaB: De hecho, ahora me tengo que ir. Pero me lo he pasado bien. Ahí va. Espero no haberla interpretado mal. «Me lo he pasado bien» es el primer tópico que me dice Bree y solo es verdad el 60 % de las veces. Espero no haberla cagado. Por Jude. O por mí mismo, como recuerdo al ver que el icono de acceso remoto ha estado iluminado en el margen inferior de la pantalla todo el

rato. LaDuquesaB: ¿Cuándo repetimos? ¿Mañana, quizá? Viva. DeEsc0: Dime una hora. LaDuquesaB: ¿Las nueve es demasiado pronto? DeEsc0: Perfecto. No me toca entrenar a nadie hasta la tarde. La profesión de Jude figura en su perfil, pero por qué no recordárselo de un modo natural y despreocupado. LaDuquesaB: ¿Es tu manera sutil de recordarme que estás cachas? Uy. A lo mejor no ha sido tan natural como pensaba. Tendré que ir con más cuidado, porque a esta chica se la ve de lo más avispada. DeEsc0: Sí. Y ha funcionado, ¿verdad? ¿A que ahora te sientes subconscientemente muy atraída hacia mí? LaDuquesaB: Claro. No veas cómo se lo pasaría Freud ahora mismo conmigo. Sonrío a la pantalla. DeEsc0: Pues entonces… hasta que la mañana ocupe el lugar de las estrellas, mi señora. Otra pausa. LaDuquesaB: Mira que te gusta romper las normas, ¿eh? DeEsc0: Lo justo y necesario. Le mando un emoticono guiñando un ojo. Me lo devuelve. LaDuquesaB: Eso ya lo veremos. Hasta luego. DeEsc0: Hasta luego. Bree se desconecta. Copio y pego la conversación al borrador que le estoy escribiendo a Jude y me siento muy contento con el curso de los acontecimientos. Por lo visto, no soy el único. Leanne T: Muy bien hecho. Miles I: ¡Gracias! Leanne T: ¿Puedo dejar de hacerte de canguro? ¿Ha vuelto el Miles de siempre y ha vuelto para siempre? Miles I: No hará falta que me vigiles más.

Leanne T: Gracias a Dios. Y justo en este momento, antes de desconectarse de mi ordenador, un nuevo mensaje: Leanne T: Posdata: Te he echado de menos. Agradezco el comentario, pero ¿ha vuelto el Miles de siempre? En realidad, no. Voy a tardar más de ocho semanas en aceptar que la mujer con la que creía que me iba a casar ha desaparecido de cualquier escenario futuro que pueda imaginar. Jordan no conversará conmigo mientras «cocino», no se acurrucará contra mí en el sofá mientras vemos un documental de Netflix, no vestirá de blanco para encontrarse conmigo frente al altar… Sin querer, miro hacia Nathan y me doy cuenta de que nunca observaré a un pequeño ser humano junto a ella, sintiéndonos los dos agotados y felices. Pero para lo que necesita Leanne sí que estoy de vuelta, claro. Soy capaz de orquestar los romances de los demás. Se me da muy bien. Y, por suerte, creo que esta vez Bree y Jude me lo van a poner fácil. Veo de reojo una especie de proyectil volando: Nathan ha hecho una pelota con su calcetín y lo ha lanzado por los aires. Su madre está guardando todos los juguetes en una infinidad de bolsas, en los ganchos del carrito y en el enorme compartimento que ocupa el espacio debajo del cuerpecito morado y contorsionado de Nathan. Empiezo a recoger mis pertenencias cuando… ¿Qué pasa? No. No puede ser. Pues sí. Es la leyenda de la cafetería, que ha cogido una taza de plástico que había rodado debajo de la mesa grande y que ahora está hablando con la madre de Nathan. —¿Quiere que la ayude? —le pregunta. Y entonces mira hacia Nathan, abre la boca de par en par, bizquea los ojos y emite un gorgoteo de lo más estrafalario. De inmediato, a Nathan le entra un ataque de risa. —Ay, por favor —dice la madre de Nathan—. Si sigues haciendo esto, te estaré eternamente agradecida. —No hay problema —responde la leyenda antes de arrodillarse delante de

Nathan—. ¿Sabías que gané un concurso de poner muecas raras? Es porque me toco la punta de la nariz con la lengua. ¿Lo ves? —Y se lo enseña. —Hala —responde Nathan, boquiabierto. Saca la lengua, que no le llega a la nariz, por supuesto. —Practicar es clave —dice la tía—. Todos los días, durante al menos veinte minutos. Y te voy a contar un secreto… —Mira alrededor y susurra—: Las cafeterías son los mejores sitios para practicar. Todo lo que sé lo aprendí mientras mi mamá bebía café. Nathan asiente diligente, mientras su madre mira a la leyenda como si, de hecho, el sol de Miami irradiara sus rayos desde el culo de la chica. —Gracias —le murmura, prácticamente con lágrimas en los ojos, mientras arrastra a Nathan, que está haciendo muecas (y, por tanto, en silencio), y todo su equipaje hasta la salida del local. La leyenda les sonríe y no puedo sino fijarme en la sonrisa tan bonita que tiene. Con hoyuelos y todo. No la había visto sonreír hasta ahora y la distracción me sale cara; en algún momento de la conversación se las ha arreglado para colocar el bolso justo en el asiento que la madre de Nathan acaba de dejar libre. Me lanza una mirada. Su sonrisa desaparece y es como si el sol se hubiera ocultado detrás de una nube. Sin embargo, hay que decir que no soy mal perdedor. Le dedico un aplauso y me hace una reverencia antes de sentarse con aire solemne. Pongo los ojos en blanco, pero entre tú y yo debo admitir que me ha impresionado bastante. A lo mejor al final hasta nos llevamos bien. El calcetín de Nathan, por otro lado, está condenado a vivir en el suelo de la cafetería por siempre jamás, o hasta que la camarera lo recoja, recordándonos la larga y memorable estancia del chiquillo en el Café Crudité. Y recordándome que tengo que llamar a mi madre. Llevo tiempo postergándolo, escuchando un montón de mensajes de voz preocupados a los que he respondido con breves wasaps para que sepa que sigo vivo. Pero ahora parece tan buen momento como cualquier otro, básicamente porque así, cuando examine la pantalla para deducir cómo estoy, verá que me he duchado y he salido de casa.

Me pongo los auriculares y le mando una videollamada por FaceTime. Me responde al segundo tono. Veo su rostro un segundo, antes de que apriete el iPad contra sí y me llene la pantalla de las flores blancas y lilas de su camiseta. —Ay, gracias a Dios. Ahmad, ven aquí. Es Miles. Coloca el iPad en la mesa que tiene justo delante y se acerca a un palmo de la pantalla, como si así fuera a verme mejor. —Por lo menos has salido de casa. Pero te veo muy delgado —dice, como dicen todas las madres judías desde que el mundo es mundo—. ¿Comes bien? En ese momento, mi padre hace acto de presencia, con su típica camisa de rayas y dos bolígrafos, uno negro y uno rojo, en el bolsillo. Es la única persona que conozco que utiliza protectores de bolsillo que no sea un friki de un cómic de los ochenta. —Miles, ¿cómo estás? —me pregunta. El año que viene hará cincuenta años que vive en los Estados Unidos, pero sigue sin haber perdido su ligero acento egipcio. Que mi madre me mire con preocupación es una cosa, pero que mi padre haga lo mismo significa que tendría que haberlos llamado hace mucho. —Estoy bien —digo. —Mentiroso —responde enseguida mi madre mientras se pone las gafas de leer y me observa fijamente. —Vale —contesto—. No bien del todo, pero ahí voy. —Tuve que decirles que se suspendía la boda, claro. Y, por tratarse de mis padres, tuve que contarles el porqué, la auténtica razón. Aunque dejé que Aisha se ocupara de explicárselo todo con pelos y señales. —¿Cuándo vas a venir a vernos? —dicen, prácticamente al unísono. Casi todo el mundo cree que los judíos y los musulmanes son enemigos acérrimos, que el matrimonio de mis padres no solo no debería ser posible, sino que aún menos sería armonioso. Pero lo que no saben es que tienen tantas cosas en común que resulta casi ridículo. Los dos suelen sentirse culpables por las mismas cosas. Por separado, son de armas tomar, pero juntos son invencibles. Como cuando los Power Rangers se unieron para formar el Megazord. —Pronto —digo. Mi madre arquea una ceja y sé que está a punto de volver a llamarme

mentiroso. —Lo prometo —insisto. Hay poquísimas pocas que me arrastrarían hasta la Sala de Espera de Dios,[5] también conocida como Florida, pero visitar a mis padres es una de ellas. Sobre todo cuando el amor me deja chof y me da por pensar que en realidad no existe… Bueno, mis padres son la prueba viviente de que sí existe, de que puede ser más fuerte que tus orígenes o que la educación que hayas recibido. Que hasta puede ser más fuerte que lo que te dice tu propia familia. Cuando mis padres se casaron mientras iban a la universidad de Pensilvania, creo que nadie pensaba que el matrimonio fuera a durar, ni siquiera la persona que más los apoyó, mi tío Hassan, el hermano de mi padre y el padre de Aisha. Eran tan jóvenes — veintiuno y veintidós años— que todo el mundo pensó que era un amor adolescente, que ambos magnificaron por el hecho de que el visado de estudiante de mi padre estaba a punto de expirar. Sin embargo, Ahmad y Louisa sabían lo que hacían, a pesar de su edad y de sus historiales familiares. Fue parecido a lo de Romeo y Julieta, porque ningún padre estaba contento; aunque ellos se conocieron en una fiesta de la universidad y no en un baile de máscaras. Los padres de Louisa querían nietos con los que celebrar el bar o bat mitzvá. (Conmigo lo hicieron, de hecho. A lo mejor fui el único que leyó un fragmento del Corán y otro de la Torá, pero bueno. Como el judío musulmán milenial y polifacético que soy, me convertí en hombre a los ojos de Dios y de Alá al mismo tiempo). Los padres de Ahmad querían que su hijo volviera a su país y se casara con una joven egipcia, para así poder ver a sus nietos. Aunque no tuvieron hijos en plural. Solo a mí. Y llegué quince años después de la boda. A mi madre le gusta bromear con que tardaron todo ese tiempo en saber dónde diablos había una guardería. Que habría sido más creíble si no se hubieran pasado años con la idea supercreativa de navegar en velero. En realidad, sé que el amor los mantenía demasiado ocupados como para pensar en tener hijos. Eran jóvenes, ya habría tiempo. Y sobre por qué no tuvieron ninguno más después de mí… Bueno, he oído rumores de que fui una especie de terremoto. Y por rumores me refiero a que mi madre me lo suele recordar dos o tres veces al mes.

En fin, volvamos a la estirpe de los Capuleto y los Montesco. Cuando nací, mi abuelo Frank ya había muerto y mi abuela Naima no iba a tardar en seguir sus pasos. Mi abuela Ellen al final se avino a razones. Tengo varios recuerdos de ella, jugando con sus zapatillas, dibujando en alguno de sus cojines y oyéndola reír de júbilo y decirle a mi madre que no me riñera, que consideraba que el estampado ahora lucía más bonito. Aunque creo que mi padre no volvió a hablar nunca con el suyo. A través de Hassan, el uno preguntaba por el otro y viceversa. Pero por ellos corría una vena testaruda y hereditaria que no se hizo añicos ni con las enfermedades ni con la muerte. —¿Para el Día de los Caídos, quizá? —pregunta mi madre para intentar concretar la fecha exacta en que iré a visitarlos. —Mayo es demasiado pronto —digo—. Tengo que acabar unas cosas del trabajo. Pero… antes de que termine el verano. Lo prometo. —Me arrepiento nada más soltarlo, porque hay pocos lugares en la Tierra peores que Florida en verano. Pero veo que mi madre ya está anotando algo en el organizador de la mesa de centro, así que no me cabe ninguna duda de que estoy condenado a cumplir lo que he prometido. Les pregunto por algunos de sus amigos y me ponen al día de quién sufre gota, quién se ha borrado del club de mahjong y los hijos de quién van a casarse/divorciarse/ser padres. —Julia va a tener una nieta —me dice mi madre, quizá no con tristeza, pero en mi estado actual es así como me ha sonado. Veo el diminuto calcetín en el suelo y me siento obligado a preguntarle: —Mamá, ¿cómo se forman los niños? —¿No tuvimos esa conversación hace años? —Mi madre parpadea y se gira hacia mi padre—. A ver, lo dejé en tus manos, pero creía que te habías ocupado. —Yo también lo creía —responde mi padre—. Pero yo era profesor de Física, no de Biología, eso sí. ¿Quizá se perdió algo por el camino? —No —digo—. No me refiero a de dónde vienen los niños… —Menos mal —dice mi madre—. Me da a mí que tengo la tensión demasiado alta como para explicártelo ahora. Además, que fueras un niño y no una niña me

quitó ese peso de encima. —Le lanza una mirada guasona a mi padre. —Ya lo miraré en mi diario —dice él—. Estoy convencido de que se lo expliqué. —Sí, papá. Me lo explicaste. Estaba pensando en cómo pasan con tanta rapidez de bebés diminutos a niños creciditos. Como si no hubiera nada entre medias… Da igual, no he dicho nada. —Creo que es el hambre el que habla por ti —dice mi madre—. Ven inmediatamente y te preparo mi chile con carne, ¿vale? Y pan judío. —Sí, mamá —respondo obediente. —A mí nunca me preparas pan judío —observa mi padre. —Te lo puedes hacer tú —contesta ella. —¡Y él también! Que tiene treinta y un años. —Eso es verdad —responde mi madre—. Pero siempre será mi niño. ¿Verdad que sí, cosita bonita? Meneo la cabeza y sonrío sin querer mientras mi madre me lanza besos. Hoy mis padres están sembrados. Y han conseguido que me sienta mejor. Porque, por lo menos, ahora tengo partes de mi futuro más claras que el agua. Como que, dentro de un mes, sudaré a mares en su piscina comunitaria y nadaré varios largos, para alegría de las amigas vagas de mi madre que siempre visten camisón. [3]. Canción popular jamaicana que aparece en la BSO de Bitelchús. (N. del T.) [4]. En este enfrentamiento de la Guerra de Independencia de los EE. UU., se popularizó la siguiente frase: «¡No disparen hasta que vean el blanco de los ojos del enemigo!». (N. del T.) [5]. Al estado de Florida se lo conoce así por el gran número de jubilados que viven allí. (N. del T.)

CAPÍTULO 8 De: Clifford Jenkins Para: Quien seas Asunto: Un espía entre nosotros Lo siento, pero este mensaje no será fácil de leer. Ha llegado a mis oídos, en forma de rumor, que hay motivos para creer que hay un traidor entre nosotros. Un traidor involuntario, quizá. Un tonto útil, para los que conozcáis la expresión. Una persona que ha estado ayudando a otra empresa que, en teoría, y solo en teoría, parece ofrecer servicios idénticos a los nuestros. Y lo entiendo. Son tiempos difíciles. Todos debemos aceptar el trabajo allá donde surja. Lo que más me preocupa, a nivel personal y humano, es que quienes obedecen a más de un jefe corren el riesgo de que se aprovechen de ellos (los otros, por supuesto, no yo). La buena noticia es que hay una manera muy fácil de descubrir quién está cobrando de dos sitios al mismo tiempo. Darle la vuelta a la tortilla. Ofrezco un ascenso y 250 tarjetas de visita. Mi oferta caduca dentro de 48 horas. Clifford Posdata: Nos vemos a las cuatro en Porchlight para la reunión mensual. Físicamente a lo mejor estoy o a lo mejor no, pero tened por seguro que mi presencia no pasará desapercibida…

ZOEY Creía que Bajo el mar sería una buena vía de escape. Después de mi intento fallido de coger el metro durante el finde, y después de una noche entera de procrastinación en la cual descarté a unos treinta matches para Bree, encendí el DVD y me preparé unas palomitas en el microondas. Por desgracia para mí, estar sobria a medianoche no era la situación ideal para soportar los diálogos forzados y los efectos especiales reguleros. Quería valorar el significado histórico de la primera película de fantasía y acción dirigida por una mujer, pero las incesantes conversaciones sobre la guerra de sexos, pasadas de moda y muy de los ochenta, me daban más vergüenza que alegría, y dejé la peli por la mitad, justo cuando las aletas de Mary acababan de debutar. Lo único que consiguió fue que echara de menos a Mary, a la Mary de verdad. Abrí el navegador y busqué en Google «Mary Clarkson Bajo el mar» por primera vez. Playboy, 1996 ¿Qué hace una sirena en el mar? Nada. Cómo Mary Jane Clarkson pasó de persona non grata al secreto mejor guardado de Hollywood. Diez años atrás, cuando tenía 22, Mary Clarkson encarnó el papel de su vida: el de la duquesa Quinnley de las películas Bajo el mar. Bueno, de «la» película. Lo que en principio iba a ser una trilogía, enseguida descarriló, como todo el mundo sabe, cuando la actriz, que se autoproclamaba exadicta a la adrenalina, insistió en protagonizar también las escenas de riesgo. Vestida con el ceñido traje de sirena que provocó miles de sueños eróticos, tropezó y se golpeó la cabeza contra una roca oculta que solo asomaba un palmo de la superficie del agua. Tras pasarse un mes en el hospital para recuperarse de la cervical rota, le asestó un puñetazo al rehabilitador cuando

este le contó que la natación terapéutica era la única manera de recobrar toda la movilidad espinal. Ahora, «con una capacidad del 87 %», como dice Mary, «sin meter jamás un pie en una puta piscina, gracias», vive en una fortaleza solitaria de Hollywood Hills, lo más lejos del océano a lo que puede aspirar alguien en Los Ángeles sin abandonar el suelo. La conversación que mantuvimos con ella duró varias horas y tocó el tema de su breve carrera de actriz y su nuevo trabajo entre bambalinas como la supervisora de guiones más buscada de Hollywood, cuyos diálogos y giros argumentales habrás visto en dos docenas de películas. Sobre la agresión que la llevó a pasar cuatro días en prisión. «Lo que siempre quise fue un público que se viera obligado a escucharme, así que fue un sueño hecho realidad. Las demás mujeres, con las que he seguido en contacto, decían cosas en plan: "Antes de aquí estuve en la prisión de mujeres de Bedford Hills", y yo podía decir: "Antes de aquí estuve en Bajo el mar"». Sobre su lista negra de Hollywood. «Es evidente que los muy hijos de ******* son muy machistas. Los actores se pelean día sí y día también, y eso es algo que incrementa su halo de misticismo, su virilidad. Es el efecto Hemingway. Yo le doy un solo golpe a un gilipollas, que todos estaremos de acuerdo en que se lo merecía, ¿y ahí termina mi carrera? ¿Ahora resulta que soy «un gran peligro» en los platós? ¡Venga ya!». Sobre los dispensadores PEZ con su imagen de duquesa Quinnley. «Es muy cruel, en serio. ¡El cuello se despega! ¿A ti te gustaría que el momento más aterrador de tu vida terminara en forma de dispensador de caramelos?». Sobre los fans que desean que vuelva a ser una sirena y complete la trilogía. «Por más que valore la opinión de desconocidos mucho pero que mucho más que mi propia salud física y mental, mi sentido de la responsabilidad sigue intacto, incluso si deseara volver a actuar, que no es el caso. La vida es mucho más segura detrás de un teclado».

¿Quiere añadir algo que pueda arrojar luz acerca de la acusación de agresión? «A ver, en primer lugar, lo que lo derribó no fue un puñetazo. No, le lancé a la cabeza una copia de las obras completas de Dorothy Parker. No me digas que no tuvo suerte. Seguro que gracias al golpe su cociente intelectual subió a un número de tres cifras». ¿Es cierto que a veces se pone una máscara de la duquesa Quinnley y asiste de incógnito a sesiones nocturnas? «Es algo que nunca contaré». Se ha manifestado en numerosas ocasiones delante del Congreso para pedir la legalización de la marihuana a nivel federal. ¿Cómo lo recuerda? «Mi aparición en la cadena C-Span es uno de mis mejores papeles. Y creo que habríamos resuelto la Guerra Fría mucho antes si en el Capitolio todos se hubieran colocado, lo creo de corazón». Sobre su transformación en una supuesta editora de guiones. «Ahora me peleo con los chistes y no con la gente, ¡unga, unga! ¿Es lo que queréis que diga?». Se rumorea que solía reescribir titulares sobre sí misma y enviárselos a los editores de las revistas, ¿es eso cierto? «Jesús, María y José, es que qué poco talento. La de veces que leí que una actriz de BAJO el mar estaba BAJO investigación. No es tan difícil redactar un titular llamativo y bien hecho». Por ejemplo… «No sé, ¿qué te parece esto?: "Mary Clarkson, la nueva sirena de Alcatraz". Eso sí que está bien traído. Usadlo si queréis». Me quedé dormida y soñé que asistía a una representación de Queso: El Musical, protagonizada por una joven Mary disfrazada de queso mohoso. («Soy azul, / feo como un grano. / Déjame en el plato o morirás como un villano»). El domingo me invité a mí misma a una fiesta de autocompasión. Según Sexo en Nueva York, todo el mundo menos yo se pasaba el día entero en un brunch salpicado de mimosas, gritos y risas acerca de sus últimos escarceos amorosos.

Me sentía más sola que nunca, más que en Los Ángeles, donde visitaba a mi abuela durante los findes, y las ocurrencias de Mary me amenizaban las 24 horas. El lunes, los dioses me enviaron un regalito en forma de DeEsc0. Con la aprobación de Bree («¡CLARO QUE SÍ, TIRA MILLAS!»), tengo libertad absoluta para volver a hablar con él. Hoy es martes y me muero de ganas de seguir con la conversación, pero antes tengo que terminar de ver Bajo el mar, y por eso todavía estoy en casa y no en el Crudité. (No te pongas demasiado cómodo, Miles). He conseguido sortear un coloquio sobre la película durante mi primer y, claramente prometedor, intercambio con Jude, pero si pretendo ser fiel a la personalidad de Bree, no puedo quedarme paralizada cada vez que surja un tema que en el perfil pone que para ella es importante. Me ha dicho más de una vez que quiere sentar la cabeza y, cuanto antes la haya emparejado con alguien, antes ganaré una bonificación y otro cliente. «Si la emparejas, ya no hablarás más con DeEsc0», me responde una vocecilla. La misma que el sábado intentó engañarme para que cogiera el metro. «Incorrecto», la reprendo. «No eres tú la que habla con él. La que habla con él es Bree. Y todo lo que le dices es de parte de ella». Aun así, mentiría si dijera que no me lo he pasado bien ligando con un joven y despampanante escocés que además es majo y espabilado. Nadie me criticaría por eso, ¿no? De pronto, las dudas me golpean como un latigazo: ¿y si ya ha encontrado a otra con la que hablar y la prefiere a ella? ¡Date prisa y acaba de ver la peli, mujer! Todavía en pijama, tumbada en mi sofá cama (ser autónoma tiene sus ventajas), busco en el menú de capítulos del DVD de Bree el lugar exacto en el que me venció el sueño, mientras no dejo de preguntarme si no habrá una manera de ver la peli sin… sin tener que verla, vaya. Y es entonces cuando se me enciende la bombilla: en algún lugar, alguien habrá formulado y respondido esa pregunta. ¡Claro que sí! Abro YouTube con la esperanza de dar con el resumen de algún fan. Lo que descubro es bastante interesante.

Al cabo de veinte minutos, inicio la sesión de Bree y le escribo a DeEsc0: LaDuquesaB: ¡Buenos días! Tengo una pregunta superimportante para ti: ¿Has visto el vídeo ese en el que han aumentado la velocidad de Bajo el mar en un 123 % o así, y el diálogo parece sacado de El ala oeste de la Casa Blanca? ¡Es una experiencia totalmente diferente! DeEsc0: ¡Herejía! ¿Alguien le ha puesto un filtro de Alvin y las ardillas? LaDuquesaB: Sí, pero sin las dudosas lecciones de moral entre «hacer lo que es mejor para el grupo vs el narcisismo de Alvin». La animación de una pelota de tenis con el típico zumbido me anuncia que tengo un nuevo mensaje. Me ha lanzado el servicio un tío que se llama Andrew. ¿Solo «Andrew»? Eso quiere decir que fue de los primeros que eligió un nick, es decir, que lleva en la página desde que empezó, mala señal. En contra de lo que me pide el cuerpo, hago clic en «aceptar». Andrew: que tal? LaDuquesaB: Pues bien, ¿tú? Andrew: tienes los pies bonitos? si la respuesta es que si me iba a tomar algo ahora, te quieres benir? Me tapo los ojos con una mano. ¿Está sucediendo de verdad? Cuando le cambiaron el nombre a la empresa y la renovaron, creía que ya no me iba a encontrar con gente así. Ingenua de mí. Andrew: uuuy que no va asi XDD que si te quieres venir al bar a tomar algo, veo que estas cerca… Antes de poder evitarlo, ya he copiado la conversación. Y luego vuelvo a escribir a Jude. A Jude el guapo, el sexy, el NORMAL. LaDuquesaB: Perdona por la espera. LO SIENTO. He tenido que rechazar a alguien. No te vas a creer lo que me ha dicho. Del Manual del autónomo: «Nunca habléis de la otra gente con la que chateáis. A nadie le gusta que le digan que tiene competencia. Hay una excepción: cuando la conversación es pésima y necesitáis a alguien con quien reíros. Conspirar y criticar a lo mejor os une más y todo, en plan "nosotros contra el mundo"». DeEsc0: Más que servicios, a veces hay desperdicios. No me puedo imaginar la de cosas raras que debéis de ver vosotras por aquí.

LaDuquesaB: Mira, mira… Copio el mensaje de Andrew en la ventana de Jude. Como es comprensible, Jude necesita unos instantes para asimilarlo. DeEsc0: Madre mía. Te pido disculpas en nombre del resto de los hombres. No solo por el escalofriante fetiche de los pies, sino también por la ortografía. LaDuquesaB: ¡Gracias! ¿Te quieres «benir»? ¿Crees que alguien habrá «benido»? DeEsc0: A mí lo que más me duele es la falta de tildes. LaDuquesaB: Es un caso perdido. Creo que todos deberíamos aprobar un pequeño examen de gramática antes de registrarnos en una web de citas. DeEsc0: Secundo la moción. Y le añado una prueba de alcoholemia. LaDuquesaB: En fin, antes de esa repugnante interrupción, te iba a decir que se rumorea que, a mitad del rodaje, cuando el caché de Blanca Hinley superó el presupuesto estimado, no pudieron seguir permitiéndose una máquina de hacer olas, así que es Mary Clarkson la que se balancea adelante y atrás en las escenas con el Rey Océano, quien, como ya sabes, la amenaza con transformarle las piernas en aletas. ¡Esos balanceos adelante y atrás permitieron que pudieran seguir rodando la peli! DeEsc0: ¡Ja, ja, ja! Me encanta saber lo que ocurre entre bastidores. ¿Dónde te enteraste? LaDuquesaB: No me acuerdo, a lo mejor es mentira. Mierda. No es un dato tan conocido. Mary me lo confesó mientras me contaba una historia inconexa y tristona en el quinto día de un ayuno en el que solo bebía limonada con polen de abeja y carbón. Más vale que pare antes de que la cosa se vaya de madre y Jude se dé cuenta de que solo he visto la peli en una versión con velocidad aumentada. Sigamos adelante con la función y consigamos que el escocesito buenorro acepte una cita en persona. LaDuquesaB: Pues si te apetece ver la versión de la peli con voz de ardillas, te paso el enlace. Pero espero que por lo menos dejes mi pestaña abierta mientras la ves… DeEsc0: Me he guardado el enlace para luego. Tu pestaña me gusta más. LaDuquesaB: ¿Ah, sí?

Antes de que malinterprete la buena fe que siento hacia Bajo el mar, tomo una decisión impulsiva. LaDuquesaB: ¿Qué haces luego? Una pausa, mientras mira su agenda. O quiere que me imagine que está mirando su agenda. DeEsc0: Curro hasta las 17:30. LaDuquesaB: ¿Te apetece tomar un café cuando acabes? La primera vez que hablé con Bree, me contó que se disfrazaba del personaje para ir a sesiones golfas, y hasta se ponía el pelo como la sirena y todo. Seguro que resulta sexy y adorable para los amantes de Bajo el mar, ¿no? LaDuquesaB: Iré con el peinado que todos conocemos y adoramos. DeEsc0: ¿En serio…? ¿Los puntos suspensivos significan deseo o pánico? LaDuquesaB: O vas a por todas o te vas a Flirtville, ¿no? DeEsc0: ¿Tú también eres una refugiada de Flirtville? LaDuquesaB: No imaginas lo rápido que me largué de allí. En la pared por la que me fui hay un agujero con el tamaño y la forma de la DuquesaB. Me acabo de ganar un emoticono con ojos de corazones. No puedo sino sonreír. DeEsc0: ¿Y si cambiamos café por cerveza? Estoy buscando la mejor cerveza artesanal de la ciudad. Me cago en todo. Bree y cerveza son una mala combinación. No en vano su nombre es un anagrama de beer, y los anagramas son la forma que tiene el demonio de comunicarse con los humanos. (Por otra parte, la cerveza no es una bebida blanca. ¡Es de cebada! ¡No pasa nada!). LaDuquesaB: Venga. DeEsc0: ¡Qué ganas tengo! Te paso la dirección. Hasta luego. :) *** Tiro a la basura 30,06 dólares (dos cenas a domicilio) para ir en taxi hasta el bar Porchlight, porque no es más que la segunda reunión de empresa que organiza

Clifford desde que trabajo para él, y quiero parecer una trabajadora modélica. Me molestaría mucho que no apareciera, como dice en su último correo, pero no me puedo arriesgar a quedarme en casa. La carrera en taxi es una pesadilla sensorial. Además de la radio que resuena sin parar y que no se puede poner en silencio ni apagar, el aire acondicionado está demasiado fuerte y no llevo los calentadores para consolarme. Miro por la ventana como si fuera un perrito atrapado en un coche que va directo a la perrera. A mi derecha se encuentra el río Hudson, también conocido como el escenario donde amerizó el avión del piloto Chesley Sullenberg. Sully NO la cagó. Necesito creer en Sully. Necesito creer en el milagro del Hudson. Los ciclistas y los corredores son la mar de ágiles y avanzan casi en libertad, pasando unos al lado de los otros en la acera sorprendentemente ancha y limpia que corre junto a la orilla. Quizá el finde que viene hago acopio de valentía y me uno a ellos. No me digas que no molaría. *** —¿A ti también te ha pedido que seas el «rostro internacional de la empresa»? —le pregunto a Aisha Ibrahim casi a gritos, para intentar que me oiga por encima del ruido ambiental del bar. Nos hemos resguardado en un sombrío rincón. —¿Cómo lo has adivinado? —Me sonríe y pone los ojos en blanco. Con esa piel morena, los brazos de tomar el sol en el campo, una melena negra y rizada y su sonrisa traviesa, Aisha estaría estupenda delante de una cámara; sin embargo, es especialista en colocarse al otro lado del objetivo. Es más bajita que yo, pero está muy en forma gracias a sus clases semanales de kick-boxing, de las que tengo noticia porque es el único momento en el que no responde al teléfono. Como fotógrafa y experta en Photoshop de Palabras de Amor, sus servicios son muy demandados para aplicar un filtro de vaselina a las fotos de nuestros clientes. Aunque parezca algo chapucero, nada más lejos de la realidad. Aisha siempre convierte las imágenes de los perfiles en piezas de arte y, oculta tan bien

su rastro, que nadie diría que ha conjurado un hechizo. Si bien hemos hablado por teléfono en varias ocasiones, es la primera vez que nos vemos las caras, y solo por conocerla decido que ha valido la pena el viaje hasta el bar. —Habríamos sido famosas —me lamento. Brindamos con los cócteles de cuatro dólares que hemos comprado con los vales de Clifford. Nos los ha dado el hombre vestido de jugador de v que estaba junto a la puerta, por lo visto contratado por Clifford como una especie de mascota para el encuentro de media tarde. En el jersey lleva el logotipo de Palabras de Amor. Lo más raro de todo es que el tío lleva máscara. Una máscara de hockey. Dentro de un bar. —¡Palabras de Amor! —chilla cada pocos minutos, por alguna razón que desconozco. ¿Para reunir a más gente? ¿Para fomentar el espíritu de equipo? A saber. Quizá Clifford le paga por grito. —¿Qué le pasa a Clifford con los correos? —gruño en mi mejor imitación de Seinfeld—. ¿Has visto la superparanoia que ha mandado hoy? Lo que más me ha gustado ha sido la declaración del principio. —La ADVERTENCIA —se ríe Aisha. —Que, y cito textualmente, «este mensaje no será fácil de leer». —Pues te vamos a decir una cosa, Cliffy. Ninguno de tus mensajes es fácil de leer. —Pero ¿a qué se refería? Se ha puesto más enigmático que de costumbre. —Ay, ay, ay. —Aisha se inclina hacia mí y me susurra—: El correo iba por mí. —Venga ya. —Me acaba de dejar muerta. —Que sí, que sí. Clifford me quiere entrenar como agente doble. —¿Cómo…? ¿Qué…? —tartamudeo. —Porque también trabajo para la empresa de su exmujer. La empresa original. —Tú eres la «traidora» —deduzco. Las dos hacemos una mueca al recordar la palabra que usó. —Se ha ofrecido a ascenderme hasta lo más alto de Palabras de Amor. Quiere que revise sus ideas, y luego quiere que analice con detalle si sus estrategias son mejores o peores que los de Leanne. —¿Y ahora le preocupa que Leanne te haya pedido lo mismo y que te hayas

convertido en una agente triple? —Quizá. Con este tío nunca se sabe. —¿Cómo… cómo ocurrió lo de Clifford y Leanne? —¿Su matrimonio? Yo sé lo que pasó —dice el jugador de hockey enmascarado. Al oírlo, Aisha y yo estamos a punto de estamparnos contra el techo de un salto. Por no hablar de que nos suena mucho su voz. Me lo quedo mirando e intento convencerme de que no es quien creo que es. De que no es Clifford el que se ha puesto un triste disfraz y una máscara de hockey para «infiltrarse» en su propia reunión. Ya oigo lo que está pensando para justificar su artimaña: «Se me ha ocurrido mezclarme entre vosotros, en plan jefe infiltrado, para que nadie se sintiera intimidado ni censurado. Quiero oír lo que se dice en la calle. Quiero rodearme de las abejas obreras, saber lo que piensan de verdad». —Sí, sí, la historia de Clifford y de Leanne —entona el jugador de hockey mientras se frota la parte inferior de la máscara—. Hay veces en que dos almas creativas ansían colaborar en un objetivo común, pero el diagrama de Venn que resulta de todo ello no se superpone a lo que cada cual deseaba por separado. Es trágico, pero son las espinas de las rosas de la vida. Es él. Aisha se niega a mirarme a los ojos. Y hace bien: si admitimos lo que acaba de suceder, nos pondremos como una furia y, a lo mejor hasta perdemos nuestro trabajo. Por suerte para nosotras, Clifford se desplaza al centro de la sala para revelar su identidad a lo grande. Se quita la máscara y grita: —¡Gente! ¡He estado aquí desde el principio! ¿Que por qué voy vestido así? Porque, a partir de ahora mismo, ¡Palabras de Amor es el equipo de hockey de los celestinos cibernéticos! Nos pegamos por nuestros clientes. Defendemos, atacamos, ¡les guardamos las espaldas! Juntaos, juntaos, tengo que anunciaros algo. La veintena de empleados rodea a Clifford. Es un hombre blanco de unos cuarenta años muy escandaloso, y su emoción

natural es contagiosa. Por unos instantes, veo lo que a lo mejor vio Leanne en él. Afable y entusiasta, es la personificación de «salta y ya aparecerá una red». En sus rarísimos correos hace las veces de Michael Scott en la serie The Office, pero en persona se parece más a Jim. Da a entender que solo fracasarán quienes no tengan la suerte de poder unirse a él. Entiendo que alguien crea a un tío tan pagado de sí mismo, porque y si…, ¿y si lleva razón? También entiendo que, pasados unos años, te acabe agotando. Por decirlo suavemente. Me conecto de nuevo a su monólogo a tiempo de oír el quid de su nueva idea: —… Y se me ha ocurrido: si hay una web ambientada en el mundo del tenis, ¿por qué no lanzar una basada en el mundo del hockey? Formaría parte de la familia de Palabras de Amor, debajo del mismo paraguas de servicios, y seríamos los consejeros, por decirlo así. Le pondremos el nombre de «asistencias» a nuestros servicios de ghostwriters. Como en el hockey, ¿eh? Y habrá un descuento para el que utilice nuestra aplicación de mensajería de hockey. En lugar de servicios y todo lo demás, nosotros tendremos «regates», «golpes asiáticos» y «protecciones». Para los usuarios ofensivos. —¿Pretendes atraer a usuarios ofensivos? —pregunta Aisha perpleja. —A propósito, no —responde Clifford con alegría, antes de mirarme a mí con los ojos abiertos y esperanzados—. ¿A ti qué te parece? —Interesante —digo—. Es interesante. Lo que no le digo es que lo de los golpes asiáticos suena a página web de trata de blancas en la que la gente paga por pegar a jóvenes orientales. —Genial. Genial. Gracias por ser sincera. Voy a sondear a los demás, a ver qué opinan. —Acaba de admitir que pretende copiar una aplicación cambiando solamente los términos deportivos —se carcajea Aisha en cuanto Clifford se ha alejado. —Pues sí, eso mismo. ¿Deberíamos…, no sé, denunciarlo? Y ¿a quién? —Es exactamente lo que le hizo a Leanne. Un día de estos, alguien le va a poner una demanda y la va a ganar. —No me extrañaría nada —respondo. Volvemos a la mesa en la que estábamos antes y nos terminamos la bebida. —¿Qué tal lo de trabajar para Leanne? —pregunto.

—Es… más tranquilo. Menos «o matas o te matan» y más «somos un equipo». A ver, no me malinterpretes. Hay veces que comprendo perfectamente por qué Clifford y ella estuvieron tanto tiempo juntos. Pero Leanne es más… innovadora con sus técnicas empresariales. Las dos miramos hacia Clifford, que ahora está jaleando a dos autónomos mientras bebe cerveza a través de la máscara de hockey. —Supongo que le costaría ser menos innovadora que él —observo. Aisha se echa a reír. —Diría que Leanne ahora no tiene ninguna vacante, pero si surge alguna, te puedo avisar —se ofrece. —¿De verdad? Muchas gracias. —Y, además, si al final Clifford va en serio con lo de crear una nueva plataforma, a lo mejor te da algo de trabajo extra para que le ayudes a escribir las preguntas de los perfiles. —Si pudiera elaborar un cuestionario, eliminaría todas las preguntas tópicas. Nada de «qué tres discos te llevarías a una isla desierta» ni mierdas parecidas. Creo que en los perfiles tendría que haber una sección sobre letras de canciones que la gente recuerda u oye mal. —Síííí. En YMCA, la canción de los Village People, siempre he oído Chóped, y no Young man —me contesta con los ojos brillantes—. Y tengo que saber cómo reaccionaría alguien a eso antes de aceptar una cita con esa persona. Tengo muchas muchas ganas de que seamos amigas. —También me gustaría saber a qué sitios raros van para desconectar. Yo voy a tiendas de material de oficina. Se me queda mirando fijamente. —Tendría que presentarte a mi hermano. Bueno, en realidad es mi… —Gracias —la interrumpo—, pero ahora mismo no estoy para citas. ¿A quién le iba a apetecer una encerrona virtual? —¿Seguro? Es muy buen tío. Ha sufrido una ruptura de las malas hace poco, pero no es culpa suya y… —Yo nunca he sufrido una ruptura de las malas. Probablemente porque no he tenido una relación de las buenas —admito. Ahí va, ¿de dónde ha salido eso?

Parece que se me ha subido el cóctel—. ¿Una no va siempre con la otra? — aclaro—. Cuanto mejor es la relación, más duele que se acabe, ¿no? —A lo mejor. De hecho, creo que nunca tendría que haber estado con ella. Pero oye, si quieres te enseño una foto… —Si es mono me costará más decir que no —me río—. Pero ya hablaremos luego, ¿vale? Me tengo que ir. Mi nueva clienta tiene una cita al salir del trabajo y me ha pedido que la ayude a prepararse. —Yo también me voy. El deber de agente secreto me reclama. ¿Vas a la zona alta o al centro? —Voy… a la izquierda, no sé hacia dónde es eso. Por suerte, trabaja a solo unas cuantas manzanas de aquí, así que iré andando. *** Por «unas cuantas» me refiero a doce manzanas y, cuando llego a la consulta médica en la que trabaja Bree, estoy empapada en sudor y hecha polvo; además, se me han bajado los calcetines dentro de las botas y me ha salido una ampolla en un talón. Es lo que pasa cuando estás convencida de que el metro se va a desplomar contigo dentro. Todo ventajas. Vestida con falda y blusa, Bree me lleva hasta un lavabo para pacientes que es enorme y está vacío, donde se da los últimos retoques de maquillaje. El papel de la pared está formado por imágenes de libros infantiles antiguos. Pongo la mano en el fuego a que es obra de Bree. Procuro ignorar las muestras de orina que se encuentran en un estante de la pared. Casi todos sus compañeros se han ido salvo, por lo visto, el dueño de la mano que se asoma por una ventanita de madera para llevarse las muestras. —¡Hasta mañana! —le dice Bree a la mano, que se despide y vierte unas gotitas de orina por aquí y por allá. Bree se centra en mí. —¿Vienes del gimnasio? —me pregunta con amabilidad. Recuerdo una vez más por qué me cae tan bien: no tiene pelos en la lengua y al mismo tiempo siempre espera lo mejor de la gente.

—Exacto. —Una mentira a medias. A fin de cuentas, caminar cuenta como ejercicio—. ¿Has podido leer los mensajes de esta mañana? Te he traído una copia, si lo prefieres. —Rebusco entre mis cosas y le doy las páginas. Al decirme que solo leería en diagonal nuestra primera conversación, había sido totalmente sincera. (Se refirió a ella como un «blablablá»). —Las citas son lo más importante —insiste ahora—. Lo demás es solo ruido. —Está claro —asiento—. Pero leer es una manera estupenda de prepararse, de ver de qué habéis «hablado» ya y seguir a partir de ahí. La observo atentamente mientras lee el chat de esta mañana. Ni se inmuta al pasar por la interrupción de Andrew. A lo que sí que reacciona es a mi manera de responder. —¡Zoey! Me dijiste que no serías tiquismiquis con la gramática. Pero es que Jude coincidía conmigo. Me dio la razón. ¡Él también es tiquismiquis! —Lo siento, es que… Si alguien no le da importancia a escribir una buena frase, sobre todo en una primera impresión… —En teoría tienes que actuar como yo, y a mí me habría dado lo mismo. Nadie espera que la peña de esas webs escriba como Shakespeare. —Ya. Tienes razón —digo con voz algo rota—. Si crees que no te he representado bien o si es algo que no quieres pasar por alto, podemos cancelar lo de Jude… —Ni hablar, ¿no has visto su foto? —Sí —asiento con rotundidad. —Está tremendo. Y es irlandés, ¿no? —Escocés. —Bueno, eso. Me gusta lo que veo. Y lo que lees es oro puro, pero en fin. Pasa la página como si estuviera leyendo una tesis y su tormento nunca fuera a terminar. Se aburre. —Blablablá y más blablablá —le resumo entre dientes—. Lo pillo. —Pero de no haber sido por mi blablablá, a lo mejor no habrías conseguido esta primera cita, así que no estaría de más que te mostraras un pelín agradecida, ¿eh, DuquesaB?

—Todo guay. Pero espero que no tenga que volver a escribirte a ti, espero poder hablar yo con él a partir de ahora. Aunque lo has hecho genial, en serio. El tío es exactamente lo que busco. Y va y dice «busco». Está claro que no se ha enterado de nada de lo que ha dicho Jude. Bree abre los ojos de par en par al leer la última página y toda su amabilidad desaparece, como si la hubieran rociado con ácido. —¿Por qué le has dicho que llevaría ese peinado? Tardaré por lo menos una hora. —Ah. Bueno, yo te ayudo, y habéis quedado a las 18:30, hay tiempo… —Sabes cómo es, ¿no? —Más o menos… Bree lanza los papeles al suelo y saca el móvil. Resopla un poco y busca en Google imágenes de la Mary de 1985. —¿Lo ves? Es muy chungo. Madre del amor hermoso. ¿Cómo lo he podido olvidar? No se trata de una trenza de lado muy sexy y ondulada, no. Es un triángulo puntiagudo, de unos cuarenta centímetros, hecho única y exclusivamente con pelo, que sobresale de la nuca como un cono de tráfico. Mary, cuando la invitaron a una reunión de fans en San Diego, dijo: «Si creen que me voy a arrancar los cuatro pelos que me quedan para llevar el típico cono de fiesta infantil, que me tripliquen los honorarios». También recuerdo vagamente una carta de su álbum de recortes, carta que le escribió a Lorne Michaels, el creador del programa de televisión Saturday Night Live: «¿Tengo que pagarles royalties a los de la peli de los caraconos? Aunque creo que me puedo negar sin problemas. En el espacio exterior, nadie te oye gritar (sobre royalties)». —¿Qué hago? ¿Cómo te puedo ayudar? —pregunto, solícita. —Horquillas. Todas las que encuentres. Ahora. Cuando vuelvo del recado y de la tienda Duane Reade —cómo no—, Bree está de mejor humor. Se ha puesto un vestido corto y se ha retocado el maquillaje. Coge las

horquillas que he traído y se encarga de terminarse el peinado mientras se mira al espejo. —¿Seguro que le gusta tanto Bajo el mar como a mí? —Casi no hemos hablado de otra cosa. —¡Y lo sabrías si hubieras leído los mensajes! «Jo, ¿se puede saber qué me pasa?». Que el humor de DeEsc0 no le haga gracia en papel no significa que no vayan a hacerle gracia sus… atributos en persona. (Pero si no entiende ni valora sus juegos de palabras, ¿tiene derecho a conocerlo en persona?). Cuando Tess, mi primera clienta, quedaba con sus matches, a mí me daba igual. De todos modos, es irrelevante; lo que le he dicho a Aisha iba en serio: ahora mismo no estoy para citas. —Buena suerte, Bree. Espero que pases una noche fantástica. Pero cruzo los dedos detrás de la espalda.

CAPÍTULO 9 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Seamos generosos Equipo: Historias de amor…, todos las hemos tenido. Aunque a veces desearíamos que no hubieran sucedido. Esta semana quiero que seáis generosos y que nos conozcamos un poco más. Es importante que trabajemos para nuestros clientes, pero también para el amor en sí mismo. Y la mejor manera de encontrar un denominador común con ellos es empatizar con lo que andan buscando. Pero no sería justo que os pidiera que nos contarais algo sin hacerlo yo primero, ¿verdad? Ahí va: una vez estuve enamorada. Tanto como para casarme. Desde fuera, no parecíamos hechos el uno para el otro. Al final resultó que tampoco había que hurgar demasiado para darse cuenta. Y considero importante examinar exhaustivamente las cosas que sí iban bien en la relación. Las bromas que me hacían reír, el entusiasmo y el apoyo desmedidos para con mi trabajo y la sensación, aunque breve, de que me veía, me escuchaba y me quería tal y como soy. Esas son las emociones que intento rememorar cada vez que me siento a trabajar para uno de nuestros clientes. Al fin y al cabo, nuestro trabajo va de emociones… aunque sea un negocio. El éxito reside en el equilibrio entre las dos vertientes. Saludos cordiales, Leanne

MILES Vaya. No me esperaba recibir este correo de Leanne. ¿Echa de menos a Clifford? Y si es así, ya me dirás qué posibilidades tengo yo de superar lo de Jordan, que es por lo menos un 90 % menos odiosa que el ex de Leanne. Pero si tenemos en cuenta que me engañó, a lo mejor habría que bajar el porcentaje a un 85. Resulta que el bar con las cervezas especiales que Jude quiere probar no se encuentra demasiado lejos del piso de Dylan y Charles. Es una excusa para pasarme por allí durante su cita. Otra razón es que esta mañana, al despertarme, he visto una montaña de periódicos desperdigados sobre la mesa de centro de cristal y caoba que está delante del sofá. Estaban abiertos por la sección de clasificados, con todos los pisos disponibles rodeados con un círculo. Charles hoy no tiene clases; así pues, es más que probable que se pase el día en casa, y a nadie le apetece enfrentarse a alguien que lo odia. Y sí, lo admito. A una parte de mí no le importaría ver a Bree en persona, por si su sentido del humor va más allá de la pantalla. En teoría me toca empatizar con los deseos de mi cliente, ¿no? Pues eso. Será difícil que no la vea. ¡Hostia!, que se ha peinado como la de la peli. Un triángulo isósceles perfecto y amarillo sobresale un palmo entre la multitud. Y viendo la expresión de pasmo absoluto que pone Jude al estrecharle la mano, creo que he olvidado decírselo, supongo que porque pensé que la tía estaba de coña. Lo cierto es que está… muy buena. Obviamente, es atractiva, pero ese pelo le da un plus de valentía y frikismo que la lleva a otro nivel. Los dos juntos parecen haber salido de una revista (ahora mismo, quizá de una revista de cosplay, pero bueno). Y si Jude es incapaz de apreciarlo, voy a tener que hablar luego con él para que se dé cuenta de una vez de lo especial que debe de ser Bree.

Me siento en un taburete que está cerca de la mesa que ocupan. Los veo de reojo, pero lo más importante es que los oigo perfectamente. —Estás muy… —empieza a decir Jude, y enseguida duda—. ¿Diferente? —Y entonces se corrige—. ¿Mona? —Pero no puede dejar de pronunciar los adjetivos como si fueran una pregunta. A lo mejor tendría que sacar mi libreta para que los dos podamos analizar la cita a toro pasado. —Gracias —responde Bree mientras se toquetea el lateral del triángulo—. Normalmente me sale bastante mejor. Es que no he tenido mucho tiempo. —Ah —dice Jude. Y en ese momento se calla. Carraspea antes de coger la carta —. Oye, gracias por quedar conmigo. Me han dicho que este bar es estupendo. Sirven más de cuarenta cervezas y creo que por lo menos hay seis que son bajas en carbohidratos. —Es probable que sea la persona que ha pronunciado «bajo en carbohidratos» con más alegría del mundo, con mucho más entusiasmo del que ha puesto al hablar con ella. Pues sí, voy a sacar la libreta. —Ajá —dice Bree, y también coge la carta. Los dos se entretienen leyéndola unos instantes. —¿Qué te parece? —le pregunta Jude—. La Monterey pinta bien. Y creo que le voy a dar una oportunidad a la Wil Belgian también. —Mmm… —murmura Bree mientras examina la carta de arriba abajo—. Perdona, pero ¿aquí no sirven comida? —Ah —dice Jude—. ¿Tienes hambre? Si quieres le pedimos la carta de platos al camarero. —Sí, estaría muy bien. Jude tarda un rato en llamar la atención de un camarero, y durante ese tiempo ninguno de los dos articula una sola palabra. Lo que he dicho antes es verdad: a veces el sentido del humor cibernético no se traduce en sentido del humor real. Pero con Bree… No puedo sino pensar que es básicamente culpa de Jude. La chica se ha esmerado con el peinado —que no fue más que un comentario de nuestra conversación— y Jude no le ha dado ninguna importancia. Voy a tener que hablar con él. Bree no estará en el mercado mucho tiempo, y creo de veras que si Jude deja que se le escabulla de las manos, se habrá perdido a una persona muy especial.

Por fin llega un camarero, que les informa de que no hay menú de comida, salvo por una ración de queso de cuarenta dólares con porciones que mariden bien con las cervezas que pidan. —¿Qué te parece? —le pregunta Jude a Bree. —Ah, queso —dice ella, antes de añadir—: Venga. Por qué no. Tengo mucha hambre. —Genial. —Jude le sonríe—. ¿Sabes qué te apetece beber o necesitas otro minuto? —le pregunta antes de que el camarero se esfume. —Mmm. Una Coca-Cola light. El camarero se la queda mirando antes de apuntar la bebida. —¿Y tú? —le pregunta a Jude. —Yo… Pues yo sí que voy a necesitar un minuto —dice. —Ooook. Cuando lo sepas, pega una voz —le dice el camarero, que curiosamente es capaz de encontrar la manera de guardarse el bolígrafo y mostrar irritación a la vez. —¿No quieres probar alguna de las cervezas? —le pregunta Jude a Bree. —No. Es que ahora paso de beber alcohol. —Ah —exclama Jude, que de pronto está confundido. Veo que me acaba de lanzar una mirada—. No lo sabía. Lo siento. De haberlo sabido, no te hubiera citado aquí. Mierda. Me juego lo que quieras a que no me dijo nada durante nuestros chats, pero ahora también voy a tener que analizar todo lo que hemos hablado. —No pasa nada —dice Bree—. A lo mejor no te lo había dicho. ¿Quién sabe? —Oye… ¿Quieres ir a otro sitio? —Bravo por la oferta. Pero voy a tener que quitarle medio punto a Jude, porque se lo dice mientras no para de observar el menú con ansia. —Si te soy sincera, no sé si el pelo aguantaría. Quizá sea mejor quedarse aquí. —Vale, bien —dice Jude, y entonces vuelve a coger la carta y la examina con suma concentración. Cuando el camarero vuelve, Jude le pide una cerveza, además de una ración de queso y una Coca-Cola light. —Bueno… —murmura en cuanto el camarero se ha ido.

—Bueno… —responde Bree. Dios, qué dolor. De repente me acuerdo de RayaJack5. Ojalá pudiera escribir palabras directamente en el cerebro de Jude para que las dijera. —Pues… te dedicas a la medicina, ¿no? —dice al fin. —Soy contable. De una consulta médica. —Ah, eso —dice Jude—. ¿Y te gusta? —Me gusta, sí. Es más divertido de lo que parece —responde. —No, si está claro que eres… divertida. —Y hace un leve gesto hacia el pelo de ella. Debo hacer acopio de todo mi autocontrol para no estampar la cabeza contra la barra. —Me gusta pensar que sí —responde—. Y tú… Perdona, es que no recuerdo de qué trabajas. ¿En serio? Pero si hace un par de días, cuando le dije que entrenaba a gente, me soltó una pullita. A ver si es que habla con un montón de matches y no se acuerda de las conversaciones. No sería muy buena señal, porque entonces voy a tener que redoblar mis esfuerzos para asegurarme de que Jude escala puestos hasta la cima. —Soy entrenador personal —dice Jude, cordial. —Claro —dice Bree, y entonces le toca los brazos—. Ahora lo entiendo todo… Jude le sonríe. Bueno, mucho mejor. —Y eras de Irlanda. No, no… —Bree hace una pausa—. De Escocia. —Sí —asiente Jude. —¿De dónde de Escocia? —le pregunta. —De un pueblecito al lado de Glasgow que se llama Auchentiber. Es muy bonito. —Suena muy bonito. Cuando lo dices tú, claro. —Gracias. —Jude le sonríe. Pensarás que el tren por fin ha arrancado, pero… no. Vuelve a detenerse a un palmo del sitio del que ha salido. Ninguno de los dos dice nada hasta que el camarero está de vuelta con las bebidas y con un plato gigantesco con porciones de queso que ocupa casi toda la mesa. —Bueno, pues salud —dice Jude mientras levanta la jarra para brindar con

Bree. Se la lleva a los labios y se detiene—. Uy, espera. Lo siento. Tendría que haberte preguntado si te importa que beba delante de ti. Qué maleducado soy. —¿Por qué me iba a importar? —Bree se lo queda mirando. —Es que no sabía si no bebes porque estás en una fase de abstinencia o… — Deja la frase inconclusa y, gracias a Dios, no la acusa de ser una alcohólica incorregible. —Ah, no. No es eso. Es que he decidido no beber más en las citas. —Se inclina y le susurra—: En el pasado, el alcohol me ha llevado a tomar pésimas decisiones. Así que ¡salud! Disfruta. —Ya lo pillo. —Jude le vuelve a sonreír y da un sorbo a la cerveza. —¿Qué queso quieres? —le dice Bree con el cuchillo en la mano sobre el plato. —De hecho, no como queso. Sigo la dieta paleo —dice Jude. —Ah. ¿Se supone que todo esto me lo voy a comer yo? —Seguro que te ponen para llevar lo que sobre, ¿no? —responde Jude. —Claro. Buena idea. —Y empieza a cortar el queso. Corta y come durante un buen rato sin ninguna interrupción: ni conversación, ni gestos, ni apenas contacto visual. Aunque sea muy guapo y encantador, Jude necesita muchísima más ayuda de la que me pensaba—. ¡Ay, por Dios! —grita Bree, y miro hacia allí. Uno de sus largos cabellos se ha desatado y ha aterrizado sobre lo que parece un buen trozo de feta—. Puaj —murmura mientras lo coge. Jude le da una servilleta. Bree se echa a reír mientras se deshace del pelo—. Supongo que la duquesa no tuvo este problema en el espacio. Porque no hay gravedad y tal. Jude esboza una débil sonrisa y asiente, pero sé perfectamente que no sabe de qué le está hablando Bree. Me da que no ha visto Bajo el mar. Llevo tanto tiempo obsesionado con la peli que no he llegado a valorar esa posibilidad. A lo mejor nuestro siguiente paso tendría que ser remediarlo. Un precio minúsculo que pagar para caerle bien a esta chica. —Discúlpame un minuto. Me voy a ir a arreglar esto… —Bree se señala el pelo. —Claro, claro —dice Jude, y se levanta para retirarle la silla, pero antes de que llegue a su lado, Bree se ha erguido y se ha marchado al lavabo. En cuanto me aseguro de que Bree no nos ve, me acerco a Jude.

Se está pasando las manos por el pelo. —Nunca le he prestado demasiada atención a las últimas tendencias —me dice. —Eh… No es una tendencia —le respondo—. Es de la película Bajo el mar. ¿Te suena Mary Clarkson? —Ah —dice, y entonces veo que por fin se entera de lo que quiero decir—. Aaaah. Sí, sí. Me acuerdo. Un poco. La vi de niño… —Bueno, pues habrá que hacer algo al respecto, porque es evidente que a ella le encanta. —Claro —dice, aunque suena inseguro. —No te preocupes —lo animo—. Es fantástica. Los deberes más fáciles que te han puesto nunca. —Vale —contesta—. Pero deberes… ¿De verdad crees que…? —Mierda, me tengo que ir. —Regreso a mi taburete cuando Bree empieza a aproximarse a la mesa. Ahora lleva el pelo normal y sostiene en una mano lo que parece un capirote de cartón. Jude se levanta y esta vez sí que consigue retirarle la silla a tiempo. —Gracias —dice ella. Jude también se sienta y le sonríe. —Ahora ya lo pillo —dice entusiasmado de más mientras le señala la cabeza—. ¡Bajo el mar! —Eh… Sí —dice Bree, pero por la cara que pone creo que lo único que quiere es plantarle el capirote a él. *** La cita no dura mucho más. De repente, Bree ya no tiene tanta hambre, Jude se ha terminado la cerveza y oigo murmullos de «me lo he pasado bien» que no desembocan en una segunda cita. Mierda. Nada más irse Bree del bar, Jude viene a buscarme. Pide un vaso de agua, porque por lo visto ya ha llenado su cupo de cerveza diaria. Yo pido un whisky con hielo.

—Por lo menos ahora sé que la Wil Belgian es una rival dura de pelar en mi misión cervecera —dice Jude—. Está bastante buena. —Todavía no ha terminado —respondo—. Lo podemos salvar. —¿Tú crees? —me pregunta Jude mientras estruja el limón encima del agua. Y luego se encoge de hombros—. No sé. ¿Recuerdas lo que decías de ser eficiente? A lo mejor habría que pasar página. —Creo que no —respondo casi de inmediato, aunque por lo general, si mi cliente no siente química en la primera cita, estoy de acuerdo al 100 % con lo que acaba de decirme. Hay muchísimos perfiles en el mar, sobre todo para un tío como él, y mi trabajo es evitar que pierda el tiempo. Pero es que de eso se trata. No creo que Bree sea una pérdida de tiempo. Vale, no ha sido la cita más emocionante de la historia ni nada por el estilo, y quizá deberán maquillarla un poco si llega el momento de contársela a sus nietos (por otro lado, tal vez sea hilarante y todo: el peinado que casi impide que nacieran). Pero también podría ser una cita mediocre; todo lo que he visto y leído de Bree hasta ahora me lleva a pensar que merece una segunda oportunidad. Se lo digo a Jude. —De acuerdo —accede—. Pero te voy a ser sincero: no sé si ella cree que merezco una segunda oportunidad. —Déjame a mí —le digo—. Si piensa eso, ya se me ocurrirá algo para hacer que cambie de opinión. —Tú eres el experto —dice, y alza el vaso de agua con limón. Al llegar a casa, me encuentro con la estupenda compañía de Dylan, espatarrado en el sofá con un enorme bol de patatas fritas y salsa en el regazo. Está viendo Shark Tank, el programa en el que concursantes aspirantes a emprendedores presentan sus negocios a un panel de inversionistas, que luego deciden si invertir en ellos o no. —¿Y Charles? —le pregunto, con la esperanza de que su respuesta empiece por: «Se ha ido para siempre». —Cenando con un exalumno, del que es el tutor —me dice.

Vale, de acuerdo. Tengo que admitir que su respuesta es mucho mejor. Aunque Charles y yo no nos llevemos bien, estaría ciego si no viera que Dylan y él están locos el uno por el otro. Y si hay algo que siempre he sido es un romántico empedernido. Y de nuevo me enfrento al mismo problema: el Miles de siempre no está aquí y lo cierto es que no sé si quiero que vuelva. Porque ser un romántico empedernido hizo que abriera tanto mi corazón que lo aporrearon, lo aplastaron y lo destrozaron. De todos modos, ser tan escéptico con el amor me tiene desconcertado. No me siento yo; me siento una versión de mí mismo que no para de ver el mundo a través de un filtro de vaselina. No veo nada claro y a duras penas puedo confiar en alguno de mis sentidos. Esto no es manera de vivir, sobre todo para un neoyorquino, que debe estar superatento para no quedarse pegado sobre alguna sustancia gelatinosa e inidentificable en un asiento del metro que curiosamente está vacío. Me dejo caer en el sofá, al lado de Dylan, que me ofrece una patata frita. La acepto, pero intento masticar sobre la bandeja, para no añadir migas que agraven mi interminable estancia. —Creo que Barbara se va a quedar con ese tío —me dice mientras señala la tele. —Quizá. O Kevin —respondo. —Uh. Espero que no. Se merece algo mejor. —Es evidente que a Dylan le encanta el papel de villano del inversor que se apoda a sí mismo «Mr. Wonderful». Tal vez sea esa la respuesta. Yo también puedo ser un inversor sin escrúpulos: alguien que invierte en el juego del amor, pero sin involucrarse personalmente. Y tengo el trabajo perfecto para ello. No se trata de ser un mero espectador de las fantásticas historias de amor de los demás: es que yo soy el que las construye. El que proporciona el capital inicial, por así decirlo. Y si cumplo con mi trabajo y lo hago bien, podré ver cómo florece una relación sin correr ningún riesgo si al final termina fracasando. No hace falta que sea el Miles de siempre. Seré el Miles 2.0.

Y creo que Bree y Jude son la pareja perfecta en la que invertir.

CAPÍTULO 10 De: Clifford Jenkins Para: La peña edición especial Asunto: Hay que buscar resultados Esto va a sonar muuuucho más empresarial de lo que soléis leer, y tengo que admitir que no es así como suelo hablar, pero leedme con atención, ¿ok? La verdad es que, entre lo del topo, el lanzamiento internacional y la sucesión de pleitos frívolos (que es la manera que una empresa tiene de saber que está en lo más alto, así que no me preocupan), no me esperaba que los de CIERTA WEB ofrecieran en su página la posibilidad de devolver el dinero. ¿A quién se le ocurre? El amor es algo maravilloso que no puede apresurarse ni forzarse. Es obvio que son una panda de cínicos que creen que las emociones se cuantifican con dinero, y NO es así como lo vemos en Palabras de Amor. Aun así, seríamos tontos si no contraatacáramos. Por lo tanto, he tomado una decisión. A partir de la semana que viene, nuestros clientes tendrán la opción de cambiar de v si creen que el suyo no cumple con sus necesidades. Lamentándolo mucho, eso quiere decir que el ghostwriter original no va a ganar nada, porque no podemos pedir a nuestros clientes que paguen dos veces si no ven resultados. Lo bueno es que este nuevo modelo segurísimo que atrae a más clientes de los que podemos gestionar, así que al final ¡será una idea MUY positiva para la familia de Palabras de Amor! Paz para todos, Cliff

ZOEY Creo que Bree está ignorándome. Han pasado tres días de su cita con Jude y no me ha respondido ni a uno solo de los mensajes que le he enviado para preguntarle cómo le había ido. Me estoy poniendo histérica. Si la entrevista de trabajo que tuve ayer por teléfono para cubrir una vacante de guionista hubiera ido mejor, ahora no me importaría tanto lo de Bree, pero la conversación terminó con el típico cumplido que no augura nada bueno: —Me temo que el puesto se te queda pequeño y que aquí no estarías contenta. No sé qué podría haber hecho para convencerles de que me da igual hacer recados y responder al teléfono. A ver, me dediqué a eso durante ocho años y ni tan mal; no veo por qué no puedo seguir así. Y esta mañana me han contestado a un correo que mandé hace seis semanas. Sin saludo y sin recordarme la empresa para la que era. Tan solo: En tu CV dice que has trabajado para una editora de guiones. ¿Solo de guiones y nada de puntos ni comas? Cuando les respondo para explicarles qué es una editora de guiones, me dicen: Esperaba que pillaras la broma. Pensaba que el humor era lo tuyo. De todos modos, no buscamos a nadie. Me joden tanto el ninguneo y la falta de ingresos que no puedo concentrarme en el guion que en teoría debería escribir. Llevo semanas atascada en la página dos, cambiando los nombres de los protagonistas y retocando el diálogo inicial, hasta que ya no sé de qué va su historia, si es que en algún momento lo he sabido. Sé que Mary no me echaría nunca del piso, pero la mera idea de decirle que no

me adapto a la ciudad, teniendo en cuenta que ella me lo ha puesto todo en bandeja, me revuelve el estómago. Como Bree se quedó tan sorprendida al saber dónde vivo, busqué la historia del edificio. Resulta que por mi minipiso tendría que pagar casi cuatro mil dólares, una auténtica LOCURA que deja claro que Mary es más generosa de lo que me pensaba; si soy incapaz de pagar un alquiler en el que se me aplica un descuento del 70 %, no merezco vivir aquí. Que alguien que sepa qué coño hace con su vida se quede con la vivienda. Porque las desgracias nunca vienen solas, ¡ahora Clifford me amenaza con no pagarme un encargo que me había parecido pan comido! Tengo que averiguar qué ha ocurrido. Los audios de voz y los mensajes de texto no me sirven de nada, así que decido entrar en la cuenta de Bree de A por Todas para encontrar las respuestas por mí misma. No me ha dado permiso para iniciar sesión en su perfil de nuevo, pero tampoco me lo negado. A lo mejor que no haya sabido nada de ella es una buena señal. A lo mejor está tan ensimismada con Jude que no tienen tiempo para nada más. Entraré, leeré un porrón de conversaciones empalagosas —seguro que Jude es un bol de azúcar con patas— y le mandaré un mensaje a Clifford para anunciarle mi nuevo éxito. Usuario: LaDuquesaB Contraseña: 1374552x9992080 El nombre de usuario o la contraseña es incorrecto. Pongo los ojos en blanco. Será porque me he equivocado con tanto número, dos cifras que corresponden a una coordenada del mapa de Bajo el mar o algo así. Lo compruebo dígito a dígito y los vuelvo a escribir, más despacio y con más cuidado. El nombre de usuario o la contraseña es incorrecto. Aprieto los dientes y lo intento por tercera vez. En cuanto le doy a «entrar», la pantalla se vuelve de color negro y aparece una pelota amarilla de tenis que se estampa contra la cara de un jugador animado. Se le hinchan los ojos y se le caen varios dientes. Precioso.

Y entonces aparece un mensaje en blanco: Por favor, contacta con el administrador para restablecer el acceso. ¡Hasta luego! Ay, ¡mierda! ¿Cuánto tiempo se quedará Bree sin poder entrar? Me da vueltas la cabeza por miedo a las consecuencias, y en ese momento recibo un correo. Es de Clifford, un vídeo. Justo lo que necesito, ¡joder! Por lo menos estoy en casa y nadie verá la chorrada que me manda. Hago clic y me tapo los ojos para ver solo por las rendijas entre mis dedos. Pero ¿cuándo tiene tiempo de grabar esos vídeos? Vaya, veo que con este se lo pasó genial. En la imagen aparece Ariana Grande cantando y bailando, pero con la cara tapada a lo cutre por la imagen del perfil de Bree. La cola de caballo morena de Ariana sobresale de la cabeza de Bree, casi como ese peinado con forma de cono, ahora que me fijo. Ariana, junto a The Weeknd (porque Clifford sigue obsesionado con él), canta que, si quiero quedarme con ellos, voy a tener que quererlos mucho más. Y ahí es donde Clifford camina hacia mí ante un fondo de color blanco. —Qué habrá pasado. Tu cliente ha rellenado una encuesta y te ha dado una puntuación de… —se estremece— uno sobre cinco. Es casi el peor resultado posible. ¿Cuál es el peor? ¿Que me mate? —No todo el mundo es compatible, pero en este caso es un desastre. ¡No me jodas! ¿Y mis botas sí son compatibles con tu yugular? Me cuesta muchísimo imaginarme que la cita de Bree con Jude haya podido ir mal. Se lo preparé todo: lo único que tenía que hacer era presentarse y hablar de su tema favorito, y no habría ningún obstáculo. Jude y yo conectamos, coño. Si la cita fue mal, no es por mi culpa. Pongo en silencio el vídeo de Clifford (justo después de oírlo decir: «¡Socorro, socorro! ¡Nos atacan!») y recorro el largo y el ancho de mi habitación de cuatro mil dólares al mes. En cuanto camino seis pasos, tengo que dar media vuelta. Esto pinta mal. Pinta fatal.

Busco en mi agenda y me detengo en el nombre de Aisha. Necesito despotricar de Clifford y ¿con quién mejor que con ella? Me entenderá como nadie. Pero dudo. A) Es viernes por la noche, seguro que no está en casa. B) Si le cuento lo mal que se me da mi trabajo, nunca me va a recomendar para otra empresa. Sigo buscando entre mis contactos y hago una llamada. —Residencia El Buen Porvenir, al habla Ruby. —Hola, Ruby —digo, e intento sonar alegre y hablar entre el nudo que se me ha formado en la garganta—. ¿Está por ahí mi abuela? Soy Zoey. —Hoy es viernes, así que está en la noche del bingo-karaoke. ¿Quieres que le diga que te llame? Aunque no será hasta las once… —No, no pasa nada… Dile que espero que Doris y ella hayan arrasado. Cuelgo y me quedo mirando las paredes de mi piso. Mi abuela de ochenta años tiene más vida social que yo. Me alegro por ella, se lo merece, pero la echo de menos, a ella y a mi antiguo yo, la persona que era cuando todo cobraba sentido y mi horario no descarrilaba. Me levantaba a las seis, desayunaba delante de la tele, cogía el bus 10, el 405 y el 101, trabajaba el día entero con Mary, cogía el bus 101, el 405 y el 10, llegaba a casa, cenaba delante de la tele (a no ser que hiciera horas extra y cenara con Mary), me iba a dormir a las once, y vuelta a empezar. Si no salía demasiado, daba igual; en Los Ángeles siempre hay gente a tu alrededor. Nunca tuve que pensar en eso. Nick el camello y yo podíamos escaparnos juntos cuando se dejaba caer por la casa de Mary, así que no es que necesitara citas. La propia Mary organizaba fiestas a menudo y me incluía como invitada, no como empleada. Siempre tenía las puertas abiertas para mí. Era parte del grupo. Nadie me miraba por encima del hombro. Quizá a eso se resume el miedo que me da Nueva York. Aquí se me han cerrado todas las puertas. Ahora tengo demasiado tiempo libre y nadie con quien compartirlo. Vale. Pensemos. ¿Qué diría Mary de lo que ha ocurrido hoy? Solo hay una manera de saberlo. En California son las seis de la mañana, pero

eso no es ni bueno ni malo; a Mary no le merecen demasiada atención conceptos arbitrarios como el tiempo. Una voz responde al cuarto tono. —Mary Fuck Kill, ¿con quién desea hablar? —dice una suave voz masculina. Boquiabierta, cuelgo enseguida. El corazón me late superrápido. Me siento mareada, me cosquillean los brazos y los dedos, como me ocurría siempre que me pasaba diez horas escribiendo. Tengo una tendinitis fantasma por un trabajo que llevo meses sin hacer. Se me llenan los ojos de lágrimas. «Qué estúpida soy». Tendría que haberlo sabido. Mary me ha sustituido. Mary me ha sustituido por un tío que no se inmuta al pronunciar el nombre de la empresa. Me enjugo los ojos y meneo la cabeza. Me dijo que fui la mejor ayudante que había tenido, y en mi cabeza eso sonó a que no iba a necesitar a nadie más. Que, después de mí, había decidido…, no sé, apañárselas sola o algo, concentrarse en adaptar sus memorias al teatro, como siempre quiso hacer. Hablando de cosas ridículas… Fui su ayudante, no su socia, aunque Mary me preguntara qué me parecían los guiones y me dejara añadir mis propios gags. Solo porque me llamara «colega», me enviara a su chófer a recogerme cuando cogía la gripe para poder cuidar de mí en la habitación de invitados y darme de comer sopa de bolas de matzá que pedía al restaurante Canter’s Deli, y porque nos llevara a la isla Catalina para el celebrar el cumpleaños de mi abuela, y solo porque yo pensaba que… que… A ver, cálmate. Tras pasarte ocho años respondiendo al correo por ella y editando lo que te decía, la conoces mejor que a ti misma. Céntrate. ¿Qué te diría Mary sobre Bree? Seguramente algo parecido a esto: «Si la vida te da limones, prepara limoncello». Buen consejo. No tengo los ingredientes para el licor, pero sí me queda media botella de Riesling. Abro la nevera y le pego un buen trago al vino blanco, que me fortalece. Me baja por el cuerpo con suavidad. Ya con la máscara de valentía

en su sitio, llamo a Bree por FaceTime. No siento vergüenza ni culpa. Ya ha salido de trabajar, así que no la molesto, y me debe una explicación. Bree aparece en mi pantalla con cara de disgusto. —Lo siento —gruñe—. Holaaaaa. —Hola —respondo, impertérrita—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien? —¿Te ha pasado algo? Siento lo de la encuesta, pero es que no paraba de salirme en la pantalla y la única manera de quitarla era rellenarla. Además, ¡es la verdad! La cita fue una mierda total. ¿Acaso hay mierdas parciales? —Mira, Bree —hablo lentamente, para no explotar—, me sorprende mucho que me digas eso. ¿Me lo puedes contar al detalle, por favor? Quiero entender qué fue mal. —No come. Solo quería beber, y tú ya sabías que para mí era importante que no bebiera. No podría haber sido más raro. Si ni siquiera se fijó en mi peinado, que era idéntico al de la peli. NO ME PEINO ASÍ PARA CUALQUIERA, ¿SABES? —Pues ahora que lo dices veo que te las has arreglado para peinarte así otra vez. —Aprieto los dientes con tanta fuerza que es un milagro que entienda lo que le digo. Bree suspira y se toquetea el pelo con cuidado, la mitad del cual no cabe en la pantalla. —Esta medianoche hay una fiesta en la que se proyectará un Blu-ray —me responde de mal humor—. Es la reredición del montaje del director con dieciocho segundos de imágenes nunca vistas. —Vale. Siento que fuera mal, lo siento de veras. ¿Has…? —Cierro los ojos unos instantes—. ¿Has buscado a otro ghostwriter? —No —dice—. No sabía que podía. —Y no puedes —me apresuro a decir. No hasta la semana que viene, informaba Clifford. Todavía tengo una oportunidad para arreglar este lío—. Entiendo que estés enfadada y te pido mil disculpas por no haberlo visto venir. ¿Había algo en él que sí que te gustara? ¿Algo por donde tirar ahora? —Está cachas —admitió—. Y tiene unos ojos muy bonitos, y un acentazo que vamos…

No puedo evitar sonreír. Seguro que sí. —¿Ah, sí? —Creo que le supo tan mal que se emborrachó, porque esta mañana me ha enviado algo. —¿Flores? —me emociono—. ¿Una nota? ¿Me la dejas ver? —No hay nada que ver. Pero lo puedes oír. Es un mensaje de audio. Solo he escuchado el principio, porque parece larguísimo. —¿Quieresqueloescucheyoporti? —balbuceo. Si me dice que sí, sigo siendo su ghostwriter. Si me dice que sí, podré pagar el alquiler. Además, me encantaría oír ese acentazo del que habla. —Vale… —Se encoge de hombros. —Mañana por la mañana te cuento, ¿vale? Envíamelo y tú pásalo bien con tus…, mmm, dieciocho nuevos segundos de peli… Ah, por cierto, quizá no puedas entrar en A por Todas durante un tiempo, pero es cosa mía. —¿No habría que empezar de cero? ¿Encontrar a otro match? Es agotador. Me hago la sorda. —A primera hora te digo algo… ¿O prefieres a mediodía, para que puedas dormir? —A mediodía mejor. —¡Okgraciaschao! Me llega el archivo, me lo descargo en el móvil y me pongo los auriculares. Ahora hay tantas maneras de comunicarse por internet: Facebook, Twitter, WhatsApp, chats, páginas de citas, Instagram, mensajes de texto; y al final no hacen más que aumentar la distancia que nos separa. En ese aspecto, grabar un mensaje de voz para que lo escuche una persona en privado es casi… pintoresco. Me encanta. *** —Bueno. A ver. Mira, siempre me han gustado esos artículos de las revistas de los aviones, los que te resumen lo mejor de una ciudad, como por ejemplo: «Tres días perfectos en Toronto» y tal. No suelo volar a menudo, solo a Glasgow una

vez al año o así, pero siempre me llevo las revistas a casa. Me gusta pensar que he amasado tal colección que, si alguna vez estoy en una de esas ciudades, ya tendré un plan montado, un plan de tres días perfectos. Y he pensado que en Nueva York, todos los barrios, todos y cada uno de ellos, tienen su propia esencia, algo que los diferencia unos de otros. Ojalá alguien redactara una guía de barrios, una versión en plan microcosmos: un único día perfecto. De momento creo que no existe, así que se me ha ocurrido intentarlo yo. Mi contribución es una visita que empieza en Hell’s Kitchen y que termina en mi sitio favorito de Nueva York. Si todo va bien, espero que muestre algo en lo que nunca te habías fijado. Y si al final ese sitio te acaba gustando tanto como a mí, a lo mejor algún día podríamos ir juntos. Ay, mamá. Su acento es una delicia. Es la segunda vez que escucho el audio. Estoy en la cama, a oscuras, con los ojos cerrados y la ventana abierta un centímetro, dejando que me envuelvan las palabras de Jude mientras la noche se despliega sobre la ciudad. —Así pues, sin más dilación… —Se ríe de manera encantadora—. Bienvenida a Hell’s Kitchen. Empezamos la mañana con una visita a la cafetería Holey Cream de la Novena Avenida. No hay mejor manera de comenzar el día que preparándote tu propio donut, ¿verdad? No escatimes con los toppings, son lo mejor de todo. Y no olvides pedirte un helado de acompañamiento… Su voz me transporta a una serena paz. Es pasada la medianoche y estoy volando en una nube de júbilo. Por primera vez desde que llegué a Nueva York, la mueca que forman mis labios es de felicidad. *** Al día siguiente, sábado, sigo resplandeciente, porque el lugar favorito de Jude de todo Nueva York está cerca de mi piso, ¡a solo diez manzanas de distancia! El parque High Line por lo visto va en paralelo al río Hudson, una zona que me apunté mentalmente para explorar desde que el taxi que la semana pasada me llevó a casa desde Porchlight pasó por allí. Con un «compañero» que me guíe,

no me lo puedo perder. Son las siete de la mañana y me he puesto pantalones de yoga, un sujetador de deporte y una camiseta sin mangas, el uniforme no oficial de Los Ángeles. Estoy animada. Estoy pletórica. Estoy en pésima forma. Gracias al audio de Jude, anoche me enteré de que el High Line abre a esta hora, y es muy emocionante saber que seré una de las primeras madrugadoras en visitarlo. Después de salir del piso, estiro brazos y piernas y me dirijo a la calle Gansevoort. Según Jude, es la mejor entrada para experimentar el parque. De pronto, me doy cuenta de que no voy bien. He caminado en dirección contraria, de hecho, y ahora estoy en la Avenida B. El lugar en el que debería estar se encuentra a once manzanas de ahí, no a diez, y son once avenidas, no manzanas. Por lo visto, las avenidas no son igual que las manzanas. Por lo visto, las avenidas son tan grandes como cinco manzanas. ¡Voy a tener que caminar una hora para empezar la visita guiada! Me digo de todo antes de respirar hondo y recordar que es la primera vez que decido explorar el barrio, y que todo lo que vea hoy será más de lo que he visto desde que llegué, y que seguro que será positivo. Aprieto los dientes y recorro la calle Catorce. Dejo atrás el parque Union Square y The New School, y cómo me alegro de pararme allí para recobrar el aliento, porque las ventanas de la universidad parecen líquidas. Les hago una foto —¡mi primera foto de turista! —, bebo un buen trago de agua y sigo adelante, con energías renovadas. Por fin llego a la entrada «buena» del High Line, donde me espera la voz de Jude, como una coraza protectora. Me pongo los auriculares, abro el archivo y dejo de oír los ruidos y el caos exterior. Jude me regala una breve historia del ferrocarril elevado y me cuenta el esfuerzo que se hizo en el año 2000 para salvar el lugar y convertirlo, en 2009, en un parque público. Es fascinante. Desde sus inicios como vía del tren en una pasarela elevada, es un lugar que habla muy bien de los neoyorquinos y de su deseo de estos de preservar parte de su historia convirtiendo un área industrial en un parque con múltiples usos. El carril para ir en bici y correr sigue el trazado del agua y es más ancho o menos en función de con qué deba compartir el espacio. Es un sitio que te relaja

y te impresiona al mismo tiempo. El Standard Hotel no me dice gran cosa (el de Los Ángeles es mejor), pero me llevo una agradable sorpresa al ver el arte que decora la caminata, desde esculturas hasta murales y mosaicos. Para qué entrar en galerías de arte cuando hay tantas obras gratis al aire libre. De camino hasta veo un proyecto en varias pantallas, titulado Mutaciones, que calienta mi corazón californiano. —No sé si tendré hijos, pero si al final tengo, los voy a llevar a los paseos de Pershing Square Beams —entona la voz de Jude, que me lleva a tomar un desvío —. De hecho, esos paseos quizá sean la única razón por la que tener hijos. En realidad, lo que hicieron fue quitar las plataformas de hormigón, para que la gente viera las vigas de acero originales y pudiera caminar por encima de ellas. Imposible resistirse, y enseguida acabo cayendo en la tentación y poniendo a prueba mi equilibrio por las vigas de una cuadrícula rectangular y hundida, entre cuyo espacio hay varios jardincillos. Es una maravilla, y la voz, la calma y los esfuerzos de Jude para con la visita me embelesan hasta tal punto que, sin darme cuenta, he caminado un kilómetro y medio gracias a él. Ahora me toca volver, buf… Aunque no se me borra la sonrisa de la cara. Me he ganado el aperitivo que me propone en un puesto israelí del mercado de Chelsea. Su especialidad es la halva de Nutella o, lo que es lo mismo, mi nuevo plato favorito. Cuando vuelvo a casa, me doy una ducha y miro el reloj: solo son las 11:30, todavía no puedo llamar a Bree. Estoy ansiosa y deseo que los minutos pasen rápido. También estoy nerviosa por haber disfrutado tanto del audio de Jude, y por fingir que la visita era para mí, y no para ella. ¿Cómo es posible que Bree escuchara solo unos minutos de la grabación? ¿No se quedó cautivada por esa voz? Ya podría ser más agradecida, la tía. Las 12:01 y vuelvo a llamarla por FaceTime. Me responde con cara de cansancio; ¿te juegas algo a que se ha pasado la noche viendo los nuevos dieciocho segundos de película en bucle? (Mira quién fue hablar, si yo he escuchado la visita guiada en bucle…). —Le tienes que dar otra oportunidad —le digo sin rodeos.

—¿Seguro? Porque…, a ver, lo que he escuchado yo ha sido una visita por mi manzana. Que no está mal, pero es que yo vivo aquí. Ya me conozco bien la zona, no necesito que… —Pero ¡piensa en su esfuerzo! ¡En el tiempo que ha invertido! Estarás de acuerdo conmigo en que alguien que hace todo eso se merece una segunda oportunidad. Bree frunce el ceño y, durante medio segundo de locura, rezo por que no acepte mi consejo. En realidad, si es tan indecisa no se merece a Jude. Sin embargo, me sonríe y asiente. —Vale, tienes razón. Probemos con una segunda cita. —¡Estupendo! Sí. Hablamos un poco más antes de poner fin a la llamada. Me tumbo de espaldas en mi sofá cama, consciente de que debería estar contenta, sentirme relajada, rejuvenecida y con las pilas cargadas, pero lo cierto es que experimento emociones bien distintas: alivio, arrepentimiento y resignación.

CAPÍTULO 11 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Confianza Equipo: Hay que dar la más sincera enhorabuena a Stella Gonzalez. Solo lleva dos meses de autónoma con nosotros, pero es la ganadora del desafío de las ideas originales. A lo mejor no lo habéis visto en la web, pero ahora todos los clientes de Habla el Corazón cuentan con una garantía de devolución del dinero. Si pasan ocho semanas y no están satisfechos con la ayuda que les prestamos para encontrar a un buen match, se les reembolsará todo el dinero. ¡Es una manera de darles tranquilidad! ¡Y también es una medida que habla superbién de vosotros! Pues sí. Si la aplicamos es porque creemos en la calidad de nuestro trabajo y de nuestros trabajadores. Dicho esto, vamos a tener que correr cierto riesgo económico. Si uno de vuestros clientes activa la garantía de devolución del dinero, la empresa asumirá la pérdida. Si os activan una segunda garantía, en cambio, lamentándolo mucho, el dinero se restará de vuestro sueldo. Vosotros seguid con lo vuestro, es decir, dando el 100 % con todos y cada uno de los clientes, y aquí paz y después gloria. ¡Felicidades de nuevo, Stella! Saludos cordiales, Leanne

MILES Puedo hacer como si el correo de Leanne fuera la razón principal por la que he invertido tantas horas sin remuneración, que exceden del paquete que contrató Jude, para escribir la visita guiada. O como si me sintiera amenazado por la posibilidad de que Stella se quede con el puesto del único empleado en plantilla que Leanne puede permitirse ahora mismo. Pero lo cierto es que empecé a trabajar en la visita antes de recibir ese correo. Al día siguiente de la cita desastrosa, me fui al barrio de Bree y me dediqué a dar un largo y tranquilo paseo, tomando notas de audio de los lugares de interés. Con los ojos abiertos de par en par, porque de eso se trataba: de enseñarle algo que ella tal vez no hubiera visto antes de la visita guiada. Y no porque quisiera ver a la destinataria de la visita. No, claro que no. Aunque me puse algo nervioso por la intensidad con la que «no» la buscaba con la mirada. O por el hecho de que cualquier melena rubia que veía me hiciera correr a comprobar si era la suya. Y en cuanto tuve una idea sólida de lo que quería incluir en la visita, me fui al Café Crudité a escribir el guion. Tardé dos días en tenerlo listo, básicamente porque me interrumpió un nuevo cliente, Clark, y tuve que repasar su cuestionario y organizar una primera reunión con él. En un momento dado, un destello de pelo rubio en la cafetería también me llegó a distraer. Pero no era Bree. Era mi archienemiga, cuyo pelo ni siquiera es rubio del todo, sino una extraña mezcla de cabellos claros y oscuros que, por lo poco que la conozco, creo que encaja muy bien con su personalidad. Como se había convertido en un elemento fijo de los ratos que yo pasaba en la cafetería, empezó a parecerme raro no saber cómo se llamaba. Pero tampoco es que ahora pudiera acercarme y preguntárselo: «Hola, soy Miles. ¿Te importaría decirme cómo te llamas? Es que a mi monólogo interior se le van acabando los motes ingeniosos

que te pone. Por cierto, ¿te ha dicho alguien que esos hoyuelos tuyos son la mezcla perfecta entre sexies y encantadores? ¡Gracias!». Sin saberlo, la chica me motivó un poco para escribir la visita. Pensé en que no conocía Nueva York y en lo despectiva que había sido con la ciudad durante nuestras breves conversaciones, y me sirvió de inspiración para llevar la visita hasta el High Line. Es mi lugar favorito de la ciudad, el sitio en el que incluso ella podría enamorarse de Nueva York. Sobre todo cuando Jude se pusiera manos a la obra. O lengua a la obra, en fin. Juntos éramos sin duda el hombre perfecto. Perfecto para Bree, al menos. A Jude le gustó la idea de la visita. Me envió el audio al cabo de unas horas y tuve el honor de mandárselo a Bree. Y… a esperar. Supuse que tardaría un rato en escucharlo. A lo mejor durante su jornada laboral no tenía tiempo libre. Pero entonces dieron las cinco. Y las seis. A medianoche, la bandeja de entrada de la cuenta de Jude seguía vacía. Mmm… No es que me aterrara la nueva política de Leanne de rebajarnos el sueldo si nos activaban una segunda garantía de devolución del dinero. Pero al día siguiente, que es hoy, empieza a darme algo de miedo. Sobre todo cuando llego a casa por la tarde y me encuentro con un recorte pegado en la puerta del piso de Dylan y Charles. Al principio he pensado que sería publicidad de comida a domicilio (que me ha emocionado y todo, lo admito. Mis cenas de los últimos días han sido bastante aburridas). Pero entonces veo que no es sino otra sección de clasificados del periódico Metro, con todas las viviendas disponibles rodeadas con un violento y grueso círculo rojo. Si te soy sincero, estoy hasta los huevos. Que ya lo sé. He invadido el espacio de Charles. Pero creo que merezco que me den las gracias por intentar ser lo más discreto posible. Tampoco es que me apetezca vivir con ellos. No es que eligiera que me expulsaran del piso que compartía con mi exprometida. Ni acabar trabajando en una situación tan precaria. ¿Charles nunca se ha quedado en la calle o qué? Y si la respuesta es que sí, ¿no ha encontrado a una persona amable —a lo mejor lo que la gente consideraría un «amigo»— que lo ayudase a tirar para adelante?

Seguramente no, porque es un desgraciado del que solo alguien encantador y optimista como Dylan vería el lado positivo. Arranco el recorte de la puerta y entro cabreado en el piso, donde oigo sus inconfundibles pisotones por la cocina. Me dirijo hacia allí, furioso. —¿Se puede saber de qué coño vas? —le grito. —¿Perdona? —Se me queda mirando, boquiabierto, con dos de mis paquetes de fideos chinos en las manos, paquetes que está vertiendo en un plato. ¿Me los iba a comer? Probablemente no. Pero ¿son míos? Pues sí. —Si tanto deseas que me largue de aquí, quizá no deberías atiborrarte con mi comida —añado. Baja la vista hasta la comida y luego me mira a los ojos. —Supongo que estás de coña… —Ya lo he pillado. —Golpeo la encimera con el recorte del periódico—. Aunque no sea licenciado en Derecho, no soy imbécil. Quieres que me pire. Estoy en ello. —¿Seguro? A mí no me lo parece. —La cara de Charles ha empezado a adquirir manchas rojizas. —¿Tú qué sabes? —le espeto—. Si nunca estoy aquí. —Estás demasiado —ruge—. Demasiado para echarlo todo a perder. —¿De qué cojones estás hablando? ¿Porque se me cayó una gota de sudor en tu puta alfombra de Ikea? —No —dice, y ahora está temblando y todo. Un par de granos de arroz salen volando de la caja que tiene en la mano y terminan en su maravilloso suelo—. Porque el día que te mudaste aquí le compré un puto anillo a Dylan y todavía no he podido adecentar el piso como me gustaría ni pedirle nada porque no te has largado aún, joder. Me quedo mirándolo, patidifuso. —¿Le… le vas a pedir a Dylan que se case contigo? —Pues sí, ¿qué pasa? —me grita—. Y me da igual si crees que no merezco estar con él. No sé qué responder a eso. Y las siguientes palabras en ser pronunciadas no salen de la boca de ninguno de los dos.

—Oh… Oh, Charles. Charles y yo giramos la cabeza y vemos que Dylan está en el recibidor, tapándose la boca con las manos, y las cartas que traía se han desperdigado por el suelo. Es evidente que ninguno de los dos lo hemos oído entrar. —¿Va en serio? ¿Me ibas a pedir matrimonio? Todo el rostro de Charles es una mueca. —Eh… Sí. Te lo iba a pedir. Pero no así. —Hace un gesto hacia las cajas medio abiertas de la encimera, la comida que hay en el suelo y, por supuesto, hacia mí, que estoy en medio de todo. Pero no me mira a mí. Está mirando a un punto fijo del suelo. La madre que me parió. Me siento como un gilipollas. —Hazlo —dice Dylan, y corre hacia Charles para cogerle las manos—. Pídemelo. —¿De verdad? —Charles lo mira a los ojos—. Pero es que iba a pedir comida en Chez Nous. Y quería poner unas velas. Y que sonara esa canción de Nick Drake. —Tengo mucha imaginación. Haré como si fuera tal y como dices —responde Dylan—. Tú pídemelo. Charles me lanza una breve mirada, pero entonces clava los ojos en una mesilla del salón. Va hacia allí y abre un pequeño cajón del fondo en el que nunca me había fijado. Saca la caja del anillo. Con la joya en las manos, se acerca a Dylan y se arrodilla delante de él. —Dylan… La verdad es que nunca me había enamorado tan locamente de alguien. Ni tan sanamente tampoco. Contigo todo tiene sentido en un mundo en el que a veces tan pocas cosas lo tienen. No necesito argumentos ni intentar que nadie vea mi punto de vista. Porque solo hay un punto de vista: el nuestro. Quiero que ilumines mi cielo para siempre. ¿Quieres casarte conmigo? Dylan suelta un gritito y se sienta en la rodilla de Charles. —¡Por supuesto que sí! —dice antes de cogerle la cara con las manos y besarlo apasionadamente. Charles se echa a reír. O por lo menos es lo que me ha parecido a mí. Es un sonido nuevo para mí.

—¿En serio? —dice—. ¿Estás seguro? —¡Claro que sí, idiota! —exclama Dylan, también entre risas—. Te quiero más que a nada en el mundo. —Y yo te quiero más que a nada —asiente Charles—. ¿No quieres ver el anillo al menos? Dylan sonríe, se levanta de la rodilla de Charles y acepta la cajita. Al ver el anillo, sonríe todavía más. —Es magnífico. —Lo saca de la caja y se coloca el aro plateado. Desde aquí veo brillar un diamante—. ¿A que es precioso? —Se gira hacia mí y me enseña la mano. Le devuelvo la sonrisa, una sonrisa auténtica, aunque Charles jamás me creerá. —Sí. Sí que lo es. ¡Felicidades! A los dos. —Me giro hacia Charles con la intención de disculparme. Pero no hay tiempo para disculpas. Charles le pone una mano a Dylan en la espalda, tira de él y empieza a besarlo con ganas. Dylan responde con la misma intensidad. Me quedo mirándolos un segundo con una sonrisa boba en los labios, antes de darme cuenta de que…, en fin, que me tengo que ir para que vivan este momento a solas. Doy media vuelta lo más deprisa posible, recorro el recibidor y me marcho. Solo cuando he caminado media manzana me fijo en que la sección de clasificados sigue en mi mano. Pues nada. Es tan buen momento como cualquier otro para ponerme a buscar piso. Estoy a punto de ir a un bar o a una cafetería para sentarme, pero entonces se me ocurre una idea mejor. Grapas. Echo a andar y me dirijo al pasillo más reconfortante de todos, el de los pósits. Pocas cosas hay en esta vida que me pongan más zen que saber que uno puede tomar notas en una variedad casi infinita de formas, colores y tamaños de papel adhesivo. Ya desde pequeño me han atraído una barbaridad las posibilidades de organizarme, y pensar que, por más impredecible que sea mi existencia, siempre

tendré a mi alcance herramientas con las que hacer listas. La tienda de material de oficina está casi vacía, y no hay nadie que me pueda preguntar qué diablos hago apoyando la espalda contra las estanterías de metal y dejándome caer hasta el suelo. Descanso la cabeza sobre una caja de portaminas (de punta fina, 0,7 mm, y los hay de cinco colores diferentes. Antes de irme tendré que probar uno). Resumiendo, que Charles y Dylan se van a casar. Ahora que me fijo, es la primera propuesta de matrimonio a la que asisto y que no es la mía. Aunque a la que le hice a Jordan asistió muchísima gente. Fue en el elegante restaurante mexicano donde tuvo lugar nuestra primera cita. Llamé con antelación para organizarlo todo: peonías en la mesa, el anillo escondido dentro de una preciosa rosa de chocolate que pondrían encima de su flan y la botella de champán Veuve Clicquot para después. Me arrodillé en cuanto sirvieron los postres, encantado de darle el anillo que llevaba semanas quemándome en el bolsillo. Encantado de ver la cara de Jordan. Se puso como loca. La idea del anillo la saqué de su página de Pinterest, así que sabía que le iba a gustar. Y cuando me dijo que sí, todo el restaurante comenzó a aplaudir. Hasta el maître propuso un brindis por nosotros. Recordándolo ahora, me pregunto si fue eso lo que la puso tan eufórica: el hecho de que tantísima gente aprobara su gran momento, una especie de versión real de los likes de las redes sociales. Creo que es bastante probable que Jordan sonriera más a las personas que la aplaudían que al que estaba de rodillas delante de ella. Dylan, en cambio, no le había dado ninguna importancia a cómo le pedía matrimonio su novio. Lo amaba y punto. Suspiro y miro la página de periódico arrugada, sin esperanzas de encontrar nada. (Seamos sinceros, ¿quién sigue anunciando pisos en un diario hoy en día?). Vale, sí, hay varias habitaciones para compartir con tal número de gente que me hace dudar, un estudio de 7500 dólares al mes en Upper West Side y un anuncio que me da a mí que no cumple los requisitos necesarios: «Se busca compañera de piso: la morena del vestido con estampado de limones que el martes cogió la línea A del metro a las 17:16. Llevas el mismo vestido todos los días; yo te haré tortitas de limón todos los días. Las ventanas dan al sur y hay

cuarto de baño privado (aunque estaré encantado de compartir contigo el jacuzzi). Compartiremos los gastos del satélite y de internet». Me tienta la posibilidad de denunciar el anuncio por asqueroso y escalofriante. Y entonces hay uno que me llama la atención. Es un edificio del East Village, en la Avenida A. De hecho, creo que está justo enfrente del Café Crudité. Lo busco en Google. Pues sí. Es un piso de un solo dormitorio de unos 20 m2 por… No puede ser. ¿Por 900 dólares al mes? Seguro que es un timo. Por no hablar de la rima del anuncio: Si en este barrio quieres vivir, algo ingenioso se te debe ocurrir. No tengas prisa, responde e improvisa y este piso podrás conseguir. Y le sigue una pregunta de vital importancia. A lo mejor se trata de un duende rico y excéntrico que quiere que en su edificio viva un tipo concreto de personas. Ahora que lo pienso, entiendo por qué es tan barato. Leo la pregunta: «Si tuvieras que elegir ser un personaje de ficción el resto de tu vida, ¿quién serías? Y ¿por qué?». Suelto un resoplido que hace temblar la caja de portaminas. Pues qué fácil. Harry, de Cuando Harry encontró a Sally. En primer lugar, porque se parece bastante a mí: un neoyorquino de treinta y tantos años, sarcástico y algo resentido con el mundo. Pero con el añadido de que mi mejor amiga, que es lista y guapísima, al final se da cuenta de que me quiere con locura. A ver, no sé si el anuncio es real o no, pero si hay algo que se me da bien es escribir, así que el no ya lo tengo, ¿no? Me levanto, cojo uno de los portaminas de detrás de mí y una libreta del pasillo contiguo. Pago en la caja y me dirijo al pasillo de los pósits, donde me instalo para escribir poéticamente sobre veladas en el Katz’s, canciones de karaokes

electrónicos y orgasmos fingidos en restaurantes.

CAPÍTULO 12 De: Clifford Jenkins Para: Mis estrellitas Asunto: Estaré fuera toda la semana Tengo que ir a prestar declaración y no voy a poder conectarme mucho, pero no pasa nada, en cuanto acabe os contaré qué tal, mientras tanto enviad toda vuestra energía al juzgado (al de Queens, NO al del Bronx), lo voy a petar y a lo mejor hasta consigo el vídeo para que os sirva de inspiración. C.

ZOEY Se ha pasado toda la mañana chispeando. Fuera del Café Crudité, el ambiente es denso y húmedo, como si las calles y los edificios estuvieran envueltos en film transparente, dentro de una capa de calor, suciedad y humo por encima de nuestras cabezas. Avanzando bajo los toldos, consigo llegar a la cafetería más o menos seco, donde no detecto a ningún rival que quiera arrebatarme la mejor mesa. Son solo las nueve de la mañana, pero cuando empieza el chubasco y un relámpago parte en dos el cielo, parece que sea medianoche. Como era de esperar, el local está repleto de gente con pinta de estar algo traumatizada por el mal tiempo. A pesar de que Clifford asegura que lo está «petando» en el juzgado, su correo me ha dejado algo traumatizada a mí también. Si lo de Bree y Jude sale bien —y me debato entre las ganas de que sea así y de que no sea así—, más vale que el banco no rechace mi cheque de Palabras de Amor. Aunque es verdad que ahora no me aterroriza tanto la idea como hace un par de días. Para empezar, los correos de Clifford suelen ser muy exagerados, y para terminar, sigo animada gracias al itinerario que me envió Jude y a las maravillas que vi paseando por el High Line. De pronto suena un trueno, la puerta vuelve a abrirse y otras ocho personas entran en la cafetería, amontonadas y temblando. Miles es uno de ellos. Lleva una chaqueta de chándal de Adidas (negra, con dos rayas blancas en las mangas y dos rojas en los puños) encima de una suave camiseta gris y unos vaqueros oscuros que se pegan a su cuerpo fibroso. Se ha afeitado y tiene el pelo mojado por la lluvia. En pocas palabras, que está muy bueno. Una observación que me llevaré a la tumba.

Se pasa una mano por los rizos castaños para apartárselos de los ojos y, sin quererlo, se peina con la raya en medio. «Deja de mirarlo», me ordeno. El suelo está resbaladizo y la última en entrar, una mujer mayor con las gafas empañadas, casi se cae. Miles levanta el brazo delante de ella para que se sujete y no pierda el equilibrio. La mujer asiente de agradecimiento y él le devuelve el saludo antes de dejar que lo adelante en la cola. Mmm. Qué caballero. Justo el comportamiento contrario al que ha tenido conmigo. ¿Cuál de los dos es el auténtico Miles? ¿El rabioso y escandaloso o el atento y cortés? La cafetería ahora está tan atestada que todas las mesas, incluida la grande, son objetos de deseo, y la tensión crece en el ambiente cuando los clientes de la cola se dan cuenta de que pronto no habrá un solo asiento libre. Pero tampoco pueden salir. Se gritan los pedidos y los nombres, se sirven las bebidas calientes y el aire vibra con el murmullo de los que hablan entre sí y discuten sobre dónde sentarse. En cualquier momento se desatará una pelea. —Es que estoy esperando a una amiga —protesta una mujer de mediana edad cuando de repente un hombre calado hasta los huesos se sienta en uno de los pocos asientos vacíos. —Cuando llegue, me marcharé —le espeta el tío—. Pero es que no hay donde… —Compartid, gente. No lo pongáis difícil —grita Evelynn mientras coge un recipiente de leche de coco del mostrador. En ese momento, me vuelvo hacia Miles. Me quedo mirándolo fijamente y espero a que su mirada se cruce con la mía. Cuando me mira, levanto la barbilla para señalar la silla de delante de mí. No está tan empapado como los últimos que han entrado en la cafetería, y ya que me veo obligada a compartir mesa, prefiero que sea con una persona más o menos seca. Miles mira atrás, a los lados, incapaz de imaginarse un universo en el que se me ocurriría invitarlo a sentarse conmigo. Se apunta con el dedo con una mueca interrogativa en la cara. —Sí, tú —le grito.

Tarda medio segundo en plantar la bebida sobre la mesa y en dejar su irritante bolsa de lona en el suelo. Es probable que hoy la tela haya salvado su portátil. —Gracias. —Más vale malo conocido…, ¿verdad? —le pregunto—. Además, hoy estoy de buen humor. Se queda mirando mi plato de biscotti y me lo acerco. —No de TAN buen humor —aclaro. —No iba a… —Pone los ojos en blanco. —Mi generosidad es tan justita como mi salario. —¿Una artista muerta de hambre? —Más o menos. ¿Tú también? Eso explicaría por qué se pasa el día con el ordenador. Lo más seguro es que sea escritor. Uno de esos que escriben novelas desde un punto de vista femenino y que luego nadan en un océano de elogios por lo sensibles que son. Miles asiente. —¿Te importa si lo despejo un poco? —Señala hacia mi colección de libretas y papeles—. ¿Lo puedes poner en el banco a tu lado o algo? —Claro. Los dos alargamos la mano al mismo tiempo para coger mi libreta con tapa de cuero, un regalo de mi abuela. Nuestros dedos se rozan y el contacto me provoca escalofríos, un auténtico desastre. Inspiro profundamente y hago como si no hubiera ocurrido. Por lo visto, Miles no se da cuenta; tan solo coge mi libreta y mis bolígrafos y me los da para hacerle sitio a su portátil. No puedo evitar reparar en sus dedos de artista y, entonces, me fijo en algo catastrófico: de mi libreta ha salido despedida una hoja de papel, que aletea hasta el suelo. Miles se inclina para agarrarla. —¡No! —¿Se puede saber qué te pasa? —Suspira—. Solo la voy a coger. —Dámela… —Y muevo los dedos, impaciente. Mi extraña reacción ha picado su curiosidad. —¿Qué es? —me pregunta. —Nada.

Levanta el papel y se pone a leerlo. —Es privado —insiste. —¿Es un…? —Le da la vuelta al folio y yo me pongo tan roja que creo que en cualquier momento empezaré a arder. La gente se podría amontonar a mi alrededor para calentarse. —Es un recuento —digo, con la esperanza de que no le dé más importancia—. No es nada del otro mundo… Miles no pierde el interés ni se apresura a devolverme el papel. —«Campeonato de la Mesa» —lee en voz alta—, con fechas e iniciales… ¿Quién es MPP? —Nadie —balbuceo—. ¿Eh? No sé. Miles intenta reprimir una carcajada. Sin éxito. —¿Apuntas quién se queda con la mesa todos los días? —MPP —le espeto—. Miles. Pelo. Pincho. Se lleva una mano al pelo y ahora soy yo la que sonríe. —¿Miles Pelo Pincho? —repite con expresión dolida—. ¿Miles, yo? ¿Cómo sabes mi nombre? —Miles Pelo Pincho —canturreo. Miles deja la hoja entre él y yo y se sienta. Tiene las piernas tan largas que debe colocar las rodillas justo debajo de la mesa para no invadir mi espacio. —Que cómo sabes mi nombre. —Lo dicen cuando te preparan el pedido. —Pero solo se enteraría alguien que estuviera prestando atención. —Es verdad, me has pillado. Tenía que averiguar el nombre del desconocido que ME GRITÓ sin motivo. —En mi defensa diré que fue uno de los peores días de mi vida —se avergüenza. —¿Que yo fuera un pelín glotona hizo que fuera uno de los peores días de tu vida? —contraataco—. Cambio mi vida por la tuya ahora mismo. —No, lo malo ocurrió antes de que viniera a la cafetería. Que tú fueras superglotona fue la gota que colmó el vaso. —Puedes sentarte conmigo —murmuro—, pero no hace falta que hablemos, si

no quieres. —Tú sabes mi nombre, pero yo no sé el tuyo —dice a la vez. Carraspeo. —Zoey Abot. Silencio. Nos miramos durante un segundo, como si esperáramos a ver si el otro alarga la mano para estrechárnosla. No lo hacemos ninguno de los dos. Pienso en cómo nos hemos rozado antes y decido que es mucho mejor así. Ya está siendo un encuentro bastante raro. —Que sepas que mi pelo pincho no surge así como así —dice amable—. Solo se pone de punta cuando he dormido terriblemente mal. —¿Qué te pasó anoche, pues? —Auch. Supongo que te lo he puesto a huevo. ¿Por qué apuntas cuál de los dos se queda con la mesa? —Quería saber si había algún patrón. Días en que no vengas, para no tener que correr hasta aquí. Voy ganando yo, por cierto. Un 65 % de victorias. —Debes de estar orgullosa. —Y ahora la pregunta del millón: ¿por qué sigues viniendo, si está clarísimo que en la competición estoy arrasando? —A) No podría importarme menos quién se queda con la mesa. El hecho de que a ti sí que te importe dice más de ti que de mí. «El resto de mesas son horrorosas. ¡Qué mentiroso! Claro que le importa. Le importa muchísimo». Noto como se me acelera el pulso solo por mirar su cara de engreído mientras habla. —Y B) El wifi es gratuito, no suele haber demasiada gente y no tengo que preocuparme por atiborrarme de comida basura porque aquí no venden comida basura. Ahora que lo digo, creo que tendría que pedir algo. Aunque parezca mentira, estoy de acuerdo. Así ahuyentaremos a los buitres y nos mantendremos a salvo de Evelynn, que si no pedimos nada a lo mejor nos arroja a la tormenta para dejar sitio a clientes que sí consuman. —Creo que tienes razón. Pero nada de muffins de kalell. —¿Sumamos nuestros recursos? —sugiere. Dos artistas muertos de hambre que se vacían los bolsillos, el bolso y la cartera

y dejan unos billetes arrugados y un puñado de monedas sobre la mesa. Miles lo ordena, suma todo y anuncia que entre los dos tenemos 14,87 dólares. —Solo nos podemos permitir un plato del menú —observo. —El bol de judías negras con quinoa —dice mientras deja la carta. —No lo he probado. —Yo tampoco. Aunque tiene buena pinta. Miles va a pedirlo y devuelve la carta al mostrador. Más silencio. Tendría que ignorarlo y volver al trabajo. Pero lo que ha dicho hace un rato me carcome por dentro. Mi cerebro de escritora es muy cotilla y arde en deseos de coleccionar historias que, a lo mejor, algún día me sirvan para dar forma a un personaje. Las probabilidades de que me cuente algo jugoso son mínimas, pero hay que darle una oportunidad. —Has dicho que fue uno de los peores días de tu vida. ¿En lo profesional o en lo personal? —Ambos. Multiplicado por diez. Ahora sí que me muero por saberlo. Inclino la cabeza de una manera concreta que pretende desprender empatía y calidez. Miles muerde el anzuelo: —Acababa de descubrir que mi prometida estaba embarazada y que el padre no era yo. Me quedo patitiesa. —¿Quieres saber quién es el padre? —dice en voz más alta. —Lo… lo siento. —Doug el Yogui. EL YOGUI. En fin, ni siquiera puedo permitirme ir a terapia. De hecho, se me ha ocurrido crear una cuenta anónima de Twitter para airear mis penas en la nada. Y gratis. —Qué putada. —Sin quererlo, esbozo una media sonrisa—. Doug tiene nombre de imbécil. De todos modos, eso no justifica tu comportamiento hacia una desconocida, aunque lo entiendo un poco mejor… —¿Qué me dices de tu comportamiento? —protesta—. Exigiste quedarte con toda la comida. Me hablabas como si la cafetería fuera tuya. ¿A qué vino todo eso? «Estaba hambrienta y cabreada y odio Nueva York» sonaría patético, sobre

todo si lo comparo con lo que él estaba viviendo ese día, así que me encojo de hombros, un gesto que denota una gran madurez por mi parte. —Como te he dicho, hoy estoy de mejor humor —digo—. Y resulta que hay neoyorquinos que son majos y todo. No los que se sientan a esta mesa, que quede claro, pero un nuevo amigo me ha…, me ha enseñado un par de sitios y me ha aconsejado ir a buenos restaurantes. Ahora me ha dado por pensar que a lo mejor me gusta la ciudad. Menuda mentira. Pero qué más da, ni que fuera a volver a hablar con Miles. Compartir otro plato quizá sí, pero incluso entonces me lo pensaré dos veces. —¿Un amigo? —repite—. ¿O un «amigo» que quiere aprovecharse de tu ingenuidad y de tus órganos del pueblo de Predecibleville? ¿De qué diablos está hablando? —¿De Predecibleville? ¿De dónde crees que soy? Y ¿por qué tiene una opinión al respecto? —Si tuviera que decantarme por una opción —se apoya en el respaldo de la silla—, diría que de Florida. Suelto un jadeo. —Lárgate. —Le señalo la puerta—. Anulo tu invitación. Miles se levanta, perplejo. —¿Qué he…? —Siéntate. Y se sienta, descolocado. —Para ser justos, tu ropa es un poco… excéntrica, por decirlo suave. —¡A quién le importa mi ropa! ¿Tengo pinta de que me gusten las papeletas de votación perforadas? —Ese fraude electoral ocurrió hace muchos años. —Entre mis amigos sigue siendo un tema de conversación. —¿Cuántos años tienen tus amigos? —Muchos. Para tu información, soy de California —exclamo con orgullo—. La mejor costa. —Eso es discutible. ¿Acaso no estás a nada de caerte en el mar o de que se te lleve por delante un arma nuclear? En el tiempo libre que te dejan las galas de

premios que ya no se cree nadie, claro. —Baila un poco sobre la silla mientras canta una canción de Doris Day—: Hooray for Hollywood… —Se te ve majo, Miles —le espeto—. Me lo estoy pasando bomba. —¿Qué quieres que te diga? Yo también estoy de buen humor. He encontrado un nuevo piso, en una calle de mierda por un precio de mierda. —Muy buena noticia —le suelto—. En la otra punta de la ciudad, ¿a que sí?, cerca de otra cafetería. —Cómo te gustaría, ¿eh? —Bueno, la verdad es que me da igual. Recuerda: mi porcentaje de victorias del 65 %… —Doy una palmadita cariñosa a la mesa—. Pero para ti sería lo mejor. Solo miro por tu bien. Evelynn nos trae el bol de judías negras con quinoa. Se nos queda mirando unos instantes antes de añadir con indiferencia: —Veo que por fin os habéis dado cuenta de que podíais compartir la mesa, ¿eh? ¿Cuánto habéis tardado?, ¿tres semanas? —Pregúntaselo a Zoey. Ella lleva la cuenta. —Solo la vamos a compartir hoy —la corrijo—. Por el mal tiempo y tal. —Ajá. —La expresión de la camarera no se altera. Evelynn se aleja y Miles y yo echamos un vistazo a la comida que en teoría vamos a compartir. —¿Me puedes traer otro bol? —grito a la espalda de Evelynn, que se pone rígida. Esperamos en silencio a que vuelva, pero cuando pasa de nuevo por nuestra mesa, no lleva nada en las manos. Sin articular palabra, levanta el bol y nos muestra el plato que está justo debajo, antes de marcharse de nuevo. —Es más pequeño de lo que imaginaba —opina Miles. —Antes 14,87 dólares daban mucho más de sí. Vierto más o menos la mitad de la quinoa en el plato. —Sé que ya hemos hablado de tu glotonería, pero ¿podrías al menos intentar que las dos raciones fueran iguales? —me pregunta Miles. —De qué hablas, si la tuya es mucho más grande —respondo. —¿Tengo que llamar a Evelynn para que intervenga? —Veo un destello de

humor en sus ojos. —Eso parece la canción de un musical. ¡Intervén, Evelynn! —canto con la melodía de Hello, Dolly. ¡¿Qué está pasando?! ¿Él ha cantado por Doris Day y yo ahora he saltado a Broadway? Bueno, qué más da. Miles coloca el bol y el plato uno al lado del otro y se los queda mirándolos, escéptico. No puedo evitar que se me escape un rugido. —Por el amor de Dios, elige uno —gruño. Se acerca el plato y empuja el bol hacia mí. —Las damas primero. —¿Soy tu probadora de comida o qué? ¿Para ver si está envenenada? —Es obvio que estás muy pero que muy obsesionada con quedarte esta mesa. No sé de qué eres capaz. Me llevo el tenedor con judías negras y quinoa a la boca. Abro los ojos de par en par y hago una mueca mientras intento tragar. —¿Y bien? —Miles parece nervioso. —No está… mal —digo insegura, y cojo el vaso de agua para beber un buen trago. —¿Tan malo está? —Arruga la nariz. —No, nooo —lo animo—. Seguro que te gusta. ¿Por qué no comes un buen bocado y lo descubres por ti mismo? Observa la comida con una pena infinita. —Genial. Hunde el tenedor en el plato y pincha la porción más pequeña posible antes de llevársela a la boca con mucho cuidado. Al cabo de unos instantes, exclama sorprendido: —Está buenísimo. Pero mucho. Me echo a reír, incapaz de seguir fingiendo. —Ya lo sé. —¿Por qué me querías engañar? —me espeta. —Creía que si te convencía de que estaba asqueroso, a lo mejor te lo dejabas y me lo podría llevar a casa. —Eres… una timadora. ¿Seguro que no eres de Florida?

—En serio, como lo vuelvas a decir… Miles da un par de bocados más. —Pero respóndeme a algo. ¿A qué vienen los calentadores? ¿Y las botas? Nada de lo que llevas tiene sentido. Es como si te hubieras vestido para dos países distintos, como si tu mitad superior estuviera en guerra contra tu mitad inferior. No sé si me gusta la idea de que contemple mis mitades superior e inferior. Aunque es cierto que yo le he pegado un buen repaso cuando ha entrado en la cafetería con la ropa calada. Mi rostro amenaza con volver a ruborizarse. —En los días fríos, es genial llevar calentadores en los brazos para el exterior, y en los días calurosos, cuando ponen el aire a toda pastilla, aquí dentro hace tanto frío que no puedo escribir, porque se me congelan las muñecas y los dedos. Haga el tiempo que haga, los necesito. —¿También para esconder tu moreno desigual? —¿Cómo sabes que tengo un moreno desigual? —Lo miro a los ojos. Ahora es él el que se pone rojo. Procura no darle importancia y se encoge de hombros. —Un día te quitaste los calentadores. Comparado con tu brazo izquierdo, tu brazo derecho se ve menos moreno. Supongo que es porque te pasabas el día entero dentro de un coche. Lleva razón, cómo no. Es normal que se me pusiera más moreno el izquierdo, porque lo sacaba por la ventanilla al conducir todos los días para ir al trabajo. —Allá de donde vengo por lo menos brilla el sol —le lanzo mientras señalo el bonito día lluvioso de hoy. Es evidente que a Miles le apetece muchísimo volver al tema de mi ropa y no tanto a por qué me ha observado con tanta atención como para saber qué brazo tengo más moreno. —¿Y las botas? Dejo que se ruborice un poco antes de responderle. —A los pocos días de llegar a Nueva York, alguien me pisó y me rompió un dedo. No quiero arriesgarme a que me vuelva a pasar. —Un consejo gratis: hay mujeres que van con deportivas por la calle y que se las cambian por zapatos de tacón cuando llegan a la oficina.

—¿De verdad me estás sugiriendo que me ponga zapatos de tacón para sentarme en una cafetería? —No deja de ser tu oficina, ¿no? —Desde que te has sentado no he podido trabajar —le riño. Hace como si se sellara los labios con una cremallera. Veinte minutos más tarde, sigo sentada ante una pantalla en blanco. Debo admitir que no es que me esté hablando lo que me impide trabajar: es su presencia. Me cuesta concentrarme con él ahí delante. Seguro que juzgará cada uno de mis movimientos y respiraciones y que les encontrará algún defecto. «Florida», me burlo. «Qué humillante». La próxima vez que se avecine un diluvio, me quedaré en casita con mis botas, supuestamente ridículas. Jamás volveré a ofrecerle que compartamos la mesa, te lo aseguro. En fin. Volvamos al trabajo. Resulta que ya he llegado a la página tres de mi guion, pero ahora no me gusta el escenario. Ni los personajes. Ni los diálogos. ¿Por qué el guion no se escribe solo, como por arte de magia, para que yo solo tenga que mejorarlo en lugar de escribirlo? ¿Por qué no puedo pasar directamente a esa fase? Muevo un poco el portátil para que Miles no vea la pantalla y compruebo si en la cuenta de Bree hay algún mensaje nuevo. Hay uno por leer. DeEsc0: El placer es mío. Si no te importa el atrevimiento, ¿qué topping le has puesto a tu donut? Le había dado las gracias a Jude por la caminata para que supiera que yo —es decir, Bree— seguía interesada en él. Aunque todavía no le había dicho nada de volver a quedar, consciente de que un poco de suspense no le haría daño a nadie, ya que era obvio que estaba interesadísimo. Ahora es tan buen momento como otro cualquiera. LaDuquesaB: Podría decírtelo, pero quizá podría enseñártelo un día de estos. ;) Mientras pienso en qué añadir a eso, oigo un pitido. Está conectado.

DeEsc0: Dime una hora y ahí estaré. Tengo que comprobar el horario de Bree. Antes de que me dé tiempo a responder, recibo un nuevo mensaje. DeEsc0: Elige bien. No sabrás lo que es un buen donut hasta que pruebes el de crema con arcoíris de mantequilla y nueces de California una noche entre semana, a las dos de la madrugada. LaDuquesaB: Eres un rebelde. Sonrío a la pantalla, y me da igual que Miles me vea y se burle de mí. Le echo un rápido vistazo y compruebo que está demasiado absorto en su trabajo. LaDuquesaB: Te escribo pronto y te digo cuándo me va mejor.

CAPÍTULO 13 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Anoche Giles: He tomado la decisión ejecutiva de que tienes que venir aquí y hacer lo que has hecho más o menos unas treinta y siete veces —quizás cuarenta—. Es una necesidad urgente. Estoy en la cama. Desnuda. Esperándote. (Para que yo pueda irme…). L

MILES ¿El 65 % de las veces? ¿Zoey me ha ganado la mesa el 65 % de las veces? Qué disparate. Tendré que ponerme las pilas. Aunque me ha gustado saber por fin cómo se llama. Me irá bien para nuestra guerra psicológica. Lo malo es que ahora vivo justo delante del Café Crudité. Malo para Zoey, por supuesto, porque sus estadísticas están a punto de dar un vuelco tremendo. ¿Miles Pelo Pincho, dice? A ver cómo se las ingenia Zoey Dedo Roto a partir de ahora para ganarme. Por cierto, solo hay una palabra para describir mi nuevo piso: espectacular. Una hora después de mandar mi texto, recibí una respuesta con las instrucciones para entregar la fianza y el alquiler del primer mes en un anticuado estanco de la Avenida B, donde tardé un minuto en encontrar al polaco bajito y anciano, camuflado entre el gran surtido de cachimbas amontonadas en el mostrador principal (los cristales eran preciosos). El hombre no respondió a mi saludo, tan solo alargó la mano para coger el sobre con los cheques, les echó un breve vistazo y me entregó dos llaves. Debo admitir que estaba un pelín nervioso por no saber qué iba a encontrarme al girar la llave en la cerradura. Al fin y al cabo, no había visto ninguna foto y el alquiler era absurdamente barato. Me imaginaba algo gordo: una plaga de insectos, la silueta de un cadáver dibujada en el suelo; detallitos de nada que, sinceramente, no me harían huir de ahí. Lo que vi al entrar fue toda una revelación. Una sola habitación, soleada y espaciosa. En la cocina y en el cuarto de baño había azulejos de un rosa que en su día debió de ser potente y que en los ochenta debió de ser tendencia, pero en general todo me pareció funcional. En el comedor había suficiente espacio para un sofá y una mesa (o, seamos sinceros, un pinball). En el dormitorio cabrían sin problemas una cama grande y un armario. Era una cuarta planta ¡con ascensor!

Cuando entré no funcionaba, pero eso no era lo importante. Si había algo gordo en el piso, no quería saber de qué se trataba y, si te digo la verdad, creo que me daría igual. Como le había contado a Bree, las viviendas encantadas son el último grito. Pero ¡¿qué coño?! Es un mensaje de Aisha, pero no sé qué le ha podido pasar. Le respondo con un interrogante. Ya veo que todavía no has leído el correo de Leanne… He visto que me llegaba uno, pero como estaba a punto de salir del piso para ir a por «mi» mesa, aún no lo he abierto. Sin embargo, el comentario de Aisha me pica la curiosidad. Saco el móvil de mi mochila de camino a la puerta. Cuando voy a hacer clic en el correo de Leanne, oigo una voz grave que exclama en el pasillo: «¡Voy a salir!». Ah, mi misteriosa vecina. No sé si es una superfán de Diana Ross que está ensayando una versión en castellano de I’m Coming Out o si lo único que quiere es asegurarse de que el edificio entero sepa que es lesbiana y que cada día va a salir del armario. Aunque no nos hayamos visto, desde que vivo aquí oigo su grito a diario. Cómo no enamorarse de Nueva York. Leo el correo de Leanne. Al releerlo, es probable que ya no necesite un café. Me he espabilado de golpe. Le envío signos de exclamación a Aisha. Leanne… y Giles… están…, escribo. Liados. Sí, eso parece. Ahora todo tiene MUCHO MÁS SENTIDO. Tiene razón. No solo los favorcillos que Giles ha ido haciendo a la empresa, sino también lo relajada que ha estado Leanne durante el último mes. No en vano escribió un correo sobre su historia de amor ¡¡con Clifford!! Me imagino que en breve Leanne deshará el envío del correo —una de las funcionalidades más inútiles de Outlook—, o quizá nos mande un mensaje en cuanto se dé cuenta del error. Aunque también podría ser que, como tiene los ovarios tan bien puestos, lo deje tal cual, a ver si alguien se atreve a comentarle algo al respecto. Sea como sea, no me da tiempo a reflexionar sobre ellos, porque son las 5:15 de la mañana y tengo que ir a la cafetería.

Cruzo la calle a toda prisa y levanto una mano para pedirle a un taxista que me deje pasar. Cuando estoy a punto de abrir la puerta del local, noto cierto movimiento detrás de la cristalera. No. Me. Jodas. La cafetería lleva abierta quince minutos. ¿Cómo cojones se me ha adelantado? ¿Duerme en el callejón de atrás o qué? ¿Es la compañera de piso secreta de Evelynn? Al verme entrar, me lanza una sonrisa amable, con los hoyuelos en fase «destrucción masiva», y entonces escenifica el acto de abrir la bolsa, coger el boli y apuntar algo en su demencial recuento. Qué desperdicio de sonrisa perfecta. Durante unos instantes, me pregunto lo que haría yo si fuera mi clienta. Es guapa, eso es evidente. Es inteligente. Pero está claro que también es inestable. ¿Sería capaz de disimularlo por escrito? «Supongo que sí», pienso con una sonrisilla. «Mi trabajo se me da muy bien». Zoey Dedo Roto pone los ojos en blanco, como si pudiera leerme la mente. Carraspeo, incómodo ante esa idea, y prometo ignorarla todo el día. Pido un café, me voy a la mesa que queda más lejos de la Mesa de los Campeones (¡mierda!, ahora por su culpa le he puesto un nombre idiota) y abro el portátil para empezar a trabajar. LaDuquesaB: ¿Te gusta responder preguntas así random? Sonrío a la pantalla. Así me resultará más fácil tragarme la derrota de hoy. DeEsc0: Me encanta. LaDuquesaB: ¿Cuál es la canción que siempre has entendido mal y que te da más vergüenza admitirlo? Me lo pienso un poco, pero enseguida se me ocurre la respuesta. DeEsc0: ¿Te suena la de The Final Countdown, de Europe? Sonaba un montón en la radio cuando era pequeño… Ahora que lo pienso… ¿Seguro? Jude es unos años más joven que yo. LaDuquesaB: Sé cuál es. Ah, genial. Por suerte para mí, no se ha puesto a calcular. DeEsc0: Pues en lugar de «It’s the final countdown», yo siempre oía «estofado en salsa». Me imaginaba que iba de un buen cocido.

LaDuquesaB: Ostras… Ahora la canción suena mucho mejor así. DeEsc0: Siempre soñé que me preparaban un estofado como el de la canción. Así la mala digestión no me dejaría echarme la siesta. LaDuquesaB: ¿No te gustaba echar una cabezadita después de comer? DeEsc0: ¿Con solo tres años? Pues… no. LaDuquesaB: ¿Y ahora? DeEsc0: Si voy a echarme una siesta, prefiero tener compañía. ;-) Tarda en responder. A lo mejor me he pasado. Enseguida empiezo a escribir un mensaje que enmiende el comentario, pero no me da tiempo a enviarlo. LaDuquesaB: Bueeeeno… Oye, ¿te apetece volver a quedar? ¡SÍ! Casi me pongo a aplaudir y todo. Llevo días esperando que me lo diga. O, mejor dicho, «llevamos» días. Jude y yo. DeEsc0: Claro que sí. A por un donut de crema, ¿no? Pero ahora que lo pienso, lo más probable es que Jude no coma donuts. LaDuquesaB: En realidad, hay un sitio al que hace tiempo que quiero ir. Es una quesería muy cuca del East Village. De hecho, sé cuál es: está en esta misma manzana. La he visto. Pero entonces recuerdo que Jude tampoco come queso, una lección memorable que aprendí en su primera cita. De todos modos, fueron mal tantas cosas que ella a lo mejor ni se acuerda. Al fin y al cabo, que quiera darle otra oportunidad es lo que cuenta, mejor no contravenirla y que cambie de opinión. Además, seguro que convenzo a Jude; por suerte, es uno de mis clientes más flexibles. DeEsc0: Perfecto. ¿Cuándo te va bien a ti? LaDuquesaB: ¿El jueves por la noche? Es decir, dentro de dos días. Tengo que mirar el horario de Jude, pero… DeEsc0: ¡Apuntado queda! *** A Jude le va bien el jueves por la noche. También le va bien la quesería. Más o menos. —Ya cenaré antes de ir —me comenta.

—Por qué no —respondo—. O… No sé. ¿Podrías reservarte unas calorías para la cena y comer aunque fuera un poquito? Así sería mucho menos raro… Jude parpadea en la videollamada de FaceTime, como si pensara en decir algo. Quizá una nueva y razonable pregunta sobre por qué nos empeñamos tanto con esta chica. Pero al final asiente. —Vale —dice—. Esta semana el postre del domingo me lo comeré el jueves. —Estupendo —le digo. Y ahora me toca contarle la otra idea que se me ha ocurrido, que en gran parte ha salido del correo accidental de Leanne. Jude necesita que la cita vaya bien. Yo necesito que la cita vaya bien. No es que no me fíe de Jude y que crea que vaya a volver a mantener una conversación desastrosa… Vale, sí, no me fío de él. —Oye, ¿te acuerdas de que te mencioné el paquete dorado? ¿El que incluye un coach conversacional que se sienta cerca de ti y te da frases durante la cita? — Que supongo que será Giles—. Eh… Sí, me acuerdo —dice Jude—. Pero si te soy sincero, no sé si puedo permitirme pagar nada más. El paquete fotográfico ya… —Claro, claro —me apresuro a responder—. Y normalmente es un extra, pero ahora estamos probando unos aparatos nuevos… —Aparatos que Aisha y yo vamos a tener que encontrar en un Media Markt—. Y ofrecemos un precio especial. Quince dólares por una cita. —Ah —dice Jude—. No está tan mal… —Pues sí —digo en plan secreto—. Es una ganga. —Vale, me lo pensaré —accede Jude. —¡Estupendo! —exclamo—. ¿Crees que me podrías decir algo… antes de las ocho de la tarde? Porque el Media Markt cierra a las nueve. Y Aisha mañana no libra. De los dos, ella es la experta en tecnología, y me sentiría mucho más cómodo si la tuviera a mi lado. —¿De hoy? —me pregunta Jude. —Si no te importa. Es que tengo que comprobar que el equipo funcione y que el coach esté disponible. —Ya le contaré luego que al final nuestro coach habitual no está disponible y que va a tener que conformarse conmigo.

—Mmm… Vale. Qué coño, ¿por qué no? Venga. —Genial —le sonrío—. No te vas a arrepentir. *** Siempre que voy a un Media Markt con Aisha me lo paso la mar de bien. Es inevitable que algún empleado suponga que mi prima, como es muy bajita, necesita ayuda. Y al final Aisha termina dándoles mil vueltas a todos. Un día me ayudó a escoger un nuevo rúter para el piso de Brooklyn y un tío de unos treinta años le preguntó si sabía lo que era un módem. El silencio que le dio ella como respuesta fue su manera de decidir si debía contestar o derribarlo con una de sus maniobras de kick-boxing. —Queremos los auriculares Bluetooh más discretos del mundo —dice mientras echa un vistazo al pasillo en el que nos encontramos, mientras yo miro a ver si algún empleado se atreve a acercarse a nosotros. Sería un gran espectáculo—. Lo más sencillo es que Jude los conecte a su móvil, y entonces le llamas, le dices frases o lo que se te ocurra, y ¡tachán! —Suena bien —respondo. —De hecho, vi un equipo de espionaje en internet. —Se me queda mirando, y su voz sube un par de tonos por lo emocionada que está—. El receptor es invisible, se mete bien dentro de tus oídos y para sacarlo necesitas un imán. Después te colocas un collar como receptor, y hasta tiene un botón de código morse para el zapato, para, con un pisotón, mandarle un mensaje de auxilio al que te esté escuchando. —Ahí va —digo—. ¿Quién necesita todo eso? —Pues… ¿los espías de verdad? —contesta. —Claro —digo—. O un cliente de nuestra página superdesesperado. —También —se ríe—. Tendrías que hablar con Leanne. A lo mejor puede invertir pasta en uno. —Buena idea —le sonrío—. Aprovecharé para decirle que trate los pormenores con nuestro coach conversacional. —Ya, claro. Como si fueras a atreverte a hablarle de Giles.

—Tienes razón —respondo solemne—. A partir de ahora, Giles está muerto. No, en realidad, nunca ha existido. —Ojalá yo fuera tan excepcional como Leanne —suspira Aisha mientras coge uno de los paquetes de la estantería—. Este te iría bien. Pero vale ciento cincuenta pavos. —Uh —digo, y lo observo—. Supongo que es una inversión. —¿Tan preocupado estás con que tu cliente pida que le devuelvan el dinero? Solo se activa con la segunda petición y no creo que eso vaya a pasarte a ti. —No es eso —digo, y entonces dudo—. Bueno, un poco sí. Es que quiero darle una buena impresión, ¿sabes? A Leanne. El mes pasado la cagué muchísimo. — Aunque eso tampoco es del todo cierto. ¿Me habría metido en este berenjenal por otro cliente? O lo que es lo mismo: ¿me habría metido en este berenjenal por un match que no fuera Bree? Si ni siquiera quiero ir a la cita, porque no quiero tener la oportunidad de confirmar la respuesta a esa pregunta. —Ay, qué bien —digo al ver que un tío con polo rojo, la mar de confiado, camina hacia nosotros. Abre la boca para preguntarle a Aisha si necesita ayuda y yo doy un paso atrás, listo para disfrutar de la función. *** Jude viene a mi casa para que probemos los auriculares y después vamos juntos a la quesería. Yo entro primero y le pido que dé una vuelta a la manzana. No me quiero arriesgar a que Bree nos vea juntos. Ya dentro del restaurante, analizo la situación. No hay demasiada gente. Tres chicas sentadas a una mesa y, detrás de ellas, una mujer con gafas de sol y sombrero de ala corta acurrucada en el rincón de su reservado. Seguro que es una famosilla, pero no pienso traicionar mi conducta de auténtico neoyorquino para mirarla y descubrir de quién se trata. Cuando se me acerca una camarera, le indico que quiero estar lo más cerca posible de la puerta. Me siento en el banco del reservado para quedar enfrente de las demás mesas y tener una panorámica perfecta del sitio en el que Jude y Bree

elijan sentarse. Llamo a Jude y me responde al primer tono. —Estoy fuera del restaurante —dice enseguida y en voz baja—. Y ya la veo. Está a un metro y medio. —Genial —digo—. Ahora ya no hace falta que me hables. Yo estaré escuchando y te hablaré cuando lo considere oportuno. Jude no dice nada, pero lo oigo saludar a Bree y, al cabo de un minuto, los veo cruzar la puerta del restaurante. Mientras ellos se sientan, yo pido la comida. Así la camarera no tendrá que volver a interactuar demasiado conmigo. Y, en ese momento, me preparo para concentrarme en la conversación que se desarrolla a unos seis metros de mí.

CAPÍTULO 14 De: Clifford Jenkins Para: Mis chicas solteras Asunto: Trabajito extra Muy buenas, queridas amigas del bando femenino: Es difícil iniciar una nueva relación. Tienes que hacer malabares. Hay quien se lanza a por un revolcón sucio y asqueroso lo más rápido posible, con la primera persona que pasa por delante, sin fijarse en la profesionalidad, la higiene, los antecedentes penales ni los estándares humanos de decencia. Tras dejar atrás cadáveres sentimentales, necesitan un revolcón poco satisfactorio que los ayude de modo transitorio a olvidar su desengaño amatorio. (¿Alguien tiene el contacto de Eminem o de Kendrick Lamar? Lo mío no son las rimas, pero la verdad es que ese párrafo se merece una canción; hasta soy capaz de cederlo gratis). En fin, creemos que los revolcones gustan a todo el mundo, ¿verdad? ¡Pues a mí no! Yo prefiero una relación seria. Hoy me ha dado por pensarlo, después de unas cuantas copas, y he reparado en que tengo a mi alcance a las mentes más creativas y dedicadas al romanticismo del país en lo que a encontrar y enamorar a alguien especial respecta. Por ese motivo, os invito a todas a que me mandéis un poema (¡no me robéis el de arriba, ja, ja!) para incluirlo en mi perfil (abajo tenéis el enlace), que voy a subir el jueves. Es la primera vez que me meto en una página web de citas desde… lo que ya sabéis…, y necesito dar una buena impresión. Que sea un secreto. Los chicos no tienen por qué enterarse de que necesito un amuleto. (Otro pareado sin haberlo deseado). La ganadora se llevará ciento cincuenta dólares y mi gratitud.

La ganadora se llevará ciento cincuenta dólares y mi gratitud. Saludos, Clifford

ZOEY ¿Ciento cincuenta pavos por un poema? ¿Quiere un soneto o una copla? (¿¿Has visto la hora a la que lo ha mandado?? ¿¿A las 3:37 de la madrugada??), le escribo a Aisha mientras espero el ascensor. Esta semana no he visto ningún día al Durmiente en el interior, creo que es un récord. ¡JAJAJA! Vaya tela. Quizá me animo con una quintilla cómica. Entre esto y el patatús informático de mi otra jefa (no preguntes), voy a poner un filtro. A no ser que en el asunto diga «urgente» o «pago», todos los correos que me manden a partir de ahora los derivaré a otra carpeta, me responde. Y así, cuando quieras sentirte superincómoda, puedes consultarlos y entre tanto te ahorras un gota a gota constante y tortuoso, le contesto. ¡Pues sí! Le iba a responder algo en plan: «Podríamos quedar para reírnos», cuando de pronto llega el ascensor y no me atrevo a decírselo. Nos veremos la semana que viene en una reunión y ya juzgaré en persona si le seduce mi idea de que vayamos a comer juntas algún día. Tampoco quiero ir demasiado a saco; seguro que le sobran los amigos, por lo que me toca planear una buena estrategia, hacer como si el plan surgiera en el momento. Quizá ir a tomar un café cerca del High Line. Muevo el pie unas cuantas veces. El ascensor está ahí, pero las puertas no se abren. Se queda quieto unos instantes, y después alguien de un piso inferior lo llama y se va sin mí. Mi gozo en un pozo. Pasan veinte segundos hasta que respiro hondo y me dirijo a las escaleras. Fuera, mientras camino hacia la quesería, soy el blanco de las miradas extrañas de varios peatones. Mi sombrero marrón, la cola de caballo, los vaqueros rotos y las gafas de sol a lo Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes les dan a entender que soy famosa, aunque sea durante un segundo. Si alguna vez tengo

que volver a disfrazarme, me pondré una mochila portabebés y un muñeco. #MamáMilenial al rescate. Me resultó fácil autoinvitarme a la segunda cita de Bree y Jude. Por FaceTime, le mostré una expresión seria y preocupada, y me ofrecí a pasarme por el restaurante por si necesitaba que la rescatara. A fin de cuentas, en su opinión, la cita anterior fue un desastre por mi culpa; le debo una. Le he dicho que si resulta que lo único que busca Jude es recorrer la ciudad degustando cerveza, puede darle carpetazo limpio. «Y entonces quizá me abro mi propio perfil en la aplicación y… no. Nonono. Sé profesional, Zoey. Disfruta de la posibilidad de conocerlo a través de Bree y ya. Tu alquiler depende de ello». Por suerte para mí, a Bree le gustó la quesería cuando fuimos (a excepción de la política de cobrar por descorchar las botellas que uno trae de casa) y estaba encantada de volver. Me ha pedido que me siente en una de las mesas del fondo. Tampoco es que el disfraz sea imprescindible, pero así es mucho más cómodo para las dos. Si voy de incógnito, podrá fingir que no estoy allí y/o que no nos conocemos. Hemos quedado que la señal que me indicará que debo intervenir sea que pida en voz alta que le preparen un monstruo de mozzarella. En cambio, si de postre pide una mousse de requesón con cerezas para compartir, debo interpretar que se lo está pasando bien y que tengo que largarme. *** La nuca de Jude es sexy. Desde aquí, es lo único que veo, pero menudas vistas. Lleva el pelo corto escalonado y más largo por arriba. Es una versión mejorada de Miles, como si por una vez hubiera dejado atrás su aspecto, en plan «qué mal he dormido, vaya, ¡tendré que salir así!». (Sigo sin creerme que esta semana hayamos compartido mesa. Cada mañana he consultado la previsión del tiempo en el móvil y se avecinan días soleados, gracias a Dios). Se nota que Jude entrena muchísimo, pero no porque esté demasiado hinchado: se le marca todo. Seguro que sus abdominales son una auténtica roca. Y, aun sí,

no es idiota ni vigoréxico, para nada. Sus mensajes son divertidos y graciosos y su profesión, me atrevo a decir, altruista: utiliza sus extraordinarios conocimientos sobre el cuerpo humano para ayudar a que los demás alcancen sus objetivos. Es un trabajo noble y generoso. Me pregunto si tendrá alguna clienta… Bree está estupenda. Lleva el pelo suelto, un top y unos pantalones de lino que resultan informales pero coquetos. ¿Han sido imaginaciones mías o he percibido alivio en Jude cuando ha visto el peinado y la ropa de Bree? Ahora mismo le está contando lo que le ocurrió la otra vez que vino la quesería: —Me hicieron pagar sesenta pavos por abrir MI botella de vino. ¿Te lo puedes creer? En realidad, me los hicieron pagar a mí, pero puede permitirse maquillar la historia para que sea mucho mejor. —Cuando nos conozcamos un poco más, si es que la cita no se va al traste por mi culpa, espero que me ayudes a maridar bien con los vinos, porque a mí se me da fatal. Mi área de conocimiento respecto al alcohol se reduce a la cerveza. Ay, por favoooor. Está bueno y es humilde. Más vale que Bree se dé cuenta del esfuerzo que está haciendo Jude. Si no le da las gracias por la visita guiada por Nueva York, voy a tener que subirme encima de la mesa y mover los brazos para llamar su atención. También te diré que oír su voz en vivo y en directo es excitante y raro a la vez. He escuchado su grabación en las noches en que no he podido dormir y su voz suave y elegante siempre me ha transportado a un remanso de paz. —De hecho, que el tema de este restaurante sea el queso es estupendo. Cuando vivía en Suiza, podías pedir un plato de queso… —¿De queso suizo? —lo interrumpe Bree. —¡Exacto! —dice él (su entusiasmo suma puntos)—. Con un poco de fruta se convierte en la comida perfecta, así que me alegra que me hayas sugerido este sitio. —Gracias a ti por darle una oportunidad. Mi visión de Jude escalando los Alpes suizos sin camiseta se ve interrumpida por la llegada del aperitivo: bolitas de queso fritas. Jude coge cuatro y… se pone

a hacer malabares. Es inesperado y encantador, y Bree se echa a reír. ¡Otro punto para Jude! En un giro mal calculado, lanza dos al suelo sin querer. Bree se levanta. —La regla de los cinco segundos —anuncia. —Uno, dos, tres, cuatro, cinco —dice Jude. Todavía agachada en el suelo, Bree se lo queda mirando. —Seis —añade él, agorero. Bree se mete una en la boca, la mastica y se la traga. —Vivo al límite, pequeño —le dice con un guiño antes de volver a sentarse. Jude se ríe y levanta la mano para chocarle los cinco, y yo ya no sé qué es lo que veo. Si mi cita se pusiera a lamer el suelo de un restaurante, a mí me daría algo. A ver si la regla de los cinco (o seis) segundos no existe en Escocia, ¿o es que acaso no tiene ninguna intención de besarla luego? (O nunca, espero). —¿Entrenas a alguna chica? —le pregunta Bree, repitiendo así lo que había pensado yo hace un rato—. ¿Casi todas se preparan para algún gran acontecimiento o para la operación bikini, o es un mito? —En su mayoría son tíos, la verdad, pero en general sí que hay un montón de bombones entrenándose. Eso ha sido… un tanto extraño. Resulta que se come con los ojos a las chicas del gimnasio. A ver, tampoco es que sea ofensivo, porque está claro que a todos nos gusta mirar a la gente guapa, sobre todo si están sudorosos y entrenándose con el cuerpo embutido en licra, pero… —¿Hay algo peor que estar mirando a una tía descomunal, un espécimen perfecto, que corre a tu lado por la calle y que de pronto oigas que se le escapa un pedo? —dice Bree con una risita. Y en ese momento hace un pedo con los labios. UN PEDO. Casi me atraganto con la comida. Madre del amor hermoso. Le acaba de soltar información reservada. Por lo visto, se acabó el reservárselo. Pero Jude responde al instante: —¡Me ha pasado! ¡En serio que me ha pasado! —¡No! —Te lo juro por Dios, ¡cuando están corriendo es como si no lo pudieran

evitar! Y el pedo se convierte en un «ra-ta-ta-ta», como un motor que intenta arrancar. Pega una palmada en la mesa y los dos se ríen tan escandalosamente que los demás comensales no dejan de mirarlos. Por ahora, la cita se puede resumir así: queso del suelo y pedos. Uf. Bueno, a ver. Quizá después de lo rara que fue su primera cita necesitaban una chorrada para romper el hielo, y ahora pasarán a una conversación menos centrada en flatulencias, digamos. Bien por Jude por estar tan dispuesto a dejarse llevar. Sus carcajadas suenan sinceras y, como a Bree la tengo enfrente, veo lo contenta que está al notar que conectan. Jude es un santo, de veras. Un santo guapo, amable y gracioso. Quizá el «ra-tata-ta» no ha sido gracioso per se, pero quiero pensar que está pasando por alto el comportamiento de Bree por nuestros —es decir, sus— mensajes de las últimas semanas. Está dispuesto a seguirle la corriente para hacerla feliz, porque se cree que merezco —es decir, que Bree merece— la pena por las bromas que han surgido de nuestros teclados. Ahora se ponen a hablar del trabajo de Bree, y cuando llega el plato principal, su lenguaje corporal se interpreta con suma facilidad. Ella le ha tocado el brazo un par de veces y él ha ayudado a la camarera para que se llevase el primer plato de Bree y hubiera espacio para el segundo. Jude está atento a todo. Me concentro en mi kanafeh. El postre está espectacular, pero no puedo evitar sentirme algo triste al presenciar cómo se gustan. Que es lo suyo, me recuerdo. Por eso estás aquí. Y entonces oigo las palabras terribles: —De postre, mousse de requesón con cerezas para compartir. No. Jude se inclina hacia Bree. —¿Por qué esperar a las cerezas si aquí tengo los labios perfectos? ¿Acaba de… describir sus propios labios como cerezas? ¿O se refiere a los de ella? Si se refiere a los suyos, sería un pelín narcisista. A no ser que esté coqueteando. Sí. Tiene que ser eso. Está siendo irónico. Y no le falta razón, la verdad. Sus labios son carnosos y seguro que dan un placer que te mueres

cuando te… Ay, joder. Se están besando. ¡Se están besando! Salto de la mesa, paso por su lado a toda velocidad, y entonces veo que ¡la mano de Bree está subiendo por el muslo de Jude! Ya en el exterior, empiezo a caminar de un lado a otro. La mente se me llena de imágenes. Se marcharán del restaurante y se irán al piso de él o al de ella para seguir besándose, cada vez con besos más profundos y húmedos, y entonces Jude la levantará sin esfuerzo porque es un puto entrenador de gimnasio y Bree enlazará las piernas alrededor de su cintura para dejarse llevar hasta el dormitorio y… No puedo permitir que suceda. No puedo. La llamo. Salta el contestador. La vuelvo a llamar, mismo resultado. Le mando un mensaje superrápido: Estoy fuera. Emergencia URGENTE. Necesito tu ayuda. ¡Por favor! Pasa un minuto y Bree sale del restaurante. Tiene pintalabios por media cara. —¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? —me pregunta mientras me da una palmada en el hombro. —Estoy bien, es que tenía que conseguir que te marcharas. —¿De qué estás hablando? Te he enviado la señal positiva. —Se queda mirando el interior del restaurante con deseo—. ¿Te has confundido y creías que era la negativa? —No, pero no puedes seguir. —¿Por qué? ¡Nos lo estamos pasando genial! —No puedes acostarte con él. Es demasiado pronto. —Me pediste que le diera una segunda oportunidad y se la he dado. Y ahora que va todo bien, ¿crees que es un error? Qué agotamiento. ¿Hay algo que no la agote? —No tiene nada que ver conmigo. Es lo que tú querías. Esto es lo que me dijiste el día que nos conocimos. Mira, lo escribí y todo. Le planto mi móvil en la cara con las notas que tomé de nuestra primera reunión. NO QUIERE ACOSTARSE CON ALGUIEN DEMASIADO PRONTO. (A lo mejor lo he puesto en mayúsculas, negrita, cursiva y subrayado para que

quede bien claro, vale). Arruga el ceño y echa a caminar conmigo. —Pero… ahora estoy sobria. Y quiero. Lo quiero a él. —PUES NO PUEDE SER —le espeto. —Me estás poniendo histérica. Retrocedo y respiro hondo un par de veces. —Te diré lo que pienso. Es estupendo que hayáis conectado, de verdad, pero lo peor que puedes hacer es lanzarte en plan Olivia Newton-John como Sandy con el cigarrillo. —¿Por qué me da por citar una peli de los setenta? ¿Por qué mis amigos son TAN viejos?—. Te animaste a utilizar Palabras de Amor para encontrar algo distinto, ¿no? Sería pésima en mi trabajo si no intentara ayudarte a alcanzar tu objetivo. Si esta noche te lo pasas bien sin sexo, te lo pasarás bien otra noche, y luego otra, y en todas las citas que vengan luego, hasta que se convierta en algo con significado, y además, será mucho más excitante y satisfactorio después de esperar y esperar, después de que el calor no deje de aumentar en vuestros cuerpos, y será como… —Hago el ruido de una explosión, con movimiento de las manos incluido, y creo que me estoy poniendo cachonda, un detallito de lo más inquietante. A lo mejor hasta jadeo y todo—. Y si entonces quieres —me detengo— pasar al siguiente nivel, yo te voy animar en cada paso que des. —Jo, qué mal rollo doy ahora mismo. Bree resopla y asiente lentamente. —Supongo que tienes razón. —Invéntate una excusa, dale las buenas noches y déjalo con ganas de más. Si luego te escribe, ya me ocuparé yo, ¿vale? Yo me encargo a partir de ahora. Tú vete a casa y descansa. —Vale —asiente de nuevo—. Sí. Gracias por preocuparte por mí, Zoey. Bree se pasa las manos por los muslos para alisarse los pantalones y entra en el restaurante. Yo me voy a casa, con el corazón a mil por hora.

CAPÍTULO 15 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Rondas exprés Equipo: ¡Stella lo ha vuelto a hacer! A nuestra trabajadora incansable se le ha ocurrido otra idea brillante. A lo largo de la semana que viene, vamos a lanzar una nueva promoción. Todo el mundo podrá apuntarse a una «ronda exprés» con nosotros. ¿Que qué significa? Pues que les ofrecemos una sesión de chat gratuita a manos de uno de nuestros ghostwriters con el match que escojan. ¿Qué pretendemos con esto? Seducir a entre treinta y cincuenta nuevos clientes. Y aunque no podamos pagaros por las rondas exprés, sí que habrá una bonificación de doscientos cincuenta dólares para aquellos que conviertan en clientes de pleno derecho a los tacaños que se apunten a esta iniciativa. Vamos a por ello. ¡Y enhorabuena, Stella! Saludos cordiales, Leanne

MILES Que el historial dé fe de que nunca le he dicho a Jude que hablara de pedos, por favor. De hecho, una minúscula parte de esa conversación ha acabado saliendo de mí. El precio no me ha merecido la pena (hablo de los ciento cincuenta pavos que he pagado de mi bolsillo por los auriculares). La cita ha empezado bien. Le he dicho que hablara de maridajes, algo que él ha vuelto más exótico con ese acento escocés suyo. Y entonces, antes de darme cuenta, le suelta lo de los bombones del gimnasio. —No, Jude —le he dicho—. No hay que hablar de otras mujeres atractivas… —Pero antes de que me dé tiempo a explicarle el porqué, va y se ponen a hablar de ventosidades. En fin, supongo que era una manera de desviar la conversación. Y, por lo visto, hacia la dirección correcta, porque de pronto se comen los morros en pleno restaurante y directamente en mi oído interno. Tengo que quitarme los auriculares, porque es como si escuchara un audio porno. Debe de haber sido un error, porque de golpe y porrazo Bree pasa junto a mí y sale del restaurante. Mierda. ¿Cómo se ha ido todo al garete tan deprisa? Miro hacia Jude, que observa la puerta con deseo. Cuando me dispongo a levantarme para acercarme a él, la puerta se abre y entra Bree casi corriendo. Como no llevo puestos los auriculares no sé qué dice, pero la tía se inclina sobre la mesa durante unos instantes, le lanza lo que parece un trozo de papel y se larga. Jude sonríe a la huida de ella y entonces viene hacia mí, con media cara embadurnada de pintalabios y mirada calenturienta. Llevaba el pelo demasiado alborotado como para que se note el efecto de los manotazos de Bree. —Tenías razón. Es increíble —me dice, aún borracho de feromonas. —¿Qué ha pasado? —le pregunto—. ¿Por qué se ha ido?

—Una amiga suya tenía una emergencia —responde. Ja. Que un amigo tenga una emergencia suele significar que alguien estaba al acecho, dispuesto a interrumpir la cita al ver cierta señal. Aunque por todo lo que he visto (y oído) no parece que Bree quisiera que la interrumpieran, para nada. —Qué raro —digo. Jude se encoge de hombros. —He pensado que quizá me estaba dando calabazas, pero entonces me ha dicho un montón de veces cuánto lo siente. Y antes de marcharse me ha dado esto. Me da una servilleta de color cheddar con un beso estampado. Si me fijo bien, puedo descifrar la frase: «Te debo más de esto» en algo que parecen marcas de grasa blanquecina. —¿Qué ha utilizado para escribirlo? —quiero saber. —Mousse de requesón —me anuncia con una sonrisa—. Es sexy hasta decir basta, ¿eh? —Pues sí —admito. Porque lo es. De todas las maneras posibles. Es guapa, tiene carácter y, por lo visto, cero sentido del ridículo. Bien por Jude. «Cabrón». —Le voy a mandar un mensaje —dice mientras coge el móvil. —¿Cómo? ¡No! —exclamo, y se lo arrebato de las manos—. Es demasiado pronto. —¿Ah, sí? —me pregunta, desconcertado—. A ver, que estaba sentada encima de mí, y creo que el Pequeño Jude no tenía ganas de hacerse el duro. Sino de ponerse duro. —Le brillan los ojos, como si le encantara la broma que acaba de soltar. —Vale. Lo pillo —contesto bruscamente—. Pero da igual. Dale tiempo a que piense en ti. Deja espacio para cierto misterio. —De acueeerdo —asiente a cámara lenta—. Pero ¿seguro? No sé si es momento de jueguecitos. —Hazme caso —le digo con firmeza—. Tiene que haber un poco de juego, por lo menos al principio. No durará mucho. Ya le escribirás mañana. —Se le ilumina la cara—. Por la noche —añado. —Si tú lo dices —murmura, y se guarda el móvil con expresión desilusionada.

En cuanto se ha ido y pago la cuenta, estudio la situación. Si hubiera estado en el lugar de Jude, ¿le habría mandado un mensaje a Bree enseguida? Joder, ya ves. Y quizá antes de que cerrara la puerta del local. ¿Por qué le he dicho que no, pues? «Porque eres más sensato», me digo. «El Pequeño Jude (o el Pequeño Miles, supongo, aunque no le he puesto ningún mote a mi polla) a mí sí que me deja ver el bosque, de manera que soy capaz de analizar la cita desde un punto de vista mucho más lógico». ¿A que sí? Sí. Tiene que ser eso. Me centro en ese pensamiento, y no tanto en la extraña sensación que se adueña de una parte de mi mente. Alivio por que el beso no haya desembocado en nada más. Y, al mismo tiempo, decepción por que haya sido así. Que es la emoción correcta. Quiero que a mi cliente le vaya bien. Quiero lo que él quiera. Ignoro la vocecilla que me dice: «Lo que te decepciona no es que Jude no vaya a echar un polvo. Lo que te decepciona es que ahora la tensión sexual va a ser enorme. ¿Qué habría pasado si se hubieran pegado un buen revolcón? A lo mejor de ahí habría salido una bonita y duradera historia de amor». Me vuelvo a poner los auriculares y acallo la vocecilla con una lista de Spotify de canciones de Iron Maiden. *** A las 4:55 de la mañana siguiente, ya he corrido media hora por el parque de Tompkins Square, me he duchado y me he vestido y estoy leyendo un libro como si tal cosa, apoyado justo al lado del Café Crudité. Incluso espero un respetuoso minuto a que Evelynn abra la cafetería antes de entrar, dedicarle una sonrisa de oreja a oreja y desearle «muy buenos días». Me mira con los ojos entrecerrados antes de saludarme con un gruñido. La mesa es toda mía, por supuesto, y dejo la bolsa en el banco, triunfal, para

después acercarme al mostrador. —¿Qué tal estás? —le pregunto a Evelynn antes de pedir, mientras intento pensar en qué más le puedo preguntar, y entonces me doy cuenta de que, a pesar de que sé desde hace diez años cómo se llama, no sé nada más de ella. —Muy bien —responde, seca—. ¿Tú? —¡Genial! —Ajá —murmura—. Hoy le has ganado a tu novia, ¿eh? —Y señala hacia las inmediaciones de la mesa. —¿A qué te refieres? —le pregunto. —Nada, nada. ¿Qué va a ser? ¿Lo de siempre? —Está claro que, a las 5:04 de la mañana de un martes, Evelynn no muerde el anzuelo de mi triste excusa para entablar una conversación. —Sí —respondo—. Ah, y quizá también un muffin. De zanahoria y pasas. —Viviendo al límite —exclama abiertamente. Le lanzo una sonrisa mientras dejo cinco pavos en el tarro de las propinas, pero Evelynn a duras penas le echa un vistazo. Vale, tal vez tenga que esforzarme más para caerle bien. Me siento a la mesa y me paso las siguientes horas aparentando que trabajo con un par de clientes nuevos. Clark ha contac-tado por fin con un chico que parece interesante y estoy elaborando su mensaje de respuesta. Diego se ha apuntado a la iniciativa de la ronda exprés (empiezo a pensar que tendré que poner a Stella en mi punto de mira o algo), y aunque creí que la sesión gratuita había ido bien, ahora mismo estoy respondiendo a las mil preguntas que me formula sobre los paquetes que ofrecemos e intentando vencer su reticencia a inscribirse en la web. Y digo «aparentando» porque en realidad estoy esperando dos sonidos. La campanita de la puerta principal, señal de que Zoey entra en la cafetería y ve cómo me regodeo en mi victoria, y el aviso del perfil de Jude en A por Todas, que me indica que LaDuquesaB ha iniciado una conversación. Ya he empezado un chat tres veces. Estoy intentando que una camarera hastiada se ponga a hablar conmigo, escribo la primera vez, antes de borrarlo. ¿Crees que Mary Clarkson se quedó con los vestidos y, de ser así, crees que

alguno de sus novios le ha pedido que fuera una sirena para él?, intento la segunda vez, pero también lo borro. La cosa es que no tendría que escribirle. Le he dicho a Jude que no le mandara un mensaje hasta la noche, y a estas alturas debería ser él el que contacte con ella. Sigamos con el tema de las canciones, pero de otra manera: ¿cuál es la canción que todo el mundo adora y que tú no soportas? Aun a riesgo de que no vuelvas a hablar conmigo nunca más, me mojo y digo Esta vida es una bella canción, de Los Muppets. Le doy a «enviar». Por lo visto, a estas alturas ya soy incapaz de actuar con sensatez. Pero ¿por qué? «Dios, ¿acaso no es obvio?», dice la vocecilla. LaDuquesaB: SACRILEGIO. Si no era evidente antes, la gran sonrisa que esbozo ahora y la manera en que mis dedos vuelan por el teclado lo vuelven superevidente. DeEsc0: Es que tú piénsalo… La vida no es una bella canción. En todo caso, sería una bella banda sonora. ¡Los cimientos de la canción son una gran mentira! LaDuquesaB: ¿Tampoco te gustan los teleñecos? ¿Ni los amaneceres? Empieza a preocuparme que lo nuestro no vaya a funcionar… DeEsc0: Claro que no odio a los teleñecos. Bueno, a la mayoría no. Aunque ¿qué te parece si hablamos del trastorno narcisista de la personalidad de la cerdita Peggy? LaDuquesaB: LA CERDITA PEGGY ES UN ICONO Y UNA INSTITUCIÓN. Pero sí, es verdad que Alvin, el de las ardillas, y ella serían una mezcla explosiva. A partir de ahora, soy fan de Pegvin. Estallo en carcajadas. Frente a la pantalla de mi ordenador. En público. Cómo no, ya no puedo negar lo que está ocurriendo. Me gusta Bree. A mí, a Miles. Y si hay algo que rompa todas las normas —no solo las de mi trabajo, sino también el exilio romántico que me he prescrito a mí mismo— es precisamente eso. «Norma número uno de vuestro trabajo: es un trabajo. Aseguraos de que no os

involucráis personalmente con un cliente o con un match. Al hablar de amor, las emociones pueden dispararse. Mantened las vuestras a raya». En definitiva, que no. Que no puede ser. NO puede ser. DeEsc0: Uuuy. Llego tarde a la cita con un cliente. Ya hablaremos en otro momento… en persona, espero. ;-) Y entonces me desconecto. Que no se me olvide hablarle a Jude de esta conversación. Y lo que es más importante: que no se me olvide coger distancia de una puta vez. ¿Cuál es la mejor manera de lograrlo? Asegurándome de que Bree y Jude terminan juntos. Se acabaron los pseudoconsejos y este raro sabotaje. Se acabaron las charlas espontáneas. A partir de ahora, voy a seguir mi Manual del autónomo a rajatabla para que la relación evolucione de manera natural y sean felices y coman perdices.

CAPÍTULO 16 De: Aisha Ibrahim Para: Zoey Abot Asunto: Fwd: Emergencia en Los Hamptons ¡HA VISITADO MI PERFIL! ¡QUÉ CABRÓN MÁS ASTUTO! POSDATA: EN LOS HAMPTONS NO HAY EMERGENCIAS POSDATA2: PERDONA LAS MAYÚSCULAS, PERO ES QUE CLIFFORD ESTÁ EN LOS HAMPTONS MIENTRAS YO TENGO TRES TRABAJOS DISTINTOS POSDATA3: FELICIDADES POR GANAR EL CONCURSO DE POESÍA ----------------------------------------------------------------------Mensaje citado: De: Clifford Jenkins Para: Los fiesteros Asunto: Emergencia en Los Hamptons ¡Argggg! La casa que he alquilado este finde tiene un fregadero que pierde agua, las cerraduras rotas y las persianas destrozadas. ¿Así cómo va a tener nadie un poco de intimidad? ¿Alguien sabe dónde podrían acoger a un tío de fiar? Os estaré agradecido de por vida. Por cierto, seguid trabajando tan bien, mis soldados del amor. Ni un solo cliente ha pedido cambiar de ghostwriter desde que comenzó la iniciativa. Una señal que habla superbién de vuestra profesionalidad. Yo ya sabía que había contratado a los mejores del sector, pero ¡esta es la prueba! Y aplaudamos a Zoey A., también conocida como Zoey Shakespeare, por

Y aplaudamos a Zoey A., también conocida como Zoey Shakespeare, por dejarme con la boca abierta con una poesía que lo va a petar en mi perfil. Namasté, Clifford

ZOEY A Clifford le gustó mi poema básicamente porque copié sus correos en una aplicación de nubes de palabras para encontrar las frases que más utiliza y después me pasé unas cuantas horas intentando que los versos rimaran. (Él es uno de esos que creen que todos los poemas tienen que rimar). Lo que le mandé fueron sus propias palabras. Al fin y al cabo, el nombre original de su empresa era Tu Mejor Versión. Ni que decir tiene que, en lugar de ponerme a escribir turbias poesías (bonificación aparte), lo que tendría que hacer es abrir el borrador de mi guion y seguir por la página cuatro. Y ahora, en lugar de regodearme en mi victoria, debería irme zumbando al Café Crudité. El problema es que son las 6:25 de la mañana. Seguro que Miles ya ha ocupado la mejor mesa y la rabia que me toca digerir es tan grande que no me deja espacio para ponerme creativa. Los miércoles suele ganarme casi siempre, no sé por qué. Necesito un nuevo listado que analice cómo piensa, y no solo sus idas y venidas. Necesito una vida. Hoy decido quedarme en casa y evitar que Miles me restriegue su éxito por las narices. Pero que se ande con ojo, porque si se hubiera dormido, hoy habría ganado yo. Y, para mi satisfacción, lo sabe. Me llega un aviso en el móvil: ciento cincuenta dólares que acaban de llegar a mi cuenta de PayPal (el pago por el poema). «Si eres tan rápido, Clifford, igual sí que consigues algún match. Ojalá la tía en cuestión tenga alguna especie de limitación lingüística para poder aguantarte». Mi guion me reta a que lo abra. Al mismo tiempo, mi piso me pide que limpie el polvo. Qué situación más curiosa. Armada con toallitas húmedas, limpio el polvo mientras escucho música. Y entonces cierro los ojos y me concentro en la música para convencer a mi musa

de que venga a rescatarme. El problema es que no me gusta ninguna de las ideas que tengo para el guion. Cuando era una adolescente, escribía fanfics (es decir, me ponía a arreglar lo que las series de televisión se cargaban o a exprimir hasta la última gota lo que hacían bien), y siempre creí que me serviría de práctica para cuando escribiera mis propias historias. A fin de cuentas, esa era su función. Cuando entré a trabajar con Mary, le dije que quería ser guionista. A duras penas había oído a hablar de los supervisores de guiones, no sabía que existía ese trabajo y que consistía en dar forma a los guiones de los demás. Sin embargo, Mary me envió a Nueva York a escribir material original; podría decirse que me está subvencionando. Es lo que ella cree que yo debería hacer, así que no puedo decepcionarla. Por lo menos tengo que intentarlo. Cuando vivía en Los Ángeles y necesitaba un arranque de creatividad, me iba a los pozos de alquitrán de La Brea Tar Pits. El olor denso, primario y seductor que emanaba del pasado sórdido de la tierra me tranquilizaba por razones que no soy capaz de explicar. Y si eso no me funcionaba, pues me colocaba un poco. En Nueva York no es una opción, a no ser que me embarque en la difícil aventura de conseguir una tarjeta de paciente de marihuana medicinal. (¿Cómo lo justificaría?, ¿que sin la maría no soy nada?). Sin embargo, en la nevera tengo vino. Solo necesito media copa, algo que me ayude a relajarme, a deshacerme del ligero pánico que me recorre el cuerpo a todas horas. Media copa se convierte en tres o cuatro copas. Nunca me ha dado por beber de día, así que ya hay otro motivo para afirmar que esta ciudad está acabando conmigo. Tras pasarme seis horas viendo vídeos de YouTube, por fin, y no sin culpabilidad, abro mi guion. He desperdiciado el día entero. ¡No me sirve nada! Todo lo que escribo lo termino borrando. Mi mano se mueve con voluntad propia hacia una carpeta distinta: mi baúl del tesoro secreto de mensajes de Jude, copiados y pegados de las conversaciones que hemos mantenido durante las últimas semanas. La única persona que consigue que me sienta un poquito menos perdida y desorientada es Jude. Hago clic en un archivo y me envuelve cierto alivio, como una sábana suave y fría de satén.

*** Justo antes de cenar, Bree me pide que le escriba a Jude para confirmar los planes de mañana. Ella no va a poder hacerlo porque va a salir con sus amigas y, por lo visto, los móviles están prohibidos. (Pero ¿cómo lograremos el resto de la humanidad soportar el paso de las horas sin que nos cuenten y nos enseñen lo que comen?, me pregunto con sarcasmo). Es que estoy dolida porque Bree y Jude quedaron para tomar un batido y no me enteré. Y lo peor de todo: ¡para ella fue la mejor cita de todas! ¡La única en la que no me involucré! En mi interior se ha desatado una batalla entre el orgullo y (cómo no) el prejuicio. Orgullo porque resulta que mi imán es muchísimo mejor que el suyo y le ha regalado un match estupendo. Y prejuicio porque no creo que Bree esté a la altura de Jude, y nunca lo va a estar. No estoy preparada para dejar de mandarle mensajes a él, a pesar de que Bree me haya dado instrucciones para que esta noche no me regodee mucho. ¿Era inevitable que Jude me terminara gustando? Si sueltas a una veinteañera (rango de edad que todavía me durará una semana) en una ciudad nueva sin amigos ni apoyo alguno y la obligas a ligar por internet con hombres atractivos y solteros que anuncian que buscan «relaciones serias», ¿qué crees que va a suceder? Ahora entenderás por qué no me apetece conversar solo un ratito. Y por qué tendré que esperar a las once, cuando calculo que Bree podrá tener acceso de nuevo a su móvil, para hablar con él. LaDuquesaB: ¿Tienes algo entre manos? DeEsc0: Quieres jugar a los dobles sentidos, ¿eh? LaDuquesaB: No sé de qué me hablas… DeEsc0: Intentaré resistirme, pues. DeEsc0: ¿No te llega el sueño? LaDuquesaB: Por ahora no. ¿Y a ti? DeEsc0: A mí no me llega la sangre al cerebro… (zasca) Perdona. He evitado la primera broma, pero es que con la segunda no he podido aguantarme.

LaDuquesaB: Como con los pedos. Que no te los puedes aguantar. JAJA. Aaaarg. Odio escribir eso. Pero «va con el personaje». La pausa que sigue a mi coña flatulenta parece interminable; ¿la he cagado?, ¿a lo mejor han superado esa fase y ya no les divierte el tema? Tampoco es que sea algo de lo que a mí me mole hablar. Pero no, enseguida recibo un nuevo mensaje. DeEsc0: JAJA, sí. LaDuquesaB: Solo quería confirmar lo de mañana. :) Bueno, ya casi es hoy… DeEsc0: Claro, me apetece muchísimo. LaDuquesaB: Si te he despertado, te dejo tranquilo, nos vemos en breve. DeEsc0: No, no pasa nada. Estoy la mar de despierto. LaDuquesaB: A ver si adivinas a qué juego cuando me desvelo. Tienes tres intentos. DeEsc0: Vale. Basándome en mis propias experiencias, hay tres opciones: 1) A obsesionarte con no poder dormirte, 2) A meter el pie entre las sábanas como si fuera un garfio porque están hechas un gurruño y quieres ponerlas en su sitio, 3) A desvelar el misterio de la almohada que no tiene ni un solo lado frío. LaDuquesaB: Tres juegos excelentes. Meeec. Pero erróneos. Te voy a enseñar a qué jugar. Cierra los ojos e intenta convencerte de que estás en otra habitación. Quizá de la misma casa, quizá de la casa de otra persona, mientras sea un dormitorio que conoces bien y que puedas visualizar sin problemas. Hoy me he imaginado en el cuarto de invitados de Mary, con todos los detalles posibles: el cajón con el tirador suelto, el despertador, la lámpara de lectura, el paquete de pañuelos, el escritorio, el espejo de pared, el cestito con ovillos y agujas de ganchillo, la televisión de diez pulgadas sobre la mesita de noche y la librería forrada por completo de misteriosos y espeluznantes asesinatos de los años setenta. DeEsc0: ¿Cómo ganas? LaDuquesaB: Para ganar, debes dudar de todo lo que te rodea, convencerte de que de verdad estás en otra habitación, en un colchón XL o XXL, y que estás acostado en el borde de la cama. Si giras sobre ti mismo, te caerás al suelo. DeEsc0: ¿Así es como ganas? ¿Cayéndote al suelo?

LaDuquesaB: Nunca he llegado a ganar, pero sí… El objetivo es ese. DeEsc0: Tu objetivo es recrear un mundo de fantasía que se antoja tan rico y real que hará que te hagas daño. LaDuquesaB: EXACTAMENTE. DeEsc0: Yo prefiero visualizar a la ocupante de otra habitación. Visualizar su cara, por ejemplo. Su pelo. La persona en la que pienso es delicada como un brocado de rayón cuando se trata de peinarse. No había oído nunca esa expresión, pero por alguna razón me provoca una oleada de calor que me recorre las extremidades, algo de lo más ridículo: no está hablando de MI pelo. Si Jude supiera que Bree es una creación, que en realidad son dos personas, ¿a cuál elegiría? ¿En algún universo paralelo me escogería a mí? Pienso en Mary, que me despidió y me lanzó a la costa opuesta, y que luego contrató a un nuevo ayudante como si tal cosa, como si los últimos ocho años no hubieran significado nada. Pienso en mis padres, tan encantados consigo mismos por ir allá donde los lleve el viento que nunca han intentado encaminarse en mi dirección. LaDuquesaB: Ah, gracias. Lo intento. ;-) Cuando me has preguntado si no podía dormir, creo que estabas tramando algo. DeEsc0: ¿Has intentado contar cabras? Mucho mejor que ovejas, por razones evidentes. LaDuquesaB: Las ovejas van al cielo, las cabras van al infierno. DeEsc0: Eso es. ¡Cake![6] No creo que Bree escuche a Cake. Uuuy. Bueno. Puestos a cavar mi propia tumba, que por lo menos el esfuerzo merezca la pena. LaDuquesaB: Hace tiempo que no sé nada de mis padres. No es extraño, pero… a veces me preocupo. DeEsc0: ¿No estáis muy unidos? LaDuquesaB: Digámoslo así: no sé dónde están. Ni diciendo países al azar lo acertaría. Son «espíritus libres». DeEsc0: ¿Siempre han sido así? ¿O es porque se han jubilado y tal? LaDuquesaB: Siempre han sido así. Cuando yo tenía ocho años, fuimos a ver

una función de circo en Marruecos y me animaron a participar. Se habrían llevado el alegrón del siglo si me hubiera dado por unirme a la compañía. Porque esa es su definición de vivir: ir de allá para acá. La cuestión es que vivir con ellos sí que era un auténtico circo. Sé que al hablar de mi propia vida estoy jugando con fuego, pero he dado detalles tan vagos, creo, que no pasará nada. Además, antes de desconectarme, siempre puedo fingir que estaba de coña o algo. Porque ¿quién podría tener unos padres así? [6]. Banda de rock alternativo que en 1999 publicó Sheep Go to Heaven. (Las ovejas van al cielo). (N. del T.)

CAPÍTULO 17

MILES DeEsc0: Te entiendo. La historia de amor de mis padres es de lo más épica. Y en general es fantástico que sea así, pero es que… a veces me parece que el listón está demasiado alto. ¿Cómo van a competir mis romances con el suyo? No tendría que haber escrito eso ni de coña. Porque evidentemente no describe la vida de Jude, sino la mía. No sé nada de los padres de Jude. A lo mejor se divorciaron en plena guerra de las Tierras Altas de Escocia y uno de los dos terminó viviendo en un castillo escocés por ahí perdido. Pero no lo puedo evitar. Supongo que es porque sé que mi tiempo con Bree se está agotando y una parte de mí necesita que ella sepa lo mucho que la comprendo. Y quizá porque hay una parte de mí que quiere que Bree me comprenda a mí, a Miles, aunque sea por un momento. LaDuquesaB: A lo mejor encontramos una manera… ;-) Siento un pinchazo al ser consciente de que eso nunca pasará, por lo menos no a Bree y a mí. Pero puedo ayudar a construir algo parecido para Jude y Bree. Menos da una piedra, ¿no? Claro que sí. Es lo que llevo tiempo diciéndome a mí mismo. LaDuquesaB: ¿Sigue en pie lo de mañana? DeEsc0: Por supuesto. Me muero de ganas. LaDuquesaB: Pues hasta mañana. Es un alivio que ella termine la conversación, porque la dolorosa verdad es que

no sé si yo habría sido capaz de ponerle fin. No deja de ser irónico que nos hayamos pasado casi todo el rato hablando de camas, porque el colchón de espuma que encargué la semana pasada me ha llegado hoy por fin. Amueblar mi nuevo piso ha sido más problemático de lo que me imaginaba. He logrado que me enviaran el sofá y la mesa de pinball del trastero que alquilé, pero Jordan se quedó con la cama y con todo lo que compramos cuando vendí —idiota de mí, ahora lo veo claro— el resto de nuestras cosas al mudarnos juntos. Que no es que quiera la cama que compartíamos, pero el hecho de pasarme tres meses durmiendo en un sofá me ha recordado que mis articulaciones y yo ya no tenemos dieciocho años. Ahora me pasaré lo que queda de noche con la deprimente labor de unir las piezas del canapé de segunda mano que he comprado (gracias a un anuncio que aseguraba que no tenía bichos, aunque he buscado en YouTube cómo inspeccionarlo a conciencia). Encajo la estructura con el martillo y me quedo embobado ante el milagro científico de ver cómo un fajo apretujado se hincha y se convierte en un colchón en cuestión de minutos, mientras intento no pensar en que es lo más emocionante que le ha pasado a mi cama en los últimos meses. Y cuando pongo las sábanas nuevas y me tumbo, procuro concentrarme en que los días de dormir en un sofá ya se han quedado atrás, en lugar de concentrarme en la soledad que flota a mi lado, un reflejo de la soledad que se avecina. *** Al día siguiente, llevo ya cuatro horas en la cafetería cuando por fin Zoey se digna a entrar. Gracias a Dios. Habría sido un auténtico desastre haber venido pronto (otra vez) y no experimentar la satisfacción de verla anotar mi tanto en la tabla del Campeonato de la Mesa. Además, esta mañana me siendo chof y no me iría nada mal un empujoncito, aunque me lo tenga que dar la victoria en un juego de dementes de cuya existencia solo estamos al corriente ella y yo (aunque eso no es del todo cierto: está claro que Evelyn, aunque a regañadientes, también está pendiente de nosotros). Hago chirriar la silla contra el suelo. Zoey me mira de refilón y no reacciona. Y

entonces me doy cuenta de que está hablando por teléfono. —¿El sábado? Estoy… estoy libre. A ver, es mi cu… —Zoey se pone en la cola delante del mostrador. Tiene una persona delante, un hombre de mediana edad muy corpulento que le está gritando a Evelynn lo que quiere. Zoey se mueve ligeramente a un lado y se tapa el móvil con la mano—. No, claro que me encantará veros —murmura, aunque no creo que esté siendo sincera. El señor gritón ha acabado de bramar su pedido y se aparta, dejando así espacio para Zoey. —¿Puedes esperar un segundo, papá? —Y se queda mirando a Evelynn, confusa, como si no recordara por qué ha venido a la cafetería. Evelynn espera unos segundos antes de preguntarle: —¿Lo de siempre? ¿Un café? —Sí —dice Zoey. Y después de mirar el mostrador, añade—: De hecho, no. Ponme también la quiche Lorraine. Y… un trozo de pan de zucchini. Y el cupcake pequeño de red velvet. Y… ¿qué es una vegalleta? —Una galleta vegana —responde Evelynn. —Ah, claro. Pues ponme tres. Evelynn coge las pinzas y empieza a colocar la comida en un plato, mientras su compañera empieza a calentar la quiche. —Ya está —dice Zoey al teléfono sin alegría alguna después de pagar la comida, llevarse el plato y apartarse a esperar a que la quiche esté lista. Escucha unos instantes antes de responder—: En una cafetería. —Se calla de nuevo—. En el East Village. —La quiche Lorraine —grita Evelynn. —Ah, es mía —dice Zoey, y va a por el plato caliente que acaba de dejar Evelynn en el mostrador. Pero parece olvidarse de que ya sostiene otro, además del móvil. El plato con las galletas aterriza en el suelo, se rompe y la comida sale disparada en todas direcciones. Mientras intenta recogerlo, se le cae el teléfono, no sin antes haberle dado sin querer al altavoz, porque de pronto del suelo se alza una potente voz femenina. —Espero de corazón que no contribuyas a la detestable gentrificación y homogeneización del East Village, Zoey. Ya sé que sabes que conocimos a una

familia de Etiopía que durante años regentó un restaurante en la Segunda Avenida, antes de que la subida de los precios los echara de allí, y ¿a que no adivinas lo que hay ahora en su local? Un bistró de fusión molecular etíopejaponesa, de un conglomerado de Las Vegas. Esa es una de las razones por las que no nos gusta pisar los Estados Unidos. —¿Por qué no pides el café en un ultramarinos? ¿O en un food truck? — exclama una voz de hombre. —Un food truck de verdad —aclara la mujer—. No una que sea una franquicia de esas en que los trabajadores solo se quedan con el uno por ciento de los beneficios. —Claro —dice el hombre. Zoey está ahora de rodillas y presiona la pantalla del móvil a la desesperada. Pero no le sirve de nada. Seguramente porque tiene la mano pringosa con la crema de queso del cupcake de red velvet que intenta recoger del suelo. Me acerco a ella, me arrodillo a su lado, le cojo el móvil y aprieto el botón. —Gracias —murmura con voz temblorosa. Se queda mirando el teléfono que tengo en la mano como si fuera una bomba a punto de explotar. No sé qué se apodera de mí en ese momento, pero me llevo el móvil al oído y digo: —¿Os importa que Zoey os llame más tarde? —¿Con quién hablo? —me responde una voz sorprendida, que supongo que pertenece a la madre de Zoey. —Soy Vlad, un camarada —respondo con suavidad—. En nada empezamos una manifestación por el parque de Washington Square. ¡Trabajadores del mundo, uníos! —Y entonces cuelgo. Zoey suelta una carcajada, una risa que se acerca peligrosamente a un sollozo. —Suerte que no son de cerámica, sino de azúcar de caña reciclado. —Evelynn está junto a nosotros con una escoba y señala el plato, que se ha roto en tres pedazos, en lugar de en tres millones de añicos. —Lo siento —dice Zoey, y hace el amago de limpiar el destrozo. —Ya lo hago yo. No te preocupes —dice Evelynn, con cierta amabilidad en la voz, mientras se pone a barrer.

Zoey asiente, se muerde el labio y, con otra señal de estar a punto de venirse abajo, suspira. De repente, recuerdo que en la bolsa llevo un librito de pañuelos. Jordan y yo compramos tres el año pasado (y ahora me doy cuenta de que ella se quedó uno de más). Es un sustituto de los Kleenex. Tiene forma de un libro con ocho páginas cosido a mano y hecho 100 % de algodón orgánico. Usas un pañuelo y pasas página cada vez que necesitas otro limpio. Cuando el libro está «lleno», por así decirlo, lo metes en la lavadora. En teoría puede durar años. Aunque no sea el más ecologista del mundo, intento aportar mi granito de arena con cosas como esta. Vuelvo a nuestra mesa y saco el librito de la bolsa. En cuanto me acerco a Zoey, veo que las lágrimas corren libres por su rostro. —Mierda —dice mientras se seca la cara. —Toma —le digo, ya de nuevo a su lado, y le entrego el libro. Lo mira desconcertada. —¿Qué es esto? —me pregunta con el libro de tela estampada con flores entre el pulgar y el índice. Le explico de qué se trata. —Pasa la página y ya… La siguiente está superlimpia. Empieza a abrir el libro, pero pasa página en la dirección equivocada, hacia la anterior, que es un caos por muchos motivos. —¡No! —grito—. Nunca vayas hacia atrás. Siempre hacia delante, siempre hacia delante. Zoey se estremece y me estampa el libro en el pecho. —¡No quiero tu recopilación de mocos! Sigue con las mejillas empapadas. Descarto lo de salvar árboles y le doy un puñado de servilletas. —Supongo que es una buena metáfora de la vida —sorbe—. Nunca hacia atrás. Siempre hacia delante. Aunque del dicho al hecho hay un trecho. Se me queda mirando con ojos llorosos. Tiene las pestañas húmedas, y no sé por qué, pero son bonitas así. —¿Por qué eres tan amable conmigo, camarada? —añade, con una sonrisilla.

—Que… quería asegurarme de que apuntaras en tu recuento quién ha ganado hoy —respondo con la mano extendida para ayudarla a levantarse—. En realidad, los últimos dos días. Venga, va, abre la libreta. Te espero. —Creía que no podía importarte menos quién se queda con la mesa —ríe. —Y no me importa —miento—. Pero ya que te has puesto a anotar los resultados, quiero asegurarme de que no haces trampas. —Sin querer, los dos hemos caminado hacia la mejor mesa, y ahora estamos a ambos lados. —Ajá. —Arrastra la silla en la que se apoya y se sienta—. ¿De verdad crees que has ganado dos días seguidos? —A no ser que hayas logrado hacerte con una capa de invisibilidad, diría que sí. —Pues que sepas que he dormido mucho. Me he quedado en casa disfrutando de unas largas, tranquilas y merecidas horas de descanso. —Estira los brazos para demostrarlo—. ¿Sigues pensando que has ganado tú? Golpeo la mesa con los nudillos. —Si no te enfadas, esto no tiene ninguna gracia. —Creo que estoy demasiado sensible como para sumarle rabia al batiburrillo emocional de hoy —suspira—. Oye, siento lo de antes. —Hace un gesto hacia la mano que sigue aferrando su móvil. —Si te soy sincero, siempre he querido hacerme pasar por comunista —digo—. Diría que no me queda nada mal. —Quizá no —se ríe—. Pero no te pega lo de Vlad. —¡Sería un Vlad estupendo! —exclamo, y me siento en la silla, delante de ella —. Me da que eres demasiado cerrada. —Tienes razón —concede con solemnidad—. No debería ser tan prejuiciosa con la idea que me hago de Vlad. Mis disculpas. —Aceptadas —digo. —Por cierto, ojalá Vlad viniera este sábado conmigo, porque parece que voy a tener que cenar con ellos. —¿Con tus padres? —pregunto. Asiente con la cabeza. —Bueno, si lo dices en serio…, podría. Más o menos. —No sé por qué me

ofrezco, la verdad; como no sea porque llevo unos días bastante decaído y me encantaría recuperar cierto orden en mi vida, aunque sea logrando que mi enemiga de la cafetería deje de estar triste y vuelva a ser la sarcástica de siempre. Además, me sigue doliendo haberme gastado ciento cincuenta dólares en los auriculares para nada. —¿A qué te refieres? —Conozco una manera de proporcionarte frases durante la cena. Si quieres. Zoey me mira a los ojos, incrédula. —Te diría que estás de coña —dice lentamente—, pero por lo poco que te conozco, no me extrañaría nada que pudieras hacerlo. —Es parte de mi trabajo. —Me encojo de hombros. —¿Por qué? ¿Eres un apuntador o algo así? —me pregunta. —Algo parecido. —Vaya —dice—. No es lo que me había imaginado. —¿Y qué te habías imaginado? —Verás tú qué risa. —No sé. ¿El que se encarga de las redes sociales de una de esas empresas que venden gafas de hípster? —Buah. Qué… raro y qué concreto. —¿De verdad se ha pasado tiempo pensando a qué me dedico? —Por cierto —añade—, yo también me dedico a escribir frases. —Ladeo la cabeza hasta que me lo aclara—. Soy guionista. —Ah. Los Ángeles. Ahora lo entiendo. Vale, vale. No necesitas ayuda para los diálogos, pues. —Me encojo de hombros. —Sí, bueno… —Echa un vistazo a su portátil cerrado—. Se me da bastante bien con los personajes de ficción y con… otra gente. En mi vida personal, no se me da tan bien. —Me mira a los ojos y el brillo que veo en los suyos me desarma por completo—. ¿Sabes qué? Voy a aceptar tu oferta. Le lanzo una mirada y parpadeo. —¿Ah, sí? —Pues sí —dice—. Si ibas en serio, claro, a no ser que solo pretendieras alargar la conversación conmigo. —Me sonríe con dulzura y pestañea un par de veces.

—Sí que iba en serio —afirmo—. Se trata de unos auriculares. Y de un servicio que ofrezco. Nada más. —Genial. Por mí, bien. ¿Me das tu número y te mando un mensaje con la hora y el lugar de la cena? Enseguida saco el móvil, dispuesto a demostrarle que solo es algo profesional, aunque… no lo es, a no ser que ahora me dedique profesionalmente a ofrecer mis servicios de asistente conversacional a los enemigos que voy haciendo así como así por las cafeterías. Intercambiamos los números y en ese momento decido que ya he trabajado bastante por hoy. Recojo mis cosas. —Disfruta de la mesa —le digo—. Pero no lo olvides. El recuento de puntos. —Mira. —Menea la cabeza—. Así verás cómo lo hago. —Extrae la libreta con lentitud, la abre por la página correcta y escribe dos marcas exageradas en la columna de MPP—. ¿Satisfecho? —Por ahora —digo—. Hasta luego. *** Cuando a la mañana siguiente me suena el despertador a las 4:15, considero la posibilidad de dormir más. Recuerdo cómo Zoey se me burló diciendo que es exactamente lo que ha hecho en los últimos dos días. Le doy al botón de repetición de la alarma. A las 4:30, vuelve a sonar. ¿De verdad me importa su recuento? Además, a lo mejor hemos llegado a una nueva etapa de nuestra relación, a una en la que podemos comportarnos con más madurez que un niño de cinco años. Le doy a repetición otra vez. A las 4:45, salto de la cama. No me dará tiempo a salir a correr, pero me doy la ducha más rápida de la historia, me pongo una camiseta y unos vaqueros y salgo por la puerta con el pelo todavía mojado. Nada más meter la llave en la cerradura, oigo gritar a mi enigmática vecina: —¡Voy a salir! ¡Por fin va a resolverse el misterio! Se mueve el pomo. Me giro hacia la puerta

de enfrente, con el alma en vilo. Al salir de casa, la chica no mira hacia arriba y su pelo mitad rubio y mitad castaño le tapa casi toda la cara, así que me quedo boquiabierto antes que ella. —¡Aaaaaah! —grita cuando al fin se da cuenta de que hay un ser humano justo delante de ella. Y entonces, al reparar en qué ser humano es, añade—: ¿Cómo te has metido en mi edificio? —Se ha llevado una mano al pecho y todo, y me mira como si yo fuera una especie de acosador que la ha seguido hasta allí. —Vivo aquí —digo. —Venga ya, no me jodas —me espeta, y no sé por qué me duele verla tan molesta por encontrarme ahí. Y al mismo tiempo experimento una sensación desagradable en mi interior y le doy potencia a las palabras que salen por mi boca: —¡No me puedo creer que seas tú la que siempre grita a la nada que va a salir de casa! —No grito a la nada —protesta—. Es que el descansillo es tan pequeño que mi vecina me dijo que avisara por educación, para que así no nos chocáramos. Educación, quizá te suena de algo. —Me lo tendría que haber imaginado —resoplo—. ¿Quién si no iba a tener miedo a salir a un puto descansillo? Pues la misma persona que se acojona porque sus padres van a estar en la ciudad. Por cómo se me queda mirando Zoey, sé que me he pasado de la raya. Estoy a punto de abrir la boca para disculparme cuando pasa junto a mí, me da un golpe en el hombro y se precipita escaleras abajo. Sé adónde va. Y aunque parte con ventaja, ni de coña va a llegar antes que yo.

CAPÍTULO 18

ZOEY En mi mente se repite la banda sonora de Pekín Express. Conocí a una mujer que trabaja en la posproducción de ese programa de televisión. Me contó que los cámaras también tenían que ir superrápido para seguir de cerca a los participantes y no perderse nada. Me lo pasaba pipa viendo auténticos séquitos de operadores y cámaras que avanzaban por ciudades atestadas, enfrentándose desesperadamente a todo tipo de obstáculos en aeropuertos y estaciones de tren, con un equipo caro y pesadísimo a la espalda. Hoy no me hace ninguna gracia. Acabo de aprender algo sobre Miles: es la clase de persona que le da la vuelta a las cosas, aprovecha lo que le has contado para tergiversarlo y así herirte y menospreciarte. Dicho de otro modo: el típico y tópico neoyorquino. ¿Por qué llegué a pensar que era mejor tío? ¿Lo que me hizo dudar fue el libro de pañuelos? Y de ser así, ¿por qué? Visto en retrospectiva, seguro que quería contagiarme alguna enfermedad. Tendría que haber sido más lista; la primera vez que nos vimos me mostró cómo es en realidad. ¡Imagínate que de verdad me hubiera sincerado con él! La mera idea me hace estremecer. Por encima de mí resuenan unos pasos potentes y empiezo a bajar las escaleras de dos en dos. Piso mal y estoy a punto de resbalar y de darme de bruces contra el suelo. Justo lo que necesita mi dedo roto: un esguince de tobillo que le haga compañía.

Miles va muy deprisa. Joder. Llevo semanas sin fumar maría, ¿eso no cuenta o qué? Tampoco pretendo ser un guepardo, pero si lo comparo con cómo comencé este año, soy un ejemplo de buena salud. Y escucha una cosa: fumar, en teoría, te expande la capacidad pulmonar —te juro que lo he leído en algún sitio—, así que ¿por qué noto punzadas en el costado, resoplo y me cuesta tanto respirar? ¿Debería sacar el portátil de la mochila y lanzársela para frenarlo un poco? —¿Te has mudado aquí para ganarme? —grito a los pisos superiores—. Estás como una puta cabra. No recibo respuesta. Reprimo la necesidad de detenerme y mirar atrás. Giro en el descansillo a toda velocidad, apoyando las palmas en la pared para coger impulso. Llego a la planta baja, entre jadeos, con el corazón a mil, y veo que las puertas del ascensor se abren y Miles echa a correr delante de mí. ¿Hoy, precisamente hoy, le da por funcionar al maldito trasto? ¿Para ayudarlo a él? —¿Y si paramos un segundo? —le grito resollando. Pero ya ha salido del edificio; de repente, la visión de Miles sudado, con la sudadera Adidas, del día que compartimos la mesa, se ilumina en mi cerebro. El tío sale a correr. Cómo no. Para él, lo de ahora solo habrá sido un calentamiento, seguro que ni siquiera se ha cansado. Y aunque Miles no estuviera tan en forma, mi incapacidad para cruzar la calle como Dios manda me impedirá ganar, pero no pienso darme por vencida. Sin aliento y dolorida, avanzo por la acera haciendo zigzag entre los peatones y mascullo con rabia para mí misma. Actúo, en fin, como una neoyorquina. Creo que no he corrido tanto desde que con nueve años hui de la policía de Manila con mis padres. Fue cuando les dio por soltar unas cuantas comadrejas en el edificio gubernamental del presidente Estrada. Era vox populi que Estrada se había beneficiado de varias corruptelas. El acto de rebeldía de mis padres fue su manera de hacerse valer ante los ojos de un grupo antisistema, una prueba que superaron con creces. (Al cabo de poco, mi abuela soltó su ultimátum: «No es vida para una niña. Venid a vivir a California o dejad que por lo menos ella viva conmigo»). Hablando de California, si Miles y yo estuviéramos allí, lo habría aplastado sin

miramientos. Seguro que ni siquiera tiene carné de conducir. Como era de esperar, Miles consigue llegar primero a la cafetería, pero para mi sorpresa todavía no ha entrado. Está en la acera, mirando hacia el interior del local. —¿Está cerrado? —mascullo al acercarme. —Peor. —Y señala dentro. Examino la cafetería. La mujer embarazada y el pequeño han vuelto. Me corrijo: la mujer ya no embarazada, el pequeño y un recién nacido han vuelto y se han instalado en nuestra mesa. En mi mesa, que diga. En la mesa. De repente, creo poder ganar la carrera. —Hoy la victoria es mía —le digo con una sonrisilla—. Esa mujer y yo tenemos sororidad. —Va a ser que no, acaba de llegar —responde Miles—. No se irá a ningún lado. —¿En serio? —Frunzo el ceño—. Pero pronto va a tener que dar de mamar al bebé, ¿no? —El recién nacido menea la cabecita. El cristal nos protege de los ruidos, pero por las caras de los demás clientes, la situación no es halagüeña. —Sí, y le puede dar de mamar ahí mismo —me recuerda Miles. Me vibra el móvil con una sucesión de mensajes nerviosos. Es Bree. ¡Mañana es el gran día! ¿Rosa o verde? Me adjunta dos imágenes de las dos piezas de lencería entre las que duda. ¡Mierda! No debería responderle. Esto va más allá de mi labor como ghostwriter y no tengo tiempo para ella. Pero la idea de que Jude y ella le den al tema me pone histérica. TODAVÍA NO, le escribo/grito. TE VAS A ARREPENTIR, DEMASIADO PRONTOOOO. —¿Te ha dado un ataque o qué? —me pregunta Miles, y se inclina para ver qué me ha llevado a escribir con tanta rabia. Alejo el móvil de su vista y lo fulmino con la mirada. —¿De verdad te has mudado a mi edificio para llegar antes por las mañanas? —¿Cómo querías que supiera que vives tú ahí? —Parece molesto—. La

pregunta correcta es esta: ¿cómo es posible que solo hayas logrado la mesa el 65 % de las veces si vives justo enfrente? ¿Cómo es posible que te haya ganado algún día? —Tengo una mejor: ¿por qué no dejas que me quede con la mesa? —grito. —¿Por qué debería dejarte? —¡Porque no puedo ir a ningún otro sitio! —chillo, y la vergüenza y la ira hacen que apriete los dientes. —¿Dónde pensabas quedar con tus padres? ¿En la quesería de ahí? —me contesta sarcástico. —No, ya han reservado en otro lugar —respondo irritada—. En el centro. Al pensar en la quesería, pienso en Jude. Él no se habría reído de mis miedos, que por cierto no incluyen a mis padres. Ellos se engloban en una subcategoría de tristeza totalmente distinta. (Junto a Jude, que va a echar un polvo, a no ser que yo consiga convencer a Bree de que todavía no ha llegado el momento). —Pues con tu permiso… —Le doy un empujoncito y entro en la cafetería. *** Muy tensa, la mamá se aferra al café con leche. Parece en estado de fuga mental; los gritos del bebé no se han detenido, pero la mirada perdida de la mujer da a entender que está en un plano astral muy diferente. —Un día duro, ¿eh? —le pregunto con amabilidad. —Ya sé que nadie me quiere aquí —me dice—. Pero ¿dónde quieren que vaya? —Te entiendo. De corazón —le aseguro, empática, con la esperanza de que interprete que tengo hijos por alguna parte, que yo también he estado en las trincheras y que los míos quizá ya van a la escuela o… están de campamento por ahí—. ¿Quieres que te eche una mano con…? —me ofrezco. —Se me ha enfriado el café —murmura para nadie en particular. —Ya te lo caliento yo, me pilla de paso —le sugiero mientras asiento con empatía y alargo la mano para cogerle la taza. Su respuesta es llevarse el café al pecho, como si yo fuera una amenaza. Doblo una servilleta con forma de conejito y les doy la espalda, no sin antes

ponerme el animal sobre el hombro. De pequeña me encantaba la papiroflexia y algunas figuras están grabadas a fuego en mi cerebro. El bebé calla por la curiosidad que siente. El niño, Nathan, da un chillido. —Qué mono —dice la madre sin ninguna emoción—. ¿Cómo lo has hecho? Le doy el conejito a Nathan, que enseguida lo desdobla (para perplejidad del bebé), y le hago un minitutorial a la madre. Tras varios minutos de amena conversación, señalo a los niños. —Quizá prefieran ir a un parque infantil o algo… —¿Sabes qué preferiría yo? —La madre parpadea—. Una máquina del tiempo o que me dieran un masaje. —No pretendo que os marchéis ahora. —Retrocedo velozmente—. No, no, tómate tu tiempo. Solo digo que luego, cuando hayas descansado… —No hay descanso posible —dice—. No hay paz. —Es que aquí viene gente a intentar trabajar —murmuro antes de poder evitarlo. A Miles, que está junto al azúcar y la leche, se le cae un sobre al suelo. Se nos queda mirando con los ojos como platos. Y entonces sé que la he cagado. —No soy una paria. ¡Tengo derecho a estar en sociedad! —exclama la mamá —. ¡Y esto no es una oficina! —Que haya paz —grita Evelynn desde el dispensador de té helado—. Por favor. De pronto, el bebé vomita lo último que ha ingerido y se ensucia el body. La culpa me corroe y voy al servicio a por toallitas de papel para ayudar a la mujer, de verdad, sin motivaciones ocultas. Cuando vuelvo, sin embargo, ya se ha marchado, y Miles está sentado a la mesa. Quiero gritar. Quiero gritar, te lo prometo. —Conque teníais sororidad, ¿eh? —me imita, socarrón—. ¿Cuándo dices que habéis quedado para haceros trencitas en el pelo? —Y se dedica a desperdigar por la mesa todo lo que lleva en la bolsa. Me queda clarinete que no se ofrecerá a compartirla. Nuestra tregua, o lo que fuera que tuvo lugar durante el día de la tormenta, ha llegado a su fin.

Y lo que es peor: me he quedado sin ayuda para la cena de mañana con mis padres. A no ser… Dejo las toallitas de papel sobre el mostrador y me abalanzo sobre la mesa más pequeña del local, donde, en un santiamén, reviso los mensajes de Bree. Ha respondido así a mi jarro de agua fría: ¿Para qué esperar? ¡Mañana es el día perfecto! Porque vas a venir a cenar con mis padres. Quieren conocerte, le contesto. Su respuesta me tarda en llegar: ¿Eh? Te lo agradezco, pero no. Sigo adelante con mi plan. Me arden las mejillas. Yo estaré con mis padres, sufriendo durante los entrantes, y ella disfrutando de la compañía de Jude, y de otras cosas. Invitarla a una cena en familia ha sido una reacción inmadura y desesperada, pero ojalá hubiera salido bien. Ojalá pudiera rebobinar las últimas veinticuatro horas y empezar de cero. Una máquina del tiempo, como quería la mamá. Así por lo menos Miles me acompañaría a la cena a través de unos auriculares. Ahora ni siquiera cuento con eso.

CAPÍTULO 19 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Temporada de bodas Estimados padrinos, damas de honor e invitados: La temporada de bodas está en pleno apogeo, y eso quiere decir que, además de celebrar el amor de las parejas a través de bonitas #etiquetas y buenas palabras, vais a cruzaros con un montón de testigos que revisarán su propio estado sentimental. Con ese propósito, echad un vistazo a las tarjetas de presentación que hemos rediseñado (¡gracias, Georgie!) y que os adjunto. A finales de semana vais a recibir un paquete por correo. Romped el hielo con vuestros compañeros de mesa, descubrid quién puede necesitar de nuestros servicios y dadle una tarjetita. Pan comido. O tarta nupcial comida. Saludos cordiales, Leanne

MILES Recibo el correo de Leanne, que curiosamente parece de Clifford, mientras abro el buzón y ahí, como si lo hubiera invocado, encuentro un sobre de color beis que anuncia mi nueva dirección con cuidada caligrafía, la primera carta que no es publicidad que recibo desde que vivo aquí. La abro mientras espero al ascensor. Es una cartulina con un pequeño y elegante nenúfar dibujado en una esquina. Apunta el día de la boda de Dylan y Charles en el Jardín Botánico de Brooklyn. Bueno, pues parece que voy a poder usar mis tarjetas antes de lo que me esperaba, porque voy a convertirme en el invitado a la boda con menos estilo del mundo. El día que debo apuntar es, por lo visto, dentro de tres meses. Incrédulo, me quedo mirando la invitación. Cuando Jordan y yo estábamos planeando nuestra boda, nos resultó totalmente imposible encontrar un lugar donde celebrarla con menos de dieciocho meses de antelación. De lo contrario —y cuánto me duele pensarlo—, quizá nos habríamos casado. Por no hablar de que había descartado el Jardín Botánico por caro (ahora un dibujo animado se pondría a silbar). Dylan y Charles van a pagarlo con sus salarios de abogados, claro, y no con los de una especie de redactor alcahueta y una coach holística. (Y no, no se me escapa la ironía de dos personas cuyos trabajos se centran en llenar las vidas de los demás, mientras las suyas se desmoronan). Siento demasiada curiosidad como para no coger el móvil y mandarle ya un mensaje a Dylan. He recibido tu invitación. ¿Cómo has conseguido una fecha tan pronto?

Me responde enseguida. ¡Hubo una cancelación! Casi oigo su alegría y todo al pensar en la desgracia de la pobre pareja que ha debido cancelar su boda. No es propio de Dylan, pero las bodas transforman a las buenas personas. Qué ganas tengo. Es y no es mentira. Quiero ver cómo mi mejor amigo se casa con el hombre de sus sueños. Pero la mera idea de asistir a una boda ahora mismo me resulta agotadora, y no me imagino cómo va a cambiar mi opinión dentro de tres meses. Y descartado queda que alguien me acompañe, a no ser… Mi mente visualiza a Bree unos instantes. La veo cogida de mi brazo, bella y divertida, soltando curiosas referencias a la escena de la boda de Bajo el mar mientras el cuarteto de cuerda comienza a tocar el canon de Pachelbel. Aunque lo más probable es que Bree ni siquiera esté en mi vida dentro de tres meses. Hay gente que, por el contrario, parece destinada a perseguirme por siempre jamás. Estoy delante de mi puerta y echo un vistazo atrás, hacia la que queda al otro lado del descansillo. A lo mejor debería preguntarle a Zoey si quiere venir conmigo a la boda. Aunque no me extrañaría nada que ya fuera a asistir como la dama de honor de Charles. Es una caja de sorpresas. *** A las cinco de la tarde del día siguiente, con los auriculares Bluetooth guardados en mi bolsa, llamo a la puerta de Zoey. Tarda un minuto en responder y, al hacerlo, se sorprende al verme. —¿Sí? —me pregunta, irritada. Lleva un vestido lila con lunares azules y zapatos de tacón. Se ha pintado los labios de un rosa intenso y se ha puesto unos pendientes con forma de espoletas. Si me la hubiera cruzado por la calle, no la habría reconocido y habría pensado que era otra chica guapa de Nueva York. —Hola —digo, y enseguida olvido por qué estoy allí. —Hola —responde sin emoción, con una mano sobre la cadera. Ahora me fijo

en que los lunares de su vestido no son lunares, sino máquinas de escribir diminutas. Qué monas. —La cena era hoy, ¿no? —digo, y señalo mi bolsa—. Llevo los auriculares. —Ah —responde, confusa—. No pensé que quisieras después de… de todo. —¿Por qué no? —Frunzo el ceño. —Pensaba que, por lo que ocurrió ayer, nuestra tregua había terminado. Así que no se me ocurría por qué ibas a echarme una mano. —Y se encoge de hombros. —¿Acaso lo otro no es más que un juego? —le pregunto. —Para mí, no. —Me mira unos segundos con dureza—. No lo es si decides echarme en cara una pequeña inseguridad mía de la que te has enterado. No llegué a disculparme por haber dicho que le daba miedo quedar con sus padres. —Tienes razón. Te pido perdón por mi comentario. Me pasé de la raya. —Pues eso. —Se encoge de hombros y se dispone a cerrar la puerta. Apoyo la mano para evitarlo. —Pero todavía puedo ayudarte. —No, gracias —dice—. No necesito que me des munición verbal. Y mis padres… —Se estremece. —Venga, Zoey. Que no soy así. —¿Ah, no? —No. —Meneo la cabeza—. Te lo prometo. Es que me pilló desprevenido saber que llevas tiempo siendo mi vecina. Pero lo que te dije fue una gilipollez. Lo siento. Se me queda mirando. —«Y soy un capullo, Zoey» —añade. —Y soy un capullo, Zoey —asiento. —«Y toda mi ropa viene directamente del catálogo de una tienda hípster». Bajo la mirada hacia mi camiseta negra, la americana morada, los pantalones cortos de sirsaca y los zapatos náuticos. —Si mola un montón. —Si tú lo dices, Vlad. —Y sus labios se curvan ligeramente para esbozar una minisonrisa. Coge el bolso del gancho que tiene en la puerta—. Solo voy a

acceder porque necesito ayuda para coger el metro. Y porque me debes una por portarte como un imbécil. —Me parece bien. ¿Dónde vamos? —A un restaurante español entre la calle 54 y la Novena Avenida. —Lo ha mirado en el móvil. —¿Uno auténtico de verdad? ¿O uno que es propiedad de alguien suscrito al catálogo de una tienda hípster? Esta vez sí que me sonríe abiertamente. —A saber. Ah, y con una condición. Nada de transbordos. —Mmm, vale —digo—. Pero a lo mejor hay que caminar un buen trecho para llegar a la línea de metro que necesitamos. —Y observo sus zapatos. —No me importa. —Y para demostrarlo, se aleja de mí caminando como una modelo. Me quedo mirándola hasta que se pierde por el pasillo, y recuerdo que debería ir con ella. *** Zoey guarda silencio durante el paseo hacia el metro y mientras bajamos las escaleras. Espera en el andén con postura rígida y la mirada perdida en un punto lejano. Me da la sensación de que repite un mantra para sí misma. Me pregunto si sufre algún tipo de agorafobia. —Oye. ¿Debería saber algo de tus padres antes de entrar al restaurante? —La pregunta tiene doble objetivo: obtener información e intentar distraerla de la ansiedad que siente durante el trayecto. —Por dónde empiezo —murmura tras suspirar. —¿Por sus nombres? —pregunto. —Liz y Melvin. —¿Cómo se conocieron Liz y Melvin? —En la Cruz Roja —dice sin entusiasmo. —Ah, son buena gente. —Bueno, en realidad eso es lo más curioso. —Se cambia el bolso de hombro —. Ellos creen que son buena gente. Pero lo cierto es que las dos cosas que más

les interesan son viajar y dar sermones sobre la causa que hayan decidido defender en ese momento. Ahora resulta que para ellos la Cruz Roja es una organización corrupta y creen que la única manera de salvar el planeta o sus pertenencias es pasar a la acción por sí mismos… en una ubicación con el mejor paisaje posible para su blog de viajes y para su cuenta de Instagram. Me apuesto lo que quieras a que mi madre mencionará su número de seguidores cuando solo llevemos dos minutos sentados a la mesa. —Ya veo —digo, y recuerdo lo que oí de su conversación por teléfono—. Y ahora ¿dónde están instalados? —Que yo sepa, en América Central. En la isla de Granada. —Un lugar perfecto para ser altruista y hacerse selfis, ¿eh? Suelta una carcajada, como si le sorprendiera que haya calado a sus padres tan rápido. —Exacto. El metro se detiene en una estación. A unos metros de nosotros se levanta un grupo de personas para bajar, y le señalo que podemos sentarnos en los asientos vacíos. En cuanto el tren arranca de nuevo, Zoey vuelve a mirar a la nada y a respirar hondo. Decido seguir hablando. —¿Cuándo fue la última vez que los viste? —Uy… No lo sé —dice—. ¿Hace tres años? De hecho, fue exactamente hace tres años, sí. Porque fue el día que cumplí veintisiete años. —¿Hoy es tu cumpleaños? —Ahora entiendo por qué se ha arreglado tanto. —Maldita treintena —me dice con una sonrisilla y la mirada fija en mí—. Se acabaron las citas para mí. —¿Por qué? ¿Quién te ha dicho eso? —Nadie. —Le resta importancia—. Olvídalo. —Bueno, pues feliz cumpleaños —digo, y me sabe mal no haberlo sabido y no haberle podido traer un cupcake del Café Crudité o algo (sobre todo ahora que sé que le gusta el de red velvet)—. Lo siento… Seguro que preferirías no pasarlo conmigo. Se encoge de hombros.

—Si te soy sincera, de no haber sido por la cena probablemente me habría quedado en casa. —Echa un rápido vistazo a las barrigas que ahora están justo delante de nosotros; el metro va superlleno—. Que sin duda sería mucho mejor que esto. Dios, cómo echo de menos Los Ángeles. Sube las piernas sobre el asiento y se abraza las rodillas. Distraerla es más difícil de lo que me imaginaba. Tal vez lo consiga si la provoco un poco. —A ver, ¿qué tiene Los Ángeles que no tenga Nueva York? —le pregunto. —Marihuana legal —masculla. —Vaya. —Me río, sorprendido—. Ahí me has pillado. —No pretenderás que deje mis sentimientos en manos del destino, ¿no? —Bueno, el alcohol también sirve. Aquí dejaron de prohibirlo en 1933, como en todas partes. —No es lo mismo. Quiero estar tranquila —dice, tan bajito que casi no la oigo. —No es una ciudad tranquila, de acuerdo. Pero creo que eso puede llegar a ser bueno. —Al ver que no me contesta, añado—: No te preocupes. Ya casi hemos llegado. Observo a nuestros compañeros de vagón y me fijo en una mujer embarazada. Enseguida la miro a la cara para asegurarme de que no es Jordan, no vaya a ser que el universo haya decidido tocarme los huevos hoy. Me lleno de alivio en el mismo momento en que la mujer nota mi mirada y clava sus ojos en los míos. Le hago un gesto y le pregunto si quiere sentarse. (Me gustaría pensar que haría lo mismo si se hubiera tratado de Jordan, pero en fin, voy a serte sincero y te diré que no lo sé, ¿vale?). Dice que no con la cabeza. —Bajo en la siguiente —articulo en silencio. Se queda pensando y entonces acepta con una sonrisa. —Gracias —dice mientras se acerca para ocupar mi asiento. —De nada —digo. Me levanto y me sujeto a la barra que queda justo delante de Zoey. Me está mirando, pero enseguida aparta la vista—. Bajamos aquí —le digo al llegar a la parada de la calle 57. Hay varias personas junto a la puerta que se disponen a bajar. Sin pensármelo dos veces, cojo a Zoey de la mano y la guío para salir al andén y avanzar entre la marea de gente que se dirige a las escaleras

de la salida. La suelto solo cuando llegamos a la superficie. Mientras caminamos por las calles atestadas, no decimos nada. Va un poco detrás de mí, y cruzamos las tres avenidas que nos separan del restaurante. Cuando nos encontramos en la esquina entre la calle 54 y la Novena Avenida, la llevo aparte y saco los auriculares para encenderlos. —Póntelos en el oído —le digo mientras saco el móvil y la llamo—. ¿Me oyes? —En estéreo —dice. Nerviosa, se alisa el vestido y pasa los dedos arriba y abajo de la tela. Es un gesto adorable y excitante al mismo tiempo. Por Dios. Que el hecho de que una chica se alise el vestido me provoque pensamientos calenturientos es señal de que necesito echar un polvo cuanto antes. —Entra tú primero —digo, y señalo el restaurante—. Yo entraré dentro de unos minutos e intentaré sentarme en una mesa desde la que pueda verte. Recuerda una cosa: no reacciones a nada de lo que te diga. Zoey asiente. —Nos vemos en un rato —le digo con una sonrisa alentadora (o eso espero). Asiente de nuevo y se gira para dirigirse al restaurante. —Ah, Zoey, por cierto. —¿Qué? —dice, pero hace caso a mi consejo y no se vuelve hacia mí, sino que sigue caminando hacia la puerta del restaurante. —Estás muy guapa.

CAPÍTULO 20

ZOEY No veo a mis padres enseguida. Estoy demasiado ocupada intentando dilucidar cuándo exactamente he perdido la cabeza del todo: si cuando he aceptado ser el muñeco de ventrílocuo de Miles durante la cena o cuando he salido del metro cogida de su mano. Sea como sea, ya es demasiado tarde: descanse en paz la salud mental de Zoey, ¡hasta siempre! Ahora soy incapaz de evaluar nada con objetividad. Mientras mis ojos se adaptan a la iluminación tenue de Lo Busco, Lo Busco, los veo en el reservado más grande y pijo. Están sentados en el banco que se apoya en la pared, acomodados entre el terciopelo rojo, por lo que me voy a tener que sentar sola delante de ellos. La mano de mi madre se ha quedado paralizada en pleno gesto, con una expresión de curiosidad, los ojos como platos y la cabeza ladeada. Me pregunto quién le habrá llamado la atención, porque sé que no se trata de mí. ¿Acaso Miles no ha dejado pasar unos minutos antes de entrar? ¿Se ha destapado nuestra triquiñuela y ahora mi madre se pregunta si he traído a una cita? Ayer la mera idea me habría parecido hilarante: Miles y yo, juntos en un sitio que no sea el Café Crudité. Yo creía que si nos encontrábamos en el mundo real, explotaríamos como pompas de jabón. Y aquí nos tienes, más que conocidos, aunque no amigos. Eso sí, ¿una persona que no fuera amiga se habría prestado a ayudarme en algo así? Trago saliva y miro detrás de mí. Pues sí, hay alguien: dos álguienes, para

ser exactos. Diría que tienen unos sesenta y algo, él con el pelo negro y blanco a lo Cruella de Vil y ella con melena corta a lo garçon. Quizá se trata de una pareja bien posicionada o famosa, pero no los reconozco. En cambio, el maître sí, y enseguida va a saludarlos y a acompañarlos hacia una mesa que no queda lejos de la de mis padres. Mi madre y mi padre giran la cabeza al unísono y se quedan mirándolos embobados. Por segunda vez durante la noche me tienta la posibilidad de marcharme. A ver, ahora en serio, ¿para qué he venido? Les interesan más dos desconocidos que su niña, y mira que odio referirme a mí misma delante de ellos como una niña, como si tuviera seis años de nuevo y pudiera ponerme a saltar para llamar su atención. Agacho la cabeza y me acerco a su mesa. —Buenas, qué alegría veros, enseguida vuelvo, voy a… —Hago un gesto con los dedos que en teoría significa «refrescarse un poco», pero que también podría significar «meter la cabeza en el váter». Mi opción preferida ahora mismo. Mientras hago cola en el baño, pruebo la comunicación con Miles. —Aborta, aborta —susurro. —¿Ya? —me responde enseguida, en voz baja—. ¿Qué pasa? —Imagina que tus padres mirasen detrás de ti para ver si ha entrado alguien más importante que tú en el restaurante. —¿Más extravagante? —Sé lo que me digo. —Mmm. Es una de las razones por las que me encantaba trabajar para Mary: ella nunca pasaba de mí, y eso que conocía a famosos de verdad. Ella era famosa de verdad. Ya podían presentarse ganadores de los Óscar o de las becas MacArthur, que iban a tener que esperar a que nosotras termináramos de hablar para que Mary les hiciera caso. Y por eso me duele tantísimo que me haya sustituido. —A ver, estoy pensando que ya que hemos llegado hasta aquí…, ¿no? —sigue razonando Miles—. Y he echado un vistazo a la carta, y creo que vale la pena que te quedes, aunque solo sea para cenar gratis. El especial de hoy es cochinita

pibil, carne de cerdo adobada envuelta en hoja de plátano… —No acabas de decirme lo que debo pedir, ¿verdad? —observo. —Ja. Perdona. —No, si suena muy bien. Por eso me jode tanto la situación. Se ríe. Me gusta volver a meterme con él. Es lo que ha terminado siendo normal en mi día a día: meterme con Miles. Me da fuerzas para enfrentarme al mundo. —¿Proseguimos con el plan? —me pregunta. Asiento antes de recordar que no me ve. —Sí. Vale. De vuelta al reservado, mis padres se levantan para saludarme. Mi madre resplandece con un mono de terciopelo y poliéster, y le hace de cinturón una riñonera de plástico y cuero tachonada con diminutos diamantes falsos. Mi padre lleva una sudadera con capucha de cachemira y pantalones de chándal anchos. Deduzco que los dos atuendos son reciclados o que, por lo menos, cuentan con la aprobación del rapero Jaden Smith. Hace un montón de años, Jaden les puso un comentario en su Instagram, y desde entonces hablan de él como si fueran viejos amigos. —¿Has visto a quién tenías detrás? —me pregunta mi madre mientras me roza las mejillas con sendos besos. Huele a incienso y a salvia. Pongo los ojos en blanco, impotente. —Ni más ni menos que al propietario del medio de comunicación más fiable — me cuenta mi padre, y me aprieta el brazo—. Antes de marcharnos, tenemos que hacernos un selfi doble con él. (Sí, así llaman mis padres a los selfis en los que sale más de una persona). —Un selfi doble con hielo —responde Miles. Siento un cosquilleo en los labios y procuro mantenerme inexpresiva, pero no es fácil. —Estás preciosa —me dice mi madre, y se lleva mi mano hasta la mejilla. —Andamos algo justos de tiempo, así que hemos pedido por ti —dice mi padre —. Uuuh, ya nos lo traen. —Un combinado vegetariano y dos cochinitas pibil —anuncia el camarero, y coloca el plato vegetariano delante de mí.

Que quede claro que nunca he sido vegetariana. —¿En serio? —gime Miles. —Hoy nos saltamos la dieta —me explica mi madre—. Pero seguro que tú no comes suficiente verdura. —Ah. —No se me ocurre qué más decir. —¿En serio? —repite Miles. Su comentario es un bálsamo contra la hipocresía de mis padres, pero no me sirve de gran ayuda. Me puedo pasar todo el día diciendo «Ah» sin su pinganillo. Quizá se ha dado cuenta y decide cambiar de técnica: —¡Qué poco me gusta no veros comer verdura! Y que sepáis que me paso casi todo el tiempo metida en una cafetería vegana, así que no os preocupéis. Dejad que pruebe un poco de vuestro plato. Ya que tenéis DOS. Repito sus palabras textualmente y casi de forma robótica. Mis padres ladean la cabeza, pero no me impiden coger una porción de su comida. —Que se levanta —sisea mi madre, y le da un codazo a mi padre. —Zoey, detenlo —me urge él. —¿A quién? —Al periodista fiable —susurra nervioso, tapándose la boca con una mano. No soy lo bastante rápida para hacer lo que quiera que mi padre me ha imaginado haciendo (¿ponerle una zancadilla al tío?, ¿enseñarle las tetas?) para evitar que el Sr. Importante pase de largo. —Ahí se va nuestro plan —suspira mi madre. —¿Cuál era el plan? —pregunta Miles—. ¿Secuestrarlo? Repito sus palabras antes de poder evitarlo. Mis padres se miran el uno al otro. Parece que intentan descifrar si estoy siendo sarcástica. —No, mujer. Se nos había ocurrido entablar una conversación con él y quizá darle nuestras nuevas tarjetas —responde mi padre lentamente. —Échales un vistazo. A ver qué te parecen —añade mi madre, mientras abre la cremallera de la riñonera y saca un puñado de tarjetas. —Tal vez Zoey pueda dejar una sobre su mesa —sugiere mi padre. —O esconderme debajo y darle un susto cuando le traigan el postre —se mofa

Miles. Se me escapa una risilla, pero no tengo el valor de repetirlo. Mi madre me da una tarjeta, con un brillo malicioso en la mirada. Leo el siguiente texto: «Turismo Eco-friendly. Nuestros viajes No Dejan huella ecológica, tú conseguirás Paz mental. ¡Y de espíritu!». La redactora/guionista que llevo dentro me urge a mejorar la tarjeta y a corregir las mayúsculas que han puesto al tuntún. —¿Habéis vuelto a cambiar de modelo de negocio? —pregunto. Por lo visto, ahora son agentes de viajes. —Sin contar el vuelo, son viajes sin combustibles fósiles —gorjea mi padre. —Suena muy bien —digo. —¿Ah, sí? —me pregunta Miles. —Oye —exclama mi madre, y se inclina un poco hacia delante—. Háblanos de Nueva York. —Es la mejor ciudad del planeta, está claro —salta Miles. Entorno los ojos y deseo poder silenciarlo unos instantes. Preferiría que no oyera esta parte de la conversación, porque si me lo están preguntando de verdad, quizá sea mi oportunidad de recibir consejo parental. Respiro hondo, dispuesta a soltarlo todo y a decirles lo perdida y sola que me he sentido. Tampoco es que Miles y yo vayamos a ser amigos a partir de ahora. Es un pacto momentáneo, una buena acción espontánea por su parte que no va a repetirse. Por no hablar de que todo lo que me oiga decir hoy podría usarlo en mi contra en el descansillo. Pero quizá merezca la pena; al fin y al cabo, mis padres han vivido en seis de los siete continentes. Seguro que les suena la sensación de verse desorientados e inseguros en un lugar. —Es mucho más duro de lo que imaginaba. Mi padre asiente. —Nos sorprendió enterarnos de que ya no trabajabas con Marly —dice—. Por lo que nos contó la abuela, parece que la mujer te dejó tirada. No me molesto en corregir el nombre de Mary. Mi madre chasquea la lengua y sacude la cabeza. —Mira que mandarte a la otra punta del país así como así…

—¿Sabes? Nos habíamos planteado preguntarte en la cena de hoy si querías venir con nosotros en nuestra próxima aventura. Me quedo muerta. ¿Quieren que viaje con ellos? —Pero olvidamos lo poco que te gustan los cambios y lo mucho que te cuesta adaptarte a las novedades —sigue diciendo mi padre—. Cualquier alteración bastaba para descolocarte. —Hay gente que no está hecha para viajar. Es algo que aprendimos contigo, ¿verdad que sí? —Mi madre me da un golpecito en la mano. Yo la retiro para protegérmela. —Lo que me desagradaba no era viajar —digo en voz baja. —Pues claro que sí. Tu abuela y tú estáis cortadas con el mismo patrón. Es una carga que siempre hemos tenido que sobrellevar —se ríe mi madre—. Tu abuela y tú tenéis más cosas en común que cualquiera de vosotras con nosotros. —Nunca se sabe qué rasgos se heredarán y cuáles se quedarán en el limbo — asiente mi padre. —Y nadie te dice lo difícil que es encontrar el equilibrio entre ser padre y no perder el norte en la vida. Lo frustrante que es cuando ves que tienes que renunciar a algo. —Vosotros no renunciasteis a nada —protesto—. No encontrasteis ningún equilibrio. Simplemente me enviasteis a vivir con la abuela. —Bueno —resopla mi madre—, no me dirás que así no fuimos todos más felices. Sobre todo tú. Te morías por establecerte en un lugar. Lleva razón, por supuesto, pero no me estaba refiriendo a eso. —¿Qué recordáis de Indonesia? —pregunto. Se miran el uno al otro, desconcertados. —¿De Indonesia? —dice mi padre—. ¿De qué época hablas? Hemos estado en Indonesia unas tres o cuatro veces… —De cuando estuvisteis conmigo. Después de Manila, pero antes de que la abuela se me llevara a California —aclaro. —Las comadrejas —recuerda mi madre, emocionada—. Nos ayudaste con las comadrejas. —No lo olvidaré nunca —añade mi padre, y da varias palmadas—. Qué pasada.

—De Manila, no. De Indonesia —repito, con voz más cortante y más fuerte—. ¿Qué recordáis de Indonesia? —¿Por qué no vas al grano y nos dices a qué te refieres? —dice mi madre, inclinada hacia mí. No se acuerdan. De verdad que no se acuerdan de lo que hizo que la abuela explotara. De qué me sirve mantener esa conversación con ellos si no se acuerdan. De pronto, parece que se enciende una bombilla sobre la cabeza de mi padre. Respiro hondo. ¡Por fin! —Cariño —le dice a mi madre—, ¿dónde está el regalo? —¿Qué regalo? —pregunta mi madre. —El que nos envió la abuela. Las ganas de discutir me abandonan. No voy a conseguir que me contesten, y mucho menos que me contesten lo que quiero o necesito oír. Quizá sea lo mejor. Casi me había olvidado de que Miles nos está escuchando, lleva mucho rato en silencio. —Si te sirve de consuelo… —de pronto su voz suena en mis oídos—, no creo que sea verdad lo de que hay gente que no está hecha para según qué cosas, o que no puede cambiar. Uno siempre puede adaptarse, aprender a disfrutar de cosas nuevas, aunque no lo haya hecho nunca. Durante unos segundos, el restaurante entero desaparece y ahí no hay más voz que la de Miles, que me murmura palabras con tono preocupado. Palabras amables. Palabras alentadoras. Y entonces nos interrumpe la realidad. —Dale el bibingka de pan de maíz, Liz —la apremia mi padre. Vuelvo a concentrarme. Hace muchísimo tiempo que no pruebo mi postre favorito, que es también el de mi abuela. La mezcla de crema de maíz, pastel de arroz y leche de coco en forma de tarta ligeramente tostada recién salida del horno siempre me hace salivar, sobre todo cuando mi abuela le añade azúcar glas por encima. Ahora mismo sería maravilloso comerme un trozo incluso a temperatura ambiente, el mejor regalo de cumpleaños del mundo. Alargo el cuello al imaginarme degustando la textura dulce y cremosa.

Mi madre traga saliva, con los ojos como platos. —¿Era para Zoey? —¡Sí! Poco a poco, abre la cremallera de la riñonera y mete los dedos. —Me lo he comido en el avión —confiesa. Y, para confirmarlo, veo caer unas tristes migajas. —¿Te han… intentado… comprar con un dulce que ni siquiera existe? —dice Miles. —Eso parece —digo sin pensármelo. —¿El qué? —pregunta mi madre. —No me puedo creer que te lo hayas comido —espeta Miles. —No me puedo creer que te lo hayas comido —repito obediente, pero sin rabia. Ha llegado el momento de aceptar la verdad: no soy una dura neoyorquina. El restaurante se llama Lo Busco, Lo Busco. Pues creo que mi búsqueda ha llegado a su fin. ¿En serio creía que utilizar las palabras de otra persona cambiaría la manera en que me tratan mis padres? ¿Que si no me dejaba pisotear iban a comportarse como personas totalmente distintas? —Ha sido un vuelo muy largo —se defiende mi madre con un murmullo. Nos centramos en la comida. Mis verduras blandas saben todas igual, solo se diferencian por el color. Al cabo de cinco minutos, llega un camarero con un cupcake y una vela. —¿Lo has pedido tú? —No… —¿Nos va a costar dinero? —riñe mi padre al camarero. —Ya está pagado —responde el chico, y nos lo deja en la mesa. —Sabes que no me gusta engrosar la cuenta con sorpresas. —Mi padre se dirige a mi madre—. Sobre todo si la cobertura la han hecho con algo que no sea azúcar de caña de comercio justo. —Jamás comemos jarabe de maíz de alta fructosa —me explica mi madre. —Es que se está cargando la agricultura. Entre los millones de patatas del McDonald’s y el jarabe de maíz de alta fructosa que le añaden a todo, cuesta una barbaridad encontrar algo que se haya cultivado y sea natural de verdad —sigue

mi padre, pero dejo de escucharlo al ver que al lado del cupcake hay una nota. «Feliz cumpleaños, de parte de Vlad». A lo mejor no seré nunca la persona que ellos quieren que sea. Y ellos no serán jamás los que yo querría que fueran. Pero qué bien se siente una cuando la hacen reír.

CAPÍTULO 21 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Una nueva y brillante idea Equipo: Quiero hablaros de un nuevo servicio que vamos a ofrecer a nuestros clientes: ¡#etiquetas de boda! Todo el mundo que esté utilizando nuestra página o que la haya utilizado en el pasado va a recibir un boletín de novedades. Estad atentos y al 100 % por si nos llegan peticiones. Y sería un gran descuido por mi parte si no mencionara una vez más a Stella, que se ha inspirado en mi anterior correo para inventarse la nueva iniciativa. Si ella misma fuera una etiqueta, sería #eStellaR. Seguro que todos podríamos aprender varias cosillas de las lluvias de ideas que se le ocurren a menudo. Saludos cordiales, Leanne

MILES De vuelta a casa, Zoey está diferente. Quizá tenga que ver con los dos chupitos de tequila a los que la he invitado después del fiasco de la cena con sus padres, chupitos que por fin le han permitido disfrutar en paz de las últimas horas de su cumpleaños. —Uuuuh. Ese. El de ahí —intenta susurrar, pero me parece que el tequila le impide controlar con éxito el volumen de su voz—. Dice «No me tuestes» con letras góticas. Al lado de una tostadora. No hay discusión. —Y señala a la otra punta del vagón, donde veo la tinta escrita en una pantorrilla peluda. Le he enseñado mi juego preferido del verano neoyorquino: encuentra el peor tatuaje de tu entorno. Y a Zoey se le da la mar de bien. —Madre mía. Tienes razón. Eso es difícil de superar —consiento—. Pero ¿quieres saber cuál es el mejor lugar para jugar a este juego? —Dime. —Un parque acuático. A poder ser, en Long Island o en Nueva Jersey. Un día vi unos pectorales dedicados a Britney Spears en el videoclip en el que lleva una especie de traje rojo muy ceñido. Supe que se trataba de ella porque al lado de la imagen estaba su nombre con letras en forma de burbujas. —No —exclama Zoey entre risas. —Habría sido el ganador absoluto del juego si no hubiera visto, cinco minutos después, la frase «Sin arrepentimiento, sin perdón» en la espalda de un tío. Con letra comic sans. Y con faltas de ortografía. Zoey suelta una sonora carcajada, el tipo de risotada que despierta el interés de por lo menos seis personas. La sonrisa que está dibujada en mi cara combina a la perfección con ella. —Seguro que Venice Beach también sería un buen sitio para jugar. O el parque temático de Magic Montain.

—¿Aún consideras que California es tu hogar? —le pregunto. —Sí. Bueno, no. No lo sé. —Suspira—. Allí tenía a la persona que me hacía sentir como en casa, pero también fue ella la que me echó, así que… La persona que la hacía sentir como en casa… ¿Una novia? Me quedo mirándola y me doy cuenta de que no sé demasiado sobre ella. Y que quizá me gustaría conocerla más. —¿No bajamos aquí? —¡Mierda! —digo, agarro a Zoey y salimos por las puertas del vagón antes de que se cierren justo a nuestra espalda. Ya sin ir cogidos de la mano, paseamos debajo de las farolas y de los carteles de neón que iluminan el camino de regreso a nuestro edificio. Aunque lo cierto es que andamos tan cerca el uno del otro que nuestras pieles se rozan varias veces. Cuando llegamos al edificio, Zoey abre el portal con la llave y va directa hacia las escaleras. —¿Y el ascensor? —le pregunto. —¿Para qué? Si solo funciona el 27 % de las veces —dice—. Es una pérdida de energía. —¿Es una pérdida de energía… apretar un botón? —Arqueo una ceja. —Y la ansiedad de no saber si funcionará o no. Además, ¿por qué pagar ciento veinticinco dólares al mes para ir al gimnasio si aquí, en Nueva York, todo el mundo tiene a su alcance un montón de escaleras para hacer ejercicio? —Mira hacia atrás, hacia mí, que estoy subiendo detrás de ella. —Ah, pero es que la cuota mensual vale ciento veinticinco dólares no por las máquinas y demás, sino por el privilegio de comparar cada centímetro de tu cuerpo con el del tío fibrado y profesional que entrena a tu lado. Es una manera de tener la autoestima en un nivel medio/bajo. Zoey se queda unos instantes pensando. —Para eso ya tengo Instagram —dice antes de abrir la puerta que da a nuestra planta. Se detiene antes de llegar a la puerta de mi piso y se gira. —Aunque el día de hoy haya sido bastante mierda, la verdad es que me ha

sentado bien salir. Desde que vivo aquí no he salido tanto como debería. —Ya me he dado cuenta. A lo mejor juntos podríamos arreglarlo. —El «juntos» hace eco en el estrecho descansillo. —Gracias. Por lo de hoy. —Zoey vuelve a alisarse el vestido y a mí me entra una necesidad inexplicable de tocar la tela. En lugar de eso, carraspeo. —De nada. Pero no creo que haya sido de gran ayuda. —Sí que lo has sido —responde—. Saber que había alguien pendiente de mí me ha ayudado. «¿Alguien? O sea, ¿que podría haberse tratado de cualquiera?». Procuro que mi voz no revele la extraña punzada que he notado en mi interior. —Me alegro. Aquí estoy para que te metas conmigo. Para que me respondas con tus ironías, con tus réplicas pasivo-agresivas y con lo que sea. —Deberías poner todo eso en tu tarjeta de visita. —Me sonríe. —No es mala idea. Un dinerillo extra me vendría muy bien. —Me pregunto si tendría que emular a Stella y sugerirle a Leanne una nueva descripción de nuestro trabajo. —Bueno, si algún día puedo devolverte el favor, dímelo. Me echo a reír, y ni siquiera sé por qué. Las palabras salen de mi boca antes de que consiga detenerlas. —No creo que en el futuro inmediato vaya a necesitar ayuda para hablar con mis padres. Algo se enciende en su mirada, y creo que es la misma sensación de dolor que, sin darme cuenta, me ha recorrido el cuerpo entero. Pero desaparece antes de que me dé tiempo de abrir la boca y disculparme. —Buenas noches —dice, y se gira para entrar en su piso sin que pueda decir nada más. Sé que es imposible, pero de pronto siento frío en el vacío que acaba de dejar en el descansillo. *** Estoy sentado a nuestra mesa. Bueno, de hecho, supongo que es mía, porque

Zoey no ha venido aún a reclamármela ni a presenciar mi victoria. Y entonces veo una barriga embarazada, por segunda vez en dos días. Enseguida echo un vistazo a la cafetería para ver si hay otras mesas libres y veo que no. A regañadientes, levanto la mirada para preguntarle a la propietaria del vientre hinchado si quiere sentarse aquí, aunque hoy no haya podido regodearme aún ante Zoey. En ese momento, me quedo paralizado. Ayer solo tuve un ataque de pánico leve e infundado al pensar que quizá me encontraba con Jordan. Hoy, delante de su imagen real en carne y hueso —con barriga de embarazada y tal—, estoy demasiado nervioso para sentir pánico. Y entonces me fijo en la expresión engreída y en la chaqueta de pana de la persona que está junto a ella. Doug, que tiempo atrás fue nuestro profesor de yoga y ahora es el padre del hijo que espera mi exprometida. Me siento como si me hubieran sacado todo el aire del cuerpo, y también mis pensamientos, el vocabulario y las funciones básicas de mi cerebro. (Por el amor de Dios, ¿me voy a mear en los pantalones?). —Hola, Miles. No sabía que siguieras viniendo aquí. —Jordan me dedica la sonrisa por la que algunas aplicaciones que buscan parecidos con famosos la comparan con Julia Roberts. —Hola. —No puedo decir nada más; al final añado, muy forzado—: Jordan. —Hombre, tío, qué tal. Cuánto tiempo —dice Doug. Creo que sonríe con suficiencia, pero me da que es el tipo de persona que no presta atención a nada que no esté relacionado con sus chakras. Ya antes me costaba leerle, y ahora no estoy precisamente en el mejor estado mental para observar y analizar a nadie. Jordan se lleva una mano a la espalda mientras se deja caer en la silla que está delante de mí. Doug se sienta a su lado. —¿Cómo has estado este tiempo? —me pregunta. Me cago en todo lo cagable. ¿En serio? ¿De verdad pretenden que entablemos una conversación como si tal cosa? —Bien. —Me callo—. ¿Tú? —Porque a pesar de las señales de alarma, por lo visto mi cerebro ha vuelto al nivel de vocabulario del feto de Jordan. No se me ocurre nada que decir: nada original, nada punzante, nada que tenga cierto

sentido. —Ah, pues imagínate. Dicen que el segundo trimestre es el mejor. Pero ya me dirás tú qué día es el mejor de una condena de cárcel. Sigo teniendo muchas náuseas. —Mira hacia Doug y suelta la risilla que a mí antes me parecía idéntica a un repiqueteo de campanas, y que ahora se me asemeja más a la musiquilla que sale de los adornos de Navidad. Veamos, Miles: sería estupendo que echaras mano de la mente que te ha llevado a hacer semejante comparación. ¿Qué es lo que iba a poner en mi nueva tarjeta? ¿Ironías, réplicas pasivo-agresivas? —Aunque, por suerte, los vómitos sí que se han terminado —dice Doug con una voz que sería maravillosa para formar parte de una serie chorra de dibujos animados. —Por suerte para ti —le responde Jordan con cierta acritud—. Yo me sigo encontrando como una mierda. Solo que ahora ya no lo oyes. —Y vuelve a reír, pero esta carcajada sé que no está del todo teñida de humor. La risa que le devuelve Doug me da a entender que no se ha dado cuenta. —Ya. —Es lo único que se me ocurre decir. El que quiere vomitar soy yo, joder. —Por cierto —Jordan vuelve su atención hacia mí—, en mi piso hay algunas cosas que te dejaste. Creo que un par de camisetas. Y el anillo. —Ahora resulta que el anillo tiene el mismo estatus que las camisetas. Cómo no. Le echo una ojeada rápida a Doug, que no parece reaccionar de ninguna manera a que ahora estemos hablando de…, en fin, de que me prometí con la chica a la que él se follaba a mis espaldas. En su cara de imbécil sigue esbozada su sonrisa de imbécil. Sí, debería recuperar el anillo y venderlo. Sabe Dios que me iría bien el dinero. Pero el mero hecho de pisar esa casa me produce cierto mareo. —Te lo… puedes quedar —consigo articular. —¡Holi, hola, amiguitos! —exclama una voz alegre. Es Zoey. Y la falsa alegría hace que su voz suene extraña, aunque su abierta sonrisa sí se ve auténtica. Me quedo en shock. Al parecer mi mudez repentina no solo está reservada a mi ex.

—¿Quién es? —Jordan la está mirando. —Soy Zoey —exclama, y alarga la mano—. ¿Y tú? Jordan roza la punta de los dedos de Zoey y me lanza una mirada a mí antes de volver a centrarse en ella. Está claro que intenta deducir la relación que nos une. Ojalá fuera capaz de decirle que Zoey es mi novia y restregárselo en toda la cara. Pero Zoey se tambalearía nada más oír la mentira, claro, y entonces yo sería aún más patético de lo que ya soy. —Soy Jordan —dice al fin—. La exprometida, como supongo que ya sabrás. — Otra risa. Vamos a ver, ¿qué mierda de campanas oía yo en el pasado?—. Y él es Doug. —Se toca la barriga antes de apretarle el brazo a Doug. —¡EL YOGUI! —exclama Zoey con una carcajada—. Pues sí, ya lo sé. Y tú quizá también sepas quién soy yo, ¿no? Antes de que me dé cuenta, Zoey se sienta en mi regazo y me coge la cara con las manos. Me sonríe abiertamente, aunque sé que en su sonrisa hay algo de suficiencia, y entonces se inclina para besarme en los labios. A lo mejor en Los Ángeles es condición sine qua non que la gente sepa besar como si fueran los protagonistas de una comedia romántica en la típica escena de aeropuerto. Zoey no duda ni un segundo. En el beso que me planta no hay nada que sugiera que es mentira. Nada salvo, quizá, el hecho de que me he quedado más tieso que una vela. Por fin, mi cerebro y mi cuerpo resucitan y se disponen a actuar: le agarro la nuca con una mano y le devuelvo el beso. Es que los neoyorquinos también sabemos cómo montar un buen numerito.

CAPÍTULO 22

ZOEY ¿Era necesario que lo besara? Supongo que no. Pero teniendo en cuenta cómo responde al beso —dejando atrás la sorpresa para pasar a abrazarme, sus manos recorren toda mi espalda y me provocan calor por todo el cuerpo—, no me arrepiento en absoluto. Iba a repetir mentalmente cinco veces «Misisipi», pero después de la primera he perdido la noción del tiempo. Miles tiene los labios suaves y me reciben encantados para pasar a un beso de los de verdad. O por lo menos a mí me parece de verdad. Se me acelera el corazón y el pulso aviva nuestros movimientos, mientras rozamos por turnos los labios del otro. Si en realidad estuviera saludando al tío con el que estoy saliendo, no habría durado tanto, y ni que decir tiene que no me habría sentado encima de él. Pero es que no lo estoy saludando. Estoy dando a entender que es mío. Lo he visto tan perdido, tan en desventaja. Me ha recordado a la cena de anoche con mis padres. Miles me echó una mano y yo quería hacer lo mismo, sin pensar en las catastróficas repercusiones. La buena noticia es que Miles besa muy bien. Y la guinda es que hoy, precisamente hoy, se ha pedido un donut vegano de canela y azúcar. Llevo tiempo queriendo probarlo y ahora en cierto modo lo he probado. Delicioso.

Durante un nanosegundo, me imagino que nos hemos transportado a un lugar privado. A un lugar en el que no tenemos por qué parar. Su pelo oscuro y espeso resulta muy agradable al tacto, y reprimo las ganas de revolverlo por completo para que sea igual que el día que nos conocimos. Al recordar ese día, al recordar cómo fuimos a la yugular del otro sin siquiera saber cómo nos llamábamos, lo beso con más fuerza; es, sin duda, la venganza más dulce que he experimentado jamás. Cuando nos separamos, soy superconsciente de mi agitada respiración. En un acto reflejo, levanto la mano y le acaricio el labio para robarle el último granito de azúcar que tiene en la comisura de la boca. Le sonrío en un gesto que puede traducirse perfectamente por «Mmm». Me mira fijamente, sus ojos marrones brillantes por la sorpresa y por el placer, y me adentro en su mirada. Me cuesta muchísimo apartar los ojos. Me gusta cómo me mira. Tanto es así que debo recordarme que se ha tratado de un único acto de compasión, de una treta. —Hola —digo. —Hola, hola —responde Miles, algo aturdido. Una tos me saca de la neblina que ya me imaginaba. Es Jordan. —¿Cómo es que tú nunca me saludas así, cariño? —dice el padre del bebé de Jordan, es decir, Doug el Yogui, y le da un codazo en las costillas. Jordan lo ignora y me mira sin pestañear. —¿Cómo… os conocisteis? Me deslizo para sentarme al lado de Miles y me inclino hacia delante, apoyando la barbilla en las manos. —Madre mía, es la historia más cuqui del mundo. ¿Por dónde empiezo? Noto los ojos de Miles clavados en mí y decido provocarlo un poco. —Yo llevaba poco en la ciudad —empiezo a explicar—. Totalmente desesperada, porque nací y crecí en la Costa Oeste, y Miles supuso una bocanada de aire fresco, me protegió como si fuera un polluelo indefenso. Tuve una suerte bárbara al conocer enseguida al tío más amable, paciente y generoso. Y desde entonces somos inseparables. De reojo veo que la expresión de Miles pasa de la sorpresa absoluta a una sonrisa.

—Qué… bonito —masculla Jordan. —Ni te lo imaginas —asiento—. Y todavía no has oído lo más fuerte. Miles se revuelve, nervioso. No te preocupes, Miles, lo tengo todo controlado. —¿Qué es lo más fuerte? —pregunta Doug. —Pues… —Bajo la voz y echo un vistazo a la cafetería, como si fuera a revelar un secreto escandaloso—. Él estaba soltero, y yo también. Ninguno de los dos se veía ni salía con nadie, ni vivía con nadie, ni planeaba una boda ni nada. ¿Os hacéis una idea? —Me echo a reír a lo bestia—. Imaginaos a dos personas así de libres. Jordan y Doug palidecen ligeramente y apartan la mirada. Parece que el suelo es de lo más fascinante. Quizá se fijan en las baldosas en busca de inspiración para la habitación del bebé. Lo mejor de todo es que no saben si les estoy contando la verdad o si estoy como una cabra. Miles se muerde el labio y, a continuación, me pone una mano en el muslo y me lo aprieta un poco. Recibido: cambiaré de tema. —¡Por cierto! ¿Qué día sales de cuentas? —Antes de que me responda, la interrumpo—. Bueno, claro, tampoco es tan importante, porque a saber. ¡Podría ser en cualquier momento! Conocí a un ginecólogo y me dijo que es una estimación. ¡Es solo una estimación! ¿Niño o niña? ¿O queréis que sea sorpresa? —De hecho —Jordan se da una palmadita en la barriga—, uno de cada. Mi mirada se desplaza hasta Miles, que está tan pasmado como yo. Pobrecito. Ojalá pudiera volver a besarlo ahora. —Noooo —exclamo—. ¿Gemelos? ¡Menuda faena! Pero oye, seguro que tienes ganas de que llegue Halloween. —¿A qué te refieres? —Jordan parece confundida. —Ah, ¿para buscar disfraces temáticos? —interviene Doug, contento—. Podríamos disfrazarnos de Los Increíbles o algo. —¿Eh? Ah, no, ¡me refiero a que no vas a necesitar disfraz! Qué envidia me das. Envidia de la mala. —¿Có… cómo? —dice Jordan. —Serás una perfecta Mamá Cansada. ¡Existe, existe! Mira. Me meto en el buscador de imágenes de Google y se lo enseño. Pues sí, la

pantalla se llena de numerosas imágenes de disfraces de Mamá Cansada. El disfraz consiste en un pelo enmarañado salpicado de cereales, ojeras oscurísimas, una camiseta manchada, pantalones de yoga muy anchos, una taza reutilizable de Starbucks, una hamaca de bebé con un muñeco de plástico, otro muñeco de plástico colgando de la pierna como si fuera un koala, una bolsa de supermercado repleta de pañales y toallitas y, por último, una botella de vino absurdamente grande. Jordan abre los ojos como platos y se levanta. —Ya estoy lista para irnos, cielo. ¿Y tú? —le pregunta a Doug. —Eh, claro… —Parece desconcertado. Me mira a los ojos y le sonrío como si estuviera loca. En cuanto se han marchado, Miles suelta un silbido. —¿Me he pasado? —le pregunto. —Le has dicho que su vida es un disfraz de Halloween. —¡Es que lo es! Te has librado de un buen marrón. Miles se aprieta el puente de la nariz y me da miedo haber ido demasiado lejos. Al fin y al cabo, es bastante probable que él no quisiera librarse de ese marrón. O de esos dos marrones. Y aunque no quisiera o ahora no quiera, debe de haberle dolido una barbaridad encontrarse con su exprometida y el tío con el que le ponía los cuernos. —No tenías por qué… —Su voz se va apagando. Aparto la mirada y espero que no vea el rubor que se ha adueñado de mis mejillas. —Nada, hombre. Tú me ayudaste a mí, yo te he ayudado a ti. Los dos permanecemos en silencio y de pronto nos ponemos a hablar a la vez. —Oye, lo que te dije… —De todos modos —lo interrumpo, alegre—, ya he terminado mi trabajo, así que te dejo tranquilo. —Le dedico una sonrisa amable y me levanto. —Quédate. Nos miramos a los ojos. —Creo que a Evelynn le sentaría mal —se explica—. Es que claro, se ha dado cuenta de que la mesa es para cuatro y si ahora me quedo solo, sería una gran

pérdida de espacio. Nos pasamos las dos horas siguientes trabajando juntos. De tanto en tanto, levanto la vista y veo que él aparta la mirada. Cada vez que se mueve en el asiento, toquetea la libreta o el ordenador o se levanta para algo, se me aceleran la respiración y el corazón. No pido nada de comer porque sigo teniendo el sabor del azúcar de nuestro beso, y quiero que siga así. *** Esta noche, al meter la llave en la cerradura de mi piso, me quedo paralizada al oír ruidos dentro. De pronto, el pomo se gira solo. El terror se convierte en alivio al ver que Mary abre la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Lleva una camiseta de Black Keys, una capa de cuadros escoceses y pantalones elásticos, y en la mano sostiene una copa de Martini; un detalle inquietante, porque yo no tengo copas de Martini ni los ingredientes para preparar un cóctel. ¿Se ha ido de un bar… con la copa? Sin esperar ni un segundo, me pregunta: —¿Qué título es mejor para mi monólogo? ¿Aleta máxima o Sin piernas no hay paraíso? —¿Qué te parece Cómo entrenar a tu tritón? —Te he echado de menos, peque. Me rodea con los brazos y me dejo llevar, con un nudo en la garganta por el esfuerzo de reprimir un sollozo. Me aparto antes de romper a llorar. —¿Qué haces aquí? Entro en el piso, cierro la puerta con llave y dejo en el suelo la bolsa con el portátil. —Han dado luz verde a mi monólogo. Pero lo más importante es que tu abuela me ha pedido que te traiga algo —responde. Nos sentamos en el sofá y Mary rebusca en el bolso. No hay ninguna maleta por ahí, así que está claro que no tiene intención de pasar la noche aquí. Por fin

saca un paquetito envuelto con papel de aluminio y me lo entrega. —¡Bibingka! —Rasgo el papel y observo el postre con adoración—. Muchas gracias por no habértela comido. Agradezco que hayas reprimido las ganas. — Yo no reprimo nada y me meto medio pastel en la boca. —¿Por qué me lo tendría que haber comido? —me pregunta Mary—. Lo ha hecho para ti. —Eso díselo a mis padres —digo con la boca llena mientras mastico. —Ah. Eso explica por qué tu abuela dijo que era «el plan B». —Se coloca las gafas (que no sé de dónde han salido ni por qué) y me mira desde el otro lado de las lentes—. ¿Has cumplido treinta añazos tú solita? —No, en realidad… Mary abre mucho los ojos y rápidamente cambio de tema. —¿Desde cuándo llevas gafas? —le pregunto. Siempre decía que preferiría que la atropellara un autobús que quitarse las lentillas. —No las necesito para ver —me asegura, y en sus ojos detecto cierto brillo—. Es un aviso, para que la gente sea consciente de lo inteligente que soy. —Una advertencia, buena idea —le sonrío. —¿Con quién has pasado el cumpleaños? —insiste. Tendría que haberme imaginado que no iba a darse por vencida así como así. —Con nadie. Con Miles, el vecino. —Hago un gesto hacia la pared que separa nuestros pisos. —Miles, claro, el nuevo inquilino. —Mary se rasca la barbilla—. Un escritor muy decente. Lo apruebo. —¡No hay nada que aprobar! —Tus labios dicen que no pero tus ojos dicen que vaya que sí. —Mis ojos no dicen nada por el estilo. —Mis labios estaban demasiado ocupados besándolo. —La noche es joven —me amenaza Mary mientras ahueca los cojines del sofá y deja su copa de Martini robada (?) en la mesita—. No vas a poder echarme de mi propia casa, así que más vale que me lo cuentes todo con pelos y señales. —Vamos a la misma cafetería, nada más —admito a regañadientes—. Está al

otro lado de la calle. Y estuvo en la cena con mis padres. —¿Y eso? —Como te he dicho, es vecino mío. —Es vecino, va a la misma cafetería… Suena conveniente. Me recuerda a Nick, Telepolvos a domicilio, siempre listo para llamar a tu puerta… —¡Ay, por favor! —Ahora estoy cabreada y como un tomate—. Nick no llamaba a mi puerta. Llamaba a la tuya. —No tenías que irte a ningún lado, emperifollarte ni hacer ningún tipo de esfuerzo. No pensarás que no me daba cuenta de que os liabais, ¿no? Dios te libre de conocer a alguien que no esté dispuesto a venir cuando lo avises, que no quiera adaptarse a tus horarios… —Esta conversación se me va de las manos. —¿Cómo va tu dedo roto? —pregunta con el rostro teñido de preocupación. —¿Mi dedo? Ha vivido tiempos mejores, la verdad. —¿Qué te tomas para el dolor? Sin esperar a que le responda, va hacia el cuarto de baño. Enseguida oigo cómo abre y saquea el botiquín. —Madre mía. ¿Esto es lo único que tienes? ¡¿Mierdadol?! Mierdadol es como Mary llama al tramadol, un analgésico que por lo visto no cumple con sus estándares de calidad. —Cuando vuelva a Los Ángeles te enviaré algo mejor. —Imita el gesto de fumar. —No, por favor —le suplico—. Me van a meter en la cárcel. De pronto, suelta un grito y sigo su mirada, que se ha fijado en el DVD de Bajo el mar que me dejó Bree y que está en un estante. Lo coge y me lo sacude en las narices. —Te dejo dos segundos sin vigilancia y ¿a esto te dedicas? Ahora estás corrompida. —He tenido que verla para un trabajo —me defiendo. —Un trabajo que requiera ver eso no es un buen trabajo. —¡El único trabajo que he conseguido! ¡Porque tú me echaste! —le espeto. —No, te recoloqué. Por tu bien…

—¡No sé ni qué quieres decir! ¡En Los Ángeles yo era feliz! —¿Eras feliz? —Me mira fijamente. —Sí. —¿Qué te hacía feliz en concreto? —La playa —suelto. —La playa, claro. ¿Cuál? ¿Venice Beach? ¿Santa Mónica? ¿Ventura? —Santa Mónica —respondo, sin saber que he caído en su trampa. —¡Santa Mónica, claro! La que te quedaba más cerca. ¿Cuándo fue la última vez que la visitaste? —Vale —gruño—. Echo de menos el Getty. —¿En serio? Entonces seguro que visitaste la exposición de animales medievales del museo. ¿Qué tal era? Cuéntamelo todo. —Vale, ¡el Hollywood Bowl! —Sé a ciencia cierta que hace años que no vas. Nick te pidió que lo acompañaras a ver un concierto y podrías haber ido, pero le dijiste que no, así como le decías que no a todo lo que no fuera trabajo. No pienso volver a ser tu excusa —dice—. No pienso ser el motivo por el que no haces planes, no sales por ahí o no te arriesgas con nada ni con nadie. —Siento muchísimo ser tan buena asistente —contraataco—. Siento muchísimo haberme tomado tan en serio mi curro y trabajar tanto para ayudarte. —¿Quieres hablar de trabajo? —responde con calma—. Muy bien, hablemos del guion que estás escribiendo. Mierda. —Todavía me estoy adaptando a Nueva York —protesto. —No veo ningún cuadro nuevo en la pared. —Mary mira a su alrededor—. Tampoco he visto cortina en la ducha ni menaje de cocina. Es como si aquí no viviera nadie. —A ver, yo… —Llevas aquí dos meses. ¿No has hecho nada que lo atestigüe? —me interrumpe. —El guion… no avanza demasiado —digo—. No paro de volver a empezar y de parar, y entonces cambio de opinión. No consigo escribir nada.

—Sal de casa —me sugiere—. Búscate un nuevo lugar en el que escribir. Así reiniciarás el cerebro. —Sí, como te he dicho, voy a la cafetería que… —No me refiero a un sitio que esté al cruzar la calle. No me refiero al sitio al que va Miles, al que has ido todos los días. Me refiero a un sitio nuevo. —No puedo —susurro. Su expresión pasa de frustrada a amable. —¿Por qué cojones no puedes? —me pregunta con tono agradable. Siempre ha utilizado los tacos al contrario que los demás: para suavizar el tono, y no para endurecerlo. —No me da miedo viajar —insisto, todavía con la condena de mis padres grabada a fuego en la mente—. No me dan miedo los cambios. —¿Entonces? —El metro. Es el puto metro. Me recuerda a Indonesia. La mirada que me dedica es tan compasiva que quiero girarme y retirar lo que acabo de decir. Porque a diferencia de mis padres, ella sí que sabe lo que eso significa y cómo me afecta. —Ya sé que es estúpido —sigo—. Ya sé que no tiene sentido que nunca me enfrentara a ese problema en Los Ángeles, ya sé que aquí no debería importarme, pero saberlo y sentirlo son dos cosas muy diferentes… No puedo explicarlo. Lo siento. —Se me rompe la voz y contengo las lágrimas. —Distinta ciudad, mismo problema —dice Mary para sí misma—. Ay, peque. Ven aquí. Se inclina y me da un largo abrazo. El sollozo que llevo aguantando desde que he entrado en el piso se libera y sale disparado. Apoyo la cabeza en su hombro y Mary me acaricia la espalda y el pelo. —No me puedo creer que vayas a hacer el monólogo y no me lo hayas contado —le digo con voz nasal mientras me aparto. —Te lo estoy contando ahora. Me voy a pasar un par de meses aquí para buscar teatros y para ensayar. Espero no cortarte demasiado las alas. Me seco las últimas lágrimas. —¿Has traído el guion? ¿Necesitas un par de ojos que lo lean por primera vez?

—¿Un par de ojos que no hayan llorado, por ejemplo? —Frunce el ceño—. No te preocupes por el guion. —¿Puedo verlo? —Alargo el cuello para mirar dentro de su bolso. Mary saca el guion, pero se lo lleva al pecho. —No creo que sea una buena manera de invertir tu tiempo. No quiero notas, no quiero opiniones. Ya no es tu trabajo. —Lo leeré para entretenerme. Será mi regalo de cumpleaños. —¿Mi visita no basta como regalo? —me pincha. Extiendo la mano. A regañadientes, me da el fajo de páginas. —Ayúdame a decidir —dice ya en la puerta—. ¿Debería pasar la noche con mi primer marido o con el segundo? —Son la misma persona —le recuerdo en una típica escena nuestra. —¿Estás segura? Parecían personas diferentes. O a lo mejor a mí me pareció una persona diferente. Se casó con Geoffrey por primera vez en 1986 y por segunda vez en 2008, el 5 de noviembre, para ser exactos. Estaban eufóricos por la victoria de Obama. Cuando empecé a trabajar para ella, ya se habían separado —otra vez—, pero creo que cuando están en la misma ciudad se olvidan del porqué. Nos despedimos y quedamos en vernos un día de esta semana que le vaya bien. Me acurruco en el sofá y empiezo a leer. La primera línea pide a gritos una vuelta de tuerca. Sé que le he dicho que no tomaría notas, pero tacho «El fin está cerca» y lo cambio por «El fin muy cerca está» para que lo cante en una parodia de la canción A mi manera, de Frank Sinatra, que he titulado Por mi sirena. Mary tiene un vozarrón que poquísima gente conoce, ¿por qué no aprovecharlo? Antes de que me dé cuenta, he modificado la letra de la canción para que corresponda con las experiencias de Mary. El fin muy cerca está, nadaré en él serenamente. Ni hablar, ¿dos pelis más? No las haré, sinceramente. A los frikis molesté y los jefazos se enfadaron.

Y al médico pegué por mi sireeeena. Cuando miro el reloj, es ya la una de la madrugada, he leído el guion tres veces y no tengo ninguna intención de parar.

CAPÍTULO 23 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Retiro, retiro Equipo: Solo quiero que sepáis que voy a pasar los próximos cuatro días en la Organización Romántica Internacional de Federaciones Internacionales de Conferencias de Iniciativas Online (o, lo que es lo mismo, ORIFICIO. No os preocupéis, tengo intención de proponer un debate sobre el nombre y, lo que es también importantísimo, sobre por qué alguien quiere incluir la palabra «internacional» dos veces en un mismo nombre). El retiro tendrá lugar en los bosques de Pensilvania y me han dicho que su red wifi es bastante deficiente. Si surge algo urgente y no recibís respuesta, mandadle un correo a Miles, nuestro redactor sénior ([email protected]), que seguro que podrá ayudaros. Saludos cordiales, Leanne De: Leanne Tseng Para: Miles Ibrahim Asunto: Fuera de cobertura Miles: Te he puesto como contacto de emergencia. Recuerda que el manual de estilo de la empresa lo escribiste tú. Y también recuerda no cagarla. Besos, Leanne

MILES Zoey y yo seguimos besándonos. No hemos parado de besarnos. Mi mano le roza una y otra vez el hoyuelo hasta que no puedo más y muevo los labios para besarle el perfecto agujerito que se forma en su mejilla. Ahora le acaricio el pelo, una mezcla de castaño y rubio. Un momento. Esa no es Zoey. Ahora su melena es rubia de las raíces a las puntas. De hecho, tiene forma de un elaboradísimo triángulo cuya sombra me cubre por completo. Y ahora tampoco estoy besando a Bree, sino a una dama de honor sin rostro que lleva un suave vestido rosa en la boda de Charles y Dylan. Aunque Charles y Dylan no tienen damas de honor, solo padrinos. —Auxiliares de cabina, prepárense para el aterrizaje. Por fin me despierto, antes de que a mi cerebro le dé por hacerme pensar que también me estoy liando con una de las azafatas. Mover el cuello me va a doler una barbaridad, porque parece que lleve días con tortícolis, pero debo hacerlo. Suelto un gruñido y me revuelvo. La mujer mayor de mi derecha frunce los labios con desagrado. Espero no haber dado muestras de que estaba soñando con besos tan excitantes como perturbadores. El adolescente de mi izquierda lleva puestos los auriculares y se ha pasado todo el vuelo jugando a videojuegos, así que por lo menos no se me puede acusar de corromper una mente joven. (Aunque a juzgar por lo poco que veo de su pantalla, parece que el juego es más escandaloso que lo que pueda soñar un tío de treinta y un años, pero bueno). Miro por la ventanilla y veo cómo se va acercando el paisaje plano de casas con arquitectura marrón, de un falso estilo toscano, y los rectángulos de azul intenso de las piscinas de Fort Lauderdale. Compré el billete anoche a la una de la madrugada, y por eso ahora estoy encajado en el asiento del medio. No he conseguido dormir nada. Pensar que

Zoey y sus sorprendentes labios estaban al otro lado de una fina pared ha sido demasiado. Tampoco me ha ayudado oír ruidos que sonaban a carcajadas que provenían de su piso… y no creo que se tratara de la televisión. Y si me pongo a reflexionar sobre ello, creo que las risas estaban acompañadas de cierto flirteo. Zoey estaba con alguien. Pero ¿por qué le doy importancia? Ha sido un círculo vicioso de pensamientos que parecía no tener fin, hasta que me dio por conectarme a internet, comprar el billete y decidir alejarme de aquella situación lo más rápido posible. A las siete y media de la mañana le he mandado un mensaje a mi madre: ¡Sorpresa! Aterrizo dentro de tres horas. Se ha puesto contentísima y me ha hecho sonreír a mí también. Al fin y al cabo, le había prometido que los visitaría antes de que terminara el verano. Lo he hecho para cumplir con mis deberes de hijo pródigo, no porque quiera huir de… de nada. Ya estaba en la puerta de embarque cuando he recibido los correos de Leanne. No tenía ni idea de que sería su contacto de emergencia, así que espero que no haya ocurrido nada durante las dos horas de vuelo, sobre todo porque me olvidé de decirle a mi jefa que estaría unos días fuera de la ciudad. Pero bueno, ¿acaso no tener que preocuparse por estar o no en una oficina no es la gran ventaja del autónomo? Nada más aterrizar he abierto el correo y por suerte no había nada urgente. La cara sonriente de mi madre y sus cuatro chales de cachemira me reciben al salir por la puerta de llegadas. Corre hacia mí y me da un abrazo. Después le llega el turno a mi padre, que me clava los tres bolígrafos que lleva en bolsillo de la camisa en el pecho, una muestra más de todo lo que tienen en común: su manera de asfixiarme. —Por fin estás en casa. —Igual que su manera de hacerme sentir culpable. Sin embargo, les devuelvo la sonrisa. No puedo evitarlo. Aunque en realidad nunca haya vivido en Florida, sí que estoy en casa. Porque más allá de todas las moderneces de Nueva York, la ciudad no es rival para la sensación de que los chales de mi madre me rocen el hombro mientras me rodea con un brazo para conducirme fuera del aeropuerto.

*** Como siempre, la casa de mis padres está a unos gélidos 8 ºC. Rebusco entre los cajones de la habitación de invitados para dar con la sudadera de Mickey Mouse que dejé ahí hace unos años cuando los visité en el viaje de regreso de Disney World con Gemma (era una friki de Disney). Me va un poco justa en los hombros. Vaya. Cuando estaba con Gemma no me daba por hacer ejercicio; así que lo de estar en forma debió de ser una más de las influencias del mundo de Jordan. Aunque, a diferencia del fanatismo con Mickey, esta rutina sí que va conmigo, y la he conservado. Me pregunto de qué afición de Zoey debería enterarme. Espera, ¿qué he dicho? Suelto un gruñido. Un puto beso y Miles, el amante de las comedias románticas, está de vuelta y preparado para enamorarse a la primera de cambio. —El amor es estúpido —mascullo de mal humor y me siento en un taburete enfrente de la mesa de desayuno de mis padres. Mi madre se yergue visiblemente. —¿Ya podemos hablar de Jordan? —me pregunta, y deja delante de mí un plato con varias tortillas veganas. —A mí nunca me cayó bien —dice mi padre mientras planta un vaso enorme de zumo de naranja junto a mi plato. —Sí que te caía bien —le respondo—. A los dos. —Con el tenedor señalo primero a uno y luego al otro, de manera acusadora, antes de empezar a desayunar (a pesar de las horas que son). Se miran, y mi madre toma las riendas de la conversación. —Bueno, a lo mejor sí. Pero solo porque creíamos que te hacía feliz. Y porque iba a convertirse en nuestra nuera. Visto con perspectiva, podemos odiarla, ¿no? Lo pienso unos instantes. —Diría que esa sería la respuesta parental más correcta. Mis padres asienten, triunfales. —Y ahora, bébetelo —dice mi padre con la vista puesta en mi vaso—. Está recién exprimido.

—No esperaba menos. —Doy un sorbo al zumo—. ¿Por qué ibais a vivir en Florida si no? Me concentro en el plato, pero de reojo me percato de que mis padres se miran y se comunican mentalmente con la maestría que llevan cuarenta y seis años puliendo. Me apuesto lo que quieras a que es mi madre la que habla… —Por cierto… —dice mi madre. Lo sabía—. ¿Estás saliendo con alguien? Suelto una carcajada y a punto estoy de escupir el desayuno. —¿Me lo preguntas de verdad? Eres consciente de que acaban de hacer añicos mi corazón, mi vida y mi precioso piso, ¿verdad? —A ver —empieza—. Acabar, acabar…, tampoco. —Si solo han pasado tres meses. —La fulmino con la mirada, incrédulo. Mis padres se encogen de hombros al mismo tiempo. El siguiente en hablar es él. —Es que hemos pensado que…, bueno, que ya estarías preparado para salir por ahí. —Pues no. Y seguramente no lo esté nunca. —Pero hasta yo mismo sé que esas palabras suenan más a bravata adolescente que a una frase con significado. Pensamiento que decido ignorar. —¿Qué os parece si hoy salimos a cenar? Yo invito —les propongo. —Ah, nos encantaría —dice mi madre. —Pero tenemos entradas para ver a Tom Jones en el centro comunitario — anuncia mi padre. —Podríamos pedir un favor y conseguir una entrada extra. ¿Quieres venir? — me pregunta mi madre. Me miran, expectantes. ¿Cuál es mi alternativa? ¿Hacerme un ovillo con una manta y zapear por los cuatrocientos canales del satélite como si fuera un científico en busca de vida en el espacio exterior? Ahora que lo pienso, la idea suena tentadora y todo… Pero entonces me fijo en la ilusión de los ojos de mi madre, sonrío y respondo: —Claro. Me encantaría ir. ***

El favor se lo piden a su amiga Meredith y, a juzgar por cómo Meredith me enseña una y otra vez el perfil de Facebook de su hija en su móvil, me da la sensación de que todo esto tiene que ver más conmigo que con Tom Jones. Una sensación que se corrobora durante el interludio. Meredith me ha dejado el móvil para que se lo «guarde» mientras va al lavabo. Y llega el momento de la estudiada intervención de mi madre. —Angie también vive en Nueva York —dice con un tono que seguro que intenta ser improvisado. —No me digas. —Reprimo una carcajada. Le sigue una significativa pausa, durante la cual se dedica a estudiar a la sonriente pelirroja que aparece en el salvapantallas del teléfono y dice, como si acabara de llegar a esa conclusión: —Es guapa, ¿verdad? Le doy el móvil sin siquiera echarle un vistazo. —Toma. Será mejor que te ocupes tú del teléfono de Meredith. —Quizá podrías mandarle una solicitud de amistad —sigue. La sutileza nunca ha sido su fuerte—. Sé que ella también quiere tener hijos pronto…, como tú. —Mamá, ya te lo he dicho. No estoy para citas. —¿Cómo lo sabes si no lo intentas? —me pregunta. Miro a mi padre en un vano intento de encontrar apoyo, pero para variar él está ahí para reforzar la postura de mi madre, como un notario. —La conocemos. Es muy maja. —Y yo que me alegro —digo—. Por Meredith. Y por Angie. Y por vosotros, si tenéis que pasar tiempo con ella. Pero la respuesta es no. Necesito apartarme del amor una temporada, ¿vale? Mis padres se miran. —Con tu trabajo, eso será bastante difícil —dice mi madre—. Porque tienes que ayudar a escribir historias de amor. —Mentiras son lo que escribo —respondo sin rodeos al pensar en Jude, que a duras penas sabía qué era Bajo el mar. Y aunque Bree y él lleguen a verse varias veces, metí la pata al involucrarme personalmente en las conversaciones. Parece que ya no sé hacerlo bien: antes se me daba fatal porque era muy cínico y ahora,

porque me entusiasmo demasiado. Suspiro y miro hacia mis padres, que están cogidos de la mano, como siempre que se sientan juntos—. ¿Vosotros cómo lo conseguís? Lo de seguir enamorados, digo. —El amor es sencillo… —afirma mi padre—. No olvides una cosa: aunque parezca una de esas bonitas fotos de bodas de Instagram, y aunque creas que se trata de las mariposillas que sientes al conocer a esa persona y al ligar con ella, en realidad amar significa limpiar el vómito de tu hijo a las cuatro de la madrugada y lograr hacer una broma para arrancarle una sonrisa a tu mujer. Mi madre interviene, la mar de contenta. —¡Ah, la de El exorcista! —se ríe—. ¡Me acuerdo! Meneo la cabeza… pero sonrío, aunque no quiera. Mis padres son ridículos y es ridículamente complicado estar a su altura. Tal vez ese haya sido mi problema todo este tiempo. Pero entonces me doy cuenta de algo que acaba de decir mi padre. —¿Sabes qué es Instagram? —me extraño. —Pues… es que la hija de Meredith nos dio un tutorial. —Me guiña un ojo—. ¿A que ahora ha ganado puntos? —Sois incansables —me río. Meredith vuelve del baño y mi madre le devuelve el móvil con lo que, para mí, es una sonrisa con un significado en clave: «La misión ha ido bien. Mañana lo hablamos durante la partida de mahjong». Tras el concierto, al ocupar el asiento de atrás del coche, como el niño que para mis padres siempre seré, pienso en mis planes, en cómo durante tantos años creí que seríamos Jordan y yo los que bromearíamos sobre los vómitos de nuestro hijo a las cuatro de la madrugada. Supongo que ahora deberá encargarse Doug. Pero seamos realistas: sus habilidades seguro que son más útiles para abrir un coco que para hacer una broma. Resoplo. Cómo me gustó hacérsela pagar a Jordan ayer, aunque fuera un poquito. Pero no fui yo, sino Zoey. Y si soy totalmente sincero, esa quizá fue la parte que me gustó más. Reírme con ella. Compartir bromas privadas con ella. Sentir sus labios sobre los míos… Mierda. Mierda, mierda, mierda.

CAPÍTULO 24 De: Clifford Jenkins Para: Todos los trabajadores de Palabras de Amor Asunto: Últimas voluntades y testamento Gente: Madre mía. En fin, allá voy. Lo que vais a leer es muy impactante. No hay manera de prepararos para lo que sigue, pero sé que sois fuertes y que vais a sobrevivir, así que voy a ir al grano y decirlo sin rodeos. Este podría ser mi último correo, y si a alguno de vosotros le piden que dé fe de mi estado mental, a lo mejor deberíais imprimirlo, así como guardar la postal que os mandé ayer, cuando delante de mí aún se abría una vida rica y llena, para demostrar que la persona que fui y la persona en la que me he convertido ahora no son la misma. Veréis, ya me había llamado la atención que la ubicación de este «retiro» (¡¡¡y las comillas que pongo son sarcásticas!!!) era supersospechosa. No solo por la mierda de wifi (REZO POR QUE OS LLEGUE MI CORREO), sino porque el entorno (bosques y más bosques) contiene algo peor que las garrapatas, peor que las ratas y peor que un mapache con rabia. Hoy, durante el ejercicio que consistía en caminar con confianza por los citados bosques, me han tapado los ojos y, durante el rato que he estado sin ver, he rozado un árbol en el que había, ¡¡¡¡¡y todavía no me lo puedo creer!!!!!, una neurooruga. Para los que desconozcan qué es (como lo desconocía yo hasta la reunión de ayer por la noche), las neuroorugas son endémicas y ¡capaces de mandar a la mierda toda tu vida! En serio, si te muerde una, te fríe los circuitos internos y toma el control de tu capacidad neurolingüística. (Para los profanos en el tema, significa que va a coger las riendas de tus pensamientos y, por último, si no de inmediato, de tu comportamiento). Estoy esperando a que venga un médico de urgencias de tierra firme…, joder, de la ciudad. ¿Veis?, ya ha

médico de urgencias de tierra firme…, joder, de la ciudad. ¿Veis?, ya ha empezado. Soy incapaz de gestionar mi sentido de la orientación, me da la sensación de que estoy en una isla y nadie es una isla, pero aquí estoy yo, una isla en mi propia mente, intentando echaros una mano para que me entendáis. Os estoy OYENDO preguntar: «¿Qué podemos hacer para ayudarte?». Como ya he dicho antes, GUARDAD ESTE CORREO. Guardad las pruebas. GUARDAD LA POSTAL. Lo vamos a necesitar en la inminente tormenta legal que voy a lanzar sobre estos cabrones. Seguid adelante con el trabajo. ¡Enviadme luz y amor, os lo suplico! Clifford (PERO ¿HASTA CUÁNDO SEGUIRÉ SIENDO YO?)

ZOEY La postal electrónica en cuestión, la que en teoría debemos guardar como prueba de que Clifford, antes de que le mordiera una oruga, era normal (?), no es más que una foto en la cabina extravagante de la Organización Romántica Internacional de Federaciones Internacionales de Conferencias de Iniciativas Online, que por lo visto tiene lugar en Pensilvania. Clifford lleva gafas y nariz de Groucho Marx y una boa, y está delante de un fondo rarísimo, de pie debajo de un cartel en el que pone «ORIFICIO», y que él señala entre risas. Dos días después de que le mandara a Mary mis ideas para su monólogo, llega a mi/su piso con comida de Remedy Diner, una mezcla celestial de pavo asado y sándwiches de queso brie, acompañados de macarrones con queso y trufa. Entre lo que me trae ella y mis visitas demasiado regulares a la quesería de mi calle, va siendo hora de que asuma que he desarrollado una adicción al queso. Por otro lado, y aunque me duela admitirlo, la comida para llevar de Nueva York le da mil vueltas a la de Los Ángeles. Debería sondear a Miles para que me cuente cuáles son sus sitios favoritos, ya que estamos puerta con puerta, y quizá algún día podríamos ir a compartir un plato. Pero entonces me tocaría confesarle que en su ciudad hay algo mejor que en la mía, y no tengo ningunas ganas de oír su engreída respuesta. Mary no saca a colación el correo que le envié, así que no sé si lo habrá visto. Los correos electrónicos nunca han sido su punto fuerte; cuando trabajaba para ella, una vez le dio a «responder a todos» en un mensaje grupal con la foto de un sarpullido que creía que era clavadito a Al Capone, y terminó descubriendo que todo el equipo de producción del programa de Ellen DeGeneres tenía una opinión al respecto. El asunto estuvo varios días activo y durante esa semana fuimos muy poco productivas. En cuanto nos ponemos a atacar la comida grasienta y excesiva, le entrego la copia de su guion, con mis notas escritas a

mano en los márgenes. —¿Qué es esto? —me pregunta. —Tu guion. —¿Crees que tengo pocas copias? —Sigue comiendo. —No, son… son mis sugerencias. —Ah, sí, he recibido tu correo. —Ah. —Me sorprende que no me respondiera, pero bueno, ha estado muy ocupada—. Supongo que no has tenido tiempo de leerlo… —Sí que lo he leído. Levanto la vista, nerviosa y confundida. —Pero como te dije, no tienes que preocuparte por el guion —dice, y por fin caigo en la cuenta: mis notas no le han gustado nada. Pero nada de nada. Madre del amor hermoso. ¿Y si nunca le han gustado mis comentarios? ¿De ahí que me enviara aquí, a una nueva vida, y me echara? ¡Ahora está clarísimo! Me mandó a Nueva York para deshacerse de mí, porque no podía justificar que siguiera trabajando para ella con las ideas tan malas que tengo. Y porque tiene un corazón tan grande que quería asegurarse de que yo estaría bien. —Tú preocúpate por ti y por tu propio guion, ¿vale? Sigue esforzándote. Sé que lo vas a conseguir —dice Mary, pero sus palabras quedan ahogadas por el zumbido que oigo en mi cabeza, que enseguida es sustituido por otro zumbido: una videollamada de FaceTime. En otras circunstancias, la ignoraría, porque no estoy sola, pero se trata de Bree. —Lo siento, lo tengo que coger. Es trabajo —digo, aturdida por las incesantes preguntas que dan vueltas en mi cerebro. No hay tiempo de analizar lo que he descubierto y de qué manera cambia mi perspectiva hacia todo lo que ha ocurrido. Mary se levanta rápido, se limpia la boca con una servilleta y recoge sus cosas. —No te preocupes, me voy. —En sus prisas por dejarme a solas, lanza al suelo el guion y ahí sigue, boca abajo. No me molesto en recogerlo ni en guardarlo. ¿Para qué? Le devuelvo la llamada a Bree. Descuelga en el primer tono, con la cara…

enrojecida. Preñada de endorfinas. Como la mañana de después. Es decir, como la tarde de después. —Qué tal, señora —canturrea—. ¿A que no adivinas quién se llevó el premio gordo anoche? ¿Y con quiééééén? —exclama con voz de búho la mar de satisfecho. A no ser que haya habido un giro en los acontecimientos y haya decidido volver a sus revolcones esporádicos, creo que no quiero responder a la segunda parte de la pregunta. Le doy la enhorabuena con un nudo en la garganta. Se ofrece a proporcionarme todos los detalles y me niego, educada. Y así, de golpe y porrazo, se acabó. Salgo de la vida de Bree. Y de la de Jude. Han echado un quiqui o varios y mis servicios ya han dejado de ser necesarios. Es decir, que en cualquier momento… Pues sí, ahí está: recibo el vídeo de Clifford y el dinero extra. Casi no oigo la canción que suena a todo volumen por los altavoces. La pasta está guay, pero los aros de fuego por los que he tenido que pasar para conseguirla no merecen tanta ansiedad. La última parte de la canción de Clifford se reproduce en bucle: la banda sonora de Flashdance insiste en que bailo como una loca. Sola no puedo soportar las chorradas de Clifford y, seamos realistas, va a ir a peor, con o sin neuroorugas que se zampen su cerebro. Bien podría haberle dado por apartarme del encargo de Bree, y me habría quedado sin nada. Así no se puede vivir. Ha llegado la hora de ponerse serios y buscar otros trabajos como autónoma. No sé cuánto tiempo me quedo ahí sentada, mirando por la ventana sin ver e intentando hacer acopio de fuerzas para analizar la situación. De repente, alguien llama a la puerta y me saca de la neblina mental que me envolvía. ¿Mary ha vuelto? Me levanto con cuidado para abrir la puerta, pero al otro lado no hay nadie. Lo que sí hay, en cambio, es una botella de champán en el suelo con una nota de Palabras de Amor. La virgen, qué rapidez. La cojo y alguien me llama por mi nombre. Es Aisha. Uy, ¿qué hace Aisha aquí?

—Madre de Dios. No te… obliga a… entregar el champán, ¿no? —balbuceo. —El pluriempleo da mucho dinero. —Me sonríe—. Es broma, solo me dedico a la fotografía. Parece que la botella ha llegado al mismo tiempo que yo. —¿Qué haces aquí? Estamos en el descansillo, entre el piso de Miles y el mío. —¡Ahí vive mi hermano! Ya que se ha ido unos días, vengo a regarle las plantas. Es un trabajo en equipo: siempre que uno de los dos visita a sus padres, el otro disfruta de por lo menos un mes sin sentir culpabilidad. —¿Miles es tu hermano? —Tócate. Los. Huevos. Ahora que me fijo mejor en ella, sí que veo cierto parecido familiar. —De hecho, es mi primo. Como siempre lo he considerado un hermano, es lo que me sale. Pero sí, me ha pedido que mantenga con vida a sus orquídeas mientras está fuera. —¿Es capaz de cuidar de un ser vivo? Vaya… —Me arden las mejillas porque, en contra de mi voluntad, estoy rememorando nuestro beso. A mí sí que me hizo sentir viva, sin duda. Y lo mejor será que Aisha nunca se entere de eso. Qué raro es todo. Voy a ignorarlo hasta que se quede en el olvido. Beber quizá me ayude… Levanto la botella de champán y señalo a Aisha con ella. —Cuando acabes, ¿quieres una copa? —No debería —me sonríe—, pero… ¡venga, por qué no! Al cabo de quince minutos, estamos sentadas en el sofá y brindamos con sendas tazas de café: —Por el pluriempleo —digo. —Por los familiares que siempre están dispuestos a recomendarte para un curro —añade Aisha, y alza la taza hacia la pared que comparto con Miles. —¿Te ayudó a entrar en Palabras de Amor? —le pregunto, sorprendida. —En realidad, fue en la empresa anterior, que me llevó hasta Palabras de Amor. Gracias a Dios, o le tendría que haber pedido un préstamo —admite con una sonrisa triste—. Pero claro, él jamás trabajaría con Clifford. Así pues, ¿tu último cliente se ha enamorado? —se interesa—. Felicidades. —Por desgracia sí.

—¿Por desgracia? —Es que… había empezado a sentir cosas por el tío. Por el match. Qué poco profesional, ¿eh? —A ver, yo creo que es comprensible que acabes sintiendo cosas por la gente a la que conoces o ayudas. Cuando te pones a ligar con tanto ahínco, seguro que no es tan fácil mantener la cabeza fría. —Gracias por decirlo. Es que… era tan listo, tan majo y tan… —«Agradable a la vista». —Si buscas a alguien listo y majo, hazme caso, y no porque sea mi primo, pero Mil… Mientras habla, pruebo el champán y MADRE MÍA, qué horror. —Ay, lo siento. —Corro al fregadero y lo escupo—. Imbebible. Aisha se estremece y aparta la taza antes de que el aroma nauseabundo penetre en su inocente nariz. Nos miramos a los ojos y nos echamos a reír. —¿Se puede saber de qué va Clifford? —se pregunta. —¿Por qué me manda champán si no se molesta en comprar uno que esté bueno? —me lamento. —Yo no te he dicho nada, pero tengo buenos motivos para creer que Palabras de Amor no llega a las Navidades —dice Aisha—. Está en una situación de lo más delicada. —¿Y qué te hace pensar eso? ¿Los últimos diez correos de Clifford? —bromeo. —¿Qué vas a hacer si la empresa quiebra? —No tengo ni idea. En principio, estoy en Nueva York para encontrar mi propia voz y elaborar material original, pero cada vez que abro el guion se me tensa todo el cuerpo. No sabes lo que me cuesta concentrarme. Mi antigua jefa no cree que mis ideas sean buenas para su guion y esa es la razón por la que me despidió. ¿Quieres que te cuente lo más triste de todo? Que lo acabo de descubrir. Ahora, hace una hora. —Suelto una risa apenada—. Hablando de inútiles. —Espera, ¿qué te ha dicho exactamente? —No ha tenido que decirme nada. Y es una mierda, porque editar, tomar notas

y sacar lo mejor de los textos de los demás es lo que más me gusta en el mundo. Darle forma al trabajo de alguien es muy emocionante. Aunque Palabras de Amor sea una locura, esa parte del curro sí que me encanta. Ahora hay que encontrar la forma de convertirlo en mi sustento. —Es el quid de la cuestión, ¿verdad? Que sea viable. —¿Tú consigues ganarte la vida con la fotografía? —Ahí voy —responde—. No siempre fluye, pero con cada tropiezo voy aprendiendo. Yo lo veo así: aceptar un trabajo que no me guste nada e intentar que me guste o hacer algo que me encanta e intentar ser la número uno. ¿Acaso hay una manera mejor de vivir la vida? —Se encoge de hombros—. No digo que sea fácil, claro que no. —Echa un vistazo a la hora en el móvil—. Ostras, me tengo que ir, pero la próxima vez bebamos algo que no salga de un todo a cien, ¿vale? —Buena idea. —Nos despedimos con un abrazo y, al cabo de un par de horas, sigo pensando en lo que ha dicho. Más allá de los celos que siento por lo de Bree y Jude, me siento orgullosa. Yo los he juntado, yo he dado forma a su historia de amor. Con mis palabras. ¿Qué más puedo hacer con mis palabras? Sin pensármelo, me registro en una plataforma gratuita para crear webs y empiezo a escribir. Mmm, qué nombre le pongo… ¿Servicios Editoriales A-Z? No, Z-A. Por Zoey Abot. Mis dedos vuelan en el teclado. «¿Necesitas que alguien lea tu manuscrito, tu texto, tu guion teatral, tu trabajo de la universidad o la presentación de tu empresa? Préstame tu voz y puliré tus páginas hasta que reluzcan. Desde corregir hasta redactar de cero, reescribir y más, mejoraré tu proyecto de principio a fin…». En otros tiempos, le habría pedido a Mary que me dedicara un par de frases para ponerlas como recomendación visible en mi web. Ahora ya no. No cuento ni con su aprobación ni con su apoyo, pero pienso hacerlo de todos modos. A lo mejor es un error tremendo, pero por lo menos será «mi» error. Siento la extraña necesidad de cruzar el descansillo y contárselo a Miles, ya ves

tú qué estupidez (¿qué tenía el champán?). De todos modos, no puedo evitar ilusionarme al pensar que, cuando vuelva, se lo preguntaré y me dirá qué opina de mi nueva aventura.

CAPÍTULO 25 De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: He vuelto Equipo: Solo quería que supierais que el retiro ha sido más corto de lo previsto. Os adjunto una foto para que veáis por qué. Sí, sí: ese de ahí es mi exmarido, y pronto el exjefe de Palabras de Amor, gritando como una banshee a una inocente oruga que tuvo la desgracia de subírsele al brazo. Enseguida agarraron al bichito y lo metieron en una bolsa para hacerle pruebas. A pesar de que los demás asistentes aseguramos a los organizadores de la conferencia que era muy poco probable que Clifford cumpliera con sus gritos amenazadores de demandarlos a todos, se asustaron tanto que cancelaron el resto de las jornadas. En otro orden de cosas, a la querida y difunta oruga le hicieron pruebas y resultó ser un insecto normal y corriente que ya nunca tendrá la oportunidad de convertirse en mariposa. (No me digáis que no parece una metáfora de lo que ocurre con todo lo que toca Clifford). Saludos cordiales, Leanne

MILES En el vuelo de regreso a casa, había unas veinte películas para elegir, entre las cuales estaba El bazar de las sorpresas, y no he podido resistirme. Es que es un clásico. Y Jimmy Stewart y Margaret Sullavan son dos dependientes de tienda rivales y absurdamente encantadores que, entre tantas charlas y discusiones, no saben que el amor que sienten por el otro es mutuo. Sé que cuando ha terminado la película se me ha quedado una sonrisa boba en la cara, y la verdad es que me da igual que alguien me vea. A lo mejor no es tan mala idea que vuelva el Miles de siempre. Llego a casa a media tarde y me doy una ducha posvuelo. Ahora que ya estoy limpito, creo que voy a salir a correr un rato. Aunque quizá no estaría mal ir a tomar un café. Abro la puerta y a punto estoy de caer encima de la persona que está en el descansillo. Para evitarlo, doy un paso atrás, resbalo y me caigo al suelo de culo. Al levantar la vista, veo la nariz que pertenece a la que enseguida identifico como la protagonista tanto de mis sueños de niño como, admitámoslo, de no tan niño, de adolescente y de adulto. —Esta no es manera de conocer a nadie —dice con una sonrisa divertida. Me incorporo. Es Mary Clarkson. La Mary Clarkson de verdad. —Usted es… —Me callo y miro hacia la puerta de Zoey, de la que por lo visto acaba de salir—. Ella… —Me callo de nuevo. Y entonces intento recomponerme y pensar en lo que le diría una persona normal a otra persona normal en esa situación—. Lo siento mucho —murmuro. —¿Nadie te ha explicado las normas del edificio? Cada vez que sales al descansillo tienes que anunciarlo. —Eh… —Ahora recuerdo a la Zoey de cuando yo no sabía que era Zoey, que gritaba a diario: «¡Voy a salir!»—. Claro —digo—. Lo siento otra vez.

—No pasa nada, hombre —me asegura—. Tú eres Cuando Harry encontró a Sally, ¿verdad? —Mmm. Miles —digo. Mary Clarkson es también famosa por apoyar la legalización de la marihuana. A lo mejor está fumada. —No, me refiero a tu escrito. Tardo unos instantes en recordar el texto tan extraño que tuve que escribir para conseguir el piso. Me quedo boquiabierto. —Un momento… ¿Llegó hasta usted? —Siempre que puedas, invierte en inmuebles. Es el mejor consejo que puedo darte. —Reflexiona un poco—. Y también que los problemas del tercer acto casi siempre tienen su raíz en el primer acto. Aunque no creo que eso te resulte útil. —Me da una palmadita en el hombro—. Vaya, vaya. Cachitas. Buen escritor. Guapetón. Tal vez serías un buen partido para ella. No tengo ni idea de qué me está contando, pero creo que voy a tener que buscar en Google para asegurarme de que no la hayan acusado recientemente de comportamiento irresponsable. Mary Clarkson es un tesoro nacional y de todos depende que no le ocurra nada horrible. —¿Ella? ¿Quién? Mary asiente hacia la puerta de Zoey. —No seas un Sneetch panza-estrella. Invítala a una buena salchicha. —¿Un Sneetch qué? —Del clásico del Dr. Seuss, que al principio apareció en la revista Redbook, aunque supongo que a ti te sonará más por la colección en la que aparece, titulada con acierto Los Sneetches y otros cuentos. Recuerdo vagamente unas ilustraciones en forma de patos amarillos que promovían la tolerancia o algo así, pero no me atrevo a preguntarle si lo de «una buena salchicha» es metafórico. Antes de que consiga articular algún sonido, Mary se aleja y me dice, ya de espaldas: —Nos vemos. —Adiós —digo, aturdido. Joder. Es Mary Clarkson. Tardo un rato en recuperarme y, entonces, bajo corriendo las escaleras y cruzo

la calle rumbo al Café Crudité, con la cabeza repleta de sirenas. En cuanto estoy lo bastante cerca, veo los célebres calentadores de brazos a través de la ventana y sonrío. Hasta la campanita que suena cuando abro la puerta me parece la mar de alegre. Sigo avanzando y me planto delante de Zoey. Parece absorta en el trabajo, por lo que tarda unos instantes en darse cuenta de mi presencia. Cuando por fin levanta la vista, le suelto: —Sí que la conoces. —Ah, hola —dice—. ¿Qué? ¿A quién? —¡A Mary Clarkson! —exclamo—. La he visto salir de tu piso. Cuando me lo dijiste, no estabas de coña. —¿Por qué pensabas que sí? —Entorna los ojos. —No sé —admito—. Es que… es Mary Clarkson. —Muevo los brazos en un vano intento de dar a mis palabras la importancia que merecen—. Y creía que a lo mejor me lo dijiste así porque sí. —Porque sí. Claro —dice, muy seria—. Bueno, a pesar de lo patética que te piensas que soy, pues sí, la conozco. Porque lo cierto es que antes de llegar a esta maldita ciudad tenía vida, un trabajo importante y muchos contactos. — Devuelve la atención al portátil y aporrea un par de teclas. —Venga ya, Zoey. Nueva York no está tan mal, ¿no? —Todavía me tenéis que convencer de lo contrario —masculla. —Mira, vivir aquí quizá sea duro. Pero también puede ser fantástico. Cada barrio de Nueva York tiene su propia esencia, algo que los diferencia. —¿Esa frase es de un folleto o algo? —Me lanza una mirada de extrañeza. —Es la vida misma, Zoey. Veamos… ¿Has ido al High Line, por ejemplo? —Pues te lo creas o no, sí —dice. —¿En un día de primavera? ¿En pleno atardecer? ¿Con la ciudad entera resplandeciendo bajo tus pies? ¡Por no hablar del otoño en Nueva York! Todavía no has podido experimentarlo. Vale, sí, solo dura ocho días, y también es el título de una película mediocre de Winona Ryder y Richard Gere, pero es que son los ocho días más maravillosos del mundo. ¡Las hojas de Central Park se llenan de colores de verdad! ¡El aire es fresco de verdad! ¡La luz es dorada! —A ti te encanta vivir aquí, ¿eh? —Zoey suelta una risilla.

—¿Cómo no me va a encantar? —Le sonrío. Tal vez sea por la euforia de haber visto a una famosa, pero por unos instantes haría lo que fuera para lograr que ella sintiera una pizca del amor que siento yo por esta ciudad mágica, capaz de partirte en dos, atropellarte y congelarte (tanto literal como figuradamente), y pese a ello hechizarte para siempre. Y ahora me doy cuenta de que quizá nunca me hayan roto el corazón del todo, porque de esta ciudad voy a estar enamorado eternamente. —Hay muchas cosas malas —dice antes de poner los ojos en blanco, aunque juraría que no lo dice tan en serio como en anteriores ocasiones—. Y creo que estás siendo amable conmigo porque acabas de descubrir que conozco a una famosa. Y no a una famosa cualquiera, sino a tu amor adolescente. —Para nada. —¿Seguro? —dice—. ¿Tu mano y tú no habéis invertido tiempo en conoceros mejor delante de un cartel de la duquesa Quinnley? —No… no he dicho eso. Se echa a reír. —Me refiero a que… no estoy siendo amable contigo por eso —intento reconducir la situación. —¿No? ¿Es por el beso? —Veo cierto brillo en sus ojos—. ¿El lugar de Mary ahora lo ocupo yo? Fue muy excitante, ¿eh? —Y mueve las cejas. Quiero responder alguna ocurrencia, pero en lugar de eso creo que, de hecho, me estoy poniendo rojo. Suerte que mi piel, un poco más oscura, suele ocultarlo bastante bien. Y, en ese momento, gracias a Dios, me salva una musiquilla. Miro el móvil. Es Jude. —Tengo que cogerlo —digo. —Faltaría más —contesta Zoey, y entonces vuelve a concentrarse en su portátil, como si nuestra conversación solo hubiera tenido lugar… porque sí. La expresión que utilicé antes me persigue mientras abro la puerta de la cafetería para atender a Jude afuera, lejos de oídos fisgones. —Hola, Jude —digo, e intento sonar como un profesional, y no como un tío de treinta y un años al que la más mínima insinuación de una chica ha dejado fuera

de juego. —Hey, tío. ¿Cómo va? —Bien. ¿Qué tal tú? —Genial. —Y se ríe—. De hecho, por eso te llamo. Es por Bree. —¿Y eso? —Al otro lado del ventanal de la cafetería, veo que Zoey cierra el portátil y empieza a recoger sus cosas. —Sí, creo que vamos a pasar de las redes. Bree. Siento una ligera punzada al oír su nombre, pero bien podría ser por el aire caliente que me ha escupido el autobús que acaba de pasar. —¿Te refieres a que quieres cerrar tu cuenta? —Exacto. —Ningún problema, hoy mismo te la doy de baja. Y oye, me alegro por ti, Jude. Es estupendo. —Pues sí. Ella es estupenda. Estoy muy contento. Y quiero darte las gracias. —No hay de qué. Es mi trabajo —digo cuando la campanita suena a mi lado y Zoey sale del local. Asiente ligeramente hacia mí, pero después cruza la calle sin echar la vista atrás ni una sola vez. Siento la necesidad de seguirla. Para mi desgracia, Jude siente la necesidad de ponerse poético y recitar cuánto cree que le he cambiado la vida. —Creo que puede ser el amor de mi vida —dice—. La otra noche pasamos a otro nivel, ya sabes a qué me refiero… Y madre mía, es que lo tiene todo. Pero todo. —Ya —murmuro, mientras veo cómo Zoey para un taxi, sube y se marcha. —Resulta que a ella también le gusta disfrazarse en la cama —me revela Jude, y me da la sensación de que está preparándose para contármelo todo con pelos y señales. Vuelvo a la cafetería y me siento en la mesa grande, que ahora está vacía. Esto va para largo: más vale que me ponga cómodo.

CAPÍTULO 26 De: Clifford Jenkins Para: Los que sois mi norte Asunto: NO todo va bien, pero con vuestra ayuda pronto sí Vayamos por orden: sé que todos estáis preocupadísimos, así que quiero que sepáis que, después de que me hayan hecho pruebas un neurólogo, un entomólogo y un espiritualista (hay que tocar todos los palos, ¿que no?), los resultados han sido negativos. A un servidor no le ha picado una neurooruga, y sus funciones cerebrales siguen al 110 %. ¡TOMA YA! Pero este cerebro mío se ha puesto a reflexionar y… bueno, a lo mejor he tenido que rozar la muerte para darme cuenta de que la vida es corta. Y lo cierto es que el que antes era un líder sin miedo e imperturbable ahora está conmocionado. Cualquier hombre cambia al enfrentarse a su propia mortalidad y al caminar por el borde del precipicio. Cualquier hombre y cualquier CEO. Y sabiendo lo que ahora sé, he tenido que tomar varias decisiones difíciles. Un buen día uno baja por aguas turbulentas y llega a una isla de caníbales (no exagero, en el retiro he visto a tíos de lo más raros con comportamientos más raros aún que me perseguirán el resto de mi vida. Nunca conoces de verdad a tu exmujer hasta que tu vida depende de ella). De momento, haré que corra la voz —y espero que me ayudéis y contactéis con todos vuestros amigos y familiares dispuestos a echar una mano— de que ando en busca de una cámara hiperbárica de segunda mano pero en buen estado que me ayude con las pesadillas. Que soñéis con cosas bonitas y tranquilas, sin orugas de por medio. Es lo que os deseo de corazón a todos y cada uno de vosotros. Y más aún cuando tenga a mi alcance la terapia de oxígeno nocturno que necesito.

necesito. Con toda humildad, Clifford

ZOEY Me ha dejado preocupada que Miles se haya encontrado con Mary. Supongo que era cuestión de tiempo, porque no para de entrar y salir de mi piso, pero no puedo evitar sentir que mis dos mundos han colisionado y que he perdido algo en el proceso. Peor aún, ahora Miles es superamable conmigo, qué sospechoso. Cuando hemos hablado sobre el High Line, me han entrado ganas de volver a ir, por lo que he salido del Crudité deprisa y corriendo para allá. Necesito un poco de aire, y el High Line se ha convertido en un refugio donde reflexionar. Avanzo a buen paso (¿me estaré convirtiendo en neoyorquina?), arrastrando mis botas y murmurando para mí misma (neoyorquina del todo, sí), hasta que me obligo a reducir la velocidad para admirar el entorno. De inmediato, la voz de Jude me inunda la mente —a estas alturas, ya he memorizado el paseo—, me tranquiliza y me ayuda a analizar los últimos acontecimientos con mayor claridad. Y recuerdo eso de que en Nueva York todos los barrios tienen su propia esencia. Seguro que la frase es de una campaña publicitaria o algo. Si no, ¿por qué iba Miles a decir exactamente lo mismo? Al cabo de una hora, vuelvo a mi piso, me doy una ducha y me cambio de ropa, sin poder dejar de pensar en Jude. Además de las conversaciones que jamás debí guardar, su caminata guiada es lo único que tengo de él. Toqueteo el móvil y me pregunto si hay alguna manera de justificar que me ponga en contacto con él por última vez. Con cierto sentimiento de culpabilidad, abro Instagram. No le he dado a seguir a Bree, pero sé cuál es su cuenta («Brestia94», que viene de «Bree Bestia», y la foto es un primer plano de su escote, ¡porque mi exclienta es todo modestia!), así que no tardo nada en localizarla. Por si necesitara que me recordara que está encoñada, su publicación más reciente es una imagen de Jude y ella, de ayer por la noche, acurrucados en su sofá. Bree sujeta el último rerelanzamiento de Bajo

el mar, por el que se pasó la noche haciendo cola, ya que por lo visto incluye material fascinante e inédito. El pie de foto es, cuando menos, extraño, y sin una sola tilde: «os podeis imaginar que no ha visto bajo el mar desde que era pequeño?! queeee! voy a tener que azotarle! #corrigiendoerrores #citanocturna». Genial, ahora me estoy imaginando que azota a Jude con el Blu-ray. Un momento, un momento. ¿No ha visto la peli desde que era pequeño? ¿De qué habla, por el amor del peinado de Quinnley? Si Jude era un auténtico fanático de Bajo el mar. La que las pasaba canutas cuando salía el tema era yo. Aunque, ahora que lo pienso, por cómo describía Bree sus citas con Jude, casi te diría que me parecía una persona diferente de la que yo «conocí». Pero supongo que si me conocieras a mí y luego a Bree, te darías cuenta de que no somos precisamente gemelas en menos de lo que canta un gallo, así que… Espera. Un. Momento. Madre de Dios. Con dedos temblorosos, cierro Instagram y abro mi agenda de contactos. Porque ¿cómo es posible que alguien que se mudó a Nueva York no hace tanto sea capaz de hablar con tanta poesía y tanta autoridad sobre su ciudad adoptiva? Aisha responde al quinto tono. Las palabras salen de mi boca como si escupiera algo en mal estado. —Perdona-que-te-moleste-será-un-momento-es-que-necesito-preguntarte-algo. —Hola, Zoey, ¿todo bien? No te habrás pimplado la botella de Clifford, ¿no? —¿A qué se dedica Miles? ¿De qué trabaja? —Es el mejor ghostwriter de Habla el Corazón. ¿No lo sabías? Miles y yo trabajábamos en esa empresa antes de que Clifford se marchara y se lo llevara todo consigo. Incluido el manual que escribió el propio Miles. —Se ríe. Lo que necesito decir se me ha quedado encajado en la garganta. —¿Por casualidad no sabrás si hace poco ha elaborado una visita guiada para un cliente o algo… —toso, desesperada— por el estilo? —Sí, y se esmeró muchísimo. Nunca lo había visto tan involucrado con un cliente. Escribió todo el guion y se lo dio a su cliente para que lo grabara, y deja que te diga que fue increíble, porque el tío tiene acento escocés. Se me cae el teléfono de las manos.

—¿Zoey? —me llama Aisha. En lugar de agacharme para coger el móvil como haría una persona normal y centrada, opto por unirme al teléfono. Mi cuerpo se estampa contra el suelo como un peso muerto y alargo la mano con la mejilla apretada contra el parqué. —Vale, gracias, hablamos pronto, adiós —murmuro en dirección al móvil. No puede ser. Miles es Jude. JUDE ES MILES. Las conversaciones que mantuvimos a altas horas de la madrugada regresan a mi cerebro y dan vueltas sin parar para recordarme cómo me hacían sentir: como una adolescente enamoriscada. Para recordarme que el sonido de un nuevo mensaje suyo hacía que se me acelerara el corazón. Y cuán querida me hacía (y todavía me hace) sentir la visita guiada. Aunque no fuera para mí. Desde el principio eran las palabras de Miles con la voz de Jude. ¿O era la voz de Miles con la cara de Jude? Estoy muy confundida. Miles no puede ser Jude. Porque entonces… A ver, cálmate. Analicémoslo fríamente. Necesito una prueba, no solo una duda más que razonable. (¿Una prueba ante quién, Zoey, ante la Corte del Amor?). Antes de pensar en las consecuencias de lo que estoy haciendo, o en la clase de efecto dominó que pueda provocar, entro en el servicio de chat que utilicé por última vez con Jude. Mejor dicho, con «Jude». Estoy pensando en ti, escribo, y mis dedos se chocan unos con otros. Adjunto una canción y le doy a «enviar». Mi primera opción era California Dreamin’, de The Mamas and The Papas; la segunda, California Gurls, de Katy Perry; sin embargo, las dos parecían demasiado evidentes. Al final me he decantado por Drive My Car, de los Beatles. ¡Que te den, Miles! ¡Los Ángeles se merienda a Nueva York! Me levanto temblorosa, me acerco a la pared que compartimos y pego la oreja. Unos segundos después, oigo a John Lennon y compañía. Es que es demasiado. En cierto modo, ¡besé a Jude! Al cerebro de Jude, por lo menos. Pero es que ¡también besé a Miles y ahora son la misma persona! ¿Qué significa esto para nuestra amistad…, digo, enemistad? Nada. No significa nada. Vale, quizá sí que me he colgado desesperadamente

de Jude, pero eso no quiere decir que Miles se haya colgado de Bree/de mí. Solo era su trabajo. Mi móvil se enciende con una imagen de Mary. Sorprendida, lo cojo. —¿Hola? —¿Has visto mi regalo de cumpleaños atrasado? Te lo he llevado esta mañana. Supongo que ha sido cuando se ha encontrado con Miles. Como no respondo enseguida, Mary añade: —Mira en la mesita. Veo un sobre, dentro del cual hay un cheque regalo para dos masajes en un hotel-spa muy chic de Brooklyn. Su guion con mis notas en los márgenes ha desaparecido. Tal vez lo haya tirado a la basura. Tal vez lo haya despedazado. Es obvio que era una vergüenza demasiado grande como para seguir existiendo. —Incluye una noche en el hotel —me cuenta. —Gracias —balbuceo. Como de costumbre, Mary es muy pero que muy generosa. ¿Será su manera de restarle importancia a la conmoción que me ha supuesto saber que cree que soy una escritorzuela de pacotilla? Un masaje pinta genial, pero ni de coña pienso desplazarme a otro distrito. La única razón por la que conseguí llegar a la cena de mis padres fue porque Miles me llevó de la mano, literalmente. —No me lo agradezcas aún. El regalo tiene una segunda parte, una parte urgente —dice Mary con solemnidad. —¿A qué te refieres? —Como te prometí, está a punto de llegarte la solución para tu ansiedad. Por segunda vez en veinte minutos, el móvil me resbala de las manos y a punto está de caer al suelo. Lo aferro con fuerza y susurro: —Dime que no. —Pues sí. Dentro de una hora la entregarán en el Hotel the a tu nombre. Ha salido de casa de Geoffrey. —No, no, no —gimo—. ¿Y si la encuentra un perro rastreador? —¿Conoces muchos hoteles de cinco estrellas que tengan perros rastreadores en plantilla? Eso sí, vas a querer estar allí antes de que los trabajadores metan mano al paquete.

—Sabes que aquí es ilegal, ¿verdad? —gruño. —Por ahora. Dentro de nada empezará a abrirse camino hacia la legalidad. ¡Para cuando llegues quizás ya haya cambiado la ley y todo! —No me consuela. ¿Por qué lo has hecho? —Me he imaginado que necesitarías un empujoncito para cruzar la ciudad. Y me da la impresión de que tenía razón —añade, la mar de feliz. —¿No me podrías haber enviado aguacates frescos? ¡Porque también los echo de menos! —Los aguacates no reducen el estrés ni disminuyen tus inhibiciones. —Pues ahora sí que me has creado estrés. ¡Una barbaridad de estrés! ¿Cómo pretendes que llegue a Brooklyn? —Doy una vuelta alrededor del sofá, con la respiración acelerada—. Si ni siquiera sé qué línea de metro hay que coger. —Siempre le puedes pedir a tu adorable vecinito que te acompañe. —¿A Miles Pelo Pincho? —Oooh, ¿ya estáis en la etapa de los apodos? Qué monos. —Y emite una especie de chasquido de lengua de satisfacción. —Pedirle ayuda sería una puta mierda. —Creo que nunca te había oído decir un taco —se ríe. —¿Cómo que no? Si tenía que decir uno cada vez que respondía el teléfono de tu antigua empresa. —Qué va. Te las apañabas zampándote la mitad del nombre. Y ahora, mírate, soltando tacos como si nada, como una auténtica neoyorquina. —No lo entiendes —digo en voz baja—. No se lo puedo pedir. —¿Por qué no? —Es que… resulta que… ¡Ay! Que es diferente de lo que creía, y no sé si ahora lo odio o… lo… contrario… de eso. Y aunque estuviera de acuerdo contigo, que no lo estoy, es muchísimo más complicado —digo. —Pues descomplícalo. Te acercas a su puerta y se lo preguntas. Y Zoey… Tic, tac. A no ser que quieras que te llamen desde comisaría… Y me cuelga. Aterrada, porque ahora me queda menos de una hora para llegar a Brooklyn e interceptar el paquete, respiro hondo y grito:

—¡VOY A SALIR! Con el pulso revolucionado, doy un paso hacia el descansillo. Me parece más largo que nunca, como si ya me hubiera colocado y todo se ralentizara y se ensanchara. De algún modo, no obstante, mis pies me impulsan hacia delante, hasta que estoy frente a la puerta de Miles. Aprieto los dientes y llamo. La música que viene de dentro se para. Tengo los hombros tensos, estoy sin aliento. Miles abre la puerta, perplejo. —¿Qué tal? —me pregunta, apoyado en el marco. —Código Verde —jadeo—. No te molestaría si no fuera una emergencia…

CAPÍTULO 27

MILES —¿Qué pasa? —pregunto, preocupado. Ya he visto la mirada de pánico de Zoey en varias ocasiones y debo admitir que cada vez me gusta menos. —Tengo que ir hasta Brooklyn. —Y traga saliva. —¿Tu emergencia es… Brooklyn? Me lanza un sobre. —Tengo que llegar allí. Cuanto antes. Leo la dirección del papel. Tan solo dice esto: Hotel the Gowanus Brooklyn —¡No sé dónde está y ni siquiera sale en Google! —Me señala el nombre del hotel y… ya veo cuál debe de ser el problema—. ¡¿Cómo es posible que una empresa haga algo así?! Teniendo en cuenta la dirección sin dirección y la estética minimalista con pinta de ser obra de un excéntrico diseñador gráfico, me imagino el porqué. —Ah. Es un hotel tan moderno que ni siquiera aparece en internet —le explico. Y, por supuesto, en ninguna parte sale un teléfono ni un correo electrónico, tan solo tiene cuentas en las redes sociales—. ¿Has mirado Facebook y demás? —Es que tampoco ponen la dirección. Y es… urgentísimo que llegue hasta allí. Ahora mismo.

—¿Un masaje de emergencia? —le pregunto mientras echo un vistazo a los cheques regalo de dentro del sobre. —Más bien que Mary Clarkson ha enviado al hotel una bolsa de maría a mi nombre y con todo lo que me está pasando lo último que necesito es que me detengan —dice. Siento cierto mareo al volver a oír el nombre de Mary, pero sé que no es por eso por lo que digo lo que digo a continuación. Una amiga necesita mi ayuda, así de sencillo. —Vale, pues vamos. Aunque no es tan sencillo, porque nada más salir de nuestro edificio nos encontramos con una auténtica aglomeración. Es como si la mitad de Nueva York se hubiera desplazado hasta nuestro barrio. La mayoría va vestida de amarillo o de naranja. Lo primero que se me ocurre es que sea una especie de flash mob o que van a grabar un capítulo de Black Mirror. Pero entonces me fijo en una de las chicas con camiseta amarilla. Lleva una bandeja y en su camiseta se lee: «¡Quesémonos!» sobre el logo de la quesería de la calle. —Perdona. —Llamo la atención de la chica—. ¿Qué está pasando? —¡Es el Día Nacional del Queso! —me grita por encima del ruido de la multitud y del DJ, que está pinchando una canción que juraría que encadena todo tipo de nombres de quesos. —Ah, muy bien —digo. A mi lado, Zoey está tensa, y recuerdo la aversión que siente hacia las aglomeraciones. —¿Un poco de brie? —me ofrece la chica de la camiseta. —No, gracias —respondo enseguida, y entonces agarro a Zoey de la mano. Busco una manera de sortear al millón de personas que por lo visto han venido a nuestra calle para comer queso gratis (a ver, que no los culpo) hasta que creo haber encontrado el modo de marcharnos de allí. Pasamos por debajo de unas fuentes de roquefort y havarti, esquivamos vasos de plástico con prosecco y nos vemos obligados a avanzar prácticamente a empujones entre un grupo de estudiantes que acaban de inventar un juego muy parecido al frisbi, pero con un queso. Para cuando llegamos a la estación del metro, el DJ ha cambiado la canción y

ahora ha puesto Yesterday, de los Beatles, aunque coge el micrófono y grita «Camembert» en lugar del título. Ya estamos a varias manzanas de la fiesta y todavía oigo la música. Zoey me mira con ojos acusadores y casi puedo oír cómo se forma en su cabeza un nuevo argumento en contra de Nueva York. —Todo lo gratis… se nos va de las manos. Eso no te lo puedo negar —digo. Se ríe antes de girarse con tristeza para observar las escaleras del metro. —¿Quieres que cojamos un taxi o algo? —le propongo. La demencia quesera ha quedado atrás, pero justo delante se ha instalado el mercado callejero. Vamos a tener que caminar varias manzanas para llegar a una calle en la que poder parar a un coche. Zoey mira nuestras manos, que siguen cogidas. —No —dice al final—. Creo que quiero intentarlo. Me suelta para empezar a bajar las escaleras. No vuelve a hablar hasta que llegamos al andén. —Que sepas que no siempre he sido así. No siempre me han asustado los ruidos, las aglomeraciones y estar bajo tierra. —Está contemplando un cartel publicitario más allá de las vías, pero en su voz oigo una intimidad que nunca había percibido en ella. —¿Qué pasó? —le pregunto en voz baja. —Yo tenía diez años. Estaba en Indonesia con mis padres. Después de la Cruz Roja, pero antes del blog de viajes. Creo que fue durante su época de sibaritas. Esa tarde en cuestión, querían encontrar la mejor sopa de rabo de buey de todo Sumatra y yo estaba cansada, me había quemado al sol y solo me apetecía quedarme en la habitación y terminar de leer uno de los libros de El club de las canguro que me había traído. Y justo cuando acababa de tumbarme y de taparme con una sábana muy suave, empezó un terremoto. —Respira hondo, temblorosa. —No —susurro. —Solo recuerdo que el libro me saltó de las manos y que no supe adivinar qué ocurría. Fui a cogerlo y… se cayó una parte del techo, y me quedé atrapada entre unas placas de yeso y la cama. Me dio la impresión de que estuve horas allí, gritando el nombre de nadie, porque sabía que mi padre y mi madre estaban

demasiado lejos como para oírme. Seguro que fueron veinte minutos, media hora como mucho, y entonces el personal del hotel me encontró y me sacó de allí. Pero es algo que… siempre va conmigo. La oscuridad, los estruendos, la sensación de que todo se cierne sobre mí, se aprieta contra mi piel y, lo peor de todo, el terror de que nadie va a encontrarme jamás… —Se calla cuando empieza a oírse el chirrido del metro. Y esta vez me parece diferente. El chirrido, las vibraciones, algo que no vemos y que avanza hacia nosotros. Sí que da un poco de miedo. El tren se para delante de nosotros y se abren las puertas. No me muevo. Dejo que ella decida si quiere subir o no. Zoey duda solo unos instantes antes de dar un paso adelante y de suspirar, agradecida, al ver el montón de asientos vacíos de color amarillo y naranja que nos rodean. Comparada con la locura del exterior, casi diría que en el metro hay cierto ambiente de meditación. Pero sé que para ella no es así. Se sienta y yo hago lo propio a su lado. Zoey ve nuestro reflejo en la ventana que se alza justo delante y se echa a reír. —No estés tan preocupado —dice al ver mi expresión, y se gira para mirarme a la cara y para alargar la mano y acariciarme y peinarme las cejas—. No me pasó nada. Poco después, mi abuela vino a rescatarme y me llevó al sol y a los espacios abiertos de Los Ángeles, y si te soy sincera no había vuelto a pensar en el incidente hasta que me mudé aquí. La verdad es que no esperaba que en Nueva York volvieran mis fantasmas del pasado, sobre todo porque no me pasó en Los Ángeles, donde la amenaza de un terremoto es real. Pero supongo que la suma de todas las emociones de aquí… los han hecho volver. —Ya. Visto así, tiene sentido. Y siento mucho si he llegado a burlarme. —¿De qué hablas? Encajas perfectamente con mi decisión automática de odiar Nueva York. No podría haber encontrado a un mejor estereotipo con patas. — Me sonríe, traviesa—. De todos modos, debo admitir que mi actitud tranquila en California quizá tuviera que ver con la maría legal. —Ah —digo—. ¿Entonces Mary quiere rescatarte con su envío? —Aunque sus intenciones sean buenas, me parece más una interferencia que un rescate. Así es como actúa ella. —Baja la mirada hasta el sobre que lleva en las

manos—. Por cierto, ¿ya sabes cómo llegar? —Tengo una vaga idea —respondo—. Y conozco a alguien del barrio que nos podrá ayudar a encontrar el hotel. Lo bueno es que no hay que hacer transbordos. Un rato en esta línea y ya está. —Genial —dice al apoyar la espalda en el asiento y cerrar los ojos—. Despiértame cuando todo haya acabado, pero solo si hemos conseguido evitar la cárcel. De lo contrario, prefiero seguir inconsciente. Se pasa todo el trayecto con los ojos cerrados, y yo no puedo evitar echarle alguna que otra mirada de vez en cuando. Si viviera en el manual de estilo que escribí, diría que lo que me ha explicado se consideraría información reservada. ¿A cuánta gente le cuenta lo del terremoto? Me juego lo que quieras que a muy poca. Le doy un suave codazo cuando llegamos a la estación de Calle Smith con la Novena y salimos del metro para adentrarnos en una zona repleta de tiendas y restaurantes. Avanzo hasta entrar en El Imperio del Cuero y El Bar de Gus. La mitad de la tienda la ocupa el negocio de un anciano zapatero que parece que haya viajado directamente desde la Italia de 1900 para sentarse entre refunfuños delante de sus lujosos estantes con zapatos, carteras y bolsos de lo más resplandecientes. La otra mitad la ocupa el bar de un chaval con barba de chivo larga y puntiaguda y gorro de lana. Los dos se llaman Gus (el Sr. Gus y Gus III), pero mi amigo es el joven. —¡Miles! Cuánto tiempo sin verte, tío. ¿Qué tal te va? ¿Quién es tu acompañante? —Se gira hacia Zoey, encantado. —Hola, Gus. Te presento a Zoey. —Gus me cae bien, pero su inclinación a darle a la sin hueso no me será de mucha ayuda ahora mismo—. Ojalá pudiéramos quedarnos a tomar algo, pero es que es una emergencia. ¿Tienes idea de dónde está este sitio? —Le muestro el sobre. —Ah, sí. Entre la Tercera Avenida y la Calle Tercera. Donde antes estaba esa tienda de mayonesa artesanal. —¿De mayonesa… artesanal? —pregunta Zoey. —Sí, una pena que tuviera que cerrar —dice Gus, y sacude la cabeza—. Era ya casi una institución.

—Claro… —murmura Zoey. —Gracias, Gus —le digo. —¿Seguro que no os podéis quedar? —nos pregunta Gus—. Esta semana tenemos seis nuevas cervezas artesanales. —En otro momento —digo, y enseguida tomo nota mental de que debería decirle a Jude que visite este bar. —¿Queda muy lejos? —me pregunta Zoey al cruzar la puerta. Empezamos a caminar por la calle Smith. —Hay que recorrer cinco manzanas y después tres avenidas para allá. —Le señalo. —¿No salías a correr? —me pregunta—. ¡Vamos! —Y echa a correr por la calle. Sorprendentemente, es una experta en sortear peatones, patinetes y carritos. Tardo unos instantes en lanzarme a por ella. Corre más rápido de lo que me esperaba. —¿Tú también corres en secreto o es que la maría te da un extra de motivación? —Lo segundo. —Se ríe—. Y la posibilidad de ganarte sí que me da un superextra de motivación, así que… —En cuanto el semáforo se pone en verde, sale disparada y me deja ahí plantado. Suelto una carcajada. No me resultaría demasiado complicado alcanzarla si quisiera, pero así es mucho más divertido. Es una persecución. Zoey sigue mis indicaciones hasta que llega a la Tercera Avenida. La veo trotar sin moverse, justo delante de un edificio enorme de pizarra gris que, por lo visto, no tiene ni puerta ni cartel, pero sí siete focos de luz de un intenso rosa que iluminan partes de la fachada al azar (o eso parece). Me juego los últimos zapatos que me compré a que se trata del Hotel The. Y a juzgar por la incredulidad con la que Zoey se queda mirándolo, creo que ella también ha atado cabos. —El hotel que no aparece en Google no tiene puerta. Seguro que es aquí —me anuncia cuando llego a su lado. —Sí —le confirmo con la mirada puesta en los focos rosas. ¿Son una especie de código morse que dice dónde está la entrada? Procuro descifrarlo, pero luego recuerdo que nunca he tenido conocimientos de código morse.

—¡Anda! ¡Mira! —Zoey, en cambio, ha divisado a un señor vestido de negro que acaba de tirar un cigarrillo al suelo y que desaparece por la esquina del edificio. Lo seguimos en silencio, como si fuéramos espías que persiguen a su presa, pero cuando llegamos a la esquina vemos que el tipo se ha esfumado por arte de magia. —¿Y ahora, qué? —digo. —¡Ahí! —Zoey señala hacia delante y veo que se cierra una puerta que enseguida se mimetiza con el callejón. Camina hacia allí y la observa con detenimiento—. Pero tiene que ser una puerta de servicio… ¿No? Bajo la vista y diviso otro puntito de luz de neón color rosa que brilla justo en el centro de la puerta, que es casi invisible. —Eh… No. Diría que es la entrada. —Alargo la mano y tiro del pomo de metal, y entonces nos encontramos delante de unas escaleras de pizarra gris que bajan hasta un vestíbulo también rosado—. En circunstancias normales, diría que las damas primero, pero no sé si es muy caballeroso que te deje pasar la primera hacia tu muerte hípster. —¿Sabes qué? —se ríe Zoey—. Hoy me siento supervaliente. Está todo controlado. —Comienza a descender y yo la sigo. Llegamos a otra puerta negra y, al abrirla, vemos aliviados que se trata de un vestíbulo de hotel. Siempre que aceptemos el hecho de que el interiorista debió de diseñarlo después de tomarse un tripi y soñar con las obras de M. C. Escher. Casi todo el mobiliario y la decoración es negra, blanca o gris, incluido el gigantesco tablero de ajedrez que parece hacer las veces de asientos del bar del vestíbulo. (Que no sé lo cómodo que será encaramarse a una torre, pero en fin). Las luces de neón rosa no han desaparecido, sino que se unen a unos resplandores azules y verdes que, de tanto en tanto, iluminan la pared de pizarra gris que se alza detrás del mostrador de recepción. Seguro que pretende ser misterioso y chulo, pero a mí, sinceramente, me recuerda a una pared de rocódromo sudada. —Bienvenidos al Hotel the —murmura un chico de unos veinte años que viste todo de negro, gafas de sol redondas incluidas—. ¿En qué puedo ayudarles? —Es el Hotel The, ¿verdad? —dice Zoey, y me da la sensación de que está

tentada de decirle lo difícil y ridículo que ha sido encontrar el lugar. —De hecho, es el Hotel the, no The. Con te minúscula. —Y sonríe con educación. —Vamos a ver. —Zoey lo fulmina con la mirada—. ¿Cómo sabes si hablo en mayúsculas o en minúsculas? —Lo sé —afirma el chico, con una sonrisa imperturbable. —Vale, muy bien —intervengo. Quizá Zoey se haya olvidado de la urgencia de nuestra misión ahora que siente la necesidad totalmente comprensible de asestarle un puñetazo al recepcionista del Hotel the, con te minúscula. Aunque, ahora que lo pienso, creo que allí nadie se inmutaría si a Mary le diera por enviarles un caballo de Troya relleno de maría—. Mira, es Zoey Abot. Diría que tiene una reserva. Y un paquete a su nombre. —Déjeme que lo compruebe —dice el chico, y empieza a teclear en el mostrador, que cuenta con un teclado negro incorporado. Sin letras en las teclas —. Ah, sí. Estupendo. Una de nuestras habitaciones con vistas al canal. Casi me atraganto. —¿Al canal… de Gowanus? —Es decir, ¿al asqueroso vertedero de porquería y bolsas de cadáveres? ¿Alguien paga más por esas vistas? —Por supuesto. Veo que tienen dos masajes programados para mañana por la mañana. Estupendo. Y aquí… —Aprieta un botón y se abre un compartimento que tiene a los pies. Extrae una cajita blanca con un lazo rojo de pastelería—. Debe de ser esto. —¡Sí! ¡Gracias! —Zoey le arrebata la caja con tanta velocidad que una parte de mí espera que se abra y un montón de bolsitas salgan volando en plan cómico. Pero no, no se abre. —¿Me permite su carné de identidad y su teléfono? —le pregunta el recepcionista. Zoey se lo entrega. El chico coloca el móvil sobre un dispositivo y se lo devuelve—. Su habitación es la 922. Solo debe poner el teléfono sobre la puerta para abrirla. —Nos lo cuenta con aire engreído, como si supusiera que íbamos a volvernos locos con la modernísima tecnología del hotel. —¿Como cuando pago en el súper? —pregunto con inocencia, y no te imaginas el alegrón que me llevo al ver el destello de fastidio de los ojos del chico.

—El ascensor está por allí —dice, brusco—. Disfruten de su estancia. Zoey aprieta la caja con los brazos y nos alejamos del recepcionista para llegar a un rincón en el que hay un ascensor totalmente normal, qué raro. Ya me imaginaba que nos iban a subir en una cesta de mimbre enorme. —Madre mía, qué sitio tan… eso. —De hecho, lamento no poder acompañar a Zoey hasta su habitación y vivir con ella el resto de este mundo tan extraño. —Es una manera de decirlo —asiente Zoey, y después saca uno de los cheques regalo del sobre—. Toma. Para ti. Por la ayuda prestada. —No hay de qué. No tienes por qué hacerlo —digo. —¿Cómo me van a dar dos masajes a la vez? —se ríe—. Creo que en realidad era para ti desde el principio. Es lo que quería ella. —¿Ella…? ¿Mary? —Me oigo chillar al pronunciar su nombre. —Sí, Mary. —Zoey pone los ojos en blanco—. Mientras te lo dan, ¿por qué no finges que te lo da ella en persona? —No, no es eso… ¿Por qué iba a querer regalarme un masaje a mí? Veo que Zoey se ruboriza un poco, pero le resta importancia. —Nadie sabe por qué Mary hace las cosas que hace. Pero bueno…, que gracias. Por acompañarme hasta aquí. —Levanta la caja—. Parece que seguiré un día más en libertad. —¿Apesta? —Señalo hacia el paquetito. —Mmm. —Zoey lo olisquea—. No mucho. Qué curioso, huele a… —Mira hacia el interior—. Azúcar. ¡Joder, Mary! Son brownies. —¿Brownies? —Bueno, pongo la mano en el fuego a que son brownies de maría. —Mete la nariz en la caja—. Pues sí. Pero nunca habría corrido tanto si Mary no me hubiera hecho pensar que aquí me esperaba ¡un gigantesco alijo de droga! Me echo a reír. —Pues ¿sabes qué?, que me alegro. Ha sido divertido. —Sí, la verdad es que sí. —Me sonríe. Abre la caja y me la acerca. —¿Uno de estos por las molestias? Me quedo mirando los tentadores cuadraditos oscuros.

—¿Por qué no? —Cojo uno y le pego un mordisco—. Ostras, qué bueno — digo, sorprendido—. Cierto sabor a hierba, pero como si…, no sé. Como si llevara un poco de menta o algo. Nada que ver con las monstruosidades que preparaba mi compañero de habitación en las fiestas de la universidad. —Bueno, es que Mary y yo somos unas yonquis muy refinadas. —Zoey también coge uno. Me fijo en que todavía no ha llamado al ascensor. Ahí estamos los dos, masticando, con aroma a chocolate a nuestro alrededor. De repente, siento la urgente necesidad de besarla, de ver si sabe diferente a mí, aunque estemos comiendo lo mismo. Algo me dice que sí. Y, por cómo me mira, me pregunto si querría que la besara. En ese momento, se mueve y me toca el brazo. Con la mano quieta sobre mi piel, me dice en voz baja: —Gracias por hacer que mi día fuera divertido. Bajo la mirada hacia su mano. No la retira. Y entonces la miro a la cara y veo un trocito de chocolate en la comisura de sus labios. Nuestro beso en la cafetería también fue azucarado, como si los besos compensaran nuestra manera de pincharnos y sacarnos de quicio. Si la besara ahora, sería una continuación de esa dulzura, de ser buenos el uno con el otro. Quiero demostrarle que podemos ser buenos el uno con el otro…, que yo puedo ser bueno con ella. Levanto la mano hacia su rostro y bajo mis labios hasta los suyos.

CAPÍTULO 28

ZOEY Suena el pitido del ascensor y entramos sin dejar de besarnos. Consigo darle al botón de la tercera planta, y nos besamos mientras pasamos por la primera y por la segunda (por suerte, no entra nadie), y no nos separamos hasta llegar a nuestro destino. Las puertas se abren detrás de mí y tiro de él hacia el pasillo. Antes de que me caiga al suelo por el ímpetu, Miles me rodea la cintura con un brazo y, sin que me dé ni cuenta, mi espalda se apoya en la pared y nos morreamos como si estuviéramos en el instituto. Si ha pasado alguien por allí ni nos hemos enterado. Los labios de Miles son la mezcla perfecta entre suavidad y firmeza, sus manos están calientes y me recorren los brazos, y en su lengua percibo un sutil sabor a menta y chocolate. Al saborearlo a él, un relámpago de conciencia me recorre el cuerpo, una auténtica cascada de sensaciones. No sé cómo llegamos hasta la puerta y hasta la habitación; uno de los dos debe de haber utilizado la tarjeta/llave superespecial del futuro, pero ya en el interior volvemos a besarnos con fuerzas renovadas. Sin aliento, le coloco las manos en el pecho y me separo unos milímetros de él. —Me da la sensación de que me estoy aprovechando de ti —susurro. —Claro que no. —Me mira extrañado. —Te he drogado y ahora voy a… —Nos hemos drogado —me recuerda. Me acaricia los dedos con los suyos, un

leve gesto que, aun así, me provoca escalofríos. Cierro los ojos, cautivada por sus caricias. En el vientre se me enciende una esfera de calor—. Además — añade—, ¿la maría no tarda un poco en actuar? —¿Actuar? —repito, con los ojos abiertos y entre carcajadas—. ¿Te refieres a colocarnos? —Bueno, eso. —Sonríe. —Tardaremos por lo menos una hora en notar sus efectos —admito—, pero la maría de la Costa Oeste es muchísimo más fuerte que la de aquí. Miles arquea una ceja, escéptico. —Yo controlo. —Las últimas palabras más famosas de la historia. Ahora es él el que da un paso atrás para poner distancia entre los dos. —Pero podemos parar, claro, si quie… —No quiero parar —me apresuro a decir—. A no ser que tú quieras parar… Me responde acercándose y posando los labios sobre los míos. Es una puta pasada: es fuerte y delicado a la vez y me veo obligada a reprimir un gemido. Hace demasiado tiempo que no me besan así, con tanta dedicación. —¿Y si ponemos una alarma de unos treinta minutos para ir sobre seguro? —le pregunto—. Cuando suene, seguimos haciendo lo mismo, pero ya colocados. Así sabremos a partir de cuándo empiezan los efectos de la droga. —Vale, si quieres. —Despeinado está tan guapo—. Pero ¿cómo nos vamos a entretener mientras? —Con lo que nos apetezca —aclaro en voz baja—. ¿Tienes condón? Miles asiente con una sonrisa traviesa. Como la alarma de mi móvil ya empieza a correr, volvemos a besarnos. De verdad que no me canso de su boca, qué barbaridad. Me acaricia la barbilla con los dedos, muy suavemente, como si yo fuera algo precioso que hay que mantener a salvo. Con la otra mano me agarra por la cadera y me acerca más a él, y en la manera en que su muslo incrementa el calor entre mis piernas sí que no hay ninguna delicadeza. El gemido que se escapa de mis labios le pertenece a él. Me da media vuelta y mi espalda queda pegada a su pecho.

—Que sepas —me murmura al oído desde atrás, sus palabras lánguidas y prometedoras— que voy a hacer que cada segundo cuente. Se me acelera el pulso y mis rodillas amenazan con fallar. Me giro en su abrazo para quedarnos cara a cara y le acaricio bruscamente el pelo. Es tan espeso, suave y perfecto como me imaginaba. Ya va siendo hora de que admita que llevo tiempo pensando en su pelo. En mi mente se desatan un montón de emociones. Toda la rabia, todas las horas que me he pasado observándolo en la cafetería (deseándolo, ahora me doy cuenta), necesitándolo o, por lo menos, necesitando agarrarle del pelo y tirar fuerte, como acabo de hacer. Pero la ira mengua al darme cuenta de que lo que está ocurriendo entre nosotros no es un acto de lujuria espontánea, o no es solo un acto de lujuria espontánea: tiene una base sólida y es algo real —al menos para mí—. Nos hemos tomado más de veinte cafés «juntos», hemos cenado con mis padres, nos hemos pasado horas y horas coqueteando de noche por internet, ha entrado en mi cabeza mientras yo recorría el High Line… Miles no sabe esta última parte, pero por cómo me besa, como si nada nos fuera a separar jamás, sé que está contento de estar aquí conmigo. Echo un vistazo a mi móvil. —¿Cómo va la cuenta atrás? —me pregunta Miles junto al cuello mientras me lo acaricia con la nariz. Sus manos fuertes y cálidas me recorren el cuerpo entero y, ansiosa, me abandono a sus caricias. ¿Cómo es posible que haya vivido tantos años sin ellas? —Faltan veintisiete minutos. Se quita la camiseta y lo ayudo. —Vamos, vamos —le meto prisa. Madre del amor hermoso, se le marcan los abdominales. No puedo quitarle los ojos de encima. Su cuerpo de deportista, suave y fibroso, es un lienzo maravilloso. Me arrodillo para pasarle los labios por el pecho—. Estás… estás… —tartamudeo. —Menos hablar y más desnudarse —me pincha. Me levanto, le borro la sonrisilla de un beso y me dispongo a quitarme la camiseta y los pantalones. Ahora le toca a él observar, y el calor que desprenden sus ojos, concentrados en

mi sujetador negro y en mis braguitas de encaje, hace que me ruborice. —Eres espectacular —dice en voz baja. —Menos hablar y más desnudarse. Se quita los pantalones, sus bóxers son negros también, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Agarro sus glúteos esculpidos y empiezo a moverme a un ritmo que él sigue a la perfección. —A ver cuántas veces consigo que te corras en veintisiete minutos — reflexiona. Sigue la tira del sujetador con el dedo y agacha la cabeza para pasar la lengua por mi clavícula—. Yo diría que unas tres. —Aquí hay alguien que no tiene abuela —ironizo casi sin aliento. —¿De verdad que esto también me lo vas a discutir? —Me quita el sujetador y me rodea la punta de un pecho con la boca, lamiendo mi pezón con una lentitud agonizante. —Tienes razón —jadeo—. Ánimo, Miles. Ánimo, equipo. —He decidido que me da igual que presuma tanto como quiera, mientras no deje de hacer lo que está haciendo. Aferro su nuca con las manos y solo entonces se mueve para besarme la barriga, algo que llevo rato suplicándole en silencio. Sus labios recorren mi piel con suma suavidad, pero cuando mueve la cabeza entre mis muslos, su lengua ha adquirido firmeza con movimientos muy seguros. Joder, tiene razón, estoy a punto de correrme… Mueve el pulgar en círculos, sin prisa y luego sin parar, más y más rápido hasta que comienzo a sacudirme. —Ay, Dios —grito, ya desatada. La mar de feliz, se pone de pie y levanta un dedo para que lo vea. Yo a duras penas puedo fijarme en su expresión triunfal. Le beso la punta del dedo y después me lo meto en la boca. Aún estoy descendiendo de las alturas a las que me ha enviado, y ni siquiera su regocijo va a cargarse el momento. —Pero ni de coña vas a lograrlo dos veces más, no con el tiempo que queda… Al cabo de cinco minutos, con el condón puesto y yo despatarrada en el sofá, Miles se dispone a demostrarme que me equivoco. Me agarra las caderas mientras me embiste y estoy a punto de llegar al segundo orgasmo, cuando, de

pronto, una luz azul ilumina el respaldo del sofá. —Uh —murmura Miles con voz ronca. Para nuestro asombro, la luz se apaga. —¿Son… sensores de movimiento? —pregunto. Vuelve a embestirme. La luz se enciende de nuevo. —Creo… que sí. Nos quedamos quietos para comprobarlo y aprieto los músculos de la vagina. —Hostia —gime, y me recorre la cintura con una mano para incorporarse. Aprieto otra vez. Él embiste otra vez. La luz se enciende. Curiosamente, es hasta bonito. Seguimos con nuestro baile, y los movimientos, así como el correspondiente espectáculo lumínico, van aumentando de velocidad. Me froto contra Miles para recolocarme y él me coge de la mano para que lo guíe, para que le enseñe lo que me gusta. El calor y la presión extra de su mano vuelve a lanzarme por el precipicio. Me da un vuelco el corazón y, cuando me recupero lo suficiente para hablar, digo: —Mi turno. Cambiamos de postura en el sofá y me coloco encima de él para cabalgarlo. Y entonces, cuando empieza a parecerme plausible que vaya a correrme una tercera vez —¡qué rabia!, ¡qué maravilla!—, veo la hora… —Miles. —Mi voz es un ronroneo que no sabía que podía producir—. Nos queda un minuto… —Volvemos a cambiar de posición. El límite de tiempo nos ha servido de inspiración para ponernos creativos y probar varias posturas, pero ahora que se acaba, lo más adecuado parece ser ir a la cama. —¿Quieres que lo haga coincidir? —me pregunta, tumbado encima de mí, sin dejar de embestirme. ¿Será capaz? Porque sería una pasada que me pondría cachondísima. El sonido que emito es una amortiguada afirmación contra su cuello. Los segundos pasan y, mentalmente, llevamos la cuenta atrás. Le susurro los últimos segundos al oído para darle ánimos. —Cinco, cuatro, tres, dos, uno…

—Zoey —resopla. Abre la boca de par en par y me arqueo para besarlo justo cuando nos corremos a la vez. Me aprieta con los brazos y suaviza sus contundentes movimientos. Mi ego se toma su gemido como un gran piropo. Suena la alarma, pero la ignoramos. El peso de Miles es reconfortante, pero enseguida se mueve para tumbarse de espaldas a mi lado. Nuestros cuerpos se enfrían y en nuestros rostros se dibujan sendas sonrisas idénticas. Al final me levanto para apagar la alarma. —Oye, por curiosidad: ¿cuántas veces te has ido? —me pregunta en cuanto nos hemos aseado y hemos vuelto a la cama. Levanta tres dedos y me lanza una mirada interrogativa. Quiero darle un golpecito en la nariz para borrar su cara de creído, pero estoy demasiado relajada como para soportar el esfuerzo. —He perdido la cuenta —admito, y me tapo la cara. Las mejillas me arden. —Ya te dibujaré una tabla. Sé lo mucho que te gusta anotar los puntos —dice con una sonrisa. Me echo a reír. ¿Qué nombre le pondría? ¿«Campeón del Sexo»? —Por cierto, sigo sobrio —añade. —Yo también —respondo. Mientras seguimos disfrutando del momento de después, me asalta un extraño pensamiento. —¿Y si Mary me hubiera dicho que me mandaba maría y resulta que los brownies son normales y corrientes? —¿Mary te haría eso? —Miles está consternado. —Mary haría cualquier cosa, pero bueno, lo mejor será que nos quedemos aquí, por las dudas. No quiero que vayas a ninguna parte hasta que lo sepamos. —¿Sí? ¿De verdad? —Quiere asegurarse. —Como si estuvieras en tu casa. O a lo mejor debería decir «en the casa». —Oye, por curiosidad, ¿esto… —hace un gesto vago con las manos— es un día normal con Mary? —Le enviaban sus medicinas a domicilio una vez a la semana, si te refieres a eso. —Un momento. —Ha abierto los ojos como platos—. ¿Mary te pagaba con maría? ¿Utiliza la maría como si fuera dinero?

—No, pero era una de las ventajas de trabajar para ella. Como un seguro de salud. —¿Es lo que más echas de menos de Los Ángeles? «Ahora mismo», pienso, totalmente sorprendida, «no echo de menos nada de nada». —No me digas que es la playa, el clima o la gente —añade. —¿Acabas de decirme lo que tengo que responder? —Solo estrecho el círculo. Esas respuestas son demasiado obvias. Sorpréndeme. —Vale… Echo de menos el pollo a la cerveza de un restaurante de Culver City. Con arroz, cerdo frito, pepinillos y maíz. —¿Quieres que te cuente un secreto? ¿Algo que casi nadie sabe sobre Nueva York? —Miles me hace un gesto para que me acerque y, cuando me inclino hacia él, continúa—: Aquí también hay restaurantes. Es una locura, lo sé. —No me digas —me río—. El otro día me trajeron comida de un sitio espectacular. La próxima vez que pida podríamos compartir algún plato. Miles parpadea y veo que estoy dando por hecho demasiadas cosas sobre nuestra situación. Enseguida retrocedo. —A ver, que no vas a tener que venir a mi piso… Es que sería muy práctico. Para compartir los gastos, ya sabes. —No le dejo responder y sigo hablando—. Lo que más echo de menos de Los Ángeles es la estación de los premios. —¿La estación de los premios? —se burla—. Ah, claro, porque carecéis de estaciones del año. —Mentira. Y mis favoritos son los Globos de Oro, donde hay más espontaneidad… —Y más alcohol —añade Miles. —… y donde es más probable que acepten las bromas de Mary. —Ella casi nunca asistía: prefería quedarse en casa conmigo, elaborar menús temáticos y empezar con los cócteles de champán a las ocho de la tarde. Nos guardábamos el día, estudiábamos la alfombra roja y apuntábamos cuáles de sus gags llegaban hasta la gala. Un par de sus fans de Twitter siempre intentaban adivinar qué broma llevaba la impronta de Mary.

La habitación está ahora a oscuras. Nadie está activando las luces del detector de movimiento de los muebles, claro… —¿Dónde hay una lámpara? —se pregunta Miles, y se levanta. —Me ha parecido ver un interruptor junto al espejo. Se acerca y lo acciona. Curiosamente, el espejo sigue a oscuras, pero lo que se ilumina es la silla que está en la otra punta de la habitación. —No me jodas —masculla Miles. Se convierte en un juego: a ver quién encuentra la fuente de luz más inútil. Localizo un interruptor debajo del escritorio. ¿Será para encender la lamparita del escritorio? Por supuesto que no: está conectado al cabecero de la cama. Nos pasamos varios minutos encendiendo muebles. La habitación se llena de sombras. —Deja que lo adivine: la máquina de café está conectada a la tele —dice Miles. Doy una vuelta y estudio la habitación, que es pequeña, espantosa y muy hípster. —No hay tele. Miles se deja caer de rodillas y levanta los brazos, muy dramático. —¡Nooooo! Vuelvo al sofá, activo la luz del respaldo y me echo a reír. —Tengo que hacerte una pregunta muy seria —digo—. ¿Te flotan las piernas? Creo que a mí sí. —Ahora mismo, no. A ver, que lo miro. —Y se ríe. Es tan mono que debo contenerme para no comerle la boca. Ese momento ha quedado atrás. Hemos tenido nuestros treinta minutos reales y ya está. Se enciende en mi mente el selfi de Bree y Jude y me embarga una oleada de culpabilidad. Miles no sabe que soy Bree, ni que yo sé que él es Jude. Debería decírselo, pero ¿por qué complicar las cosas, si esto no es más que un hecho puntual? No volverá a ocurrir. El día que he pasado con él ha sido estupendo y no quiero cargármelo porque sí. —¿A qué te dedicas? —me pregunta Miles—. Para ganar dinero. —¿A qué me dedico para ganar dinero? —Le lanzo una almohada—. Haces

que suene fatal. Se frota los ojos. —Las palabras, que son difíciles. —Bueno, con Mary yo era su ayudante personal, que incluía de todo, desde ir a buscar comida hasta sacar a pasear a su hurón… —Nada de eso describe un puesto de trabajo. —Pero ya hace tiempo de eso, y esta semana voy a dejar mi último curro, un encargo de autónoma muy raro, porque he decidido abrir mi propio negocio. — Ahora sería un buen momento para decirle que he trabajado para la competencia, pero ¿por dónde empiezo? «Y te contaré algo muy divertido de lo último que hice… y de los mensajes nocturnos que le mandaste a "Bree"». —Ostras, enhorabuena por lo de abrir tu propio negocio. Es un gran paso. —Gracias. Creo que ya era hora. —Voy a tener que quedarme un buen rato —dice Miles—, si no te importa, porque es que…, mmm, no me puedo mover. Me noto… lo contrario a ágil. ¿Cómo se dice cuando…? —Atrapado por el sofá. Yo también. Es mi parte preferida de la maría —le digo —. Sentir que no te puedes mover ni levantar, ¡y que te da igual! —A mí me parece aterrador. —No, no lo es —protesto—, lo suyo es que te dé alegría, porque estás justo donde quieres estar. Colocado, contento. Es como enamorarse. Ay, Dios. ¿Lo último lo he dicho en voz alta o solo lo he pensado? —¿Crees que enamorarse es como estar colocado? —me pregunta Miles. Pues sí, lo he dicho en voz alta. Mierda. —Como todo el mundo, ¿no? O sea, al principio. Por la novedad y tal. —Vale, chica del valle. —Se echa a reír—. Esta maría es muy fuerte. —¡Te lo he avisado! Y tú has dicho, y cito textualmente: «Yo controlo». —¿Así es como te suena mi voz? —Me mira extrañado—. ¿Así de pompo y oso? —¿Te refieres a «pomposo»? —¿No es lo que he dicho? —Su cara es de confusión absoluta. Se ha tumbado en el suelo con una sonrisa bobalicona.

—Vente al sofá para que nos quedemos atrapados juntos —le digo. Lentamente, avanza hacia mí y ocupa uno de los asientos. Por suerte para mí, consigo no soltar lo que estoy pensando. No creas que me resulta fácil. La verdad es que lo que más me apetece es estar atrapada en este sofá con Miles.

CAPÍTULO 29

MILES Me despierto, sobresaltado, de la clase de sueño profundo y delicioso como de mañana de domingo en la que te quedas en la cama hasta el mediodía. Me sorprende ver que sigo en el sofá, y me sorprende todavía más ver el brazo que se ha posado sobre mi torso desnudo. Miro hacia abajo y veo la cara de Zoey, relajada de un modo que casi nunca he visto, y su respiración me produce cosquillitas en el vello del pecho. Vuelvo a cerrar los ojos y me acomodo en el carísimo sofá. Recuerdo lo que ocurrió anoche, pero estoy demasiado en paz como para analizar los porqués y los cómos. Quizá tenga algo que ver con la maría de la Costa Oeste de Zoey. Si así es como se sentía ella allí, es normal que no le guste la Nueva York ruidosa, pesada y sobria. Al cabo de cinco minutos, noto que se estira y, cuando abro los ojos de nuevo, veo que me está mirando. —Buenos días —dice con una tímida sonrisa—. ¿Cómo estás? —Pues bastante bien, aunque es como si estuviéramos en plena cuenta atrás de En tierra hostil. ¿Crees que habría que buscar unos alicates? Zoey se ríe y mira hacia la pared, en la que hay números y agujas, por lo que no es tanto una pared como un reloj gigantesco y estrepitoso. —No lo había oído hasta ahora. ¿Cómo es posible? —La verdad sea dicha, hemos estado ocupadillos. —Antes de que pueda

evitarlo, le estoy acariciando el pelo alborotado. Zoey se abandona a mis caricias y cierra los ojos; a continuación, hace el amago de moverse de encima de mí. Tiro de ella con suavidad. —Lo de anoche fue… sorprendente. De la mejor manera posible. Zoey se muerde el labio. Está nerviosa, pero no sé por qué. —Hablando de sorpresas… —Su voz se va apagando—. Bueno, deja que me vista y después… hablamos. —¿Ya «tenemos que hablar»? ¿Acaso se arrepiente de lo que ha sucedido? Se aparta de mí, aún desnuda, y no puedo sino fijarme en la manera en que sus curvas forman una silueta contra la luz de la mañana. Me pilla observándola y chasquea la lengua, otra vez de buen humor. —Ojalá en momentos como este viviera en una película. En el cine siempre hay una sábana cerca con la que cubrirse. —En momentos como este, me alegro de que no sea así —digo con una pícara sonrisa, mientras ella se coloca las braguitas. Pone los ojos en blanco, pero veo que también sonríe. Nada más terminar de vestirse con la camiseta, se queda paralizada. —Pero ¿qué coño…? Sigo la dirección de su mirada. Delante de la puerta de la habitación hay tres carritos distintos del servicio de habitaciones, cada uno con un surtido de comida a medio devorar. Me levanto al fin, me visto y me acerco para examinarlo. —¿Anoche nos entró hambre? —No recuerdo haber pedido comida. —Tiene toda la pinta. —Zoey se está partiendo de risa—. Pero… ¿qué es esto? Estudio los carritos con más atención. —Mmm… Creo que son tostadas con aguacate. —Hay por lo menos de doce tipos distintos, con guarniciones que van desde los huevos de codorniz hasta pimientos asados, pasando por lo que creo que es una especie de caramelos de arándanos derretidos (a ver, no tengo ni idea, pero no he visto nunca nada comestible con esa tonalidad de azul). También hay una botella de champán por la mitad junto a tres jarras de zumo, un cuenco enorme de lo que parecen gominolas con forma de champiñón y un plato en el que estoy bastante seguro de

que hay unos montaditos de una conocida marca, pero seguro que en la carta dicen que son tartaletas caseras con prosciutto. Zoey coge uno de los champiñones, lo olisquea y se lo mete en la boca. Enseguida lo escupe en una servilleta. —Madre mía. Diría que tienen sabor a trufa. —Está a punto de vomitar. Me río justo antes de reparar en la dolorosa verdad. —Mierda. Seguro que habrá que pagar una fortuna por todo esto. Zoey menea la cabeza. —Conociendo a Mary, es probable que les dejara su tarjeta de crédito y les dijera que yo pidiese lo que me apeteciera. —Anda, qué generosa. —Es muy generosa —dice en voz baja y, en ese momento, percibo un destello de lo que Mary Clarkson significa para ella, un sentimiento que nada tiene que ver con lo que significa para mí o para sus millones de seguidores. Zoey se sienta en el borde de la cama, con las manos sobre el regazo. —Tengo que contarte algo —dice sin parar de retorcer los dedos. Joder, a lo mejor ya se está arrepintiendo de la noche que hemos pasado juntos. —Vale. —Me siento en la cama, pero no demasiado cerca de ella. Quiero dejarle espacio para lo que sea que me va a soltar. Noto un nudo en el estómago y me digo que es hambre. —¿Recuerdas lo del extraño trabajo del que te hablé? ¿El que pensaba dejar? —Sí, claro… —Es Palabras de Amor —me dice a toda prisa—. Trabajo como ghostwriter, igual que tú, y lo que es más… más… Mira, no te lo diría si no pensara que lo nuestro pudiera tener algún futuro. Quizá un futuro estupendo. Tú y yo, quiero decir. Tú y yo, los de verdad. —No te sigo. —La cabeza me da vueltas. —Soy la LaDuquesaB. Y tú eres DeEsc0, y hemos…, en fin, hemos ligado por internet y ha sido genial. Por lo menos para mí. —Se tapa la cara unos instantes y después se peina el pelo para atrás—. Ay, Dios. Lo siento mucho. Te lo tendría que haber contado anoche, antes de que…, y no lo hice, y ahora… —¿Tú eres LaDuquesaB? ¿Tú eres Bree?

Zoey asiente con los ojos llenos de lágrimas. —Lo siento. ¿Me odias mucho ahora? ¿Odiar de verdad, no odiar como la Campeona de la Mesa que soy? Antes de que pueda responder —hay mucho que procesar—, se levanta de un salto, dispuesta a marcharse. —Me voy. Tú quédate a descansar, disfruta del masaje. Mientras te lo dan, imagínate que a mí me atropella un autobús, porque seamos sinceros, es algo que va a ocurrir más pronto que tarde. —¿Cuándo lo descubriste? —le pregunto, procurando que mi voz suene normal. —Ayer —responde enseguida—. Justo antes de llamar a tu puerta. —¿La canción de los Beatles me la mandaste tú? —Sí. Y yo hablé contigo, y me reí de lo que me escribías, y me encantó la visita guiada. Si te sirve de consuelo. Que no lo creo. Zoey baja la mirada y recoge sus cosas del suelo. Le cojo la muñeca con la mano para detenerla. Lentamente, sus pestañas, sus preciosas pestañas, se alzan y sus ojos se clavan en los míos. —¿Tú eres a la que le encanta Esta vida es una bella canción? —digo con la voz teñida por la ridiculez de mi pregunta. Zoey suelta una breve y nerviosa carcajada. —Sí. Y para que no haya malentendidos, que sepas que voy a defender esa canción y Los Muppets hasta que me muera. Bree y Zoey son la misma persona. Un pack perfecto. Un pack ingenioso, perspicaz, divertido, sexy y espectacular. La chica en la que llevo pensando sin parar desde que empezamos a hablar por internet. La chica en la que vertí mi rabia porque Jude me la «robaba» está aquí en el hotel conmigo, y me acaba de revelar que cree que podemos tener un futuro juntos. Me duele la cara de tanto sonreír. —Es la mejor noticia que me han dado en todo el año. Es increíble. Zoey también sonríe, insegura. —¿No estás… cabreadísimo conmigo? Tiro de ella hacia la cama y me pongo de pie de un salto para encontrarnos a

medio camino, y la beso como si nuestras vidas dependieran de ello. Cuando paramos para coger aire, me sonríe de oreja a oreja. Ha desaparecido todo rastro de sus lágrimas de antes. —¿Sabes cuántos encargos de ghostwriter he tenido? —le pregunto. —Según Aisha, eres el mejor… —Pero nunca me había pasado horas pensando en una persona. Pensando de corazón en ella. Preguntándome qué haría, qué pensaría… Un momento, ¿conoces a Aisha? Antes de que me conteste, en algún punto de la habitación suena un mugido potente y superrealista. Nos separamos de inmediato, como si nos hubieran pillado haciendo manitas en el baile de fin de curso…, que curiosamente tiene lugar en una granja. —¿Es el tono de tu móvil? —le pregunto. Se me queda mirando con una falsa expresión de disgusto. —Primero crees que soy de Florida y ¿ahora crees que mi móvil muge? ¿No tienes vergüenza o qué? «Muuuuuuu». Recorremos la habitación en busca del origen del sonido. Por fin localizo una ubre de plástico (¿por qué no?) que cuelga del extremo del cabezal. La cojo y me la llevo a la oreja, extrañado, para pronunciar un incierto «¿Diga?». —Llegan tarde a su cita para los masajes —anuncia una voz brusca. —Vamos a tener que cambiar la cita para otro día. ¿Cuándo hay que dejar la habitación? ¿A mediodía? Gracias. Zoey me arrebata la ubre, la tira al suelo, me empuja sobre la cama y se sienta encima de mí. —Gracias a Mary disponemos de tres horas para perder el control. Me besa y ruedo para que se quede de espaldas y así pueda lamerle el cuello y la clavícula con dedicación. —Ya sabemos que ir deprisa se nos da bien —murmuro entre mordisquitos de amor—. Ahora hagámoslo lento. ***

*** —¿Cómo crees que nos van a avisar cuando sean las doce? ¿Con rayos de luz? —me pregunta. —Estaba pensando que igual nos hacen jugar al ajedrez con las sillas del vestíbulo. Solo podrá marcharse el que gane —digo, balanceando las manos, que tenemos cogidas. —Mis dotes para el ajedrez están algo oxidadas, pero mi voluntad es férrea — contesta—. Confío en mí misma. Cuando llegamos al vestíbulo, sin embargo, no hay nadie, solo un cartel casi ilegible que nos informa de que nuestros móviles se desactivarán automáticamente al marcharnos, así que no hay que pasar por el mostrador para hacer el check-out. —Qué decepción —dice Zoey. —Ya ves. Les voy a poner una estrella menos en TripAdvisor. Salimos por la puerta del callejón y nos adentramos en un día estupendo: cielo medio cubierto y una suave brisa, un cambio que se agradece después del calor atípico de la última semana. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que no había vuelto a pisar Brooklyn desde que me llevé las cosas del piso que compartía con Jordan. Hasta ahora. —Oye —digo. Se me acaba de ocurrir una idea—. ¿Tienes algo que hacer en un par de horas? Hay un sitio que me gustaría enseñarte, si estás libre. —Claro. Estoy libre. —¿Te importa si vamos en metro? O cogemos un taxi, si quieres. —Creo que estoy lo bastante relajada. —Me sonríe—. Vamos en metro. La cojo de la mano, aunque no hablamos demasiado en la media hora que sigue, mientras la llevo por Gowanus hasta la línea R y bajamos en Court Street. Es como si no hubiera necesidad de hablar, como si estuviéramos la mar de cómodos en silencio, a pesar de los millones de réplicas que tenemos listas para soltárselas al otro. Espero que sea el milagro que parece y no un efecto tardío de la potente maría de Mary. Cuando nos acercamos al final de Montague Street, le pido que cierre los ojos y

la guío en los últimos pasos. —Hala —dice cuando le digo que los abra—. Hala. —Vale la pena repetirlo—. ¿Dónde estamos? —Se llama Promenade —le explico. Es un amplio paseo, solo para peatones, construido justo al lado del agua. Delante de nosotros se alza la silueta de todo Manhattan. El Puente de Brooklyn está tan cerca que casi parece que podamos tocarlo. El Empire State, que sobresale por entre las nubes, se nos antoja todavía más mágico, como una aguja que pudiera llevarnos hasta las estrellas. —Es increíble —dice Zoey—. ¿Eso de ahí es la Estatua de la Libertad? —Pues sí. —¿Sabes qué? —Sacude la cabeza, maravillada—. Pese al tiempo que llevo aquí viviendo, diría que es la primera vez que la veo. Tampoco es que me sorprenda demasiado. No creo que Zoey se haya alejado mucho del radio de diez manzanas que rodea nuestro edificio. Pero no se lo digo. En cambio, le pregunto: —¿Vamos? Asiente y empezamos a caminar. Por un lado nos flanquean unos encantadores edificios de ladrillo antiguo y jardines de un intenso bermellón, mientras que, por el otro, se alzan los grises y azules de los rascacielos de Manhattan que ya vemos —y los naranjas y amarillos de los que están por venir—. Es una extraña mezcla entre historia y progreso, pero aquí curiosamente encaja a la perfección. —Deberías verlo por la noche —digo—. O, mejor aún, cuando se pone el sol. Todo está iluminado. Todo se refleja en el agua. Es como pasear por una postal, pero al estar aquí te das cuenta de que no hay ninguna foto capaz de capturar tanta belleza. —Me lo imagino. —Zoey asiente—. Te lo creas o no, en Los Ángeles también hay sitios así. Las letras de Hollywood, por ejemplo. Aunque suene cursi, creo que siempre que las tenía a la vista me paraba a contemplarlas, aunque fuera unos segundos. Me recordaba a mí misma que eso que tantísimas veces había visto en imágenes, en la tele y en las pelis estaba ahí, delante de mí, en carne y hueso. Bueno, en acero y tal. —Respira hondo—. ¿Te puedo contar algo? Me entra curiosidad y asiento.

—Adelante. —Me alegro de que nos colocáramos juntos —dice—. Pero todavía me alegro más de que se pasaran los efectos, para experimentar todo esto de verdad, como has dicho tú. Cosas como esta, tan sorprendentes y tan bonitas, no necesitan mejoras ni edulcorantes, y a veces creo que debería recordarlo. Y recordar lo que hay ahí fuera. —¿No dijiste algo sobre dejar las emociones en manos del destino? —Sí. Exacto. —Se detiene—. Y también me alegro de que se nos pasara el colocón y te pudiera contar la verdad. Para que sea auténtico de verdad. El estar aquí contigo. Le sonrío. Delante de nosotros, una pareja empieza a besarse y me hace pensar en algo que he leído hace poco. —¿Sabes qué? El artículo Los 10 mejores lugares de Brooklyn donde besarse incluía este sitio. —¿Es una invitación? —Zoey ladea la cabeza. —Va a ser que sí —respondo mientras le pongo las manos en la cintura, la aprieto contra mí y poso los labios en los suyos. Es como si estuviéramos en nuestra propia postal, sobre todo cuando empieza a chispear. Vale, sí, en la vida real es un fastidio que la lluvia fría te cale los huesos, pero en la imagen de una postal no haría sino rodearnos de cierta neblina y añadirle brillo al hormigón para que todo resultara más romántico si cabe. Creo que no soy el único que lo piensa. La pareja que se besaba se separa. El chico se echa a reír y exclama: —Más vale que lo haga rápido. —Y entonces se arrodilla delante de ella. Con lluvia o sin ella, todo el mundo a su alrededor se para, los mira y sonríe, quizá como ante las letras de Hollywood de Zoey. Cuando la chica chilla y responde que sí, empezamos a aplaudir. Hay alguien que hasta les presta un paraguas, porque es obvio que no venían preparados. Otra persona se ofrece a hacerles una foto. Zoey se me queda mirando. —No te preocupes. No tengo intención de copiarlos en todo —dice con ironía. Le sonrío. Lo que no le cuento es que yo mismo consideré la posibilidad de

declararme a Jordan aquí antes de elegir el restaurante mexicano. Durante medio segundo, veo un destello de una vida paralela, una en la que Jordan y yo seguimos juntos, y me recuerda lo romántico que fue nuestro momento; es la versión de mi vida en la que estoy a punto de ser padre. El rugido de un trueno me salva de mi mente traicionera, y entonces empieza a llover a mares. —¿Vamos para casa? —me pregunta Zoey. Asiento y echamos a correr hacia el metro. *** ¿Es un poco raro que vayamos a la misma «casa», aunque solo hayamos pasado una noche juntos? Un poco sí. Y también es lo que hay. Llegamos a nuestro descansillo y veo que Zoey se dirige a su puerta, pero la arrastro hacia la mía y beso sus labios mojados de lluvia. —Sería muy descuidado si te dejara irte a casa con la ropa empapada —le digo entre beso y beso—. Podrías pillar un resfriado. —Eres todo un caballero —se ríe—. Aquí hace mucho viento, sí. —Es que estoy en todo —murmuro mientras intento meter la llave en la cerradura sin dejar de abrazarla. Tardo un minuto, pero al final lo consigo. Sarcástica, Zoey rompe a aplaudir, antes de que la coja de las manos y tire de ella hacia dentro. Ahora mismo se me ocurren otras cosas que hacer con sus listas manos y con sus listos labios.

CAPÍTULO 30

ZOEY Despertar en el piso de Miles es como despertar en un divertido reflejo del mío: todo es idéntico, pero al revés. Él sigue dormido, por lo que tengo tiempo de reflexionar sobre las sorprendentes y maravillosas veinticuatro horas que hemos pasado juntos. Entre asalto amoroso y asalto amoroso, nos quedamos hasta tarde, hablando y repasando las conversaciones que mantuvimos en las páginas de internet. Pi-pip, pi-pip, pi-pip. Miles apaga la alarma y se da media vuelta para pasarme un brazo por la cintura. —Hoy no hace falta que me levante a las cuatro para ocupar la mejor mesa — rezonga. Se me cierran los ojos porque, por primera vez desde que nos conocimos, puedo dormir hasta tarde. Suelto un suspiro de alegría y vuelvo al mundo de los sueños. *** Al cabo de cuatro horas, duchados y vestidos, nos encontramos en el paso de cebra de delante del Café Crudité, cuando Miles se gira y me dice: —¿Hoy tienes algo urgente que hacer en el trabajo? Quería añadir un portafolio en mi web, pero ¿es muy urgente? ¿Tanto como

seguir disfrutando de DeEsc0 vivito y coleando, entero para mí? —De hecho, no, ¿por? —Podríamos ir a la cafetería, compartir la gran mesa y contribuir a las especulaciones de Evelynn… —Nos tiene calados. —Y hacer piececitos debajo de la mesa e interrumpirnos cada cinco segundos para compartir algún meme… —Y ser absolutamente insufribles y darnos de comer el uno al otro trocitos de los biscotti secos de ayer… —O decidir tomarnos el día libre. ¿Qué me dices? Enlazo mi brazo con el suyo. —¿Y dónde vamos? Reconozco el destino: Pershing Square Beams, uno de los lugares más chulos de la visita guiada de Jude, digo, de Miles. Mientras el resto de la ciudad se dispone a trabajar, nosotros mantenemos el equilibrio sobre las vigas y, entre risas, intentamos que el otro se caiga y pierda. Porque es lo que se nos da mejor. Para comer, pedimos perritos calientes y pretzels en un puesto ambulante y nos sentamos en un banco frente al río Hudson. —¿Quieres que te diga una cosa? La visita guiada me salvó —admito, con los ojos fijos en el agua para no tener que ver su reacción—. Estaba pasando por un bache importante y me ayudó a salir de casa cuando más lo necesitaba. —Ya me había llevado esa impresión al verte en la cafetería —dice. —¿En serio? —Sí. —Me gustó eso de que no sabías si querías tener hijos, pero que ir a Pershing Square Beams sería una razón para tenerlos. Eso me cautivó. —Bueno, sí. —Sonríe—. Fue una de las pocas veces que intenté recordar que escribía representando a mi cliente, y no como si fuera yo. Con Jude nunca hablé de si quería o no tener hijos, así que lo dejé caer vagamente. Yo sí que quiero hijos, por supuesto. Visitar Pershing Square Beams es solo una de los millones de razones para tenerlos.

—¿Ah, sí? —pregunto. —Claro. ¿Tú no quieres tener hijos? —Mmm, todavía no lo sé, pero me decanto más por el no. Se detiene a medio masticar. —¿De verdad? —¿No viste los ojos de esa madre? ¿La que siempre anda por el Crudité? A ver, su bebé es adorable y tal, pero no, gracias. —Me encojo de hombros—. Pero quién sabe. Todavía tengo mucho tiempo para decidirlo. —La gente siempre dice que tiene mucho tiempo, pero entonces de golpe y porrazo cumplen treinta o más y todo se vuelve complicado, ¿sabes? —De repente lo veo tenso, como el día que nos conocimos. —Oye, alegra esa cara —le digo mientras le revuelvo el pelo. —Pensaba en Leanne. Mi jefa en HEC. Perdona, en Habla el Corazón. Iba a tener hijos con Clifford, y ahora están divorciados y «quién sabe» —me imita—. Y eso es una mierda. —Carraspea—. Digo yo. Es obvio que hemos tocado un tema bastante espinoso. Y no sé si quiero mandar al garete un día que, por lo demás, está siendo perfecto. Además, el portafolio no se va a escribir solo. —Me ha encantado esta mañana libre, pero creo que tendría que trabajar un poco. —Sí. —Miles se levanta—. Yo también. —¿Quieres quedar pasado mañana? Puedo llamar y pedir una nueva cita para los masajes del Hotel the… —¡Vale! —se emociona—. Aunque por la mañana tengo cosas que hacer. ¿Te importaría ir hasta allí sola o…? —Envíame indicaciones punto por punto y las guardaré como oro en paño. —Eso está hecho. Sellamos el trato con un beso.

CAPÍTULO 31 De: Clifford Jenkins Para: La gente más maja Asunto: Cosas buenas NOVEDADES: la cámara hiperbárica funciona y no resulta demasiado cara, por si alguien necesita una. El tiempo que he pasado soñando, reflexionando e inhalando oxígeno como nunca antes ha sido una especie de epifanía. Aunque he disfrutado muchísimo trabajando con todos vosotros en Palabras de Amor, lo cierto es que nunca fue del todo «mi» bebé. Así pues, ha llegado la hora de que esta mariposa extienda las alas y eche a volar hacia su nueva idea MILLONARIA. No quiero revelar demasiados detalles todavía, pero digamos que el uniforme de jugador de hockey no va a quedarse en el armario cogiendo polvo. Pero ¡aún hay más, chavalines! Quería invitar formalmente a todos los que quieran zambullirse conmigo en esta piscina de dinero. Quienes se unan enseguida recibirán acciones y P. U. N. T. O. S. (las mayúsculas son intencionadas…, ya veréis) como bonificación. ¡Las puertas están abiertas! Y echad un vistazo a vuestro correo por si os llega una petición de vestiros para «aprender a batear» (guiño, guiño… No puedo contároslo todo, pero MUY PRONTO tendrá sentido). Hasta entonces: Namasté, Clifford

MILES —Este correo es de otra liga. Incluso viniendo de Clifford. —Aisha levanta los ojos del teléfono—. Creo que acaba de despedirme. Pero también me ha ofrecido un nuevo trabajo. Desliza el móvil por encima de la mesa para que lo lea. Estamos cenando en uno de nuestros restaurantes de ramen favoritos, pero mi prima espera recibir un e-mail de una galería interesada en exhibir algunas de sus fotografías, así que se disculpa una y otra vez por comprobar el correo tan a menudo. Le echo un vistazo. —No sé… cuántas metáforas deportivas ha metido ahí con calzador. Uy, no será… ¿No crees que va a abrir un bar de deportes, ¿verdad? —Es probable —dice Aisha mientras recupera su móvil—. Seguro que todos los camareros llevarán jerséis. —Mmm, jerséis sexies, Aisha. Venga. —Es una idea millonaria —dice—. ¿A qué crees que corresponde lo de P. U. N. T. O. S.? Me lo pienso unos instantes. —Pensando Una Nueva Trampa O Sacacuartos. Aisha se descojona. —Pero es una pena lo de tu trabajo —digo—. ¿Vas a pasar por una mala época, económicamente hablando? —¿De qué estás hablando? —me pregunta mientras coge unos cuantos fideos con los palillos—. Vamos a ganar un pastizal con el bar de deportes y jerséis sexies de Clifford, CHAVALÍN. —Tienes razón. —Reconozco con solemnidad—. Entonces, hoy corres tú con la cuenta, ¿no? —Ni de coña. Siempre pagan los viejos —responde con una mueca antes de

suspirar—. No es un buen momento, la verdad. Tampoco es que trabajar para Clifford haya sido agradable ni predecible, así que quizá sea lo mejor y tenga que buscarme otra cosa. Espero que a Zoey también la vaya bien. Hablando de ella… —Y mueve las cejas arriba y abajo. —Ya sabía yo que no te lo tendría que haber contado… —refunfuño. —Ay, pues me encanta que me lo hayas contado. ¿Sabes que estuve a puntito de organizaros una cita? —¿Ah, sí? —me intereso. —Pues sí, porque sois perfectos el uno para el otro. —Pincha un champiñón con maestría con la punta del palillo y se lo mete en la boca—. Aunque me cuesta creer que vivierais al lado y no supieras que trabajaba en Palabras de Amor. —Bueno, es que estábamos muy ocupados odiándonos —le explico. —Los preliminares. Qué bonito. No me controlo y le lanzo un trocito de col china. —En fin. Creo que le irá bien, a pesar del cierre de Palabras de Amor. Ha decidido emprender un nuevo negocio. Pero ya se lo preguntaré cuando nos veamos mañana por la mañana. —¿Habéis quedado por la mañana? Madre mía, qué treintañeros que soooois — se burla Aisha. —Sí, tú disfruta de los cuatro meses de veinteañera que te quedan —respondo —. En cuanto el reloj marque las doce de la noche, recibirás un paquete con un suplemento vitamínico y unas gafas para vista cansada. —Porque me lo vas a enviar tú, ¿verdad? —Me fulmina con la mirada. Le sonrío y me apoyo en el respaldo de la silla. —No lo dudes ni un segundo. *** La mañana siguiente, me levanto pronto para hacer varios recados y que me quede tiempo para ducharme y vestirme. Quiero estar guapo cuando entre en el Hotel the.

Nada más salir de mi edificio y cerrar la pesada puerta detrás de mí, oigo una voz temblorosa que me llama. —Miles. Me giro, y todo ocurre tan deprisa que no la reconozco ni por la voz ni por la cara. De pronto está en mis brazos, sollozando, y es precisamente el recuerdo sensorial de su cuerpo contra el mío el que consigue que mi cerebro identifique de quién se trata y qué está ocurriendo. —¿Jordan? —digo, incrédulo, mientras llora contra mi pecho—. ¿Qué pasa? — La aparto unos centímetros para asegurarme de que sigue embarazada, aunque noto la barriga entre los dos. Está hecha un desastre. Con el maquillaje corrido y el pelo enmarañado, tal como a mí me encantaba pero que ella cada mañana se cepillaba con esmero. —No… no… —Respira hondo y sé que en su cabeza está contando hasta siete; es lo que siempre les dice a sus clientes que hagan cuando tengan un ataque de ansiedad. Termina el ejercicio de respiración y me mira a los ojos, con la mano sobre la barriga—. No creo que pueda seguir. —¿Con los bebés? —pregunto, perplejo. Jamás ha dudado sobre el hecho de tener hijos. O por lo menos no la Jordan que conocí…, que a lo mejor jamás fue la Jordan auténtica, admitámoslo. —Quiero tenerlos. —Sacude la cabeza—. Pero… creo que no… con él. —¿Con Doug el Yogui? —digo, y Jordan se queda aturdida al oír el apodo que le pusimos tiempo atrás. Supongo que ya no lo llama así. Quizá ni siquiera ha recordado hasta ahora que antes nos reíamos del idiota del monitor de yoga, que nos burlábamos de él diciendo que seguro que creía que «namasté» significa «no, gracias» en sánscrito. —Es que él… —retoma Jordan, pero entonces una nueva tanda de sollozos la sacude. —Eh, no pasa nada —digo y, suavemente, la alejo de la trayectoria del maletín de una ajetreada empresaria—. ¿Quieres subir? Asiente y yo abro la puerta. Reina el silencio en el ascensor y en el descansillo, a excepción de algún que otro resoplido de Jordan. No me mira ni un solo momento. Cuando entramos en mi piso, la invito a sentarse en el sofá y le

ofrezco un vaso de agua, que acepta sin decir nada. Cuando nos sentamos, espero a que empiece a hablar. Y como no dice nada, tomo yo la palabra. —¿Doug te ha dejado? —pregunto con la mayor amabilidad posible. A ver, seguro que no gano la pelea, pero si la ha dejado, me encantará ir a buscarlo e intentar darle un puñetazo. —No —dice Jordan, y deja el vaso de agua sobre la mesita—. O sea, no lo sé. Está histérico. Y yo también. Es que… —Se retuerce las manos, vuelve a respirar hondo para recomponerse y por fin me mira a los ojos—. Él nunca debió ser el padre de mis hijos, Miles. Ese siempre tuviste que ser tú. Podría decirle algo, como, por ejemplo, que fue ella la que se lo cargó al dejar que entrara en su cuerpo el esperma de otro. Pero al ver su rostro anegado en lágrimas y la barriga abultada que nos separa, no puedo. Me asaltan los recuerdos por todos lados. Durante dos años, las sinapsis de mi cerebro se encendieron con imágenes de nosotros dos, de nuestro futuro. Y en el escenario siempre había dos niños, como mínimo. Y hay dos niños con nosotros, aquí y ahora. La siguiente respiración entrecortada de Jordan es un ligero «oh», y se lleva la mano a la barriga. —Están dando pataditas. ¿Quieres sentirlas? Dudo unos instantes. Al final, accedo. Me coge la mano y la guía hacia el lateral de su barriga. Lo noto enseguida, un bultito. Es como si la electricidad hubiera pasado de su cuerpo a mi mano, es muy pero que muy real. —Esta es la futbolista. La bebé B, como la llamamos en un alarde de creatividad —dice con una carcajada, la risa de las campanas—. El bebé A es más tranquilo. Parece que de vez en cuando se da la vuelta, pero la otra… —Una nueva patada—. Es dinamita pura. —Como su madre —digo. Jordan sonríe y entonces vuelve a derrumbarse. —No quiero arruinarles la vida siendo una mala madre —dice con voz nasal por las lágrimas—. Mandé a la mierda lo mejor que había en mi vida, Miles. Y

no quiero que mis hijos sufran las consecuencias. Nuestros hijos, si en tu corazón encuentras la manera de intentarlo. La bebé B sabe que es su turno. Me manda una señal, una patadita… o un puñetazo si se parece a su padre, a su padre de verdad. Pero la que ahora está llorando sin pudor es su madre. Y lo único que sabe hacer mi corazón en este momento es abrazarla y consolarla.

CAPÍTULO 32

ZOEY Sería una ilusa si pensara que el correo de Clifford de ayer fue la última vez que se ponía en contacto conmigo. Sigue siendo incapaz de resistirse a infringir la ley de propiedad intelectual y me manda un vídeo con la canción Me voy, de Julieta Venegas, pero con la letra cambiada: «Qué lástima, pero adiós. Atención al ver la PUNTUACIÓN. Qué lástima, pero adiós: me despido pero volveré». Se lo reenvío a Miles y me río al imaginar su reacción. A continuación, cojo las indicaciones escritas a mano (y completadas con ilustraciones, códigos de colores y señales) que Miles colgó anoche en mi puerta para ir desde nuestro edificio hasta el Hotel the. Durante el trayecto, fluctúo entre el terror y la risa. Para que ocupe mi mente durante el viaje en metro, Miles ha incluido en las instrucciones una página en blanco en la que debo dibujar los mejores y los peores tatuajes que encuentre. Cuando nos veamos, él valorará los bocetos. Nada más llegar al ridículo hotel subterráneo, me siento como una clienta habitual, hasta ayudo a que un nuevo huésped encuentre la puerta. —Parece una entrada de servicio, ¿a que sí? —Le sonrío con empatía—. Es por aquí, sígame. Hecha la buena acción del día, completo el check-in, me pongo un albornoz suavecito (que tiene orejas de gato, cómo no) y, mientras me relajo en la sala de espera del spa y aguardo a que llegue Miles, me fijo en la decoración.

En la chimenea hay una especie de holograma luminoso con forma de tronco ardiente, la sección de revistas está íntegramente formada por números atrasados de una oscura publicación llamada Moda y Maniquís y los asientos con forma de manos enormes son de espuma viscoelástica, de la que tiene memoria y reproduce la silueta de lo que la presiona. Nos llaman por nuestros nombres y le mando un mensaje rápido a mi ausente compinche. ¿Todo bien? ¿Dónde estás? —Cinco minutos, por favor —le pido a la masajista. —Cinco minutos menos de masaje, pues —me responde antes de dar media vuelta sobre sus botas de tacón de aguja y salir de la sala de espera. Pasan más de diez minutos. A estas alturas ya estoy caminando de un lado a otro, y entonces me vibra el móvil con su respuesta: Ahora no puedo hablar, lo siento *** Al día siguiente, me digo una docena de veces que hay una explicación sencilla, que le habrá salido un imprevisto en el trabajo o con la familia, y que en cualquier momento me dirá qué pasa y yo le prestaré mis compasivos oídos. Un día se convierte en dos. Dos días, en tres. Al cuarto día, me doy cuenta de que no solo no hay una explicación sencilla, sino que no hay explicación. Y que nunca la habrá. Le he enviado ya cinco mensajes de texto y dos de voz. Los de voz empezaban preocupados: «¿Me puedes llamar para que sepa que estás bien?», y poco a poco evolucionaban a: «Supongo que se ha acabado…, ¿no?». Cuando cuelgo la segunda vez, se me llenan los ojos de lágrimas. Me las enjugo lo más rápido que puedo, pero siguen viniéndome más. Me lavo la cara con agua fría en el fregadero de la cocina y me seco con una bayeta. El contacto con mi piel es áspero, duro y despiadado. Mi cabeza da vueltas una y otra vez, una y otra vez. Soy una pintura al óleo del período azul de Picasso; la imagen original desprende tristeza, pero no paro de

lanzar rabiosos brochazos sobre el lienzo para intentar ocultarla, con la esperanza de que nadie escarbe y descubra cuántas capas hay. ¿En qué me he equivocado? ¿He sido demasiado intensa? ¿Demasiado insistente? ¿Demasiado yo? ¿Ya se ha cansado de mí? ¿Tan rápido? Cuando alguien llama a la puerta, me estoy secando la cara de nuevo. Seguro que no es Miles. ¿Verdad que no? Pero ¿y si es él? Mierda. No quiero que me vea tan destrozada. Aguanto la respiración y miro por la mirilla. Y ahí está Mary, con su hurón Frank en el hombro, un cigarrillo liado en los labios y otro en la mano… A veces se olvida de que ya está fumando y se enciende un segundo. Abro la puerta y la dejo pasar. —He terminado pronto el ensayo y se me ha ocurrido acercarme para ver qué tal estás —me dice Mary mientras deja los dos cigarrillos en un cenicero de mi mesilla en el que se lee la frase «No seas cenizo». Lo ha dejado aquí para cuando me haga una visita por sorpresa—. Tengo un par de entradas para el preestreno, por si te interesan. Sin presión. Al fin y al cabo, casi has sido testigo de todo el proceso del guion. —No tienes por qué hacerlo. Ya sé que no… formamos parte de la vida de la otra —murmuro. —¿Eso quién lo dice? —Pone cara de ofendida. —No me tienes en nómina, pero no paras de darme cosas. ¿Por qué me das cosas? —le pregunto, y cómo odio el tono dolido y suplicante de mi voz. —¿Qué cosas? —Un piso tan barato, el día en el spa, los masajes. —Bajo la voz y hago un gesto con la cabeza hacia la pared compartida—. A Miles. Sus ojos de avellana brillan traviesos. —No sabía que yo te había dado a Miles. ¿Ha pasado algo? —Lo planeaste de principio a fin. Y no cambies de tema, por favor. —Cuéntame lo positivo y luego volvemos a lo otro —dice. A pesar de la confusión que siento y el recelo que me generan sus recurrentes

visitas, me acomodo en el sofá junto a ella y termino abriéndome en canal. ¿A quién se lo voy a contar, si no? —Ha sido maravilloso. Nos lo hemos pasado en grande en el sitio más ostentoso del planeta. —Entonces, ¿por qué te veo tan triste? —Porque ya se ha terminado. —¿Cómo lo sabes? —Está pasando de mí. —Me encojo de hombros—. Ya solo falta que me suelte lo de «No eres tú, soy yo…». Y no sé por qué me sorprende. Total, ¿por qué iba nadie a querer estar conmigo? —Aparto la mirada y finjo una risa para ocultar la verdad de mi siguiente afirmación—: Nadie quiere. —Te lo diré con todo el amor y el respeto del mundo: esta teoría tuya es una puta basura. Sorprendido por Mary, que ha alzado la voz, Frank salta al suelo y se esconde debajo del sofá. —¿Ah, sí? —Trago saliva, aunque me cuesta—. Mis padres nunca quisieron que estuviera con ellos. Y sí, es la verdad: me lo confirmaron cuando cené con ellos. Y tú tampoco me querías contigo y… y… dos segundos después me echaste a empujones. —No te eché a empujones. —Sí, literalmente. Y me diste un portazo. —Pero ¡no era en plan mal! —protesta. —Y en cuanto salí por la puerta, contrataste a un tío para que te cogiera las llamadas —le espeto—. ¿Cómo crees que me sentí al saberlo? —¿Te refieres a Darren? —Frunce el ceño, confundida—. Me riega las plantas y le pedí UN DÍA que cogiera el teléfono. ¿Me llamaste? ¿Cuándo? ¿Qué pasó? —Da igual. Lo que quiero decir es… —Tu abuela sí que quería estar contigo —me interrumpe. —No tenía otra opción. Era el único miembro de mi familia que me quedaba, se vio obligada a aceptarme. —Pero te adora. —Lo sé. Y yo la adoro a ella. Pero no es lo mismo que tener a un padre o una

madre que quiera tenerte cerca. Cuando la gente puede elegir, no soy nunca su elección —añado temblorosa. —Todo esto no son más que chorradas —ruge Mary—. ¿Por qué crees que te expulsé del nido? —Porque crees que soy un cero a la izquierda, está claro: ni siquiera me miraste cuando te di las observaciones de tu guion… —¡Porque quería más para ti! No deberías limitarte a imitarme: ¡mírame! —Se pone de pie para que observe su atuendo: polo de marinero, falda de cuero, leotardos de rayas y mocasines con tacón. En el perchero también hay una boa de plumas que no es mía. (Pero tampoco es de Mary, sino de Frank). Nos miramos la una a la otra durante unos instantes. —En la sección de padres tuviste una suerte pésima —dice—. Es cierto. Pero hay algo en lo que te equivocas. Los padres no deberían querer tenerte cerca. No para siempre. Los buenos padres no lo quieren. Es muy egoísta querer que tu hijo o hija esté en casa, cuando lo que necesita de verdad es encontrar su lugar en el mundo. —Mary nunca habla en voz baja, pero esta vez sí, por lo que debo inclinarme para oírla bien—. Eres la mejor hija que podría tener. Y si hubiera permitido que siguieras siendo mi ayudante, jamás habrías tenido la oportunidad de extender las alas, de escribir tus propios guiones ni de volar. Te eché porque quiero que te comas el mundo. Es la segunda vez hoy que se me llenan los ojos de lágrimas. —¿No te acuerdas de lo que me dijiste el día que te entrevisté para el puesto? Que querías ser guionista. Y pensar que eres un cero a la izquierda es ridículo y una mentira de mierda. Valoro tus opiniones y tus ideas eran brillantes, pero para que unas memorias sean unas memorias, creo que todo debe salir de la boca de la persona en cuestión, ¿no? —Vale, lo pillo… —Bien. Y ahora ponte a escribir tu propio material, ¿quieres? —No, no quiero —admito entre dientes—. Tú crees que sí, y quizá hace ocho años quería, pero he cambiado… Ya no es lo que quiero. ¡No voy a hacer lo que tú quieras que haga! Mary no dice nada.

—Hay siete argumentos básicos —le cuento. Aunque no es que ella no lo sepa, claro—. ¿Podría escribir un guion en plan chico conoce a chica u hombre contra la naturaleza? Sí, seguramente. Pero como todo el mundo. Lo que importa no es el tema en sí, sino cómo lo cuentas. »Siempre pensé que revisar el trabajo de los demás era una práctica para cuando creara mis propias historias. Pero ahora me he dado cuenta de que prefiero coger la idea de otra persona, el argumento que haya escogido de entre esos siete, y darle la vuelta, corregirlo y mejorarlo hasta el punto de que el público piense que nunca ha visto nada parecido. George Orwell decía que «la buena prosa es como el cristal de una ventana». Quiero ser tan buena que nadie sepa que lo he hecho yo; estarán tan atrapados por la historia que ni siquiera se fijarán en las palabras. Me gusta editar y corregir, no empezar de cero. De hecho, no es que me guste editar: es que me encanta. Y es lo que pienso hacer. —No sabía que te sentías así —me responde—. Creía que te estaba reteniendo, que te obligaba a adoptar una voz que no era la tuya. —Quiero adoptar muchísimas voces. No solo la tuya, aunque me encanta tu voz. Me has enseñado tanto… —Es fantástico. —Le brillan los ojos—. ¿Sabes lo que esto significa? —¿El qué? —Que te estás rebelando. Que estás siguiendo tu propio camino. Es lo único que quería que hicieras. ¡Estoy eufórica! —¿Seguro? Entonces, ¿por qué coño estamos gritando? —quiero saber. —Te jodía que yo creyera saber lo que era mejor para ti. Menuda bruja estoy hecha, ¿no? —No pasa nada —le digo con toda sinceridad. —Y en cuanto a Miles… —Espera hasta que la miro a los ojos—. No viniste aquí para conocer a un tío. —Pero es que conocí a uno… —Hay una ciudad entera, una vida entera, que no tiene nada que ver con esa cafetería ni con este edificio, y si ahora te resulta muy duro vivir aquí, te buscaremos un nuevo sitio. No será tan bueno como este, pero… —No pienso mudarme por su culpa. Yo llegué aquí primero —espeto.

—Cierto. Le subiré el alquiler una barbaridad, solo a él, y así… —No, tampoco vamos a echarlo de aquí. Si lo que quiere es ignorarme, pues es lo que va a tener. Mira. —Me dispongo a abrir la información del contacto de Miles de mi móvil y le doy a «bloquear» con un ademán grandilocuente. Y después busco el de Aisha y hago lo mismo: a partir de ahora, en mi vida no habrá ningún Ibrahim. —¡Ese es el espíritu! Coge lo que te han dado y reescríbelo. Cambia el argumento, altera los diálogos, haz que fluya. Sé tu propia guionista: tú estás al mando de lo que ocurra a continuación, no él. Con Frank en el hombro y la boa de plumas alrededor de los dos, Mary se dirige hacia la puerta. —Ya me dirás algo de las entradas. —¿Cuándo supiste que ibas a hacer tu espectáculo? —le pregunto. De pronto, en mi mente han encajado varias piezas. —¿Eh? —dice distraída mientras se coloca un nuevo cigarrillo en los labios—. En marzo, creo. ¿Por? En marzo. El mes en el que me despidió con cajas destempladas y me mandó a Nueva York. —Mary… ¿Me enviaste aquí para que siguiéramos viviendo en la misma ciudad? —¿Por quién me has tomado? —dice con media sonrisa, y un segundo después ya se ha ido. Me echo a reír, y entre las carcajadas y las lágrimas que he derramado antes, ahora me siento un poquito mejor. Que Miles no quiera estar conmigo no significa que no pueda explorar la ciudad por mi cuenta. Y empezaré expandiendo mi horizonte cafetero.

CAPÍTULO 33

MILES —¡Vivan los novios! Todo el mundo levanta la copa de champán, aunque yo ya he bajado la mía. Había olvidado que hoy era la despedida de solteros conjunta de Dylan y Charles hasta hace cuarenta y cinco minutos, cuando Dylan me ha mandado un mensaje. Me he vestido deprisa y corriendo y he llegado media hora tarde. He improvisado un discurso que básicamente eran retazos del manual del autónomo de HEC. A juzgar por las sonrisas, sin embargo, o ha sido bastante convincente o todos estaban demasiado entusiasmados para darse cuenta. Me siento totalmente fuera de lugar y pienso pasarme el resto de la velada medio escondido en un rincón, deseando que las guirnaldas de papel elaboradísimas y hechas a mano que cuelgan del techo de Dylan y Charles —de todo tipo de animales, desde grullas hasta tigres, pasando por pavos reales— me ayuden a tomar una difícil y vital decisión. Mi estrategia funciona durante un par de minutos, y, entonces, Dylan y Aisha se acercan a mi rincón. —Gracias por el discurso —dice Dylan. —Sí. Muy bonito —añade Aisha con una ceja arqueada, porque sabe de dónde han salido mis palabras, claro. —De nada —respondo—. Una gran fiesta. —Sí —asiente Dylan—. ¿Ya podemos hablar de ti? ¿Estás bien?

Les mandé un mensaje a los dos en cuanto Jordan se marchó de mi piso implorándome que por favor me lo pensara. Pero después de varios gritos y amenazas de que me desheredarían si llegaba a valorar la posibilidad de volver con Jordan (eso me lo dijo Aisha), les expliqué que necesitaba un tiempo para aclararme antes de debatirlo siquiera. Y desde ese momento he dejado de responder al teléfono y a los mensajes. Ni he contestado a los suyos ni a los de Zoey, recuerdo con una punzada. No hasta que Dylan me ha recordado que la despedida era hoy. El problema es que no me he aclarado en absoluto. Mi mente sigue tan embotada como lo estaba hace seis días. —Pues creo… que no estoy bien —admito—. Sinceramente, no sé qué hacer. —Me paso las manos por el pelo—. Ya sé que para vosotros es fácil decirme que no vuelva con Jordan. Pero es que tenemos un pasado juntos. Y quizá… un futuro. —Pero los niños que espera no son tuyos —dice Aisha con suavidad. —Pero dice que quiere que lo sean… —Suspiro—. Y a lo mejor yo también quiero. A lo mejor es mi última oportunidad de formar una familia. —¿Y qué pasa con Zoey? Creo que estás enamorado de ella —dice Aisha. Observo las guirnaldas, la manifestación de amor que supone esta fiesta; hasta miro a Charles, que ríe la mar de feliz por algo que ha dicho uno de sus amigos. ¿Cómo voy a negarlo? —Claro que lo estoy. De la cabeza a los pies. Pero hay algo… Me dijo que seguramente no quiera tener hijos. —¿Eso te dijo? —me pregunta Dylan. —¿Cuándo? —interviene Aisha—. ¿En qué contexto? —En el contexto en el que le dije: «Se me ocurren un millón de razones para tener hijos, ¿a ti no?». Y me dijo que la verdad es que no. —Pero ¿sabía que para ti es algo innegociable? —se interesa Aisha. —¡Por supuesto que no! —digo—. Es que tan solo era la que se consideraría nuestra segunda cita real. Venga ya, Aisha. ¿Has leído mi manual? Nadie saca el tema de tener hijos en una segunda cita. —Pero es que no era una segunda cita. No lo era, y lo sabes —dice Aisha—.

Mira, no sé qué deberías hacer con lo de Jordan. Eso solo lo sabes tú. Sé que si decides que sean tus hijos, lo van a ser. Y que nunca notarán la diferencia. Pero solo quiero que te lo pienses bien, Miles. Pero qué es más importante para ti: ¿tener hijos o encontrar a la persona adecuada con la que tenerlos? —No puedes hacer que alguien que no quiere tener hijos los tenga —digo. —No, está claro que no —accede Aisha—. Pero te lo debes a ti, y se lo debes a Zoey: una oportunidad de comprender qué hay en juego. Que sepa que para ti no es una cuestión baladí, pero tampoco un motivo para desaparecer. Ha llegado el momento de que vuelva el Miles de siempre. Por Zoey. Se lo merece. *** Después de la fiesta, voy a correr. Llevo camisa, pantalones de vestir y mocasines, pero me da igual. Es lo único que creo que me ayudará a aclararme. Veo imágenes de mi vida con Jordan, de todas las veces que corrimos juntos por Prospect Park, de las veces que nos retábamos a rodear el lago, de las veces que hicimos un pícnic al lado de los campos de béisbol para ver los partidos de la liga infantil. Nuestros preferidos eran siempre los más pequeños, los niños que no siempre sabían hacia dónde correr o que ni siquiera soportaban el peso de los bates. Era tan bonito presenciar un momento así, una primera vez. Y luego veo imágenes del tiempo que he pasado con Zoey. No compartimos recuerdos de varios años. Lo que sí compartimos fue emoción, chispas, humor y pasión. ¿Se desvanecería todo al cabo de unos cuantos meses? ¿Llegaría a convertirse en algo más que el primer estadio de una historia de amor? Creo que estamos enamorados, pero… ¿seguiríamos así? ¿Podemos aspirar a tener lo que tienen mis padres? No lo sé. Cojo el metro en Union Square y dejo que el aire acondicionado me seque el sudor. Me bajo en una parada que conozco bien, camino hasta una puerta que conozco bien. Pero ya no tengo la llave, así que me toca llamar a la puerta. El timbre sigue sin funcionar y Jordan tarda un minuto en bajar las escaleras. Cuando ve que soy yo, me sonríe, insegura, al otro lado de las puertas de cristal.

Tantas cosas iguales, todo tan distinto. Abre la puerta y digo lo único que sé que es verdad. —Si ahora te digo que sí, hablaría desde el miedo. —Respiro hondo—. Sé que tendría la oportunidad de ser padre, que es algo que siempre he querido. Pero es que no se trata solo de eso. Porque en mi sueño también hay otra persona. Alguien a quien quiero con locura. Alguien que me quiere a mí con la misma intensidad. No puedo renunciar a ese sueño, Jordan. —Yo te quiero, Miles. —Jordan me mira fijamente. —¿Seguro? —le pregunto con tiento—. ¿O quieres a la idea que te has hecho de mí? ¿Acaso no estás visualizándonos a los cuatro —y señalo a su barriga— como la imagen de tu perfil? ¿Los likes que te lloverían? —Eso no es justo. —Resopla. —Es que tú no fuiste justa conmigo —digo—. Y si ahora volviera, yo no sería justo con ninguno de los dos. Tampoco con Doug. Los hijos son suyos, esta es su foto de familia. Dale una oportunidad de estar a la altura. Dale una oportunidad de que te sorprenda. Jordan duda unos segundos. —¿Como la vez que lo pillamos comiéndose una bolsa de ganchitos en el baño justo antes de la clase de yoga? —me pregunta en voz baja. —¿Lo ves? Tiene sus encantos. Me sonríe débilmente y tarda unos instantes en volver a hablar. —¿Es por esa chica de la cafetería? No puedo evitar recordar el primer beso que me dio Zoey, cuando fingía ser mi novia para ayudarme a enfrentarme a Jordan. —Sí. Aunque quizá lo he mandado todo a la mierda. Pero también es porque… no estamos hechos el uno para el otro, Jordan. —Mi sueño de una familia te incluía a ti, Miles. —Agacha la vista para mirarse la barriga, y se la acaricia—. Porque fuiste la primera persona con la que estuve que me hizo desear formar una familia. —Me mira a los ojos—. Sabía que era muy poco probable, pero tenía que intentarlo. —Inténtalo con Doug.

CAPÍTULO 34

ZOEY Como única propietaria de Servicios Editoriales Z-A, he editado dos cartas de solicitud de admisión para la universidad y la presentación de una empresa. No estoy ganando mucho dinero —les ofrecí descuentos si hacían correr la voz entre potenciales clientes—, pero mola llevar las riendas de mi vida. También he ido a dos cafeterías que no son el Crudité, con resultados dispares. En la primera no había wifi gratuito (buuuu), pero en la segunda había cruasanes de chocolate del día anterior en oferta, que en mi opinión dan mil vueltas a los biscotti. Al día siguiente, ahogo las penas comiendo en The Half King. Ya me he bebido dos cervezas, he editado la presentación de un espectáculo de la otra punta del mundo, me he encontrado mareada y desorientada en una ciudad en la que (admitámoslo) nunca me he sentido como en casa, cuando, de pronto, me llega un nuevo correo. De: VP del estudio Night-Light Para: Servicios Editoriales Z-A Asunto: Una muestra Hola, Zoey: Mary Clarkson nos envió una muestra de tu trabajo. Nos ha gustado especialmente cómo editaste la entrevista de Playboy, en la que Mary dice que nunca derribó a aquel hombre de un puñetazo, sino que le lanzó a la cabeza una

copia de las obras completas de Dorothy Parker (lo cambiaste por «las obras completas de Dorothy Parker en formato bolsillo, que son más mordaces»). Qué maravilla. Nos encantaría hablar contigo por teléfono y comentarte la posibilidad de que colabores en un guion que está en fase de producción. Necesita un apaño, y tenemos muchas ganas de ver lo que podrías aportar al proyecto. Sabemos que no somos el único estudio interesado en ti… («¿Ah, no?», me pregunto, estupefacta). … pero si accedes a escuchar nuestra oferta, intentaremos que el tiempo invertido merezca la pena. Si la entrevista telefónica transcurre con éxito, te necesitaríamos a finales de mes en Los Ángeles para empezar. Dinos cuándo te iría bien que te llamáramos y déjanos un número de teléfono, por favor. Muchas gracias. Jon Klein Vicepresidente de Night-Light Mi corazón se acelera. Esta oferta podría ser la vía de escape que necesitaba. Volvería a Los Ángeles y pondría todo un país entre Miles y yo. Antes de nada, le mando un mensaje a Mary. Zoey: ¿Les doy mi teléfono a los de Night-Light? Supongo que tardará en responder, pero al parecer es la hora de comer en el teatro Roundabout, porque al cabo de dos minutos me suena el teléfono. Bloody Mary: Como veas, pero no les digas nada sin un contrato de por medio. A lo mejor lo que están haciendo es llamar a unos cuantos escritores para que les den ideas, se las guardan y al final no contratan a nadie. No sería la primera vez. Cabrones. Zoey: ¿No es nepotismo? ¿Debería sentirme rara, no apta para el curro? Bloody Mary: Siempre deberías sentirte rara y no apta, siempre. ¡NO, por supuesto que no! El nepotismo es el lubricante con el que fluye Hollywood. Pero que quede claro que no les dije que tuviera una hija. Como si las lágrimas que he derramado por Miles esta última semana no bastaran, una nueva tanda se acumula en mis ojos. Me cuesta bastante escribir

las siguientes letras. Zoey: Gracias. Bloody Mary: Yo te he ayudado a llegar hasta la puerta, lo demás depende de ti. Te voy a dar un último consejo: no hagas lo que crees que yo quiero que hagas ni lo que yo te imagino haciendo. No me quieren a mí. Quieren a la persona que me editó a mí. (No te preocupes por mis sentimientos: mi ego es grande y robusto). Zoey: [emoticono de un corazón] ¿Sabes qué? Hoy voy a ir a Momofuku. Bloody Mary: ¡Disfrútalo! Antes de darme cuenta siquiera, estoy en el metro; con la respiración entrecortada y, a ratos, con la cabeza entre las piernas, sí, pero estoy en el metro, ni más ni menos. Bajo en el Distrito Financiero. Visito el Toro de Wall Street y Battery Park. Intento comportarme como una adulta e interesarme por una visita guiada por el jardín botánico, pero el carrusel acuático con forma de peces metálicos lilas es más mi estilo (échale las culpas al alcohol o a la adrenalina, lo que quieras). Los colores y las luces casi me engañan y me hacen creer que estoy bajo el agua. También me siento ingrávida y me echo a reír. Más tarde, ya por fin en el restaurante Momofuku, me como un bocadillo de pollo frito especiado con vada pav, ensalada de col y arroz, regado con un granizado de limón y fresa. Me deleito con la comida, que han tardado en servirme pero vale la pena, y me tomo mi tiempo para paladear cada bocado, para dejar que los sabores y las texturas se entremezclen sobre mi lengua. Seguro que los expertos en mindfulness le han puesto algún nombre («comer lento» o algo parecido), pero hoy yo lo voy a llamar así: «vivir». No echo ni un solo vistazo al móvil. No fotografío la comida ni lo subo a las redes sociales. Vivo el momento, hasta que estoy llena como un pavo y satisfecha del todo. No es que la comida de Nueva York sea mejor que la de Los Ángeles. Las dos son estupendas y diferentes. No paro de pensar: «Qué ganas de contarle a Miles que…», y entonces me obligo a parar a media frase. Me pongo a pensar en por qué acepté la demente sugerencia de Mary de mudarme a Nueva York. Por qué acepté los billetes, hice la maleta, me subí al avión y me encaminé a la Costa Este. He tenido miedo a los cambios, a probar

algo nuevo, durante mucho tiempo y, de repente, cuando el avión aterrizó en el aeropuerto, sentí tal electricidad que mi cuerpo a duras penas lograba soportarlo. Después se apoderó de mí el pánico al ritmo trepidante, al ruido y al caos. Sin la ayuda de Miles, no creo que hubiera llegado a salir de ese estado mental. Si resulta que mi estancia en Nueva York no era más que un paréntesis y que a finales de mes voy a regresar a Los Ángeles, más vale que disfrute de la ciudad mientras pueda. El estudio Night-Light me llamará mañana a mediodía. Puedo admirar a Mary sin intentar ser como ella. Puedo admitir que su trabajo me inspira sin intentar emularlo. No estoy cortada por el mismo patrón que ella ni que nadie, y lo más importante es que no tiene que ser así. ¿Debo fiarme de mi propio talento? ¿De mis verdaderos instintos? Supongo que lo descubriremos en breve.

CAPÍTULO 35

MILES Creo que Zoey está ignorándome. Le envío mensajes, la llamo: cero respuestas. Le pido a Aisha que le escriba y ella tampoco recibe contestación. No es del todo culpa de Zoey. Al fin y al cabo, yo lo hice primero. Pero es que necesito hablar con ella. No paro de desear que nos crucemos, pero no es así. Ni en la cafetería ni en el descansillo. Ni siquiera la oigo. Un día llamo a su puerta y pego la oreja para ver si oigo señales de vida. No percibo ni el ruido del aire acondicionado. No creo que esté. Abatido, pero sin querer asumir la posibilidad de que se haya marchado para siempre, me voy a correr al parque de Tompkins Square. Y es entonces cuando me encuentro con un par de caras familiares. Bree y Jude salen juntos de la quesería. Están riéndose por lo bajini, cosa que me hace pensar que él le ha hecho alguna broma sobre el Pequeño Jude. Jude me ve antes de que yo pueda decidir si quiero pasar desapercibido y me dedica una sonrisa de oreja a oreja. —¡Miles! —Se me acerca y me da una palmada en el hombro. —Hola, Jude. —Le devuelvo la sonrisa—. ¿Cómo estás? —¡Genial! —exclama, y parece que lo dice en serio. Tira de Bree hacia nosotros—. Ven, amor. Tienes que conocer a alguien. Es Miles, el ghostwriter de mi perfil.

Me quedo boquiabierto. En todos los años que llevo trabajando en esto, nunca ningún cliente me había presentado así, y mucho menos a la persona a la que le ayudé a conquistar. Sin embargo, Bree se está riendo. —Creo que te debemos una —dice mientras mira a Jude con devoción. —Perdona la pregunta, pe-pero… ¿estás al corriente? —tartamudeo. —¡Sí! —dice Bree—. Y ¿quieres que te cuente algo superdivertido? Resulta que los dos utilizábamos a ghostwriters en nuestros perfiles. Hago una mueca que espero que represente la sorpresa que siento ante tan asombrosa revelación. —Ostras. ¿En serio? —Parece ser que casi nunca chateamos siendo nosotros —se ríe Jude—. ¿A que es una locura? —Muy loco, sí —repito. —Cuando lo supimos, entendimos por qué solo habías visto Bajo el mar una sola vez —le dice Bree a Jude. —Y por qué me llevaste a una quesería, aunque yo siguiera una dieta paleo — responde Jude. —¡Ahora ya no! —le dice Bree con una sonrisilla. Le lanzo a Jude una mirada socarrona. —Eh… Bueno, al jugar a stripfondue, es que… hay que comer pan para mojarlo en… —Jude le pega un repaso a Bree de arriba abajo y yo levanto las manos. —Ya lo he entendido —digo. —De todos modos, suerte que casi en todo momento pasamos por alto que eras tú y… ¿Cómo se llamaba la tuya, amor? —Jude se gira hacia Bree. —Zoey. —Me da un vuelco el corazón al oír su nombre en voz alta. —Eso, Zoey. La verdad es que no hicimos ni caso a lo que hablasteis entre vosotros. —Se me queda mirando con afecto—. ¡Casi lo mandasteis al garete, tío! —Bueno —le sonrío—, me alegro de que al final no fuera así. —Nosotros también —dice Bree—. Nos tenemos que ir. Vamos a asistir al

estreno del monólogo de Mary Clarkson. Y he convencido a Jude de que me acompañe, aunque no sabe nada de ella, claro. —Y suelta una carcajada. —Nos vemos —dice Jude. —De hecho… —digo. Se me acaba de ocurrir una idea—. Me gustaría pediros un favor enorme… *** Ahora solo me falta saber cómo encontrarla. Hoy en día no creo que sea posible estar ilocalizable durante mucho tiempo. Sobre todo para alguien que vive en la puerta de al lado. Me sale humo de la cabeza al pensar cómo dar con Zoey. ¿Me paso el día y la noche en el descansillo con el portátil? Incluso he valorado la posibilidad de contactar con Clifford (puaj) y pedirle que la llame de mi parte. Aunque no sé si Zoey le respondería a él. A fin de cuentas, es Clifford. Pero ¿a quién conoce ella en Nueva York, además de a nosotros? Y por fin doy con una respuesta a mi pregunta. Cojo el móvil y busco en mi correo para encontrar la dirección a la que escribí una vez. Ahora que sé a quién pertenece, me resulta complicadísimo escribirle sin recurrir a lo que piensa de ella la parte de mí que la ha seguido desde adolescente. Por lo visto, está a punto de estrenar un monólogo, así que ¿cuántas posibilidades hay de que me conteste? Pero tengo que intentarlo.

CAPÍTULO 36

ZOEY La cafetería de hoy, Golf Number One, se encuentra a diecisiete manzanas de mi piso, la mitad de las cuales he recorrido caminando y, la otra mitad, en metro. No he vuelto a repetir en la misma cafetería desde que Miles decidió ignorarme. Estoy expandiendo mis horizontes manzana a manzana, ampliando la circunferencia de mis exploraciones, y he trabajado en horario de vampiro para minimizar las posibilidades de cruzarme con él en el edificio o por la calle. Hasta he dormido en casa de Mary un par de veces para evitarlo. Hace dos días, lo vi en el High Line, avanzando hacia mí con su sudadera Adidas y, sin pensarlo, levanté la mano para saludarlo. Al final resultó que no era Miles y, no sé por qué, al ver que un desconocido me dejaba atrás, sentí que volvía a perderlo a él, pero así fue. Todavía me mareo un poco al bajar hacia los oscuros túneles del metro y mi corazón sigue acelerándose al oír el ruido del tren que se acerca, pero la diferencia es que ahora no permito que todo eso me bloquee. El Golf Number One no es, como me pensaba, un restaurante con motivos de golf que está pidiendo a gritos que llegue Clifford con una estafa, sino una cafetería de donuts. Acabo de recibir un mensaje de Mary. Bloody Mary: Felicidades por lo de Los lobos radioactivos de San Francisco. (Es el guion en el que voy a trabajar para Night-Light).

Zoey: ¡Gracias! [emoticono de un lobo] ¡Auuuuu! Bloody Mary: ¡Auuuuu! ¿Dnd stas, como escriben (o escribían) los jóvenes? Le envío mi ubicación de Google Maps. Zoey: ¿Andas cerca? Bloody Mary: No, pero acabo de enviarte algo muy especial. Zoey: Nooooo. ¡Me largo ahora mismo! Bloody Mary: No es ilegal, lo juro. Prométeme que te quedarás hasta que llegue. Estoy sentada a una mesita del fondo, disfrutando de un donut de canela y firmando el contrato con Night-Light por internet, cuando lo veo entrar en la cafetería. Ay, no. Con un nudo en la garganta, me giro, pero es demasiado tarde. Camina hacia mí, con una expresión imposible de interpretar. ¡A él también se le ha dado genial evitarme! Se me acelera el corazón y me seco la boca con una servilleta, con la esperanza de no tener trocitos de canela por la cara. Estoy tan concentrada en el pánico que siento ahora mismo que no veo que lleva una caja enorme en las manos hasta que la deja encima de la mesa, delante de mí. La abre con un ademán ostentoso antes de decir: —Cronuts, bollitos, canelles, tartaletas y… biscotti gigantescos. Coge lo que quieras. Bajo la vista hasta la comida y después lo miro a los ojos. —Hola… ¿Qué es todo esto? —Productazos de ayer. He visitado todas las cafeterías que he visto por debajo de la calle 34. Sin saber qué decir, le lanzo una réplica digna de nuestras disputas habituales. —O sea, ¿que nos hemos peleado por biscotti rancios cuando podríamos habernos peleado por cronuts? —Y no es un cronut cualquiera —aclara—. Lleva glaseado de panceta. Empuja la cajita hacia mí. —No tengo hambre —digo. —Ah. ¿Te va tan bien en el trabajo que ahora comes fuera y todo? —Me lanza

una mirada amable, inquisidora, como si de verdad le importara cómo me va el trabajo. —Ahí voy —digo. Nos miramos un rato—. ¿Qué haces aquí, Miles? —No soporto la voz de pito que me sale. Ojalá pudiera sonar indiferente. —¿Te importa si me siento un segundo? —me pregunta, y digo que sí con la cabeza. No me fío de mi capacidad de habla; o me echo a rabiar o a llorar, y por la velocidad con que me late el pulso cuando se sienta enfrente de mí, no tengo ni idea de qué emoción va a ganar la batalla. No sabía si volvería a verlo y de pronto aquí estamos, como si nada hubiera cambiado, como si no me hubiera roto el corazón. —He venido a pedirte disculpas. —Traga saliva—. He estado unos días desaparecido y necesito contarte por qué. No pretendo que lo entiendas, teniendo en cuenta lo que piensas de tener hijos… Ahora sí que estoy descolocada. —¿Qué tienen que ver los hijos con esto? —Tú no quieres tener hijos y yo sí, y… —Un momento, un momento. Hay días que sí que quiero y días que no. No creo que a estas alturas del partido tenga por qué tomar una decisión. —Tienes razón, pero es que Jordan vino a verme el día que había quedado contigo. Me dijo que quería que fuera el padre de los gemelos. Me dio un patatús y no supe cómo gestionar la situación, y para cuando me había aclarado ya no conseguía contactar contigo. —Te bloqueé —le explico. La cabeza me da vueltas—. Tras cuatro días de silencio absoluto, me harté. —Lo siento muchísimo. Te he traído algo para que sepas que soy sincero. —Se levanta tan deprisa que tira al suelo la bolsa, su bolsa absurda y odiosa que me estruja el corazón, porque es tan Miles, y aunque lo haya odiado, también lo he echado de menos. Se arrodilla para recoger las cosas y me da una memoria USB, todavía con una rodilla en el suelo. —Lamento haberte arruinado esta ciudad, así que he creado nuevas visitas guiadas para ti. Le he pedido a Jude que las grabara porque… por su acento, en

fin. Y por si no querías volver a oír mi voz —termina a la carrera. Desde lejos, seguro que parece la declaración tecnológica más ridícula del mundo. Me quedo mirando el USB, pero no lo cojo. Si lo cojo, entonces Miles saldrá por la puerta, ¿quizá para siempre? Me quedo paralizada, sin saber qué hacer ni qué decir. Se levanta torpemente, deja la memoria sobre la mesa y mira la pantalla de mi ordenador, donde ve la página web de la aerolínea en la que estoy comprando billetes. —No te puedes ir de Nueva York —me suelta. Mis ojos van de la pantalla a él. —¿Por qué no? —Por la misma razón por la que rechacé a Jordan. Estoy enamorado de la chica con la que llevo semanas hablando. Pienso en ella todo el rato. En lo que dice, en lo que piensa. Me hace reír. Y alguien me dijo una vez que una relación no es más que encontrar a la persona que te haga reír en los peores días. Se me acelera el pulso y me cuesta la vida hablar. «Enamorado de…». —¿Quién te lo dijo? —Mi… mi padre, ¿vale? No puedo evitarlo, se me escapa una sonrisa. —Si no hay malos momentos, los buenos no tienen ningún sentido. — Enamorado de mí. Me elige a mí—. ¿Te lo dijo hace poco en una conversación de padre a hijo o hace tiempo, mientras veíais un viejo capítulo de La tribu de los Brady? —Mira, te prometo que podrás meterte con mis padres tanto como quieras — dice Miles con vehemencia—. Si te sigues metiendo conmigo. No dejes de meterte conmigo. No te vayas. —He aceptado un trabajo en Los Ángeles… Se deja caer en una silla, con la cara entre las manos. —¿De verdad? —Pero no me voy a mudar. Les he dicho que solo aceptaré si puedo trabajar desde casa. —Entonces, ¿por qué te vas a Los Ángeles? —Han accedido a cambio de que nos reunamos en persona cada seis semanas.

—Cierro el portátil y de pronto ya no hay ninguna barrera entre nosotros. —¿Te lo he confesado todo por nada? —Parece molesto. —No, por nada no. Un día me preguntaste qué era lo que más echaba de menos de Los Ángeles, y aquí tienes la respuesta. Me encanta conducir y que una canción de la radio me pille desprevenida, y subir tanto el volumen que la música haga vibrar el coche entero. Suena el bajo y avanzo por la 405 con calma (algo que nunca pasa, salvo, quizá, un domingo por la mañana). Canto a voz en grito, toda la ciudad me pertenece, y cuando suena la canción ideal, se crea un oasis a tu alrededor y en el coche. Me muevo entre un montón de gente, pero nadie es capaz de tocarme. —Suena precioso —opina. —Para mí era seguro —le confieso—. Porque estaba aislada. Tenía mi propia burbuja, y nunca me veía obligada a oír los ruidos de los demás ni a avanzar a contracorriente. Me iba a trabajar, luego volvía a casa, y a veces me fumaba un porro y me abandonaba a todo tipo de emociones. Ya no quiero hacer eso. Estas semanas contigo, he sentido muchas cosas, buenas y malas, pero incluso que te hagan daño… es mejor que no vivir la vida. —Busco mi libreta, la abro, paso la página del Campeonato de la Mesa y le muestro mi nueva lista—. Tengo tanto que ver en Nueva York, tantas cosas que no he hecho nunca. No me he subido a un crucero por el puerto, no he comido en un restaurante ruso ni me he puesto a inspeccionar las estanterías de la librería Strand. No me han llevado en un coche de caballos por Central Park, no he paseado por el cementerio del East Village, no he recorrido las casas y los museos de jazz de Harlem; tampoco he averiguado en qué sitios preparan la mejor pizza, no he probado los suficientes platos exóticos en el mercado de Chelsea, no he explorado el Museum Mile ni he visto el vaho que te sale al respirar mientras patinas sobre hielo en el Rockefeller Center. ¡Ni siquiera he asistido a un espectáculo de Broadway! Miles lee mi lista y toca cada punto como si fuera una joya, y sé que para él es así. —Las nuevas visitas guiadas pasan por la mayoría de esos sitios. Le cojo la mano y lo miro fijamente a los ojos. —Quiero oírlas con tu voz. Porque quiero que camines a mi lado mientras me

lo cuentas. Me he enamorado de Nueva York y también me he enamorado de ti. Miles abre la boca, pero alargo la mano y le pongo un dedo sobre los labios. —¿Me vas a enseñar tu Nueva York? ¿Podemos empezar de cero? Su respuesta es cogerme la cara con las manos y tirar de mí para darme un beso apasionado. Ahora sí que me siento como en casa. —Sí, sí —murmura cuando nos separamos. Su pulgar recoge con suavidad una lágrima de mi mejilla. Se inclina hacia delante y besa el lugar exacto. Se acerca un camarero y le pregunta a Miles si quiere tomar algo. —Hay que consumir diez dólares para usar el wifi —añade. —No pasa nada. Hoy no necesitamos wifi —le dice Miles—. Tenemos mucho de que hablar. —Sí. Sonreímos. —Ya solo con los correos de Clifford… —digo. —Su manera de redactar cuando estaba con Leanne aún me persigue. —Se estremece Miles. Me río, y qué bien me sienta: estamos en el mismo bando, riendo juntos. Miles está en lo cierto. Tenemos mucho de que hablar: en el mundo real, no por internet, como Zoey y Miles y como nadie más. —Creo que ha llegado el momento de empezar una nueva clasificación — anuncio—. Hay que probar y puntuar la comida que has traído. Paso páginas en mi libreta y busco una en blanco, una llena de posibilidades, una que espera que escriban en ella la historia de Zoey y Miles.

Cuatro meses después De: Leanne Tseng Para: Todos los trabajadores de Habla el Corazón Asunto: Seguimos arriba Equipo: Hoy tengo que daros una buena noticia. Después de reunirme con Contabilidad, puedo confirmaros que nuestros ingresos siguen creciendo. Ahora que somos la única plataforma del mercado, me siento lo bastante segura como para añadir a dos personas en nuestra plantilla a tiempo completo. Dadles la enhorabuena a Aisha Ibrahim, nuestra fotógrafa, y a nuestra nueva redactora de contenidos, Stella Gonzalez. Os lo merecéis, chicas. Saludos cordiales, Leanne De: Miles Ibrahim Para: Aisha Ibrahim En copia: Zoey Abot Asunto: Celebremos el ascenso ¡¡Bravo!! Ya hemos vuelto de Los Ángeles. (Zoey está apoyada en mi hombro, por lo que me obliga a confesar —o amenaza con quemarme los zapatos— que su sushi aniquila el de Nueva York. ¡Me cago en todo!). En fin, que me muero de ganas de celebrar tu ascenso esta noche en casa de Zoey. ¿O debería decir en casa de Zoey y de Miles? Nosotros nos encargamos de los martillos, del pastel y de los aperitivos —nada que ver con el champán de Clifford—, tú encárgate de traer toda tu fuerza. Mary nos da permiso para derribar la pared que separa nuestros pisos. Vamos a poder destrozarla a placer antes de que vengan los profesionales. ¡Nos vemos prontito!

¡Nos vemos prontito!

MILES Por si las escenas de la película Ghost no te convencieron, deja que te confirme que reformar un piso en Nueva York es muy pero que muy sexy. Zoey incluso se puso un mono a lo Demi Moore mientras derribábamos la pared, llenábamos las copas de champán de trocitos de pladur y nos las bebíamos de todos modos, la mar de felices. A lo mejor nos hemos envenenado, pero ha valido la pena. Ruedo en la cama para apretarme contra Zoey, con todos los músculos agotados y con agujetas, pero mis manos solo dan con las sábanas vacías. Me obligo a abrir un ojo. No solo está vestida, sino que encima ya casi ha llegado a la puerta. —Eh —le grito, con la voz atontada por el sueño—. ¿Adónde te crees que vas? —¿Adónde si no? —me pregunta con los ojos clavados en los míos—. Hay una mesa enorme y vacía esperándome. —Estás de coña, ¿no? —Mira —dice mientras se recoge el pelo húmedo en una coleta. ¿También se ha duchado?—. Si crees que varios asaltos de sexo espectacular bastarán para apartarme de mi destino de Campeona de la Mesa, es que no me conoces. —Conque sexo espectacular, ¿eh? —digo con una sonrisilla. Me pongo las manos detrás de la cabeza y me apoyo en el cabezal de la cama—. Adelante. —Espectacular, sí, igual que mi estrategia —dice, y abre la puerta—. Adularte solo ha hecho que me retrase treinta segundos. ¡Hasta luego! —Y cierra de un portazo. —¡Eres de lo que no hay! —grito, pero no hago ni el amago de salir de la cama. Si esta es la recompensa por perder la competición de la mesa, creo que no me importa lo más mínimo. Además, sé que va a guardarme un sitio.

AGRADECIMIENTOS SarvenazTash: Hola. SarahSkilton: Hola. SarvenazTash: Mmm… Vaya, y ¿ahora, qué? A lo mejor Miles dice algo al respecto en el manual. SarahSkilton: Pero los agradecimientos nos toca escribirlos a nosotras. ¿Cómo quieres que lo hagamos? SarvenazTash: Pues a ver, tenemos que darle las gracias a Alicia Cordon, por supuesto, nuestra increíble editora de Kensington. Y decirle lo mucho que valoramos su entusiasmo y su amor por la historia de Miles y Zoey. Trabajar con ella ha sido un placer y una alegría inmensa. SarahSkilton: Victoria Marini, de Irene Goodman, es nuestra agente estrella: lista, empática y maravillosa de principio a fin. También estamos en deuda con Lee O’Brien y con Maggie Kane. ¡Muchísimas gracias! SarvenazTash: También de Kensington, estamos superagradecidas a nuestra publicista, Jane Nutter, así como al fabuloso esfuerzo de Lynn Cully, Jackie Dinas, Alexandra Nicolajsen, Kris Noble, Laura Jernigan y Susanna Gruninger. Queremos dar las gracias especialmente a Elizabeth Trout, que fue la primera kensingtoniana en leer y amar esta novela, la que empezó la cadena de acontecimientos que llevó al libro a ser el que es. También les damos las gracias a Lia Chan de ICM, nuestra agente y superheroína, y al incomparable Ronald Bass por su entusiasmo, sus ideas y por una de las reuniones más inolvidables y espléndidas de nuestra carrera. SarahSkilton: A mi hermana Rachel Murphy: te quiero muchísimo y tu apoyo lo significa todo para mí. Gracias por ser una lectora beta de todo lo que escribo,

tanto de lo publicado como de lo no publicado y de lo que está en medio. SarvenazTash: Y a mi hermana Golnaz Taghavian, una de las lectoras y espectadoras de comedias románticas más exigentes que conozco. Gracias por ser una lectora beta de este libro; ya sabía yo que, si contaba contigo, las dos estaríamos orgullosas del resultado. SarahSkilton: Tengo que dar las gracias a la maravillosa Amy Spading, porque siempre me hace reír (¡y me prepara comida!) cuando más lo necesito; a Leslie Sullivant y a Lisa Green por las noches que pasamos en el bar Rose & Crown, hablando de literatura; a la asociación de autoras de romántica de Santa Clarita y a Stephanie Sagheb por las noches viendo nuestras pelis favoritas. Elliot Skilton es mi chico favorito del mundo y Joe Skilton es el amor de mi vida y la razón por la cual existen mis libros. Mis padres Earl y Ros Hoover, Lydia y Richard Skilton me han apoyado y animado sin cesar, y les estoy sumamente agradecida. Carrie Fisher y Nora Ephron nos sirvieron de inspiración para escribir esta historia: os echamos de menos. Por último, quiero darte las gracias a ti, Sarvenaz Tash, la única persona con la que me imagino colaborando en una novela. Nos conocimos en Twitter allá por el 2011 y me abriste las puertas de tu casa, literalmente, cuando visité Nueva York unos meses después (y un montón de veces desde entonces). Tu generosidad, tu talento, tu ética profesional y tu espíritu creativo son insuperables. Me ha encantado escribir este libro contigo y sigo riéndome cada vez que le echo un vistazo. Gracias, gracias por tu amistad. Para mí es un tesoro que no se puede describir con palabras. SarvenazTash: Me gustaría darle las gracias a mi maravillosa familia, en especial a Haleh, mi madre, y a Homa, mi tía, por muchos motivos que no voy a enumerar ahora; a Arlene y a Michael por su apoyo y entusiasmo constantes; a mi marido Graig (a quien conocí en el ferri a Staten Island —en serio—), porque me hace reír todos los días, también en los peores; y a Bennet y a Jonah, que no me sirvieron de ayuda para escribir esta novela pero que aportan riqueza a mi vida. Me muero de ganas de disfrazarme de Mamá Cansada en Halloween con vosotros. Y, sobre todo, quiero darle las gracias a mi compañera Sarah Skilton. Escribir

este libro contigo será siempre una de las mayores alegrías de mi vida. La novela ha sido mi faro de luz y esperanza y me ha provocado muchísimos ataques de risa en estos dos años; ha sido un refugio donde esconderme durante las malas épocas (sin miedo a las neuroorugas, eso sí). Me siento muy honrada de que hayas compartido tu talento conmigo y con esta historia. Y más agradecida aún por poder decir que eres una de mis mejores amigas.
No eres tú soy yo - Tash Skilton

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