Amy Harmon - Serie The Bird And The Sword Chronicles 01 - The Bird And The Sword

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Esta traducción fue realizada sin fines de lucro por lo cual no tiene costo alguno. Es una traducción hecha por fans y para fans. 2

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Índice

Capítulo 21

Sinopsis

Capítulo 22

Mapa

Capítulo 23

Guía de Pronunciación

Capítulo 24

Capítulo 1

Capítulo 25

Capítulo 2

Capítulo 26

Capítulo 3

Capítulo 27

Capítulo 4

Capítulo 28

Capítulo 5

Capítulo 29

Capítulo 6

Capítulo 30

Capítulo 7

Capítulo 31

Capítulo 8

Capítulo 32

Capítulo 9

Capítulo 33

Capítulo 10

Capítulo 34

Capítulo 11

Capítulo 35

Capítulo 12

Epílogo

Capítulo 13

Sobre la Autora

Capítulo 14

Créditos

Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20

Traga, hija, contenlas, esas palabras que se sienten en tus labios. Enciérralas dentro de tu alma, escóndelas hasta que tengan tiempo de crecer. Cierra la boca sobre el poder, no maldigas, no cures, hasta la hora. No hablarás y no lo dirás, no llamarás al cielo, ni al infierno. Aprenderás y prosperarás. Silencio, hija. Mantente viva. El día que mataron a mi madre, le dijo a mi padre que yo no volvería a hablar y le dijo que si yo moría, él también lo haría Luego predijo que el rey cambiaría su alma y perdería a su hijo en el cielo. Mi padre tiene derecho al trono y está esperando en las sombras para que se cumplan todas las palabras de mi madre. Desesperadamente quiere ser rey y yo solo quiero ser libre.

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Pero la libertad requerirá escapar y soy prisionera de la maldición de mi madre y de la codicia de mi padre. No puedo hablar o hacer un sonido y no puedo empuñar una espada, ni engañar a un rey. En una tierra purgada de encantamiento, el amor podría ser la única magia que queda y ¿quién podría amar a... un pájaro?

The Bird and the Sword Chronicles #1

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Jeru – JEH roo Meshara – Meh SHAH ruh Lark – Lahrk Tiras – TEER us Boojohni – Boo JAH nee Degn – Dane Corvyn – COHR vin Zoltev – ZOHL tehv Volgar – VOLH gahr 6

Kjell – Kel Kilmorda – Kil MOHR da Bin Dar – BIN Dahr Drue – Droo Firi – FEAR ee Bilwick – BIL wik Enoch – EE nuk Quondoon – qwahn DOON Janda – JAHN da Jyraen – jeh RAE un Nivea – NI vee uh

Porque la palabra es rápida y poderosa Más afilada que cualquier espada de dos filos Desgarradora aun para los polos divididos Del alma y del espíritu De las articulaciones y la médula 7

Es un discernidor de los pensamientos Y de las intenciones del corazón

ra tan pequeña. Lo único grande en ella eran sus ojos y llenaban su rostro, grises y solemnes como la niebla en los páramos. A los cinco veranos, era del tamaño de los niños de dos veranos de edad y era delgada de una manera que me preocupaba. No poco saludable, exactamente. De hecho, nunca había estado enferma. Ni una sola vez. Pero era delicada, casi frágil, como un pajarito. Huesos y rasgos pequeños, una barbilla puntiaguda y orejas como de elfo. Su cabello castaño claro, pesado y suave, se sentía como plumas rozando mi rostro cuando la sostenía contra mí, llevando más lejos la comparación. Era mi pequeña alondra1. El nombre había entrado en mi mente en el momento en que la vi y lo acepté, reconociéndolo del Padre de todas las Palabras, confiando que el nombre estaba destinado a ser.

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—¿Qué estás haciendo, Lark? —Mi voz era aguda, como pretendía que lo fuera, pero mi hija no tenía miedo, ni siquiera un poco, aun cuando había sido atrapada en un lugar donde no debería estar. Me preocupaba que se pinchara los dedos con la afilada aguja de la rueca o cayera de las altas ventanas abiertas que daban al patio. Esta era mi habitación especial y me encantaba aquí, especialmente cuando ella estaba conmigo. Pero me desobedeció al entrar sola. —Estoy haciendo poppets2 —respondió, su ronca voz un cómico contraste con su diminuta figura. Su lengua rosa apareció entre sus apretados labios, indicando gran concentración. Envolvió una cuerda alrededor del pedazo de tela acolchada en sus manos, creando una cabeza, aunque una deforme. Ya le había hecho piernas y brazos y tenía tres poppets más, ya construidos, acostados junto a ella en el suelo. —Lark, sabes que no puedes estar aquí sola. No es seguro para una niña tan pequeña. Y no puedes usar tus palabras cuando no estoy contigo —reproché. —Pero estuviste fuera por mucho tiempo —dijo, levantando sus ojos tristes hasta los míos. —No me mires así. Esa no es excusa para la desobediencia. Agachó su cabeza y sus hombros cayeron. —Lo siento, madre. —Promete que recordarás y obedecerás.

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Alondra: Lark, en inglés. Poppets: Muñeco de tela o arcilla para magia empática.

—Prometo que recordaré… y obedeceré. Esperé, dejando que la promesa se asentara sobre las dos, grabándola en el aire para que quedara atada por sus palabras. —Ahora… cuéntame de tus poppets. —A esta le encanta bailar. —Señaló a la muñeca abultada a su izquierda—. Y a esta le encanta escalar… —Como cierta pequeña alondra que conozco —interrumpí con ternura. —Sí. Como yo. Y a esta le encanta saltar. —Levantó a la más pequeña. —¿Y esta? —Señalé a la poppet que acababa de terminar. —Este es un príncipe. —¿Ah? —Sí. El Príncipe de los Poppets. Y puede volar. —¿Sin alas? 9

—Sí. No necesitas alas para volar —cantó, repitiendo algo que le había dicho. —¿Qué necesita, hija? —pregunté, poniéndola a prueba. —Palabras —respondió, sus grandes ojos grises encendidos con conocimiento. —Dime —susurré. Recogió la poppet que estaba más cerca de ella y apretó sus labios contra el lugar del pecho de la poppet donde estaría su corazón. —Baila —susurró Lark, creyendo que podía. La dejó en el suelo y observamos juntas. La pequeña muñeca de tela comenzó a girar y a levantar sus malformados brazos y piernas, saltando y girando por la habitación. Me reí suavemente. La pequeña Lark tomó otra. —Salta —urgió, presionando la palabra en el pecho de la poppet. Esta saltó de su mano y rebotó sin sonido detrás de la muñeca bailarina. Repitió la acción, dándole una palabra a los poppets que quedaban y observamos con fascinación cómo una muñeca subía por las cortinas y el Príncipe de los Poppets volaba por los aires, brazos extendidos como alas abultadas, se movía rápidamente y se zambullía como un pájaro feliz. Ella aplaudió con sus pequeñas manos y bailó y saltó con sus nuevas amigas y bailé con ella. Estábamos tan alegres y tan perdidas en la experiencia que no escuché las botas en el vestíbulo fuera la puerta hasta que casi fue demasiado tarde. Había sido tan ingenua, tan descuidada. Eso no era propio de mí.

—Lark, ¡quítales las palabras! —grité, corriendo para cerrar la puerta. Lark agarró a la muñeca bailarina y le quitó su palabra, de la manera en que le había enseñado, respirando la palabra en su pecho, invertida. —Aliab —dijo, tragándosela de vuelta. La poppet saltarina estaba corriendo alrededor de sus pies y la recogió y susurró—: Atlas. Hubo un golpe en la puerta y mi sirviente Boojohni me llamó, su voz urgente. —¡Lady Meshara! El rey está aquí. Lord Corvyn dice que debe venir ahora. Atrapé a la poppet escaladora mientras subía por la pared rocosa cerca de la pesada puerta. Se la arrojé a Lark y le quitó la palabra como había hecho con las otras. —¿Dónde está el volador? —siseé, buscando con ojos frenéticos, mirando hacia las altas vigas y las oscuras grietas. Entonces, por el rabillo de mi ojo, lo vislumbré. Había atravesado la ventana abierta y revoloteaba como un pañuelo en la brisa. Pero no había viento. —¡Lady Meshara! —Boojohni estaba tan frenético como nosotros, pero por una razón muy diferente. 10

—Vamos, Lark. Todo saldrá bien. Es demasiado alto para que otros vean. Quédate detrás de mí, ¿entiendes? Asintió y pude ver que la había asustado. Había motivos para tener miedo. Una visita del rey nunca era bienvenida. Abrí la puerta y saludé recatadamente a Boojohni. Se giró y se alejó, sabiendo que lo seguiría. Veinte jinetes estaban reunidos en el amplio patio del castillo y mi marido estaba inclinándose y arrodillándose cuando llegué con Lark detrás de mis faldas. Para alguien tan desdeñoso del rey, mi señor se apresuró a besar las botas del rey. El miedo nos debilitaba a todos. —¡Lady Meshara! —exclamó el rey y mi marido se levantó y se volvió hacia mí, alivio en su rostro. Hice una profunda reverencia, como se requería y Lark imitó mi saludo, atrayendo la atención del rey. —¿Qué tenemos aquí? ¿Tu hija, Meshara? Asentí una vez, pero no le di su nombre. Los nombres tenían poder y no quería que tuviera el suyo. Había habido un tiempo en que consideré competir por la atención del rey, era nieta del Señor de Enoc y de noble nacimiento y había estado atraída hacia el apuesto Rey Zoltev de Degn. Eso fue antes que lo viera cortarle las manos a una anciana atrapada haciendo girar el trigo en largas cintas de oro. Rogué a mi padre que arreglara mi matrimonio con Lord Corvyn. Corvyn era débil, pero no

era malvado, aunque me preguntaba si la debilidad no era igual de peligrosa. Los débiles permitían que el mal floreciera. —¿No hay hijos, Corvyn? —preguntó el Rey Degn suavemente. Mi marido sacudió su cabeza con pena, como si le avergonzara el hecho y sentí un destello de furia. —Le estoy mostrando a mi hijo su reino. Todo esto algún día será suyo. —El rey Zoltev señaló el castillo, las montañas, incluso a la gente arrodillándose en homenaje, como si fuera dueño del mismo cielo sobre nuestras cabezas y el aire que respirábamos. —Príncipe Tiras, deja que tu pueblo te vea. —El rey se giró en su silla de montar, haciendo señas a su hijo para que se aproximara.

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La Guardia del Rey se separó, abriendo el camino a un chico en un enorme semental negro para que se acercara hasta quedar junto a su padre. El chico era lánguido y delgado, todos codos y hombros y rodillas y pies, encaramados en la cúspide de un brote crecido. Su cabello y sus ojos eran oscuros, casi tan negros como el caballo debajo de él y su piel era tan cálida como el oro de Spinner. Su madre, la difunta reina, no era de Jeru, sino de un país sureño conocido por su tez más oscura y su habilidad con la espada. Él montaba el caballo cómodamente, pero guerreros lo rodeaban en un círculo suelto, como para protegerlo. No llevaba un escudo real en su pecho y su corcel estaba cubierto de un color verde sólido, como todos los miembros de la guardia, pero eso podría haber sido por su seguridad. Ser el hijo de un rey impopular o popular, si vamos al caso, te convertía en un blanco para el secuestro y la venganza. Hice una profunda reverencia una vez más y Lark corrió a mi alrededor y levantó su mano para tocar el caballo del príncipe, sin miedo como siempre. Parecía una niña hada junto al enorme animal y el príncipe se deslizó de su montura y extendió su mano para saludarla, presentándosela a su caballo. Lark se rio alegremente, metiendo su pequeña mano en la de él y él sonrió cuando colocó un beso sobre sus nudillos. Creí escucharla susurrar mientras su boca tocaba su piel y me adelanté para alejarla, repentinamente temerosa que le había otorgado uno de sus inocentes regalos. Pero nadie la miraba a ella o al príncipe. Un jadeó se había elevado desde la reunión y levanté mis ojos hacia el revoloteante poppet blanco bailando en el aire. Durante un latido de corazón hubo silencio mientras tanto hombre como bestia observaban a la tonta creación subir y bajar como una paloma de extraña forma. Como un niño atraído hacia su madre, el títere había regresado a su creador. —¡Padre, mira! —Era el príncipe y estaba encantado con el objeto volador—. ¡Es magia!

—El Príncipe de los Poppets nos siguió, madre —susurró Lark tímidamente y extendió su mano hacia la muñeca que había impregnado con una sola palabra. Vuela. Tan inofensiva. Tan inocente. Tan mortal. Rápidamente agarré al volador en el aire y metí mi puño detrás de mi espalda donde Lark ahora estaba encogida por el miedo. Podía sentir sus pequeñas manos jalando mi falda con desesperación, pero no me atreví a atraer la atención hacia ella. —¡Magia! —sisearon los soldados del rey y de repente el hechizo se rompió. Los caballos retrocedieron y las espadas fueron desenvainadas. El príncipe miró horrorizado, intentando calmar al caballo que había sido dócil solo unos momentos antes. —Bruja —respiró el rey—. ¡Bruja! —gritó, extendiendo su espada hacia los cielos como si invocara un tipo de poder completamente diferente. Su caballo retrocedió. Y sus ojos brillaron. —Confiesa, Lady Meshara —rugió—. Arrodíllate y confiesa y te mataré rápidamente.

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—Si me matas, perderás tu alma y a tu hijo al cielo —advertí, mis ojos desviándose brevemente hacia su joven hijo quien encontró mi mirada, sus manos aferradas a la crin de su enorme caballo. —¡Arrodíllate! —ordenó Zoltev otra vez, una justificada indignación resonando en el aire. —Eres un monstruo y Jeru te verá por lo que eres. No me arrodillaré para tu matanza, ni confesaré como si fueras mi Dios. Lark gimoteó y apretó sus labios contra la poppet en mi puño. —Aleuv. —La escuché susurrar y la retorcida poppet se quedó flácida mientras el rey balanceaba su espada en juicio final. Alguien gritó y el sonido continuó sin cesar como si el rey hubiera abierto el cielo en dos y el horror cayera goteando. Caí a la tierra, cubriendo a mi pequeña niña, el poppet aún apretado en mi puño. No hubo dolor. Solo presión. Presión y tristeza. Increíble tristeza. Mi hija estaría sola con su enorme don. No sería capaz de protegerla. Sentí que mi sangre fluía fuera de mi cuerpo sobre el suyo y apreté mis labios contra su oreja e invoqué las palabras que describían a todo ser viviente. —Traga hija, contenlas, esas palabras que se sienten en tus labios. Enciérralas profundo dentro de tu alma, escóndelas hasta que tengan tiempo de crecer. Cierra la boca sobre el poder, no maldigas, no cures, hasta la hora. No hablarás y no lo dirás, no llamarás al cielo, ni al infierno. Aprenderás y prosperarás. Silencio, hija. Mantente viva.

Escuché a alguien gritando, suplicando misericordia y me di cuenta de que Boojohni se había arrojado sobre mí, haciendo todo lo posible para protegerme de otro golpe. Pero otro golpe sería innecesario. Corvyn se arrodilló junto a mí, gimiendo horrorizado y levanté mi cabeza de la oreja de Lark para encontrar sus ojos grises aturdidos, mojados con miedo. Tenía que hacerlo fuerte, hacerlo creer, aunque solo fuera por su propia supervivencia. Me concentré en lo que debía ser dicho. Mi poder para decirlo se estaba derramando sobre el empedrado. —Esconde sus palabras, Corvyn. Porque si muere... si alguna vez es lastimada, compartirás el mismo destino. Sus ojos se abrieron ampliamente mientras los míos se cerraban y las palabras y el mundo se quedaron en silencio.

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En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. o puedo crear palabras. No puedo emitir un sonido. Tengo pensamientos y sentimientos. Percibo imágenes y colores. Todos reprimidos dentro de mí porque no puedo pronunciar palabras. Pero puedo escucharlas. El mundo se mantiene vivo con palabras. Los animales, los árboles, la hierba y los pájaros murmuran sus propias palabras. —Vida —dicen. 14

—Aire —respiran. —Calor —murmuran. Los pájaros exclaman: —¡Volar, volar! —Y las hojas los hacen ondular hacia arriba, abriéndose mientras susurran: —Crecer, crecer. Amo estas palabras. No existe mentira, ni confusión. Las palabras son simples. Los pájaros sienten júbilo. Los árboles lo sienten también. Sienten júbilo ante su creación. Sienten júbilo porque EXISTEN. Toda cosa viva tiene una palabra y yo las escucho todas. Pero no puedo pronunciarlas. Mi madre me dijo con palabras, que Dios creaba mundos. Con palabras, creó luz y oscuridad, agua y aire, plantas y árboles, pájaros y bestias y del polvo y la suciedad de estos mundos, creó niños, dos hijos y dos hijas, creándolos a su imagen y semejanza y soplando vida sobre sus cuerpos de arcilla. En el principio, dio a cada niño una palabra, una palabra poderosa, que representaba una habilidad especial, un precioso don para guiarlos en su viaje a través de su mundo. Una hija recibió la palabra transformar, porque podía convertir cualquier cosa en oro. La hierba, las hojas, un mechón de su cabello. Un hijo recibió la palabra cambiar, lo cual le obsequiaba la habilidad de transformarse en las bestias

del bosque o las criaturas del aire. La palabra sanar fue entregada a otro hijo, para curar enfermedades y heridas de sus otros hermanos y hermanas. Una hija recibió la palabra relatar y era capaz de predecir lo que iba a suceder. Algunos decían que podía incluso moldear el futuro con el poder de sus palabras. La Transformadora, El Cambiante, El Sanador y La Relatora vivieron por un largo tiempo y tuvieron muchos hijos, pero incluso con palabras benditas y habilidades increíbles, la vida en el mundo fue peligrosa y difícil. Muchas veces, la hierba era más útil que el oro. Un hombre era más deseable que una bestia. El azar era más seductor que el conocimiento y la vida eterna no tenía sentido alguno sin amor. El Sanador podía curar a sus hermanos cuando se enfermaban, pero no podía salvarlos de sí mismos. Observó como su hermano, El Cambiante, pasaba tanto tiempo como una bestia, rodeado por ellas, que se convirtió en una. La Transformadora, que amaba a El Cambiante, estaba tan enloquecida por la pena, que giró y giró, dio vueltas y vueltas, hasta transformarse en oro, una estatua de dolor a un lado del pozo del mundo por el que había trepado. La Relatora, dándose cuenta de que lo había predicho todo, juró nunca más volver a hablar y El Sanador, solo sin ellos, murió a causa de un corazón roto que se negó a curar. 15

Sus hijos se propagaron por la tierra y los años se convirtieron en décadas y las décadas se convirtieron en siglos. Crecieron ampliamente en número y había muchos con el poder de las palabras o la habilidad de cambiar o sanar o transformar. Pero el poder fue diluido y alterado por la combinación de los dones. Nuevos dones emergieron y algunos se perdieron. Algunos utilizaron sus dones para hacer el mal. Un descendiente de El Cambiante, un rey que podía convertirse en un dragón, devastó el campo, destruyendo la tierra con fuego y matando a la gente que se le oponía. Un poderoso guerrero que quería ser rey asesinó al dragón y obtuvo la gratitud de gente aterrorizada. Alegó que todos debían tener los mismos dones. Dijo que aquellos que podían transformar o relatar o cambiar o sanar no debían usar sus dones porque les daba ventaja sobre otros hombres. La gente se encontró celosa y asustada y muchos estuvieron de acuerdo con el ambicioso guerrero, aunque algunos no lo hicieron. Una mujer cuyo hijo había sido salvado por un sanador discutió que los dones, de hecho, los beneficiaban a todos. Un hombre cuyos cultivos habían sido salvados por un relator que predijo una tormenta terrible y le advirtió que cosechara antes, estuvo de acuerdo con ella. Pero las voces de miedo y descontento siempre eran las que más se oían y uno a uno, los Relatores, los Sanadores, los Cambiantes y los Transformadores fueron destruidos. Quemaron a los Relatores en la hoguera. Cortaron las manos de los Transformadores. Cazaron a Los Cambiantes como los animales a los que se parecían y apedrearon a los Sanadores en las plazas de las aldeas, hasta que aquellos con dones especiales, cualquiera de ellos, comenzaron a tener miedo de sus habilidades y escondieron sus talentos de los demás.

El guerrero se convirtió en rey y su hijo reinó después de él. Generación tras generación de reyes guerreros se mantuvieron en el trono, vigilantes para remover a los Dotados de la población, convencidos que la igualdad solo podía ser conseguida si nadie era especial y el poder de las palabras fue erradicado. Mi madre creaba palabras. Era una Relatora y sus palabras eran mágicas. Hablaba y las palabras cobraban vida. Realidad. Verdad. Mi padre lo sabía y tenía miedo de ello. Las palabras pueden ser terribles cuando la verdad no es bienvenida. Mi madre era cuidadosa con sus palabras, tan cuidadosa que las volvió insonoras cuando murió. Ahora, pululaban silenciosamente a mi alrededor, como callados observadores esperando que alguien las dijera para comenzar a existir. Pero mientras caminaba, el bosque se encontraba denso de sonido.

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La noche me susurraba, las palabras caían en capas unas sobre otras. El búho lloraba quién, pero no quería conocer la respuesta. Ya la sabía y observaba sin azoramiento alguno. La luna era enorme sobre mí, el suelo blando bajo mis pies y disfruté la sensación de permanecer alrededor de otras criaturas silenciosas. Éramos iguales. Vivíamos, pero nadie se percataba de nosotros. Pasé mis dedos por la dura corteza de un árbol y sentí un saludo en respuesta, aunque fue más una sensación que una palabra. El mundo dormía. El bosque también dormía, aunque no tan profundamente. Había un mundo despertándose aquí mismo y me incliné contra el árbol que se sentía como un amigo y dejé que la paz me embargara. Un repentino chillido resonó entre las hojas y perforó la calma, provocando que el árbol se refugiara en sí mismo y las palabras que revoloteaban a mi alrededor se silenciaron de inmediato, dejando solo una. Peligro. Peligro, murmuró el bosque, pero en lugar de huir, encaré el sonido. Algo estaba pasando por un terrible dolor. No sé por qué corrí hacia él. Pero lo hice. Corrí hacia el lamento que rasgaba la oscuridad y hacía que el vello en mi piel se erizara en advertencia. El grito se acalló brevemente solo para volver a alzarse, una llamada de muerte y me tambaleé dentro de un claro y me detuve en seco. Allí, bañado por la luz de la luna, se encontraba el pájaro más grande que alguna vez hubiera visto. Yacía hecho un ovillo, una flecha saliendo de su pecho. Sus plumas se estremecían al tomar aire, entrecortada y jadeantemente y me acerqué con cuidado, un suave paso a la vez. No podía tranquilizarlo como una madre tranquilizaría a su hijo, pero los sonidos humanos raramente calmaban a un animal, a no ser que fuera una mascota amada o un caballo fiel. Este no era ninguno de ellos. El pájaro alzó su lustrosa cabeza blanca, sus ojos negros se fijaron en mi rostro y me observó con cautelosa desesperación. Sus alas vibraron con el impulso de volar, pero no hubo fuerza alguna tras el movimiento. Era un águila, del tipo que solo ves en la distancia, si siquiera llegabas a verla. Era magnífica con su regia y blanca cabeza y plumas negras como el hollín, sus

puntas teñidas en color rojo sangre. No me atreví a tocarla, no por mi bien, sino por el del águila. Mi toque la alarmaría, no la reconfortaría y el pájaro lucharía por volar, lo cual solamente causaría dolor. Me agaché cerca y la estudié, tratando de determinar qué podía hacerse, aunque fuera para aliviar su sufrimiento. Me estiré y coloqué una mano en el borde de su ala más cercana a mí. Cerrando mis ojos, empujé una palabra hacia él, energía silenciosa abarcada por pensamiento. Era la manera en que los animales compartían su esencia conmigo y parecía funcionar en distintos grados cuando quería salirme con la mía. A salvo, le dije en silencio. A salvo. Su ala dejó de temblar bajo mi mano. Abrí mis ojos y lo observé agradecidamente. A salvo, volví a prometer. El pájaro estaba quieto, tan perfectamente, pero sus ojos se aferraban a mi rostro y sus respiraciones eran menos profundas. Iba a morir. La flecha estaba encajada profundamente en su pecho y quitarla lo mataría con mayor rapidez. Me preocupaba más su dolor y los animales que pudieran encontrarlo y volverlo su comida antes de que estuviera muerto. 17

Y luego estaba el problema de la flecha en sí. ¿Dónde estaba el tirador? Escuché con atención, empujando mis sentidos hacia afuera, escuchando la conversación de los árboles, los murmullos de la vida nocturna y el crujido del viento. No podía sentir peligro, ni miedo y no percibí sensación de persecución o escuché la aproximación de pensamiento humano. Tal vez el águila había sido capaz de volar una cierta distancia antes de caer, escapando del arquero. Luz. Sentí la palabra alzarse desde el pájaro. Luz. Me pregunté si su anhelo era por el día, como si eso pudiera salvarlo de su destino, como si la noche fuera responsable de su muerte. O tal vez el pájaro veía el brillo de un sol radiante para siempre incitándolo a volar hacia los cielos eternos al lado de los Dioses. Luz. Podía quedarme allí hasta entonces. Podía quedarme allí hasta el amanecer, si aguantaba hasta entonces. Mantendría a los depredadores alejados mientras él dejaba un mundo para volar hacia el siguiente. Me relajé junto a él, moviendo mi mano a las sedosas plumas de su pecho. Mantuve mi tacto ligero y mis intenciones pesadas, presionando el poder de mi propósito en sus afligidas respiraciones. Alivio, le dije. Comodidad. Tranquilidad. Paz. Las palabras solo eran un bálsamo, no una cura. Después de todo, no era una Sanadora. Pero también empujé bienestar hacia él, aunque fuera solo en forma de deseo. Era tan resplandeciente y detestaba verlo morir.

Boojohni vendría a buscarme. Refunfuñaría y se quejaría y gemiría por sus pies doloridos y sus rodillas nudosas, pero vendría de cualquier manera porque me amaba y se preocuparía si no regresaba pronto. Mi padre me había atado a él cuando era joven. Atada, como un perro revoltoso. Mi padre tenía tanto miedo que algo pudiera sucederme, nunca me dejaba sin protección. Era trabajo de Boojohni asegurarse que nada me sucediera. Éramos casi de la misma altura en ese entonces, lo que nos hacía parecer dos niños traviesos siendo fuertemente disciplinados a donde fuera que íbamos. Boojohni lo odiaba incluso más que yo. Pero era recompensado por su molestia y humillación. Mi humillación no era considerada. Boojohni era un trol, pareciéndose más a un mono que a un hombre adulto, con una nariz plana y gomosa sobre una impresionante barba que hacía juego con el cabello salvaje que comenzaba en su frente y continuaba hacia su espalda. Medía solo un metro veinte, totalmente crecido, pero usaba ropa, caminaba en dos piernas y era tan sabio como cualquier hombre, aunque Boojohni era el primero en renegar de la raza humana.

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Yo era mucho más alta que Boojohni ahora, pero seguía siendo mi protector, aunque había superado la etapa de llevar correa. No podía ser mantenida encerrada, aunque mi padre lo intentara. Si su preocupación naciera de amor, sería más fácil de soportar. Pero nacía de la autopreservación, del miedo y el resentimiento entre nosotros que había comenzado a volverse más y más profundo desde que mi madre había muerto. Suspiré ligeramente, apenas un leve jadeo, pero el águila alzó sus ojos y me observó. Luz. La palabra se alzó de él nuevamente. Urgente. Interrogativa. Pronto, lo tranquilicé, acariciando su cabeza. Mentía. No habría luz. Faltaban horas para el amanecer. Pero me quedaría aquí y Boojohni simplemente tendría que quejarse. Tenía una nariz igual a la de los perros cazadores de mi padre. Me encontraría fácilmente si insistía en ello. Me puse en una posición más cómoda, envolviendo mi vestido alrededor de mis piernas para protegerme del ligero frío y poniendo mi capa a mi alrededor. El tiempo de crecimiento estaba acercándose con rapidez y la nieve había desaparecido del suelo, por suerte. Los árboles estaban vestidos de verde y la hierba era gruesa debajo de mi cuerpo. Me acurruqué en forma de media luna alrededor del pájaro, apoyando mi cabeza en mi brazo y mantuve mi otra mano calmando y acariciando, instando sanación con mis pensamientos. Me demostré ser una mala protectora. Me concentré tan fuerte, con tanta intención, volcando mi energía en comunicar paz y descanso para el pobre pájaro, que rápidamente me quedé dormida, arrullada por mis propias sugerencias mentales.

e desperté con las pequeñas manos gordas de Boojohni palmeando mis mejillas y el amanecer abriéndose paso entre los árboles del este, zarcillos dorados haciendo cosquillas en mis párpados. Estaba rígida y fría, mi brazo izquierdo entumecido y en la mano derecha sostenía una larga pluma negra, con un dejo de rojo. El águila se había ido. Había sangre y algunas plumas y un poco dejado atrás. ¿Había muerto? Me puse de pie rápidamente, sorprendiendo a Boojohni, quien había sabido que era mejor no caminar por el bosque llamándome. No le servía de nada gritar cuando yo no podía responder. Había utilizado su nariz y su conocimiento de mis lugares favoritos, pero lucía cansado y aliviado cuando tomó mi mano, atrayendo mi atención hacia él. —¿Qué? —preguntó, notando mi alarma. Señalé la sangre y las plumas. Águila. Lastimada. 19

Hice una seña descuidada con mi mano. No sabía si sentía las palabras que lanzaba hacia él o si entendía mis señas con las manos. Tal vez era el lenguaje de los compañeros de toda la vida o todas esas cosas combinadas, pero Boojohni y yo teníamos nuestro propio idioma y primitivo como era, lográbamos comunicarnos. —Se fue. Parece que algo lo arrastró —gruñó simplemente. Incliné mi cabeza con arrepentimiento. ¡Pero no había escuchado nada! Hubiera escuchado algo, estaba segura. A menos que el águila hubiera muerto y el lobo fuera sigiloso. Se puso en cuclillas y siguió el camino de ramitas rotas y fauna perturbada, guiándose por la sangre y las plumas. ¿Lobo? —No —gruñó, como si yo hubiera hablado en voz alta. Hacía eso a menudo— . Un lobo no. Un hombre. —Apuntó hacia una impresión parcial de talón en la tierra—. Eso no es un animal. Flecha. Miró hacia mí. Golpeé mi corazón y eché hacia atrás mis brazos como si estuviera disparando con un arco. Después de todo, al parecer el arquero había encontrado su presa. Tuve suerte que solo quisiera el pájaro. Había estado extremadamente vulnerable. Boojohni frunció el ceño hacia mí, obviamente pensando lo mismo. Se levantó y puso sus manos en sus caderas, abandonando su rastreo.

—Tu corazón suave se está extendiendo a tu cerebro y lo está convirtiendo en papilla. Podrías haber sido asesinada, Bird. O peor. Incliné mi cabeza, reconociendo sus palabras. Pero no cambiaba nada. No cambiaría nada. Haría lo que fuera a hacer y lo sabía. Me quedé quieta un momento más, buscando al pájaro, su huella en el aire, pero no encontré ningún rastro de él. Se había ido. Suspiré derrotada y coloqué la capucha de mi capa sobre mi cabello. La gruesa trenza que rodeaba mi cabeza se sentía como una corona de espinas y probablemente también lucía como una. Ya había quitado una hoja y un poco de una pluma. No era vanidosa, pero no quería llamar la atención cuando regresara al castillo. —¡Por favor, por favor, por el amor de los trols y otras criaturas benditas, deja de vagar por el bosque como si fueras un murciélago en lugar de una pequeña dama! —Boojohni se estaba preparando para protestar seriamente. Hablaba con dureza, pero la palabra que surgía de él era amor. No escuchaba los pensamientos de las personas como si salieran de sus bocas. Escuchaba palabras sueltas, la palabra dominante. La forma en que escuchaba las palabras gobernantes de cada ser vivo. La palabra dominante de Boojohni siempre era amor y podía soportar su reprimenda sabiendo eso. 20

Suspiré y seguí caminando. Se apresuró a ponerse delante de mí, extendiendo sus rechonchos brazos para detenerme. Di un paso lateral. No estaba tratando de ser difícil, pero no podía discutir y podía escuchar y caminar al mismo tiempo. Boojohni no podía. Su boca y piernas tenían dificultad para correr simultáneamente. Tiró de mi brazo. —¡Se está librando una guerra a solo kilómetros de aquí! ¡Una guerra! ¡Cientos de hombres violetos y bestias sin ningún escrúpulo dispuestos a arrastrar a una mujer por su cabello! ¡Especialmente una durmiendo en el bosque como un regalo de las hadas! Asentí, haciéndole saber que lo entendía. No lo tranquilizó. —¡Tu padre me cortaría la barba si supiera con qué frecuencia te escabulles para platicar con el bosque! ¿No quieres que el pobre Boojohni encuentre el verdadero amor y la felicidad? ¿Qué trol me aceptaría sin mi barba? —Se estremeció con horror. Tiré de su barba cariñosamente y comencé a caminar de nuevo. Pareció momentáneamente perdido en la especulación horrorizada de su posible desbarbosidad y permití que mi mente flotara hacia la guerra en Jeru, la guerra que mi padre y sus asesores observaban de cerca. El propio rey estaba acampado en las tierras de mi padre cerca de las primeras líneas de la última escaramuza. Continuando con el legado de su padre, el joven rey pasaba más tiempo matando a caballo que sentado en su trono. Esta vez, sin embargo, las criaturas que venían contra él eran incluso más terribles que él. Los rumores sobre los Volgar probablemente eran exagerados, pero los rumores eran realmente terroríficos. Algunos decían que mataban solo para beber

sangre y comer carne, creyendo que la fuerza de la vida era transferible. Su líder, conocido solo como Liege, tenía alas como un buitre y garras afiladas como navajas. Volaba sobre sus ejércitos y los dirigía desde arriba. Liege quería la Tierra de Jeru, creyendo que había poder para ser consumido, aunque el Rey de Jeru, el padre del Rey Tiras, había purgado la población de magia. Liege quería las tierras de Jeru y Dendar y Porta y Willa. Había tomado Porta. Luego Dendar. Y no había dejado nada a su paso. Ahora estaba en la frontera de Jeru, en el valle de Kilmorda y el Rey Tiras y sus guerreros se habían reunido contra él. Mi padre estaba atrapado entre la esperanza y la lealtad. Era un lord de Jeru y necesitaba que Liege y los Volgar fueran derrotados. Pero también quería ser Rey. Preferiblemente, que el Rey Tiras muriera después que derrotara al Volgar Liege y sus enjambres de malhechores. De esa forma, mi padre no tendría que lidiar con monstruos merodeadores cuando ascendiera al trono.

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Mi madre le había dicho que el viejo rey vendería su alma y perdería a su hijo en el cielo. No todo había sucedido, el rey Zoltev se había ido, su alma todavía estaba en cuestión y su hijo estaba muy vivo, pero mi padre estaba trabajando en su futuro sobre el hecho de que lo haría. Era el siguiente en la fila para el trono. Quería ser rey y yo solo quería librarme de él. Mi madre le dijo a mi padre que no hablaría de nuevo y le dijo que, si moría, también moriría. No había dudado de ella y había pasado los últimos quince años enjaulada y acorralada. Mi padre me miraba ansioso por señales de salud y me odiaba porque su destino estaba ligado al mío. Cuando mi padre me miraba, casi siempre escuchaba la misma palabra. Escuchaba el nombre de mi madre. Meshara. Me miraba y recordaba su advertencia. Escuchaba el nombre de mi madre en su voz, luego se alejaba. Siempre. No se alejaba porque me pareciera a ella. Mi madre era hermosa. Yo no lo era. Mis ojos eran de un gris plano. No azul como el cielo o verde como el mar. Gris. Mi piel era pálida, mi cabello castaño claro, cenizo, así lo llamaba mi madre. No era abundante. No era oscuro. Solo un castaño tranquilo como el ratoncito marrón que se acurrucaba en la esquina y esperaba a que me durmiera para poder robar las migas debajo de mi mesa. Mi coloración era tan tímida y sin pretensiones como yo lo era. Pálida. Insípida. Tan reticente que nunca se había materializado por completo. Era un fantasma gris y ligero. —No eres tan invisible como piensas, Bird —resopló Boojohni, como si hubiera escuchado mis reflexiones internas—. No fui el único que tomó nota que estabas desaparecida esta mañana. Cosas extrañas están en marcha. Mertin, uno de los ayudantes del establo, fue encontrado desnudo como un pequeño bebé acostado sobre el heno justo después del amanecer. Uno de los caballos también se había ido, el gris favorito de tu padre. Luego Bethe bajó a toda prisa hacia las cocinas, alegando que tu habitación está vacía y que no dormiste en la cama. Le hice jurar que no hablaría hasta que pudiera encontrarte, lo que evidentemente hice.

Sacudí mi cabeza y suspiré. Bethe era mi doncella. Era propensa a los ataques de alarma, pero el robo del gris era terrible. Era un buen caballo y odiaba que se la hubieran llevado. Toqué mis ojos y formulé una pregunta con mis manos. Boojohni respondió de inmediato, entendiendo. —Nadie vio nada... excepto el pobre idiota de Mertin cuando huyó de los establos. —Boojohni rio disimuladamente. Indiqué mi ropa de pies a cabeza. ¿Todo? —Sí. Todo. Botas, pantalones, camisa y capa, para estar seguros. No creo que Mertin se molestara en llevar ropa interior. Hice una mueca, no gustándome la idea de la ropa interior de Mertin. Era un hombre grande con una actitud hosca y con suficiente vello en su cuerpo como para tejer una pequeña alfombra y colocarla delante de la chimenea. Pero era bueno con los caballos y no un hombre con quien meterse. Me preguntaba si alguien había robado sus cosas sin despertarlo.

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—Mertin pensó que había sido burlado hasta que notó que el caballo se había ido. Ahora no se está riendo. Tendrá un puñado de azotes por beber durante su guardia. Dice que no estaba bebiendo... al menos no lo suficiente como para desmayarse. Tiene un bulto enorme en su cabeza, así que estoy inclinado a pensar que alguien lo golpeó. Eso tenía más sentido y asentí. —Tu padre no está feliz. Ya está nervioso con la batalla en las fronteras. No mencionaremos que anoche dormiste en el bosque con los ladrones. Corrimos en silencio, bordeando la carretera y cortando camino a través de los árboles, aunque no era la ruta más directa. Boojohni parecía entender que me gustaría evitar los ojos de los madrugadores, ya encargándose de sus asuntos. No tenía ninguna razón para estar afuera a esta hora, arrugada y encapuchada, luciendo como si hubiera pasado una noche rodando en el heno con Mertin. El castillo de mi padre se alzaba en una elevación con varios pequeños pueblos formando un semicírculo alrededor de él en el sur, campos y bosques rodeándolo desde el norte. El único camino que conducía hacia el castillo era empinado, con fuertes caídas desde las escarpadas montañas que rodeaban el valle superior de Corvyn. Era una tierra fértil, hermosa e impresionante y bien fortificada por el paisaje natural. Pero los Volgar eran hombres alados. Los acantilados y las escaladas harían poco para disuadirlos si el ejército en la frontera no los detenía. Estábamos a poco más de treinta kilómetros del frente en el valle de Kilmorda y mi padre, aunque preocupado y constantemente en conversaciones con sus asesores, no había enviado a un solo guerrero de Corvyn para ayudar al Rey Tiras a derrotar a los Volgar.

El castillo era como una pequeña ciudad: dos fraguas, un carnicero, un molino, un boticario, una imprenta, un tendero, panaderos y tejedores y fabricantes y curanderos, todo del tipo no mágico. Las habilidades eran aceptables. Los dones místicos no. Todo el mundo era rápido en mostrar cuán serios y útiles eran y como resultado, mi único deseo a medida que crecía era también ser valiosa. Nunca me enseñaron a leer o escribir. Mi padre no lo permitiría. Tenía miedo de darme palabras, de cualquier forma y como no podía hablar, la gente a menudo olvidaba que todavía entendía y hablaban libremente frente a mí. Aprendí mucho de esa manera, escuchando y observando. Había pasado tiempo con las ancianas de nuestro castillo, mujeres que nunca habían ido a la escuela, pero que habían sido educadas de cientos de otras maneras. De ellas aprendí a sanar con hierbas y calmar con mi toque. Aprendí sabiduría y cautela, y aprendí a aceptar pacientemente y esperar en silencio. Por qué, no estaba segura, pero en mi corazón siempre estaba esperando, como si la hora de la que habló mi madre llegaría algún día. —¡Pensamos que te había llevado un hombre pájaro! —gritó Bethe cuando Boojohni y yo entramos a las cocinas desde la parte trasera del castillo, mi capucha aún alta, mis ojos apartados. Suspiré. Tenía la esperanza de subir por las escaleras sin que nadie me viera, pero Madame Pattersley, el ama de llaves y mi doncella claramente habían estado esperándonos. 23

—¿Qué querría uno de los Volgar con la pequeña Lark, eh? —resopló Boojohni—. Está en el lado flacucho. Tendría que llevarte a ti también, Bethe. Pero eso sería un poco difícil. —Boojohni guiñó un ojo y abofeteó a Bethe en su muy amplio trasero. Ella le devolvió el golpe y se olvidó de mí por completo, que era lo que Boojohni pretendía, pero no logré burlar al ama de llaves de mi padre con la misma facilidad. Se abalanzó y quitó la capucha de mi cabeza. Jadeó al ver mi cabello. —¡Miladi! ¿Dónde has estado? No poder responder fue un alivio y me encogí de hombros y comencé a desenredar mi cabello de alrededor de mi cabeza, soltando las ramas y las hojas atrapadas en los bucles. —¡Has estado con un hombre! —chilló Bethe—. Pasaste la noche en el bosque con un hombre. —No hizo tal cosa —gruñó Boojohni, ofendido. Palmeé su cabeza, agradecidamente. —Tu padre tendrá que ser informado, Lark. Ya sabes cómo se preocupa. No puedo ocultarle esto —dijo la señora Pattersley con rectitud. Madame Pattersley había pasado los quince años desde la muerte de mi madre tratando de ganarse los afectos de mi padre. Éramos iguales en ese sentido, aunque me había dado por vencida años atrás. Ella le contaba todo. Tal vez eso compensaba el hecho que yo no pudiera decirle algo.

—¿Ocultar qué de mí? —Mi padre estaba parado en la entrada. —Lark estuvo fuera toda la noche, milord —declaró madame Pattersley, su proclamación rebotando en las ollas y sartenes que colgaban sobre su cabeza, su alegría haciendo eco del alboroto. Levanté mis ojos hacia mi padre, deseando que me mirara, pero en cambio miró a Boojohni. Podía verme en el gris de sus ojos y en los finos huesos de su rostro. Era elegante sin ser femenino, alto sin ser desgarbado, delgado sin ser flaco. Pero también era astuto en lugar de sabio, cortés en lugar de amable y ambicioso en lugar de fuerte. —Los considero a todos responsables —dijo mi padre en voz baja—. Debe ser vigilada todo el tiempo. Saben esto. Las mujeres hicieron profundas reverencias y Boojohni hizo una inclinación, pero pude sentir su empatía. Se permeaban en el espacio entre nosotros. Mi padre se dio vuelta y salió de la cocina sin decir una palabra más.

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las ardillas parlanchinas no les gustaba nuestra presencia. Querían que nos fuéramos. Una serpiente se enroscó en el arbusto a mi izquierda y la sentí probar el aire. Su fuerza vital pulsó, emitiendo la palabra enemigo y luego esperar. No atacaría, pero estaba lista y vigilando. Un sapo eructó a mi derecha, completamente despreocupado con la compañía. Difícilmente nos notó en absoluto y no sentía miedo. Volvió a eructar, recordándome a mi padre caído contra la mesa de la cena, los perros a sus pies, esperando que dejara la mesa para poder luchar por lo que hubiera dejado atrás. Susurros y chasquidos y zumbidos y canturreos, deslizándose por el suelo del bosque y deslizándose por mi piel y dentro de mi cabeza. Sonido por todas partes, pero mi compañero no parecía notarlo.

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Desestimé a las criaturas balbuceantes de la forma en que ellas me desestimaron a mí y comencé a llenar mi delantal con las bayas dulces escondidas por las zarzas. Una abeja huyó con un objetivo en mente. Casa. Casa. Luego se había ido. Habían pasado tres días desde que descubrí al águila herida en el bosque. Volvía todos los días, como si fuera a encontrarlo de nuevo o él me encontraría. O tal vez pensé que encontraría al arquero que lo derribó y rompería sus flechas una por una. Cazar no estaba en contra de la ley y no juzgaba a un hombre por alimentar a su familia del bosque, pero me llenaba de indefensa furia cuando pensaba en el águila. Mi agitación debía haberse mostrado. —Pincharás tus dedos, mi señora. —Levanté mis ojos y encontré la mirada de Lohdi. Boojohni había sido necesitado en otra parte y el joven Lohdi, un torpe joven de dieciséis años que no podía contener su lengua durante cinco segundos, había sido asignado para seguirme. Prefería mi propia compañía, pero rara vez me daban esa opción y era más allá de exasperante. Levanté un hombro, desechando su preocupación. —Tu padre dijo que no puedo dejar que te hagas daño. Lo ignoré con dientes apretados y seguí recogiendo. Tenía casi veintiún veranos. La mayoría de las mujeres de mi edad tenían varios hijos propios y yo no necesitaba una niñera, especialmente una más joven y decididamente menos capaz que yo. Lohdi se movió nerviosamente y miró hacia el cielo, como si los parches de azul que podíamos ver por encima de los árboles pronto se volverían de un gris tormentoso. —Tenemos que irnos. Llegarán pronto. Sacudí mi cabeza. No. Mi padre no me dijo nada. No me hablaba porque no podía responderle.

—Está esperando visitas. Hombres importantes. Tal vez hasta el rey. Me puse rígida, la noticia me hizo soltar mis faldas y perder las bayas que estaba recogiendo en mi chal. Mi estómago se apretó dolorosamente mientras Lohdi parloteaba con emoción. Si el rey venía, no quería ser atrapada en el bosque. Quería estar a salvo, escondida en la vieja habitación de la torre de mi madre, donde no pudiera encontrarme. O hacerme daño. Salí inmediatamente hacia mi hogar, Lohdi quedándose detrás de mí, expresando gratitud por mi precipitado regreso. Cuando escuchamos los cascos que golpeaban comenzamos a correr, Lohdi con anticipación, yo aterrorizada. Volé a través de los árboles, faldas en mano, mi cabello fluyendo detrás de mí. Mi doncella se quejó de que mi cabello parecía seda de maíz. No conseguía que se rizara, permaneciera en su lugar o se ajustara a las formas y estilos exóticos que estaban de moda entre las mujeres de Jeru y yo había dejado de intentar domarlo, cepillándolo y dejándolo suelto la mayoría de las veces.

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—¡Mi señora! ¡Alto! —Escuché gritar a Lohdi detrás de mí, pero no era mi culpa que fuera lento. Yo era muchas cosas, pero lenta no era una de ellas y tomé velocidad, escuchando el estruendo de los caballos y sintiendo la energía en el aire. Escapé de los árboles segundos antes de que dos docenas de jinetes llegaran a la cima del pueblo más cercano, banderas ondeando y clarines gritando. Verde y dorado, los colores del reino, adornaban a cada caballo y a cada jinete. Casi estaban sobre mí y miré con horror mientras disminuía mi velocidad de mala gana, los caballos resistiéndose a sus riendas, su afán por correr, correr, correr, saliendo de ellos en oleadas. Los caballos tenían muy pocas palabras. Correr. Comer. Casa. Temer. Pero yo era la única que ahora tenía miedo, porque llegué demasiado tarde. Retrocedí, intentando dar la vuelta y correr de regreso hacia el bosque y esconderme en las sombras hasta que el grupo del rey se fuera, aunque eso provocara la ira de mi padre, pero en ese momento, Lohdi salió de la densa línea de árboles hacia el camino de tierra endurecida y chocó con mi espalda. Caí sobre mis manos y rodillas directamente en el camino de la comitiva. Escuché a varios caballos relinchando con pánico, dando patadas y esquivando y alguien gritó. Sentí un pie en mi espalda y caí con mi estómago sobre la tierra endurecida. Me di cuenta que Lohdi no solamente me había derribado, estaba pisoteándome. —¡Alto! —gritó alguien y me puse de pie, apenas evitando a un encabritado y sudoroso semental, mostrando sus dientes. Lohdi gritó mientras también intentaba levantarse. Me estiré para ayudarlo, sin querer verlo herido, aunque en ese momento yo misma podría haberlo matado. Alguien se me adelantó, tomando la parte de atrás de su camisa y jalándolo hasta ponerlo de pie. El Rey había desmontado y se paró por encima de un escurridizo Lohdi. —Rey Tiras —jadeó Lohdi y cayó de rodillas en servilismo antes de ser jalado de nuevo para ser puesto de pie.

—Levántate, muchacho —ordenó. —¡Sí, Majestad! Lo siento, Su Alteza. —Lohdi se inclinó e hizo reverencias. El rey soltó su brazo y se giró hacia mí, fijándome con ojos tan oscuros que parecían negros en un rostro que era impresionante más que hermoso, formidable más que frío. Piel cálida cubría los bordes afilados y rasgos bien formados y estaba segura que estaba acostumbrado a las inclinaciones y reverencias aunque no le di ninguno de las dos. Su cabello era completamente blanco contra su piel bronceada, como un hombre bien entrado en años, aunque aún no podía tener ni treinta veranos. Su cabello había sido negro cuando lo vi por última vez, pero lucía muy poco como el niño que recordaba y estaba segura que él no se acordaba de mí. Había tenido cinco años cuando mi madre fue asesinada por la espada de su padre. Había sido mayor que yo, pero dudaba que ese día le hubiera causado la misma impresión que a mí. —¿Estás herida? —preguntó. Me pregunté si me veía tan desaliñada como me sentía. Mi cabello era un enredo salvaje y mi rostro se sentía sonrojado. Las palmas de mis manos dolían y mi falda estaba rota, pero no me permití alisar mis mechones, ni enderezar mi ropa. No me importaba su opinión y lo miré fijamente.

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—No habla. Es muda —se apresuró Lohdi a explicar. Sus ojos moviéndose rápidamente hacia un costado a manera de disculpa—. Lo siento, mi señora. —¿Mi señora? —cuestionó el rey, sus ojos aún puestos en mí. Mantuve su mirada sin expresión. —La hija de Lord Corvyn, Su Majestad —se apresuró a explicar Lohdi. El Rey Tiras compartió una mirada cargada con el hombre a su izquierda, un guerrero de cabello oscuro y hombros anchos con el escudo de armas del rey que también había desmontado y luego regresó su atención a mí. —¿Así que si te pregunto si tu padre espera, no serás capaz de responder? — me preguntó, aunque no sonó como una pregunta. —No es estúpida, Su Alteza. Entiende bastante bien. Solo no puede hablar — explicó Lohdi. Deseé que se callara. No necesitaba un intérprete. —Ya veo —El rey inclinó su cabeza, aun tomando mi posición—. Muestre el camino entonces, mi señora. Tengo negocios con su padre. —Montó suavemente su caballo mientras me volvía para obedecer. No debería haberle dado mi espalda. Fue una tontería. Pero el Rey Tiras no me había dado advertencia de lo que pretendía. Repentinamente fui levantada de mis pies y sentada frente a él en su enorme caballo. Arqueé mi cuerpo con alarma y balanceé un codo hacia atrás, conectando con su pechera. Solo logré herirme a mí misma. Su brazo simplemente se apretó alrededor de mi cuerpo hasta que apenas pude respirar.

—Te sentarás aquí durante las negociaciones. Si tu padre no quiere verte herida, si no quieres que seas lastimada, ambos cooperarán. Preferiría no atarte y arrastrarte detrás de mi caballo. Pero lo haré. Quédate quieta. —Su voz fue áspera en mi oído, su cabello haciendo cosquillas en mi rostro e hice lo que me ordenó. Me pregunté si podría ver mi pulso latiendo en mi garganta. Lohdi se puso en pie, mirando estupefacto el repentino giro de los acontecimientos. Sus ojos se aferraron al rey y su rostro era una máscara horrorizada. —Dile a tu amo que el rey está aquí, muchacho —exigió el hombre llamado Kjell y Lohdi salió disparado, tropezando otra vez entre la risa de la guardia que seguía en una formación protectora alrededor de su rey. Mi padre se alarmaría que hubiera sido tomada como rehén, pero no por la razón que el rey esperaba. Alguien ya había alertado a mi padre y al resto de la guardia que la procesión del rey estaba en camino y estaba de pie en el patio entre un creciente grupo de espectadores, una figura llamativa en los colores de su castillo: azul brillante y plata. Había reunido a un pequeño grupo de su guardia, pero ninguno de ellos era tan tonto como para desenvainar su espada. Después de todo, este era el rey y si el rey quería llevarse a la hija de un noble en su propio reino, nadie lo detendría. Lucían más aturdidos que nada, sus ojos quedándose fijos en mí con confusión. Yo no era exactamente un premio. 28

—Corvyn —saludó el Rey Tiras fríamente. Sus palabras revolvieron mi cabello e hicieron que los vellos se elevaran en mi cuello. Le disgustaba mi padre. Su desdén era una brisa helada y me hizo encogerme y anhelar liberarme. Claramente estaba transmitiendo mi angustia y el caballo del rey relinchó y bailó ante mi incomodidad. Le invité a quedarse quieto, una mano en su crin y pareció entender. —Rey Tiras. ¿Qué significa sorprendentemente firme. No me miró.

esto?

—La

voz

de

mi

padre

fue

—Tu lealtad se ha puesto en duda, Corvyn. Tus hombres nunca llegaron a Kilmorda. Lord Bin Dar envió trescientos hombres. Lord Gaul envió doscientos hombres. Lord Janda envió al menos esa cantidad. Recibí hombres desde todas las provincias y regiones. Miles de hombres de todo mi reino fueron enviados a responder al ataque en nuestra frontera norte. Pero ningún hombre llegó de Corvyn. —La voz del Rey Tiras era curiosa. Conversacional. Temblé de miedo contra él, completamente falta de convicción. Su brazo se apretó. —Envié hombres, Su Alteza. Cientos de hombres —tartamudeó mi padre. La mentira provocó un halo amarillo alrededor del cuello de mi padre, una soga hecha por él mismo. —Ten mucho cuidado, Corvyn —advirtió el Rey Tiras suavemente y presionó su mano enguantada contra mi pecho—. El corazón de tu hija late bajo mi puño. Sabe que mientes. Sé que mientes.

—Ella no sabe nada. Ella es... simple. Como una niña. No ha dicho ni una sola palabra desde que su madre fue asesinada ante sus ojos. Tu padre mató a mi esposa. ¿Ahora también matarás a mi hija? Sentí al rey tensarse a mi espalda y supe que la recordaba. Pude sentir el nombre en su mente, Meshara. Su nombre parpadeó como si lo hubiera alejado. Luego se fue. De repente, Boojohni atravesó la multitud, empujando a la gente hacia un lado, pasando entre piernas y faldas. El corazón se me subió hasta la garganta cuando cayó de rodillas sobre los adoquines delante del rey. —Soy el sirviente de la dama, Su Majestad —gritó, sin aliento—. ¡Por favor! No le haga daño. Lléveme en su lugar. Risa se levantó entre la guardia del rey y sacudí mi cabeza insistentemente. Boojohni gruñó ante mi negativa y repitió su petición. —¡Lléveme en su lugar! —¿Por qué? —preguntó el rey, sus ojos puestos en Boojohni—. ¿Por qué debería llevarte? 29

—No tengo lealtad hacia Lord Corvyn. Mi lealtad es hacia ella. Solo hacia ella. —Tu lealtad debería ser hacia tu rey, Trol —gritó Kjell y Boojohni puso su frente contra la tierra en completa rendición. —Estoy al servicio de Su Majestad —dijo humildemente. Sentí lágrimas pinchar mis ojos. Su temor por mí era palpable y mi amor por él me hizo sacudir mi cabeza una vez más. —La señorita no quiere que hagas esto —dijo el rey, tomando nota de mi negativa. —La señorita está más preocupada por mí que por ella misma. —Boojohni se reincorporó. —No tienes ningún valor para mí, Trol, aunque admiro tu valor —respondió el Rey Tiras, luego añadió—: Te recuerdo. —Sentí que el nombre de mi madre volvía a parpadear en el aire, un susurro de los pensamientos del rey que solo yo pude escuchar. Quería odiarlo por eso, pero en vez de eso me dio esperanza. Los ojos de Boojohni encontraron los míos y su expresión era desesperada. —Entonces déjeme ir con ella. Lléveme también —imploró. El rey se quedó en silencio por un segundo, considerando. —Que así sea —consintió repentinamente y llamó a alguien en la parte posterior de la comitiva.

—¡Jerick! El trol cabalgará contigo. Un guerrero cabalgó hacia delante y levantó a Boojohni colocándolo detrás de él. Boojohni lucía aliviado y angustiado por igual. Nunca había sido capaz de montar sin marearse. El viaje no era una buena señal para mi amiguito. Pronostiqué que pronto estaría corriendo junto al guerrero. —Tu hija será devuelta cuando el enemigo sea derrotado, Corvyn. Pero si yo muero, ella muere. Casi me reí. Cuán irónico. Estaba convencida que si el rey supiera la maldición que mi madre había echado sobre la cabeza de mi padre, me haría sufrir terriblemente. —Nada de esto es necesario, Majestad —protestó mi padre débilmente —. Te doy mi palabra. —Había tomado una palidez gris, como si creyera que sus días estaban contados. —Y la tomaré y también a tu hija —respondió el rey suavemente—. Solo para estar seguro de tu lealtad. —Tomó las riendas y Kjell levantó su brazo, señalando su retirada. 30

—Dejé un ejército en la frontera de Kilmorda. Hemos derrotado a los Volgar. Por ahora. Pero esperaré que envíes quinientos hombres para ayudar. —¿Quinientos? —jadeó mi padre. —Eres bienvenido si quieres enviar más. Cuanto más pronto sean destruidos los Volgar, más pronto volverá tu hija a Corvyn. Todo depende de usted, mi señor.

abalgamos hacia Ciudad Jeru durante tres horas a un ritmo constante y me mantuve rígida y derecha, negándome a tocar al hombre a mi espalda. La cresta huesuda de la columna vertebral del semental era imposible de evitar y aunque parecía insensible a mi peso, una palabra ocasional escapaba de los pensamientos de su amo, haciéndome saber que tampoco estaba completamente cómodo. Tiró de mí contra él una vez y vociferó que me iba a caer si no me relajaba.

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Apreté mis dientes y me mantuve firme, ignorando el dolor de mis caderas y la quemadura que recorría mi columna vertebral. Si el rencor era la única arma a mi disposición, continuaría empuñándola. Boojohni, tal como había predicho, había enfermado después de la primera hora y había suplicado que lo bajaran. El hombre llamado Jerick se había negado. Nos estábamos moviendo demasiado rápido y Boojohni no podría seguir el ritmo de los caballos durante kilómetros y kilómetros hasta el final. Boojohni había perdido el contenido de su estómago y ahora gemía miserablemente desde su posición. Había estado atado a Jerick para evitar que se cayera cuando vomitó y Jerick lucía tan malhumorado como yo me sentía. La oscuridad estaba cayendo cuando el guardia trasero advirtió de Volgar en los cielos. Un murmullo se elevó en las filas y el rey hizo un alto cuando Kjell se apartó de la formación para hablar con los vigilantes. Regresó en segundos. —¡Rey Tiras! Volgar acercándose desde la parte trasera. Cientos de ellos — gritó. Estábamos en un gran claro con campos abiertos a la derecha y a la izquierda y un bosquecillo un poco más adelante. Era la única cubierta disponible y el rey ordenó a sus hombres que se dirigieran a los árboles. Fui instruida para aferrarme y obedecí, abandonando la posición de una mujer noble por mi seguridad, pasando mi pierna izquierda por encima del semental y recostándome contra su cuello, mis dedos enredados en su crin. Sentí al rey presionado contra mi espalda, sus manos enguantadas tensándose sobre las riendas, inclinándose hacia el semental, contra de mí, instándolo a apresurarse. Volamos a través del claro, ojos clavados hacia el grupo de árboles. Giré mi cabeza, echando un vistazo hacia el cielo, incapaz de resistir el atractivo del panorama. Quería ver lo que venía. Los escuché antes de verlos. Los caballos relinchaban. Los hombres gritaban, aunque nunca lo admitirían. Pero los Volgar chillaban, un cruce entre hombre y gaviota, amplificado por diez y el sonido era penetrante, perforaba los oídos y casi me caí en mi desesperación por tapar mis orejas.

Entonces no hubo más separación, no hubo más distancia entre la tierra y el cielo y los hombres pájaro comenzaron a caer, arrancando guerreros de sus monturas con garras curvadas y poderosas patas. Se elevaron, hacia arriba, agarrando a sus colgantes presas solo para soltarlas y que cayeran en picada hacia sus muertes. El Rey Tiras se bajó de su caballo, llevándome con él, arrastrándome hacia atrás mientras deslizaba su espada hacia un hombre pájaro con alas raídas, orejas puntiagudas y piel del color de la hierba muerta. El rey me empujó bajo las ramas bajas de un enorme árbol de hoja perenne, el tronco en mi espalda y se abalanzó hacia la lucha, su espada ya húmeda y goteando. Solo pude observar mientras la muerte descendía en masa. Los caballos ahora sin jinete relinchaban y retrocedían, pisoteando a un guerrero derribado y creando una estampida en medio de la confusión A través de las ramas y la colisión del hombre y la bestia, vi a Boojohni corriendo hacia mí, sus piernas bombeando y sus ojos desorbitados con terror. Una sombra se abalanzó sobre él y cayó, con las garras extendidas, para llevárselo.

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No me detuve a pensar. Solo corrí, levantando la empuñadura de la enorme espada del guerrero pisoteado mientras corría hacia mi único amigo. Boojohni gritó, su espalda arqueándose en pánico y protesta cuando las garras del Volgar se engancharon en su túnica, levantándolo del suelo. No lo alcanzaría a tiempo para hacer algo más que verlo elevarse. La espada se tambaleó en mis brazos, demasiado pesada para lanzar, demasiado incómoda para balancearse. ¡Suéltalo! grité en mi cabeza, mi voz congelada y atrapada en mi garganta. ¡SUÉLTALO! El hombre pájaro hizo una pausa en mitad del aire, sus ojos fijos en los míos y como un niño castigado, sus garras se abrieron de golpe y Boojohni salió de su agarre, cayendo a la tierra en un revoltoso montón. Boojohni apenas había aterrizado antes de volver a levantarse, corriendo, gritando mi nombre. El hombre pájaro se retiró vertiginosamente, como si hubiera olvidado cómo volar. Una flecha atravesó su pecho y dio volteretas hacia la tierra, muerto. —¡Corre! —chilló Boojohni, tomando mi brazo. Todavía me aferraba a la inútil espada, reticente a soltarla. Otro hombre pájaro descendió cerca, hundiendo sus garras en Kjell, quien, con ambas manos, balanceó su espada sobre su cabeza, hundiendo la hoja en el pecho de la bestia alada. El hombre pájaro chilló con ira e intentó huir, levantando a Kjell treinta centímetros por encima del suelo antes que el guerrero girara su espada y ambos aterrizaran en una maraña de sangre y plumas grises. Kjell salió de debajo de la criatura agonizante y sacó su espada de su pecho tembloroso, solo para ponerse de pie para pelear de nuevo. Había tantos. Me tambaleé hacia adelante, aún arrastrando la espada, mientras Boojohni gritaba una advertencia desesperada. Me giré asustada, tomando la espada con ambas manos. Con el impulso y pura suerte, logré derribar a otro

Volgar, cuya sangre era de un verde vivo en un pecho demasiado humano. Se tambaleó hacia atrás y se desplomó, sus alas se crisparon cuando murió. Tuve arcadas a raíz de la herida abierta que había infligido y rogué mentalmente a las horribles criaturas que se retiraran, las odiaba, pero odiaba aún más la carnicería. Vuelen. Váyanse, insté a los hombres pájaro que seguían viniendo. Váyanse. Váyanse ahora. Vivan. Vi algunas alas por el cielo, como si atendiera mis súplicas. —¡Lark! —instó Boojohni, tirando de mí hacia adelante—. ¡Corre! Me arrojé bajo las ramas del árbol de hoja perenne donde el Rey Tiras me había obligado a quedarme y miré hacia el enjambre Volgar, a las manos y pies con garras, a los cuernos puntiagudos, a las afiladas alas que brotaban de los cuerpos humanos. El Rey Tiras y Kjell estaban espalda con espalda en medio de todo, espadas balanceándose, una docena de bestias rodeándolos. Ni vacilaban, ni titubeaban, pero su ropa estaba manchada con sangre y una docena de guardias caídos yacían esparcidos a sus pies como marionetas abandonadas. Todos íbamos a morir. 33

Resistí la idea, alejándola, temerosa de la mera sugerencia y volví la voz hacia la horda voladora. Vuelen antes de morir. Vuelen antes de morir. Vuelen antes de morir. No estaban escuchando. Estaba demasiado asustada. Mi miedo hacía que las palabras temblaran y se rompieran antes de que pudiera soltarlas. Vi como otro guerrero caía en picada hacia la tierra y el Rey Tiras hundió su espada hasta los nudillos en el vientre de un Volgar. Dos más tomaron su lugar antes que el rey pudiera liberar su espada. Uno de sus guardias se arrojó frente al rey solo para ser derribado. Cerré mis ojos para excluir el terror y la certeza de la derrota. Vuelen antes de morir. Vuelen antes de morir. Vuelen antes de morir. Hice que las palabras fueran un rugido en mi cabeza, llenando el espacio negro detrás de mis ojos cerrados, haciéndome temblar y haciendo que mis orejas explotaran. Escuché a Boojohni gritar, pero no abrí mis ojos. No me atreví. Entonces no pude oír nada más que mis propios pensamientos, haciendo eco como si hubiera caído en un pozo y finalmente hubiera encontrado mi voz, solo para gritar por rescate.

Vuelen antes de morir. Vuelen antes de morir. Vuelen antes de morir. Antes de morir. Morir. Muerte.

El dolor floreció caliente y agudo en mi rostro. Las palabras resonando en mi cráneo vacilaron y se rompieron, dejando un dolor sordo entre mis ojos y un sabor metálico en mi boca. La barba de Boojohni hizo cosquillas en mi nariz y su agrio aliento chamuscó mis pestañas. Giré mi cabeza para buscar aire fresco y obligué a mis párpados a abrirse, mi mano se dirigió hacia mi dolida mejilla. Alguien me había abofeteado. Fuerte.

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—Está despierta. ¡Está despierta! —Boojohni sofocó una risita, su alivio haciéndolo reír. Lo fulminé con mi mirada, notando que la noche había caído mientras la batalla se desarrollaba. Por supuesto que estaba despierta. Me ayudó a sentarme y me dio un considerado espacio. Debía haberme metido debajo del árbol de hoja perenne en algún momento. Me tambaleé y una mano salió disparada para estabilizarme. Me encontré con los ojos negros del Rey Tiras, que estaba agachado sobre mí. Incluso a la luz de la luna llena y grande, estaba sucio con sangre, pero parecía ileso. No podía decirse lo mismo de más de la mitad de sus hombres. Cuerpos de los Volgar estaban entremezclados con los miembros muertos y moribundos de la guardia del rey. —¡Se han ido, Lark! —informó Boojohni—. Las bestias se han ido. Simplemente se retiraron de repente. El rey se puso de pie y se alejó, despachándome por preocupaciones más serias. Los que era capaces estaban apilando los cuerpos de los hombres pájaro y atendiendo a sus propios heridos y muertos. El hedor a sangre y muerte se aferraba a cada una de mis respiraciones, pero también me puse de pie, decidida a ayudar donde pudiera. —Enviaremos hombres por los muertos —ordenó el rey—, pero nos vamos ahora, mientras todavía podamos. —Sus ojos se elevaron hacia los cielos como si esperara que los Volgar volvieran—. Podrían habernos matado a todos. Su retirada no tiene sentido. —Los caballos se han dispersado —dijo Kjell con derrota—. Y tenemos heridos que no pueden caminar. Di tres pasos sobre temblorosas piernas y tiré de la manga del rey. Señalé hacia los árboles.

Levantó una ceja negra. Intenté hacer que mi mano se asemejara a un caballo que huía y miré a Boojohni en busca de ayuda. —Lady Corvyn tiene una ventaja con los animales, Su Majestad —ofreció débilmente. —No quedan animales, Mi señora —respondió el Rey con cansancio. Se arrodilló para revisar el pulso de un guardia caído. Podría haberle dicho que el hombre estaba muerto. Su alma había volado, dejándolo sin palabras y sin vida. Señalé hacía los árboles una vez más. Sentía el miedo de los caballos y los llamé para que volvieran. Los caballos eran fáciles de detectar. Sus emociones eran como grandes faros, brillando en la oscuridad. Habían corrido con miedo, pero habían corrido en círculo, dejando detrás de ellos una audible y roja corriente de desesperación. No estaban lejos. —Si Lady Corvyn dice que los caballos fueron por ese camino, entonces los caballos fueron por ese camino —dijo Boojohni simplemente. Olfateó el aire e hizo una mueca—. Seré capaz de detectar su aroma una vez que hayamos puesto algo de distancia entre nosotros y este lugar.

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—No podemos ir a ningún lado. No podemos dejar a estos hombres y no podemos llevarlos —discutió Kjell. El rey asintió, sus ojos en mi rostro. —¿Están cerca? —preguntó. Asentí. Lo estarían pronto. Podía sentir sus corazones atronadores disminuyendo su velocidad a medida que su miedo se aligeraba. Querían irse a casa. Casa. Casa. Casa. —Muéstrame —insistió en voz baja y envolvió su mano alrededor de mi brazo. Boojohni trotó detrás de nosotros y el rey no protestó, aunque Kjell había exigido venir también y le fue negado. —No puedes ir solo, Tiras —discutió Kjell. Noté la familiaridad entre los dos hombres. A diferencia del resto de la guardia, Kjell llamaba al rey por su nombre de pila y no dudaba en expresar sus opiniones. —No estaré lejos, Kjell. Y no tardaremos. Vigila. Caminamos en silencio y curiosamente, aunque el rey tomó mi brazo, manteniéndome cerca, me dejó guiar. Estaba agradecida por su mano; mis piernas gomosas y mis resonantes oídos hacían que cada paso fuera traicionero. Quería que alguien llenara los espacios en blanco por mí, que me dijera cuánto tiempo estuvieron cerrados mis ojos, cuántos murieron mientras intentaba utilizar mis palabras. Me preguntaba si había hecho que los Volgar se retiraran, luego me sentí tonta y pequeña ante mi anhelante pensamiento. Simplemente cerré

los ojos y deseé mientras otros luchaban. Una vez hice volar a un poppet, pero ¿a los Volgar? No. Era imposible. Tropecé y el agarre del rey se apretó. —No tenemos tiempo para deambular —murmuró. Su voz no era dura, pero podía sentir su impaciencia, su preocupación y su duda. La duda me hizo tropezar de nuevo. Me detuve y liberé mi brazo. Sus palabras eran demasiado fuertes y no podía sentir a los caballos. Me soltó sin protestar y Boojohni levantó su pequeña nariz al aire y olfateó. Olfateó de nuevo y sofocó una risita de alegría. —Ahí. —Señaló directamente frente de nosotros. No podía ver nada, pero los escuchaba. Los sentía. Casa. Casa. Casa. El rey silbó agudamente y su duda se disipó con un chasquido audible cuando una rama se partió y luego otra, atrayendo nuestros ojos hacia las sombras más oscuras que se movían y cambiaban y se convertían en caballos, resoplando y abriéndose camino hacia nosotros. 36

—Todos ellos —susurró el rey, contando mientras los caballos se acercaban. Tres docenas de caballos, liderados por el semental negro del rey y cerca de la parte trasera, el gris de mi padre. El gris que había sido tomado de nuestros establos. —Shindoh —saludó el rey a su montura y extendió su mano en señal de bienvenida. El enorme caballo de guerra acarició con su hocico su palma en agradecimiento. Casa. Me alejé del rey y caminé hacia el gris, saludándolo con mi propia mano extendida. Cuando relinchó y me golpeó con su nariz aterciopelada, envolví mis brazos alrededor de su cuello y froté mi mejilla contra él. Entones me giré y encontré al rey observándome. Caminé hacia él, llevando al gris y cuando lo alcancé golpeé mi pecho. Mío. —El gris se parece a un caballo que fue tomado del castillo de Lord Corvyn, Majestad —explicó Boojohni. Sabía muy bien que era el mismo caballo, pero era lo suficientemente sabio para ser sensato. —Tal vez perteneció a uno de esos soldados que tu padre envió, ¿no crees? — respondió Tiras con una mueca burlona de sus labios—. Lo encontramos hace dos días, no muy lejos de Kilmorda. —Eso debe ser, Alteza. —Boojohni se apresuró a aceptar. Solo pude sacudir mi cabeza.

—Puedes montar al gris de vuelta a casa cuando tu padre cumpla con sus obligaciones —murmuró el rey e incluso el gris se burló.

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abía un caballo para cada hombre, incluso los muertos y moribundos, pero aún así cabalgué con el rey. Los caídos fueron atados a sus monturas y mientras la noche se profundizaba, nos dirigimos por el camino una vez más, descendiendo hacia los verdes y exuberantes valles de Degn. Llegaríamos a la fortaleza del Rey al amanecer si los Volgar no regresaban. Luché contra el cansancio tanto tiempo como pude, pero mis extremidades temblaban y mi cabeza se balanceaba. El rey maldijo cuando me balanceé y me jaló hacia atrás contra su sucia pechera, apoyando mis caderas entre sus grandes piernas. Intenté no relajarme contra él, pero no pude evitarlo y cuando volvió a maldecir y tiró bruscamente de mi cabello, incliné mi cabeza con derrota. —Mujer obstinada. Duerme. 38

Lo hice por un tiempo, maldiciéndolo incluso cuando volví mi rostro hacia su hombro. Pero cuando los gemidos de los heridos se desvanecieron y la luz se deslizó sobre las colinas jeruvianas hacia el este, abrí mis ojos turbios sobre la fortaleza abovedada que sería mi hogar por el futuro imprevisible. Las negras murallas y los parapetos y una muralla que se extendía hasta donde alcanzaba la vista brillaban bajo la luz del amanecer, la piedra oscura se enlazaba con el hierro jeruviano y el precioso nácar que bordeaba el antiguo lecho marino al oeste. Las mujeres de Corvyn llevaban la piedra en sus orejas y alrededor de sus cuellos; la iridiscencia negra hacía hermosa joyería. Claramente, era tan abundante en Ciudad Jeru que construían paredes con ella. —Bienvenida a Jeru, Lady Corvyn —murmuró el rey y el orgullo se elevó de sus poros como perfume. Me alejé de él e hice lo mejor que pude para no respirarlo. La belleza de su ciudad, del propio rey, me resultaba confusa. Dudo que notara la rígida línea en mi espalda y la obstinada inclinación de mi barbilla; si lo hizo, no le importó. Su alivio por estar en casa rivalizaba con el de los caballos y reverberaba a su alrededor como si estuviéramos atrapados en un campanario. Cuando nos acercamos a la muralla, una trompeta sonó y una puerta enorme bajó en un bien engrasado saludo. Era poco después del amanecer, pero la ciudad estaba despierta y se levantaron gritos de bienvenida de la guardia más allá de la muralla. —¡Salve el rey! —¡El Rey Tiras ha regresado!

—Tenemos heridos y muertos —gritó el rey, su voz profundamente fatigada—. Vean por ellos primero. Y avisen a sus familias. La guardia que fue capaz se bajó de sus monturas cansadas y ayudó a aquellos que no lo eran. Kjell y el Rey Tiras continuaron por la ancha calle y subieron a una colina flanqueada por árboles y guardias hasta la fortaleza abovedada que había divisado más allá de las puertas. Cuando nos acercamos a la entrada, el Rey Tiras se bajó de su caballo y sin alardes, me ayudó a descender detrás de él. Mis piernas eran como agua y se juntaron debajo de mí. Me levantó de nuevo, muy a mi pesar y me llevó al otro lado del patio, a través de las puertas del palacio que fueron abiertas para él con profundas reverencias y rígidos saludos, a través de un amplio vestíbulo y un largo pasillo que se convirtió en la cocina más enorme que alguna vez hubiera visto. El Rey Tiras me dejó caer sin ceremonias sobre un taburete de cocina y gritó órdenes a los sirvientes, que entraron corriendo desde todos los rincones. —Aliméntenla. Báñenla. Pónganla en la cama. Una mujer con un crujiente vestido negro se adelantó, inclinándose profundamente. Parecía más vieja que las nerviosas doncellas que miraban al rey con asombro y admiración y parecía estar a cargo.

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—Sí, Majestad. Bienvenido a casa, Señor —dijo suavemente, mirándome con desdén y curiosidad por partes iguales. No tenía dudas que lucía como una rata sin piel. —Y enciérrala en la torre norte —agregó mientras se iba, sin mirar atrás para ver si sus órdenes eran atendidas.

Después de comer en la cocina, una comida que estuve demasiado cansada para disfrutar, fui escoltada hacia la torre norte, a una habitación tan suntuosa que habría sido un placer estar prisionera si me hubieran importado los pétalos de rosa en el agua de la bañera y dormir en sábanas de seda. No lo hacía. Estaba agradecida de no tener frío o estar incómoda, hambrienta o desnuda, pero más allá de eso, añoraba a Boojohni y noticias de su bienestar. Necesitaba los bosques cerca de mi casa y mi habitación en el castillo de mi padre. No sabía si alguna vez volvería. Estaba bañada y seca frente a un fuego rugiente, aunque el día más allá de las ventanas abiertas no era especialmente frío. El aceite de lavanda fue peinado en mi cabello y masajeado en mi piel como si fuera de la realeza en lugar de una cautiva de Corvyn. Tres mujeres me atendieron y cuando sus simples preguntas se encontraron con mi silencio, renunciaron a intentar conversar, compartiendo miradas entre ellas. —¿Puede oír, mi señora? —preguntó una, su voz aguda. Pensaron que estaba siendo discretamente despectiva.

Asentí. —¿Nos entiende? Asentí de nuevo. —¿Puede hablar? —espetó. Sacudí mi cabeza, no. Tuvo la gracia de parecer ligeramente desilusionada y las otras dos damas de compañía chasquearon sus lenguas con conmoción. —¿No hablas jeruviano o no hablas para nada? —preguntó la más joven de las tres con curiosidad. Sacudí mi cabeza de nuevo. Fueron dos preguntas con dos respuestas diferentes. Pero parecieron entender cuando toqué mi garganta. Murmuraron palabras de arrepentimiento y supe que estaban ansiosas por hablar sobre mi dolencia, si no conmigo entonces entre ellas. La corte del palacio hablaría de mí por un tiempo, luego todos se olvidarían de mí. Tenía ese efecto en las personas. El silencio era un primo cercano de la invisibilidad. 40

Cuando finalmente me dejaron sola y cerraron la pesada puerta detrás de ellas como les habían indicado, me metí en la enorme cama envuelta en una gasa blanca y me deslicé entre las suaves mantas, preocupándome nuevamente por Boojohni. Dudaba que le hubieran dado una segunda mirada, sin mencionar una comida caliente y un lugar para descansar. Pero mis reflexiones finales antes de sucumbir al sueño no fueron de mi fiel trol, sino del joven rey que reinaba sobre Jeru. No era lo que había esperado.

Durante tres días, no vi a nadie más que al personal. Fui alimentada. Fui bañada. Vestida con ropa fina. Nadie me hablaba, nadie siquiera me miraba a los ojos y permanecí encerrada detrás de la pesada puerta. Pasaba la mayor parte del tiempo en el gran balcón que daba a la ciudad. Me mantenían en una torre tan alta, las personas que se encontraban debajo eran pequeños poppets, solo destellos de color, energía y vida, más allá de mi alcance. Pensé en encontrar una manera de bajar, pero había guardias colocados alrededor del perímetro y no creía que pudiera escalar las paredes del palacio, aunque las estudié cuidadosamente y busqué posibilidades. En la tercera noche de mi extraño encarcelamiento, mis mantas me fueron quitadas y fui arrastrada fuera de mi cama por un desesperado Kjell. No se explicó, ni me dijo a dónde iba, pero su agarre era doloroso y su expresión tensa. Me condujo

apresuradamente a través de corredores vacíos y por sinuosas escaleras iluminadas por candelabros ardientes hasta que se detuvo frente a una enorme puerta de metal que me hizo pensar en oscuras mazmorras y almas torturadas. Mis dedos de los pies se curvaron contra el suelo de piedra fría y mis dientes comenzaron a castañetear. Los apreté con terquedad y me negué a encogerme cuando Kjell abrió la puerta con un pesado llavero y me empujó dentro. —Ayúdalo —ordenó lacónicamente—. Ayúdalo y te ayudaré. Lo miré confundida, pero no dijo nada más mientras cerraba la puerta entre nosotros y me encerraba dentro. Tiré de la manija, probando lo que ya sabía que era verdad y escuché mientras sus pasos se retiraban y luego se detenían. No había ido lejos. Su desesperación era audible, como si estuviera de pie gritando su preocupación a través de los pasillos resonantes. Pero no era Kjell quien llamaba desde la esquina ensombrecida. Era el rey. —Te dije que te fueras, Kjell. ¡Vete!

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Di varios pasos hacia adelante, incapaz de ver más allá de la pesada mesa atornillada al suelo que tenía servida una sencilla comida intacta. Una copa llena de vino tinto me hizo aclarar mi garganta repentinamente reseca. También había apliques alineados en las paredes, pero solo uno estaba iluminado y la llama parpadeante creaba fantasmas danzantes y susurros de advertencia sobre mi piel. La comida era digna de un rey, pero estos no eran los aposentos del rey. Obviamente. Era el tipo de habitación donde estaban alojados los prisioneros, el tipo de habitación en la que me había imaginado en el viaje a la ciudad. —¿Kjell? Maldito bastardo. ¡Déjame! —gritó el rey, obviamente sintiendo mi presencia, pero incapaz de verme. Me deslicé alrededor de la mesa y pasé por la pared parcial revestida con pernos y grilletes y una pesada cadena que claramente había estado allí por un tiempo. Estaba presionado contra la pared, agachado allí, como si fuera demasiado débil para pararse. Esposas rodeaban sus muñecas y tobillos, aunque cada esposa estaba unida a una cadena cuya longitud le permitía un pequeño rango de movimiento. Parecía contener más que torturar, aunque definitivamente estaba sufriendo. Su camisa estaba abierta y su resbaladiza piel brillaba debajo, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo para no luchar contra las restricciones. Su pecho se sacudía y su cuerpo temblaba. Era un hombre grande, sus músculos destacándose desde debajo de los pantalones que se aferraban a sus piernas agazapadas, pero estaba doblado sobre sí mismo, sus manos cerradas en puños en su largo cabello blanco, su musculosa espalda doblada con lo que parecía ser angustia. Su cuerpo gritaba ayuda, aunque exigía que lo dejaran solo. Levantó sus ojos y me miró a través del cabello que cubría su rostro. No pareció sorprendido de verme, aunque sus hombros se hundieron con derrota.

—¿Eres una Sanadora? —Su voz era suave. Dolida. Esperé hasta que levantó sus ojos de nuevo y sacudí mi cabeza. Gimió suavemente y luego preguntó—: Si no eres una Sanadora, ¿por qué estás aquí? No pude responder, así que me acerqué. —¡Quédate atrás! Dudé, asustada. Su cuerpo tembló y su piel se onduló como si los músculos de su espalda fueran atrapados por un violento espasmo. —¡Vete! —gritó, el sonido fue de otro mundo, un león o una bestia quien recibió el don del habla—. ¡Sal de aquí! No me podía ir. Ni siquiera podía gritar. No podría suplicar o rogar por mi vida. Aun así, corrí hacia la pesada puerta detrás de mí, golpeando contra ella. —¡Kjell! —gritó Tiras—. ¡Sácala de aquí! La puerta permaneció cerrada. —¡Kjell! ¡Te mataré! —gruñó. 42

Pero aparentemente Kjell no le creyó o tal vez tenía la intención de que ambos muriéramos. Me pregunté si el Rey Tiras era contagioso, expuesto a una enfermedad mortal que me mataría cuando terminara con él. Por qué Kjell pensó que podía ayudarlo estaba más allá de mi entendimiento. Mantuve mi espalda hacia el rey durante varios minutos, sin saber qué hacer, sin atreverme a acercarme a él. Había dejado de gritar, pero podía oírlo jadear angustiado. No quería sentir pena por él. No quería sentir compasión. No se la merecía. Pero me encogí ante su dificultosa respiración y su evidente agonía. Me recordó al sufrimiento silencioso del águila en el bosque. Había sentido compasión por un pájaro, seguramente podría mostrar una pizca de compasión por un hombre, incluso uno al que quisiera despreciar. Me volví desde la puerta y caminé de regreso hacia él con cautela. Sus ojos se levantaron, negros, dolidos, casi implorando, pero esta vez no gritó, ni me dijo que me fuera. Tal vez no podía. Estaba temblando con tanta fuerza que las cadenas repiquetearon contra el suelo. Me arrodillé junto a él, tan cerca que fácilmente podría haberme lastimado, pero descubrí que ya no le tenía miedo. No podía preguntarle dónde dolía o qué le dolía. Solo pude deslizar mis manos dentro de su camisa abierta y presionarlas contra su pecho, esperando poder ayudarlo a encontrar alivio. Había funcionado con el pájaro. Su piel estaba caliente y resbaladiza y ambos nos encogimos ante el contacto. Cerré mis ojos de la forma en que lo hice con el águila. Alivio.

Su aliento siseó. Me concentré más fuerte. Alivio fresco. —¿Qué me estás haciendo? —susurró. Respira. Sana. Duerme. Respira, sana, duerme. Respira, sana, duerme. Repetí las sugerencias una y otra vez y permaneció inmóvil bajo mis manos, sin empujarme, sin exigirme que me fuera. Empujé las palabras hacia afuera tan fuerte como pude y cuanto más fuerte empujaba, más controlada se volvía su respiración. —¿Eres una Sanadora? —preguntó de nuevo y su voz era débil, el cansancio hacía que la pregunta fuera lenta y prolongada. Solo pude sacudir mi cabeza. No estaba sanando, estaba diciendo. Estaba sugiriendo. Ordenándole a su cuerpo que liberara el dolor, que adormeciera la agonía. Que se curara a sí mismo. No tenía idea si todo estaba en mi cabeza o si mis palabras escapaban a través de mis manos, pero mantuve mis ojos cerrados y mis palmas presionadas contra su corazón palpitante. 43

—Eres una bruja —gimió, pero se apoyó en mis manos. Sentí una oleada de triunfo y aumenté mi concentración aún más. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando sus temblores se calmaron, los míos comenzaron y sentí que mi fuerza se apagaba y se detenía. Lo había hecho de nuevo y justo como en el bosque, me había vaciado por completo. Solo que esta vez, sentí el choque. Apenas pude evitar que mi cabeza se balanceara hacia adelante contra su hombro. Intenté abrir mis ojos y apartar mis manos de su piel, pero no me quedaba nada, no quedaba fuerza para alejarme. Mis párpados pesaban quinientos kilogramos, mis brazos al menos una tonelada. Me balanceé contra él, incapaz de detenerme. Luego estuve acostada sobre el suelo, las piedras frías increíblemente suaves contra mi rostro. Sentí que mis manos caían de su cuerpo y la oscuridad me consumió, llevándose toda la conciencia.

uando desperté era mediodía y estaba de vuelta en mi habitación de la torre, extendida sobre la cama, con una almohada debajo de la cabeza y una manta sobre los hombros. La luz del sol entraba por las ventanas y mi estómago se quejó en voz alta. Me senté confundida, preguntándome si el rey encadenado había sido un sueño extraño. La planta de mis pies estaba sucia y había dormido la mitad del día. No. Negué con mi cabeza, resistiendo el impulso de fingir que no me habían arrastrado a una cámara en los rincones más recónditos del palacio y encerrado en el interior, entregada como una ofrenda a un dios violento, el sacrificio virgen al dragón feroz. Aunque el Rey Tiras había rugido como una bestia, no me había lastimado. Había sido el único con dolor. ¿Dónde estaba él? ¿Había sobrevivido a la noche? ¿Había sobrevivido a... mí? Me había llamado bruja, aun así, había dado la bienvenida a mi toque. Ahora estaba aquí, de vuelta en mi habitación, como si nada de eso hubiera sucedido. No tenía sentido. 44

Comencé a escuchar el sonido de la llave raspando en la cerradura de mi puerta y salí de la cama, mis manos se movieron instintivamente hacia mi cabello que colgaba por mi espalda en un pesado desorden. Esperaba a Kjell o tal vez incluso al Rey. Pero fue una doncella quien entró, la chica que traía mis comidas todos los días. —¡Estás despierta! —Su voz fue ligeramente sarcástica y la palabra perezosa salió de sus pensamientos. Asentí. Tenía tantas cosas que preguntar y ninguna forma de comunicarme. —Traje el desayuno hace horas y estabas tan quieta que pensé que habías muerto mientras dormías. Debes estar agotada de no hacer nada durante todo el día. Come. Enviaré a los mozos con agua para tu baño, pero hay agua para lavar tus manos y rostro en el lavabo. —Apenas me miró mientras parloteaba y aplaudí para llamar su atención. Imité el acto de escribir y me miró sin comprender. Lo hice de nuevo, insistentemente y su rostro se aclaró. —Oh, ¿quieres papel... y tinta? Asentí con gratitud. Frunció su ceño como si estuviera perturbada por la petición. —Preguntaré.

Me llené de alegría cuando regresó con tres libros de papel encuadernado en blanco, junto con pinturas, tinta y carbón, murmurando sobre el exceso y la abundancia. —Un regalo del rey —dijo insidiosamente, como si hubiera hecho algo escandaloso para merecerlo—. Le informó a la Señora Lorena que puede tener lo que desee, siempre y cuando permanezca en esta habitación. Me bañé rápidamente, deseosa de hacer mis preguntas antes de quedarme sola de nuevo. Mientras mi cabello era secado y peinado, dibujé una imagen rápida de Boojohni y se lo mostré a la doncella arisca que me atendía. Peinaba mi cabello húmedo con fuertes tirones, impaciente por terminar con sus deberes, pero miró mi imagen con curiosidad reacia. —No lo he visto, Milady. —Se encogió de hombros—. Es un tipo pequeño de aspecto gracioso. Ya no veo muchos trols en Ciudad Jeru. El difunto rey estaba seguro que protegían a los Dotados y tenían un poco de la magia en su propia sangre. Los ejecutó a todos. Buena decisión, digo. Rápidamente dibujé una imagen de Tiras, una corona sentada sobre su cabello claro. Nunca había llevado una corona en mi presencia, pero no tenía tiempo para hacer un retrato perfecto y necesitaba que ella lo entendiera. 45

—¿El Rey Tiras? —preguntó, como si yo fuera tonta. Asentí enfáticamente. —¿Qué pasa con él? —preguntó airadamente. Giré mis palmas hacia afuera, esperando que entendiera que estaba preguntando por su paradero. —¡No me informa a mí, mi señora! —se burló—. Pero me aseguraré de decirle que estabas preguntando por él. —Suspiró y se dirigió hacia la puerta, haciendo malabares con los platos de mi comida, murmurando acerca de "señoras engreídas”. Me pregunté si era grosera porque no podía reprenderla o si disfrutaba sabiendo que no podía expresar una queja sobre ella. No es que a alguien le importara lo que pensaba. Aun así, una pregunta había sido respondida. El rey no estaba muerto.

La noche siguiente, el propio Rey Tiras abrió mi puerta y entró en mi habitación sin previo aviso, comprobando que no solo estaba vivo, sino que estaba bien de salud. Había estado dibujando todo el día en la mesa, encantada con la variedad de suministros, ansiosa por mantenerme ocupada después de tantos días

de aislamiento forzado y cuando entró, ignoré la intrusión, pensando que era mi asistente arisca trayéndome una comida en la que no tenía ningún interés. No levanté la vista hasta que habló, su tono irónico, su voz suave. —Veo que recibiste mi oferta de paz. Me puse de pie, mirándolo con asombro y no un poco de aprensión. Estaba vestido con una camisa de lino fino y pantalones ajustados con botas altas. Vibraba con buena salud y vitalidad, luciendo completamente recuperado de lo que fuera que lo había afligido y habría cuestionado mi cordura o al menos mi memoria, si tuviera alguna razón para dudar. Su espeso cabello blanco estaba peinado hacia atrás desde su rostro moreno y lucía aún más alto, incluso más ancho que antes. Tal vez era porque se erguía imponentemente sobre mí, teniendo poca semejanza con el hombre que había estado doblado en agonía en el piso de la mazmorra. —Tienes un toque de Sanadora —dijo en voz baja. Su tono no era amenazante, pero sacudí mi cabeza, negando su afirmación. No era una Sanadora. No sería acusada de ser una.

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—Siéntate. —Extendió su mano hacia la silla que acababa de desocupar y sacó la que estaba enfrente de esa, claramente acomodándose para tener una discusión más profunda sobre el asunto. Hice lo que me dijo, mi espalda rígida y mis manos dobladas recatadamente sobre mi regazo. Lo miré cautelosamente y me devolvió la mirada con franca curiosidad. —¿Cuál es tu nombre, Lady Corvyn? ¿Tu nombre de pila? Toqué mi garganta con impaciencia. Sabía que no podía responder. Parecía haberlo olvidado. —Escríbelo. —Empujó una hoja de papel en blanco hacia mí. Negué con la cabeza y me encogí de hombros, indicando que no podía. —¿No puedes escribir? —Su voz se elevó con incredulidad—. ¿Cómo voy a hablar contigo? Tiré de mi oreja. Podía hablarme como lo estaba haciendo ahora. Podía escuchar bien. —Puedes escucharme, sí. Pero no puedes responder. Me encogí de hombros una vez más. —¿Cómo te llamo? —preguntó, irritado—. Me niego a llamarte mi señora para siempre. Recogí un trozo de carbón y el papel que me había proporcionado, y comencé a dibujar rápidamente. —¿Un pájaro? —Estaba confundido.

Asentí y golpeé la página y luego señalé mi pecho. —¿Te llamas como un pájaro? Asentí de nuevo, ansiosamente. Agregué detalles al pequeño pájaro, para que lo reconociera. —¿Una alondra? Asentí con la cabeza una vez más. —¿Lark? Ese no es un nombre —discutió suavemente, casi como si estuviera ofendido en mi nombre. Levanté mis ojos hacia los suyos, porque ese era un nombre. Era mi nombre. Debió de ver mi afrenta y parecerle divertido, porque sus labios se curvaron minúsculamente. —¿Por qué no sabes cómo escribir? Eres la hija de un noble. Deberías saber cómo leer y escribir. ¿Por qué nadie te enseñó? Dibujé la cara de mi padre, tosca pero reconocible. Había practicado dibujarlo. Golpeé mis dedos sobre él. Tiras lo miró pensativamente. 47

—¿Tu padre no lo permitiría? Asentí. Volví a la hoja de nuevo y dibujé una imagen rápida de mí misma encadenada. Dejé el carbón abajo. —¿Eras una prisionera? —adivinó vacilante. Fue la respuesta más precisa que pude dar y lo entendió bastante bien. Todavía era una prisionera. Asentí a su pregunta, pero levanté una ceja desdeñosa, extendiendo mis brazos para indicar mi entorno. —Todavía eres una prisionera —murmuró, como si hubiera arrancado las palabras de mi cabeza. Mantuve su mirada e incliné mi cabeza, indicándole que estaba en lo correcto. —Pero ahora eres mi prisionera. No de tu padre. Y quiero que leas. Y escribas. —Frunció sus labios pensativamente. Tiré el papel hacia mí y comencé a formar las letras que me habían enseñado hace mucho tiempo. A, B, C, D y L de Lark. Una anciana en el pueblo me había enseñado la L y me dijo que mi nombre comenzaba con esa letra. Mi padre había descubierto que me estaban enseñando y la sentenció a veinte latigazos en la plaza del pueblo. Nadie más había intentado educarme después de eso. —¿Conoces estas? —preguntó, sus ojos en mis letras mal formadas. Asentí.

Tomó el carbón de mis manos y dibujó una línea recta con otra línea sobre ella. —Esta es una T. De Tiras. —Escribió más letras y las tocó—. Tiras. —Escribió una L y una A seguidas de formas que no reconocí—. Lark. Esta es la palabra Lark. No podía apartar mis ojos de mi nombre. ¡Mi nombre! Lo tracé reverentemente. —Practica tu nombre. Practica mi nombre. Volveré mañana para enseñarte más. Me apresuré a ponerme delante de él, no queriendo que se fuera. Me miró con sorpresa. Tomé su mano izquierda en las mías y lo jalé de vuelta hacia la mesa. Su mano era gruesa, cálida y callosa y me hizo pensar en la corteza de los árboles cerca de mi casa, pero aparté el conocimiento y golpeé el papel. —No puedo enseñarte todo ahora —protestó sorprendido. Golpeé sobre las letras que había hecho. A, B, C, D. Recogí el carbón y golpeé el espacio con urgencia después de la D. ¿Qué seguía después? Quería todas las letras. Todas las formas. Quería escribirlas todas, practicarlas todas, así cuando él regresara, las reconocería. 48

—¿Quieres saber lo que sigue? Asentí ansiosamente. Tomó una pluma de mis suministros y la sumergió cuidadosamente en la tinta. Luego, usando una hoja nueva de pergamino, comenzó en A y continuó durante varios minutos, creando líneas y garabatos y bordes curvos que lucían familiares y prohibidos. Aplaudí alegremente y me miró con sorpresa, una sonrisa flotando alrededor de sus labios. Dejó la pluma. La levanté y se la entregué nuevamente, empujándola hacia él. —¿Todas ellas? Asentí con tanta fuerza que me dolió la mandíbula. Esta vez se echó a reír a carcajadas y la acción hizo que sus ojos negros se arrugaran en los bordes y sus labios se levantaran de una manera terriblemente atractiva e increíblemente exasperante. Lo miré y golpeé el papel con insistencia. No era divertido, yo no era graciosa. Le habían sido dadas todas las palabras que necesitaba y cada palabra me había sido quitada. Las quería de vuelta. Todas ellas. Tomó la pluma casi dócilmente, aunque sus ojos brillaban con reprimida alegría. Continuó por varios minutos más, formando cada letra en un trazo fuerte. Esperaba que no intentara engañarme con símbolos que no significaban nada, simplemente para que pudiera reírse de mí cuando regresara.

Cuando terminó, dejó la pluma y roció la tinta con un poco de arena de un pequeño frasco tapado con corcho, secándola. Entonces me miró. —Estas son las letras del alfabeto. Cada palabra en nuestro idioma está hecha de estas letras. Apenas podía respirar. Apreté mis manos contra mi pecho para calmar mi corazón y miré la belleza que había creado. Luego levanté mis ojos y fue mi turno para sonreír. No pude contenerlo. Quise hacerlo. No quería revelar mi asombro y la emoción que corría por mis venas. Pero no pude contenerlo. Entonces le sonreí e hice lo posible por no llorar lágrimas de felicidad. Parecía casi aturdido por mi alegría y se levantó lentamente. Inclinó su cabeza hacia un costado como si no pudiera entenderme. Sin más comentarios, se volvió y salió de la habitación.

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e di cuenta después que el rey se fuera que no había preguntado por Boojohni. Estaba avergonzada de mí misma y esperé ansiosamente a que el rey regresara, como había dicho que haría, para poder dibujarle imágenes y así exigir respuestas. Pero no regresó. No al día siguiente o al siguiente. Mis dedos se ennegrecieron por practicar los caracteres que había escrito para mí, copiándolos cuidadosamente. Encontré las letras en Lark y las letras en Tiras, pero no sabía cómo se llamaban. Eran simplemente formas. Líneas. Símbolos que carecían de significado por completo. Pero tenía un plan. Cuando Tiras regresara, le pediría que escribiera las palabras para cada objeto en mi habitación en hojas de papel separadas, nombrando cada una de ellas. Silla. Mesa. Piso. Cama. Vela. Pondría cada papel en su lugar apropiado, aprendería las palabras y descifraría los sonidos de cada letra, cada combinación. Pero Tiras no regresó. 50

Traté de convencer a las doncellas que escribieran las palabras que sabían. También les mostré la imagen de Boojohni, pero todas se encogieron de hombros y negaron con la cabeza. No sabían mucho y no confiaba en aquella a la que parecía desagradarle cada día más. Las otras la llamaban Greta y tuve la sensación de que no sabía leer, ni escribir mejor que yo, aunque no lo admitiría. Solo pisoteaba alrededor y me apartaba cuando intentaba comunicarme. Luego estaba Kjell. Cuatro días después que Tiras me mostrara cómo escribir mi nombre, Kjell volvió a sacarme de mi cuarto en mitad de la noche, igual que antes. Fui con él voluntariamente, con entusiasmo, aunque su promesa de ayudarme había sido una mentira. No lo hacía por él. No lo hacía por el rey, quien también me había mentido. Lo hacía por las palabras que dijo que me enseñaría. Kjell no me llevó a las entrañas del castillo esta vez. Fuimos a otra torre, una torre directamente opuesta a la mía y me maravillé porque el rey hubiera estado tan cerca todo este tiempo. Me pregunté si me había visto parada en mi balcón, esperando que regresara. Pero cuando Kjell me empujó dentro de la cámara y cerró de golpe la puerta, bloqueándola detrás de mí, me encontré completamente sola. Las sábanas del rey estaban enredadas, sus ropas descartadas en el piso, pero él se había ido y aunque golpeé la puerta, Kjell no volvió para explicarme qué estaba haciendo allí y qué se esperaba de mí. Al salir al balcón, descubrí que la noche era increíblemente brillante, la luna casi llena, como lo había sido la noche que encontré al águila en el bosque. Pero no había pájaros para salvar en la Ciudad Jeru. O reyes, para el caso. Estaba más sola de lo que nunca había estado y eso era una hazaña en sí

misma. Puse mi bata alrededor de mi cuerpo y regresé a la cámara ricamente decorada. Había libros en los estantes y varios estaban abiertos sobre una mesa no muy diferente a la de mi habitación. Mi padre guardaba los libros bajo llave en su estudio. Nunca había visto uno de cerca. Pasé las páginas, estudié las palabras y traté de encontrarles sentido, trazando la forma de cada letra con mi dedo, de la misma forma en que trazaba mi nombre. Había determinado que la S al final de Tiras lucía y se pronunciaba como el siseo de una serpiente. Estudié la página y encontré todas las palabras con una s en ellas. También comparé la forma de la R en nuestros nombres y determiné su sonido. Por supuesto, la T sonaba como un golpeteo al principio del nombre de Tiras. T-T-T-T. Me gustaba enfocarme en el sonido, haciéndolo tartamudear en mi mente como un pájaro carpintero. Iba a tomar uno de los libros. Cuando el rey regresara y me encontrara en su habitación, iba a llenar mis brazos con libros y negarme a devolverlos.

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Mantuve las velas encendidas y miré por encima de las páginas hasta que mis ojos ya no enfocaban y mi cabeza comenzó a caer. Me acurruqué en una esquina de la cama del rey, intentado no notar cómo las sábanas olían a aire fresco y cedro. Luego me dormí, pesado y sin descanso, soñando con el chillido de los hombres pájaro y las palabras que bailaban en las páginas de los libros del rey. Las letras cambiaban y se reformaban, susurrando sus nombres en la voz de mi madre. Escuché un grito, penetrante, más fuerte que el de los Volgar y un revoloteo desesperado, como una docena de banderas ondeando al viento. Estaba tan cerca, tan presente, que abrí mis ojos adormilados, renuente a abandonar el sueño tan pronto. Estaba amaneciendo y la luz gris acababa de comenzar a derramarse a través de las puertas abiertas del balcón y a atravesar furtivamente la habitación del rey. Las puertas habían estado abiertas cuando Kjell me había empujado a la habitación la noche anterior y no se había sentido necesario o siquiera correcto cerrarlas, como si el rey mismo usara el balcón para resurgir en la noche. Pero la mañana había regresado sin el rey y parpadeé cansadamente, atrapada en ese somnoliento lugar donde el sueño y la vigilia se convierten en una extraña mezcla de ambos. El águila del bosque, sin ningún signo de la flecha enterrada en su pecho, estaba encaramado en la barandilla del balcón. Lo miré a través de ojos vidriosos, mis párpados a medio abrir, sin levantar la voz y completamente convencida que aún estaba durmiendo. Estaba al tanto de mí, de eso estaba segura. Ladeó su cabeza y chilló, como si me estuviera advirtiendo. La puerta de las habitaciones del rey se abrió de golpe y Kjell irrumpió en la habitación, haciéndome erguirme, abandonando el sueño y olvidando al águila. ―¿Dónde está? ―gruñó Kjell, como si hubiera convertido al rey en oro mientras dormía. Sacudí mi cabeza impotente y extendí mis brazos, indicando el dormitorio vacío. Se giró en el lugar, sus manos en sus caderas, frustración manando de cada poro. La palabra imposible revoloteaba en el aire a su alrededor y esta vez no

solo escuché la palabra, la vi, reconociendo la S, una rizada serpiente que siseó con el sonido antes de desintegrarse con un movimiento. Tomó mi brazo y me solté, lanzándome a la mesa donde estaban extendidos los libros del rey. Agarré el primero que toqué, recogiéndolo y apretándolo contra mi pecho. ―Deja eso ―rugió. Bailé alejándome de él, revoloteando hacia la puerta que había dejado abierta más allá de él y corriendo hacia el amplio pasillo. Volvería a mi habitación, con mucho gusto. Pero iba a llevarme un libro. Corrí con un lívido Kjell bramando detrás de mí y cuando finalmente me detuve frente a la puerta de mi torre, después de navegar fácilmente por los corredores, se detuvo bruscamente, jadeando, mirándome como si fuera completamente tonta.

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Golpeé ferozmente el libro en mi pecho para que entendiera por qué había huido. Luego golpeé la puerta de la habitación donde me habían retenido durante dos largas semanas. Con una sacudida de su cabeza y una impaciente maldición, me empujó a un lado y abrió la puerta de mi habitación. Me empujaron dentro una vez más, un exasperante patrón construyéndose, sin explicación de lo que esperaba de mí y sin informarme sobre el paradero del rey. Pero no se llevó el libro.

Kjell regresó menos de una hora después. Estaba bañada y vestida, pero mis pies estaban desnudos, mi cabello mojado bajaba por mi espalda y no había roto mi ayuno. Cuando Kjell irrumpió por la puerta, hice todo lo que pude para no arrojar mi copa hacia él y cuando tomó mi brazo, su agarre duro y doloroso como siempre, lo empujé hacia atrás tan fuerte como pude. Era tan musculoso como el rey y solo se tambaleó porque estaba sorprendido, pero sacudí mi dedo hacia él a manera de advertencia y levanté mi barbilla. Luego di media vuelta y comencé a caminar hacia la puerta, indicándole que iría a donde quería que fuera, pero no sería maltratada. Cuando trató de agarrarme de nuevo, golpeé su mano y pateé sus piernas. ―Bien. No te tocaré. El rey requiere tu presencia. Sígueme. Lo seguí dócilmente, mi barbilla alta, mis manos dobladas, pero cuando trato de empujarme dentro de las habitaciones del rey, le lancé una mirada de tal malevolencia que dejó caer sus manos una vez más e hizo una leve reverencia, como si cediera.

―Preguntó por ti. Es por eso por lo que estás aquí. La única razón por la que estamos aquí ―explicó a regañadientes y se hizo a un lado, ordenándome entrar. Pero esta vez no se fue. Me siguió adentro y cerró la puerta. El rey no tenía grilletes como la primera vez que había sido convocada, pero tenía la piel enrojecida y temblaba y se revolcaba en la cama. Las mantas que no estaban retorcidas alrededor de su cuerpo estaban agrupaban en el suelo y cuando me acerqué, abrió sus ojos e intentó levantarse. Llevaba puestos un par de pantalones que eran suaves y flojos y nada más. Me pregunté si los pantalones habían sido colocados por mi bien y agradecí mentalmente a los dioses por eso. ¿Y dónde estuvo toda la noche? No podía prepararle un elixir o mezclar las hierbas para el té como podría haberlo hecho en el castillo de mi padre, donde tenía mis propios suministros en mis botellas y frascos cuidadosamente organizados. No tenía nada aquí, nada que pudiera aliviar su dolor o disminuir su fiebre. Ni siquiera podía decirle a Kjell lo que necesitaba o enviar una nota a la cocina. Pensé en las palabras que había empujado hacia él cuando estaba encadenado a la pared, las palabras que habían traído consuelo y alivio. Pero no me atreví a tocarlo de esa manera con Kjell mirando. No sobreviviría la noche. 53

La desconfianza tintineaba el aire y descarté a Kjell con un suspiro, volviendo mi atención a la tarea que tenía entre manos, hacia el misterioso rey que exudaba tamaño y fuerza pero que luchaba contra una dolencia que claramente ocultaba de sus sirvientes y sus súbditos. En cambio, llené un recipiente con la jarra en su tocador y lo llevé a su lado, empapé un trapo y lo escurrí antes de pasarlo por sus brazos y su pecho, repitiendo la acción hasta que el agua en el recipiente estaba caliente y yo estaba empapada. No parecía estar ayudando y Tiras me miró con ojos cansados, sin ofrecer ninguna queja. Pero su agonía latía como el ritmo de un tambor. Se estaba volviendo ensordecedor y me preguntaba por qué era la única que podía escucharlo. Siempre había sido así. Siempre había sido de esa forma para mí, escuchando las palabras que nadie decía. Cerré mis ojos con derrota. ―Kjell. ―La voz del rey era notablemente fuerte. ―¿Sí, Tiras? ―Kjell estuvo inmediatamente junto a su cama, con la mano en la empuñadura de su espada, como si pudiera vencer lo que aquejaba a su rey. ―Déjanos. Kjell me miró, arqueó sus cejas bajándolas peligrosamente, pero aceptó sin discutir. ―Estaré justo afuera, Tiras. ―Su mirada de advertencia me dijo que estaría cerca en caso de que intentara un asesinato. Me habría reído si el rey no estuviera tan enfermo.

La puerta se cerró suavemente y encontré la mirada del rey. Lucía tan preocupado como yo me sentía. No estaba retorciéndose en un dolor horrible como lo había hecho la noche en que lo habían esposado. Parecía más enfermo que atormentado por el dolor y me pregunté una vez más qué le sucedía. ―Pon tus manos sobre mí ―instruyó en voz baja―. Como lo hiciste antes. Sacudí mi cabeza, retrasando, queriendo entender. Señalé su estómago e incliné mi cabeza cuestionando. Sacudió su cabeza. Puse mis dedos en su garganta y levanté una ceja. Sacudió su cabeza una vez más. Toqué sus sienes, sus orejas, sus brazos y sus piernas y finalmente habló, respondiendo a mi pregunta. ―Duele en todas partes ―explicó en voz baja―. Hay fuego debajo de mi piel. De repente, también había fuego debajo de mi piel y sentí el calor calentar mis mejillas e inundar mi pecho. La última vez él apenas estaba consciente. Esta vez, sus ojos se aferraban a mi rostro haciendo que el acto fuera terriblemente íntimo. Ya estaba sentada a su lado en la cama, pero presioné mis manos en su corazón y cerré mis ojos. Mis manos temblaban y presionó sus manos sobre ellas, sobrecargándolas. ―Tienes miedo ―murmuró. Asentí, sin abrir mis ojos. ―¿Me tienes miedo? 54

Asentí de nuevo. Sí, le tenía miedo. Tenía miedo de no poder ayudarlo o peor, de hacerlo y que eso me marcara como una Sanadora. Me marcara para la muerte. Su aliento se entrecortó y su espalda se arqueó en agonía, su pregunta olvidada. Lo presioné de regreso a la cama, alisando mis manos sobre él, tratando de concentrarme. El dolor se va, la enfermedad se va, la piel está fresca, duerme ahora, respira, instruí, empujando las palabras en su piel a través de las puntas de mis dedos.

El fuego se va, la fiebre se va Sana hasta la médula, Descansa ahora, respira

Las palabras fueron como un conjuro flotando en el aire y me gustó la rima y el ritmo. Me facilitó enfocarme en las palabras, liberarlas en el aire. Se me ocurrió de repente que tal vez esa era la razón por la que las brujas creaban hechizos en rima. Las palabras tenían más sustancia. Nunca antes había hecho algo así. Mis palabras siempre eran singulares. Simples. Pero podía sentir la piel de Tiras cada vez más

fresca y húmeda bajo mis manos mientras cantaba en silencio, diciéndole a su cuerpo que estuviera bien, invitándolo a dormir. Y al igual que antes, me metí en el proceso, acurrucada a su lado en un sueño mortal. Cuando me desperté muchas horas después, la noche había caído una vez más. Alguien había encendido un candelabro y arrojaba una pálida luz bronce alrededor de la cámara oscura. Me senté con adormilada confusión, sorprendida por el paso de tanto tiempo. El rey dormía a mi lado y cuando toqué su piel, estaba fresca y seca bajo mi tentativa caricia. Recosté mi cabeza contra su pecho, escuchando su corazón, su respiración constante y casi me quedé dormida una vez más, tan profundo era mi alivio. Cuando habló, su voz fue un estruendo en la oscuridad, me sacudí y siseé, el único sonido del que era capaz. ―Dormiste en mi cama ―observó suavemente, como si me hubiera sido otorgado un gran privilegio. Observé su sonriente rostro, nuestros ojos ajustándose a la tenue luz. Me alejé de él y me levanté con la mayor dignidad que pude reunir; había dormido como un muerto y ahora me sentía como un cadáver: temblorosa, débil y demasiado cansada para pelear con un arrogante rey. ―Lark.

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Me detuve sobre piernas temblorosas, esperando que continuara. Lo escuché levantarse también y lucía mucho más estable que yo. Observé mientras caminaba hacia la mesa donde estaban colocadas una garrafa de vino y una jarra de agua, junto con una simple cena. Me pregunté quién me había visto en la cama con el rey y recé para que solo Kjell supiera por qué estaba allí. Tiras se sirvió un vaso de agua, se lo bebió y se sirvió otro. Bebió el segundo vaso, la columna de su garganta trabajando ansiosamente. Cuando terminó, se sirvió una copa de vino y me extendió un vaso también. Lo tomé y sorbí con gratitud, necesitaba la cálida comodidad en mi vientre. ―Me ayudaste ―dijo en voz baja―. Ahora... ¿qué puedo darte a cambio? No explicó lo que estaba mal con él, lo que padecía o qué le afligía, pero parecía completamente recuperado una vez más. ―Dibújame una imagen, muéstrame lo que deseas ―presionó. Me pregunté si dibujaba una imagen de mi casa, ¿me permitiría regresar? No importaba, porque no haría esa solicitud. No quería volver a Corvyn. Quería leer Caminé hacia los estantes cargados de libros y pasé mis manos con reverencia por sus lomos, pero no saqué uno del estante. Había una cosa que quería más que los libros. Me volví hacia el rey y caí de rodillas. Con mis manos, simulé el acto de acariciar una barba invisible. Necesitaba ver a Boojohni. El rey frunció el ceño confundido con mi pantomima, luego su entrecejo se aclaró y se rio en voz alta, haciéndome saltar y que mi corazón se sacudiera en mi pecho. Era un acertijo.

―¿El trol? ―preguntó, todavía riéndose―. ¿Quieres ver al trol? Asentí enfáticamente y me puse de pie. ―Hecho. ¿Qué más? ¿Me daría más? Mordí mi labio para contener mi alegría y volví a los estantes. Saqué un libro, el más gordo del montón y lo abracé como a un amigo. ―Debería haberlo sabido. ―Cruzó la distancia entre nosotros y sacó el grueso tomo de entre mis brazos—. ¿El arte de la guerra? —preguntó―. ¿Este es el libro que quieres? No me importaba sobre qué tratara el libro, solo quería ver las palabras. Lo recuperé de él obstinadamente. Su pecho estaba desnudo y sus pantalones colgaban bajos sobre sus caderas, haciéndolo parecer casi más indecente que si no usara nada en absoluto. No estaba acostumbrada a ver a hombres de esta manera, pero parecía estar cómodo con su estado de desnudez. Giré mi rostro hacia el costado, enfocando mi mirada en la puerta. Me observó en silencio. Podía sentir su mirada sobre mi rostro y la pregunta en sus pensamientos. 56

―¿Te gustaría que te lo leyera? Mis ojos volvieron a los de él. Quería eso con tantas ganas y él lo sabía. Caminé hasta el pie de su cama y recogí la bata color azul oscuro que había arrojado a un lado y la traje hasta él. La extendí hacia él, mis ojos se desviaron y la tomó de mi mano. Luego, sin esperar que me guiara, me senté en el sofá curvo frente a la enorme chimenea, dejé mi vino a un lado y abrí el libro sobre mi regazo. Se sentó junto a mí y comenzó a leer, su voz baja y cálida, su mano alisando la página entre nosotros. ―Las civilizaciones duraderas se forjan en la sangre de sus ciudadanos. Donde hay vida, hay conflicto. Lo detuve inmediatamente y señalé la forma de la C que aparecía varias veces. No tenía un sonido consistente. Dijo las palabras lentamente, sin entender lo que yo quería. ―¿Civilización? Asentí, luego señalé la letra nuevamente en una palabra diferente. ―¿Conflicto? Señalé la primera palabra otra vez y la repitió. Levanté dos dedos y luego señalé la forma de C en las dos palabras. ―¿Dos sonidos? ―adivino.

Asentí. ―Muchas de las letras producen más de un sonido. Observé las palabras que había dicho, tratando de no llorar con frustración. Nunca aprendería a leer. ―¿Debo continuar? ―dijo en voz baja, como si pudiera sentir mi confusión. Asentí, pero no levanté la vista de la página. ―Pero la guerra, en todas sus formas y manifestaciones, es un arte que el líder exitoso debe dominar y utilizar. ―Suspiró―. ¿Te gustaría saltar hasta el capítulo sobre destripamiento? Esto es un poco aburrido. Llevé mi mano a la página y señalé las palabras con impaciencia y suspiró de nuevo. Pasé un dedo debajo de cada palabra así podría empatar el sonido con las letras, pero me perdí casi de inmediato. Pareció entender lo que quería y colocó su mano sobre la mía, moviendo mi mano a medida que avanzaba, así permanecería con él. Hablaba lenta y claramente, desentrañando palabras sobre la vida y la muerte y ejércitos conquistadores y despiadados, sobre la sangre y la guerra y la rendición. Y a pesar de la horripilante instrucción, hice todo lo posible para aprender. 57

l rey volvió a mis aposentos con Boojohni a la mañana siguiente y me avergoncé por aferrarme a mi amigo con toda la desesperación de una niña solitaria. Boojohni acarició mi cabello y limpié mis ojos mojados en su barba antes de alejarme y pasar mis manos sobre sus brazos cortos y piernas robustas, mi propia manera de preguntarle si estaba bien. Se echó a reír y palmeó gentilmente mis manos. —Estoy bien, Bird. Quería detalles y especificaciones sobre sus aposentos y su guarida y cómo había pasado su tiempo desde que llegamos a Jeru, pero sus ojos vagaron por mis aposentos como si se estuviera asegurando que también hubiera sido bien cuidada. El rey se quedó atrás, dejándonos tener un momento, pero su presencia me hacía sentir incómoda y parecía reticente a dejarnos solos. 58

Le mostré a Boojohni el libro y las letras que el rey había dibujado y escribí cuidadosamente mi nombre en una hoja limpia para poder mostrárselo. Señalé la palabra y me señalé con emoción. —¿Lark? ¿Así es como escribes Lark? —preguntó Boojohni, sonriendo. Asentí enfáticamente. Tomó la pluma de mis manos y escribió una "B", una de las pocas letras que conocía desde antes y tocó su pecho. Sabía que debía haber algo más en su nombre que solo una B y llamé al rey con impaciencia, tocando la letra. —Quiere que escriba mi nombre, Su Majestad —dijo Boojohni, aunque el rey parecía entender perfectamente lo que deseaba. —¿Te llamaron así por el lago en el Bosque Drue, más allá de Firi? Boojohni hinchó su pecho con orgullo. —Así es. Hay muchas criaturas en el Bosque Drue —De repente lució inseguro, como si el rey pudiera enviar soldados para incendiar el bosque, exterminando a dichas criaturas, pero el rey Tiras simplemente asintió y comenzó a formar la palabra. Observé con fascinación cómo las letras se volvían dos, luego cuatro, luego ocho. Boojohni tenía un nombre magnífico. Me concentré en cada letra, asignando un sonido a cada una, aunque no estaba segura de haberlo hecho correctamente. Cerré mis ojos y la palabra tembló detrás de mis párpados, el nombre de Boojohni quedó libre.

—¿Qué? —preguntó Boojohni y mis ojos se abrieron, haciendo estallar la palabra como una burbuja de jabón. Boojohni me veía de forma extraña. Entonces miró más allá de mí, hacia la puerta de mi habitación. Esperó, como escuchando y se inclinó ante el rey. —Creo que me están llamando, Majestad. —Me miró entonces—. Volveré, Bird. Lo prometo. Preguntaré todos los días. —Miró al rey casi ferozmente, como retándolo a refutarlo. —Puede que vuelvas —dijo el rey, su tono suave—. Pero tendrás que estar acompañado por un guardia, Trol. No quiero que la pequeña alondra vuele. La ira lamió mi piel y Boojohni se inclinó ligeramente, aceptando la orden. Entonces se marchó apresuradamente y lo vi irse, peleando contra la desesperación. Acababa de llegar y ahora se había ido otra vez. —¿Qué quieres aprender hoy? —preguntó el rey en voz baja y tragué la emoción en mi pecho, instando a las lágrimas a deslizarse de vuelta por mi garganta y que apagaran el fuego furioso en mi vientre.

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Volví mis determinados ojos hacia él y toqué mis labios. Su frente se arrugó, creando marcas negras sobre su estrechada mirada. Sentí una oleada de confusión y algo más, algo que no podía nombrar, encendiendo el aire entre nosotros. Toqué mis labios de nuevo, con firmeza y señalé las letras. Su frente se alisó sutilmente. —¿Quieres saber cómo se llaman? Asentí y acuné mi oreja como escuchando. —¿Su sonido? ¿Quieres saber qué sonido hace cada letra? Liberé el aliento, mi frustración disminuyendo. Asentí de nuevo. Tiras pasó una hora diciendo el nombre de las letras y repitiendo sus sonidos, sus labios fruncidos y vibrando, mis ojos atentos a su forma y a la textura y los tonos que creaba. Solo podía repetir los ruidos en mi cabeza, pero asentía y movía mi boca mientras movía la suya, escribiendo la letra mientras decía el nombre. Era paciente, notablemente, considerando su naturaleza ruda y me pregunté si sería tan paciente si pudiera hacerle todas las preguntas que tenía en la cabeza. No podía, así que pasaba a través de los nombres y sonidos, solo haciendo una pausa cuando yo fruncía el ceño o tocaba una letra insistentemente, haciéndolo repetirla más lentamente. Cuando comenzó a caminar como un león inquieto, abandoné la mesa y la cuidadosa confección de formas y le urgí con tirones y señalamientos repetidos, a escribir los nombres de cada objeto en la habitación. Abandonó el papel y comenzó a escribir palabras en carboncillo o pintar sobre cualquier superficie. —Es bastante fácil de lavar o pintar encima —dijo con el despreocupado encogimiento de hombros de un hombre que nunca ha limpiado y me reí

silenciosamente, mirándolo mientras llenaba mi cuarto con palabras, pintando en los muebles y paredes como un niño travieso, haciendo dibujos sencillos para que pudiera nombrar cosas más allá de mi habitación, animales y árboles y arbustos y plantas. Comencé a dibujar con él, dado que era mucho mejor que él, etiquetaba mis dibujos, diciendo la palabra y rompiendo los sonidos así comenzaba a reconocerlos. La sirvienta jadeó cuando trajo mi cena, pero el rey la miró con arrogante dimisión y ella se inclinó, tartamudeó y salió de la habitación con gran prisa. Obviamente se lo dijo al resto de los sirvientes, porque nadie me regañó o intentó borrar nuestras palabras. Pasó el día conmigo y cuando se fue, paseé de una palabra a otra, tocándolas, diciéndolas en mi mente. Mientras lo hacía, fui incapaz de detener la humedad que surgía en mis ojos y se deslizaba por mis mejillas. Fue el día más feliz de mi vida. Esa noche, al igual que antes, las palabras llenaron mi sueño y giraban en el aire sobre mi cabeza. En mi sueño podía hablar, mi lengua no estaba atada y mi voz no estaba atrapada en mi garganta. Las palabras eran mías para mandar y controlar y me paseé por el castillo del rey Tiras abriendo puertas y moviendo muebles, hasta que me encontré de nuevo en mi balcón con un anhelo de volar.

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Saqué la palabra volar de mis labios y la apreté contra mi pecho, mandándome a elevarme como el poppet de mi recuerdo más terrible y mientras me elevaba por el cielo, el Príncipe de los Poppets, el poppet que causó la muerte de mi madre, apareció, llamándome. Mientras volábamos, el poppet se convirtió en una enorme águila con una cabeza blanca y enormes alas negras y no pude seguirle el ritmo, así que me acosté en su espalda, sus plumas suaves debajo de mí, mis brazos alrededor de su cuello y volamos hasta que la luz comenzó a filtrarse sobre las colinas jeruvianas. Entonces se fue y yo caía, agitándome, incapaz de recordar las palabras para salvarme.

Al día siguiente, Greta me entregó una pila de libros, todos ellos mucho más pequeños y sencillos que El Arte de la Guerra, desdeñando que eran del rey y comencé a devorar palabras, decodificándolas, descubriéndolas, perdiendo todo sentido del tiempo en la búsqueda del lenguaje. Quería hablar, aunque solo fuera por la palabra escrita y era insaciable. No era una típica estudiante. Era voraz. Determinada. Cuando caía la oscuridad, quemaba una docena de velas para continuar mis estudios, quedándome dormida entre montones de libros y despertando para hacerlo todo de nuevo. Las palabras que no podía descifrar las copiaba en listas interminables que el rey, a su regreso, leía y explicaba.

Había combinaciones de letras que tenían poco sentido y palabras que contradecían las cosas que creía entender, pero cada palabra la grababa en la memoria y durante varias semanas mis pensamientos empezaron a aparecer en frases escritas detrás de mis ojos, completamente formadas y completas. Eran oraciones simples con vacíos y probables faltas de ortografía, pero oraciones. Y una noche, medio delirante, con mis ojos adoloridos, rogué a una vela para que se acercara. Ven aquí, vela. La frase tembló en el aire como el texto de una página. Y la vela obedeció. Horrorizada, jadeé y salté de mi silla, haciendo que la vela que había convocado cayera sobre mi libro abierto. La llama de la vela lamió la página como un gato sobre la leche derramada y casi instantáneamente el libro estuvo envuelto en fuego.

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Un libro polvoriento desencadenó la destrucción del siguiente. El fuego se extendió con un silbido audible, envolviendo la mesa completamente. Corrí a mi lavabo y lo volqué sobre el fuego. No fue suficiente. Las llamas saltaron a las sillas y traté de sofocarlas con la pesada alfombra trenzada de mi piso. La alfombra resultó ineficaz o tal vez fue mi miedo, pero me retiré mientras las llamas se elevaban hacia las vigas gigantes sobre mi cabeza. El humo crecía a mi alrededor y corrí hacia la puerta, golpeando desesperadamente para que alguien me oyera. La brisa de las puertas abiertas del balcón arrastró las llamas hacia las cortinas y ellas también se envolvieron instantáneamente, bloqueando mi única salida de la habitación. Traté de encontrar las palabras para apagar las llamas, pero estaba aterrorizada. El terror no conducía a conjurar oraciones perfectamente formadas. Me hundí en el frío suelo de piedra, intentando respirar, desesperada por pensar. Fuera, fuego. Fuera. Vi las palabras levantarse, y las llamas en mi habitación comenzaron a salir por las puertas de los balcones, moviéndose, pero no apagándose. Eso no era exactamente lo que tenía en mente. Corrí hacia las puertas del balcón, siguiendo la ardiente fogata que había creado. Había huido de mi habitación y estaba trepando la pared de la torre como un ser viviente. El fuego simplemente se había extendido hacia afuera. Escuché gritos y me di cuenta de que alguien había visto la llama. ¿Cómo se deletrea "desaparecer"? Busqué en mi memoria, ahogándome con el humo que seguía llenando la habitación. Muere, fuego. Desaparece. Este fuego ya no está aquí, ordené ferozmente, las palabras audaces y azules, frías y claras. Las vi caer sobre las llamas y el fuego chisporroteó inmediatamente. Repetí la rima, más confiada ahora. Las palabras brotaron de mi mente y las llamas desaparecieron por completo. Una pálida cinta de humo se levantó de la pared ennegrecida, el hollín que se aferraba siendo el único remanente del fuego.

Traté de hacer desaparecer también el hollín, pero permaneció obstinadamente, demostrando que podía apagar el fuego, pero que aún no podía salvarme de las consecuencias naturales de mis errores. La puerta de mi habitación se abrió de golpe y me encontré cara a cara con un Tiras furioso, que agitó el humo y me atrajo hacia sus brazos. —¿Intentas suicidarte? ¿O estás intentando crear una distracción para escapar? Es un largo camino hacia abajo, incluso para una alondra. De repente, la habitación se llenó de sirvientes apresurados y fui sacada de la humeante habitación, desaliñada y aterrorizada, aferrándome al rey que rápidamente me dejó en otra habitación, justo al lado de la suya y me gritó que quemarme viva era una forma terrible de morir. Enrosqué mis manos alrededor de los brazos cubiertos de seda de la silla en la que había sido depositada y enfurecí por su maltrato. ¡Eres un idiota! Pensé para mí, las palabras idiota y Tiras convirtiéndose casi en una sola en mi cabeza. —¿Crees que soy un idiota? —preguntó, la indignación enronqueciendo su voz. 62

Mi cabeza se levantó y nuestros ojos se quedaron fijos. Pareces un dios, pero actúas como un ogro. —¿Un ogro? —Su voz era más que incrédula—. ¿Un dios? Me levanté, mi silla chillando contra el suelo con mi repentina expulsión. Primero la vela. Ahora el rey. Deja de hacer eso. Sus ojos estaban tan abiertos como los míos y lentamente se acercó a mí. —¿Deja de hacer eso? —susurró, sus ojos sobre mi boca como si esperara que se moviera. Imposible. Asintió, estando de acuerdo. Luego sacudió su cabeza como para despejarla. —Hazlo de nuevo —ordenó bruscamente. Fue mi turno para sacudir mi cabeza. —Hazlo —repitió. Me senté de nuevo en la silla, colapsé, mis piernas de repente tan débiles que no podían soportarme. —Lark —ordenó, esperando, sus ojos todavía fijos en mi boca.

No estaba segura de lo que estaba haciendo. Pero empujé una palabra hacia él, como hacía a menudo con Boojohni. Era una palabra al azar, lo primero que me vino a la cabeza. Parecía tener una predilección por las palabras con S. Beso. —¿Beso? —murmuró. Mi rostro repentinamente estuvo caliente y mis manos se elevaron hasta mis mejillas. Deja de mirar mi boca. —Estoy mirando tu boca porque puedo escucharte. Pero no estás hablando. —Su voz era un susurro asombrado y se inclinó sobre mí, atrapándome en la silla adornada y levantó mi barbilla con las puntas de sus dedos, por lo que me vi forzada a encontrar su mirada. —De nuevo —ordenó. Tiras. —Tiras —repitió. 63

Lark. —Lark. —Su voz con asombro. Jaula. —Jaula. Miedo. —¿Miedo? —Sus ojos negros repentinamente fueron feroces. Su rostro estaba a solo unos centímetros del mío y no pude soportarlo. Cerré los ojos, buscando la privacidad que de repente había perdido. Necesitaba que se fuera. Necesitaba que me dejara en paz. Vete. —¿Por qué? —preguntó en voz baja. Duele. —¿Lo hace? —Su aliento hizo cosquillas en mi rostro. No podía sentarme más lejos en mi silla y él estaba por todas partes. En mi cabeza y en mi espacio, flotando sobre mí como un ángel vengador. Luché contra el pánico que se levantó como una ola.

Presioné mis manos contra mi pecho. Repentinamente dolía tanto que apenas podía respirar. Mi corazón estaba golpeando fuertemente y mis respiraciones se sentían como pedazos de vidrio. —Dime —ordenó. Sacudí mi cabeza. No. No. No. No podía explicar cómo se sentía conversar con otro ser humano. Conversar realmente. La mayor parte de mi vida había sido reducida a no compartir nada de mis pensamientos más íntimos. Reducida a tirar cosas cuando estaba enfadada. Reducida a las lágrimas cuando estaba triste. Reducida a la sencillez de asentimientos y reverencias, de hacer que la gente mirara hacia otro lado o se sintiera frustrada cuando no sabía lo que intentaba comunicar. Había estado sola durante tanto tiempo con miles de palabras que no podía expresar. Ahora este hombre, este exasperante y hermoso hombre, hijo de un rey asesino, podría oírme como si hablara. Una mujer en lugar de un pájaro enjaulado. Un ser humano en vez de una presencia silenciosa en las sombras. Y no sabía cómo me sentía al respecto. Vete, Tiras. Por favor, vete. 64

No abrí mis ojos y mantuve mi mente confusa para que no se me escaparan más palabras. Lo sentí enderezarse y el calor de su presencia disminuyó. Entonces sonaron sus pasos, retrocediendo. La puerta se abrió y cerró de nuevo y oí su llave raspando la cerradura.

esde el balcón de mi nueva habitación podía ver a la guardia del rey, practicando sus maniobras y luchando en el patio de la justa. A veces, Tiras estaba allí con ellos, Kjell estaba allí más a menudo y parecían disfrutar desmesuradamente de golpearse y ensangrentarse los unos a los otros. Pero los deberes del rey se extendían más allá de luchar y practicar con sus hombres. Una vez a la semana, las personas hacían una larga fila alrededor del castillo, acudiendo al rey con sus problemas, con sus quejas, con sus acusaciones. Greta explicó que desde el amanecer hasta el anochecer, una tras otra, a las personas se le daba una audiencia. Deseé poder mirar y escuchar, pero solo podía observar desde mi balcón a las largas filas de ciudadanos expectantes y especular acerca de lo que le dirían al rey. Debía de ser agotador tomar una decisión tras otra, hacer que las personas te consideraran justo y juicioso.

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El balcón también me daba una vista de un pozo en la plaza de la ciudad, donde la gente se reunía para visitar y llenar sus cubos. Curiosamente, la mayoría de las personas no llenaba los baldes con agua. En cambio, se inclinaban sobre el borde, uno a la vez y parecían mirar hacia las profundidades, casi como si estuvieran llamando a alguien o algo debajo. Era extraño. La gente se alineaba esperado su turno para mirar hacia abajo en el pozo y la fila era casi tan larga como la del rey en el día de audiencia. Los castigos públicos también se llevaban a cabo en la plaza de la ciudad, siguiendo las reglas del Rey Tiras. Vi a un hombre ser arrastrado detrás de un caballo, a una mujer puesta en el cepo, a otra perder su mano, a otro perder su lengua. No sabía sus crímenes, pero podría adivinar. ¿Era un Relator quien perdió la lengua? ¿Era un Transformador cuya mano fue cortada? Después de darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, me acurruqué en mi habitación y cerré las puertas del balcón para no escuchar a las multitudes y las horribles exhibiciones públicas. Me pregunté sobre el castigo por comenzar un incendio dentro de las paredes del castillo, el castigo por poner palabras en la cabeza del rey, por hablar sin voz, por mover las cosas con la mente y ya no estuve segura de mi inocencia. Me di cuenta del daño que podía hacer y tuve miedo. Pero mi miedo no impidió que las palabras se formaran, que las letras se juntaran, que mi mente deletreara y mis pensamientos giraran. Ropa nueva colgaba en el enorme armario, ropa adecuada para una princesa y bastante inadecuada para una prisionera que nunca salía de su habitación. Los sirvientes del rey lavaron las paredes y volvieron a colocar las pesadas cortinas sobre la puerta del balcón de mi antigua habitación. Las imágenes y las palabras en mis paredes desaparecieron, las limpiaron y pintaron sobre ellas. Pero bajo el olor de la

pintura y el jabón, aún podía oler el humo, un recordatorio de lo que podía hacer con una palabra descuidada. Los libros también se habían ido y me pregunté si Tiras los reemplazaría o si me tenía miedo, de la forma en que también me asustaba a mí misma. El miedo no me impidió experimentar cuando estaba sola. Intenté ordenarle a mi voz que funcionara, pero permaneció congelada en mi garganta, sin ser afectada por mi demanda. Mis palabras no eran efectivas cuando las aplicaba en mí. No podía volar, no podía hablar, no podía pintar de repente o coser o bailar más allá de mis habilidades naturales. De hecho, no podía cambiarme algo en absoluto, pero más allá de eso, descubrí que cuando deletreaba una orden, viendo las palabras en mi mente antes de soltarlas, eran altamente efectivas. Solo estaba limitada por mi ignorancia, por mi miedo y por mi propio sentido del bien y el mal. Hice mis vestidos bailar alrededor de mi recámara como fantasmas sin cabeza en un baile real. Hice que los muebles se levantaran y volvieran a acomodarse en el techo. Ordené a la cerradura que abriera mi puerta y me quedé en el pasillo más allá de mi habitación, insegura de qué hacer o hacia dónde ir ahora que podía escapar fácilmente. Era libre. Era poderosa. Estaba aterrada. 66

Regresé a mi habitación, volví a enganchar la cerradura con un simple hechizo y me acurruqué en mi armario en la oscuridad. No sentía alegría con mi poder emergente. Solo sentía consternación y disgusto. Y duda. ¿Cuál era mi propósito? ¿Cuál sería el precio de este poder recién encontrado? Tiras no me dejaba sola por mucho tiempo. Una semana después del incendio, regresó, me escoltó por los pasillos y hacia la luz del sol, más allá de los centinelas y los sirvientes y hacia la concurrida plaza del pueblo, como si él fuera solo una de las personas del pueblo. Me sorprendió un poco su libertad de movimiento y su falta de preocupación, pero cuando miré más cerca, noté destellos de verdes y arqueros en las murallas, así como guardias detrás de nosotros y un guardia en cada rincón. La gente se inclinaba y hacía reverencias, pero la mayoría simplemente cumplía con sus obligaciones con un rápido asentimiento, obviamente acostumbrada a verlo afuera. Caminábamos en silencio, nuestras posturas idénticas, las manos cruzadas en nuestras espaldas mirando el camino frente a nosotros. Mantuve mis pensamientos sueltos y sin forma, sin permitirme crear palabras que él pudiera escuchar. Cuando nos acercamos al pozo que había visto desde mi balcón, me detuve, una mano en la manga del rey, una apuntando hacia la larga fila de aquellos que esperaban mirar hacia las profundidades. No quise formar las palabras, pero pareció entender mi pregunta de todos modos. —Es el Pozo de las Palabras. O algunos creen que lo es. Donde los hijos del Dios de las Palabras subieron del mundo inferior. La gente se para alrededor del

pozo todo el día y se turnan para gritar. Sus deseos, sus anhelos. Riqueza, salud, amor, vida eterna. Ladeé mi cabeza y escuché, tratando de escuchar las cosas que la gente estaba pidiendo. —Nadie sabe realmente si se concederá el deseo o cuándo. Pero a veces lo hacen. Así que la gente sigue volviendo. Quería mirar hacia abajo en la oscuridad y escribir una de mis palabras en la condensación en la pared. Pediría al pozo por mi voz. Pero la fila era larga y no sabía cómo decirle a Tiras lo que quería sin sentirme increíblemente tonta. Tomó mi brazo y volvimos hacia el castillo, caminando sin conversación una vez más. Una vez dentro de las paredes, serpenteamos a través del patio y hacia un pequeño jardín cerca del gran salón donde Tiras escuchaba las quejas de su ciudadanía. Si levantaba la vista podía ver el balcón de mi habitación. —Solo escucho las palabras que me das, sabes. Es tu poder. No mío —ofreció Tiras de repente, su voz suave, sus ojos fijos en los árboles. Pensé sobre eso por unos minutos y luego di un paso vacilante, haciéndole una pregunta vana que fácilmente pude deletrear. 67

¿Cómo suena mi voz en tu mente? Sus ojos se clavaron en los míos y sonrió ampliamente, como si le hubiera dado algo de increíble valor. Respondió de inmediato, demostrando que no era una casualidad o una ilusión. Realmente podíamos conversar. —Tienes una voz baja. Es cálida. Femenina. Pero no abiertamente. Y es lenta, como si estuvieras buscando las palabras para decir. Estaba buscando. Estaba deletreando. De repente, lució incómodo y rascó la parte posterior de su cuello como si hubiera sido demasiado expresivo. Respiré hondo y formulé una pregunta que era mucho más apremiante. ¿Vas a matarme? Su cabeza se echó hacia atrás como si estuviera sorprendido y se detuvo, tomando mi brazo para así quedar frente a él. —¿Por qué me preguntarías tal cosa? He visto lo que le sucede a los Dotados. Soy extraña. Tengo un... poder. Utilicé su palabra con un pequeño empujón para enfatizar. Poder era algo a lo que temer y negar. Él lo sabía bien. No debería tener que explicárselo. Sus ojos se estrecharon y supe que había expuesto mi razonamiento. Cuando volvió a hablar, eligió sus palabras cuidadosamente. —Es extraño. ¿Pero cómo es diferente de hablar? Usas tu cabeza para hablar. Yo uso mi boca. —Se encogió de hombros como si fuera una pequeñez. De repente, quise abofetearlo. Estaba siendo deliberadamente obtuso.

¿Conoces a alguien más que hable con su mente? —No. Lo miré directamente, mi punto hecho. —¿Conoces a alguien que pueda empuñar una espada igualmente bien en cualquier mano? Levanté una ceja desdeñosamente. No lo hacía. Pero no estaba muy impresionada. Era un consumado asesino. Bravo. ¿Tú sí? —De hecho, lo hago. —Sonrió maliciosamente y me quedé sin aliento. Era hermoso y aterrador y lo sabía. Aparté la vista, temerosa que las palabras escaparan de mi cabeza. Pero no pareció escucharme. Tal vez tenía razón. Tal vez solo escuchaba las palabras que le daba. —Puedo empuñar una espada con cualquier mano. No conozco a nadie que también pueda hacerlo, si es que existe. Sin embargo, nadie te ha golpeado por tu don. 68

Frunció los labios y dio un paso atrás, considerando mis palabras. —No es un don. Es una habilidad —dijo en voz baja y tal vez un poco a la defensiva—. Y muchos han intentado matarme por ello. No te equivoques. ¿Y hablarte con mi mente es una habilidad... no es un don? Era semántica y él tenía que saberlo. Se quedó mirando a lo lejos durante varios largos momentos. No respondió y casi podía escuchar su mente revolviéndose. Se volvió bruscamente y me ordenó que permaneciera donde estaba en el jardín. Obedecí, aunque quería despegar hacia el cielo. ¿Cómo era que podía hacer bailar un vestido, pero no podía hacerme volar a mí? Un momento después, Tiras regresó con una doncella, la joven que traía mis comidas y ocasionalmente arreglaba mi cabello. Detrás de ellos estaba Kjell, empapado en sudor y sin aliento, como si hubiera sido sacado del patio de entrenamiento. —Siéntate —ordenó Tiras a la chica. Ella se sentó en un banco de piedra cercano, mirando temerosa a su rey, a mí, al sudoroso guerrero más allá. —Hazle una pregunta a Lark, algo que no sepas, algo que podría responder en pocas palabras. —¿Qui-qui-quién es Lark? —chilló. Algo destelló en los ojos de Tiras y una palabra se elevó en el aire, llenando mi mente. Vergüenza. Sentía vergüenza. No sabía por qué.

Me miró solemnemente y la chica siguió su mirada. —Ella es Lark —dijo, mirándome, su voz extrañamente pesarosa. ¿Cuál es su nombre? Presioné las palabras hacia él. —Eh. ¿Cuál es tu nombre? —preguntó Tiras a la chica, quien temblaba en su asiento. Me pregunté si Tiras conocía alguno de los nombres de sus sirvientes. —Pia —respondió, sus ojos tan abiertos que me preocupaba que pudiera distenderse. —¿Vamos a tener una visita en el jardín con las damas, entonces? —gruñó Kjell impacientemente—. ¿Qué demonios está pasando, Tiras? Tiras giró sobre sus talones y frunció el ceño a su amigo. —No tengo que explicártelo. Siéntate. —Señaló el banco. Cuando Kjell se sentó, llenando el espacio con el olor a sudor, carne de caballo y polvo, Tiras habló de nuevo, repitiendo la pregunta. —Hazle una pregunta a Lark, Pia. Esto no es una prueba. No serás castigada, ni perjudicada. Hazle una pregunta. 69

—Er... ¿Cómo estás, Lady Lark? —chilló nerviosamente. Kjell gimió como si estuviera siendo torturado. —Es muda. No es una dama. ¿Qué demonios estamos haciendo? —¡Suficiente! —rugió Tiras, haciéndonos saltar a todos. La palabra se levantó de él otra vez. Vergüenza. —No, Pia. Algo específico. Pregúntale cuál era el nombre de su madre. Cuál es su color favorito. —Kjell maldijo por lo bajo y Tiras le dirigió un gesto de indignación. —¿Cuál es el nombre de su madre, Lady Lark? —repitió Pia obedientemente. Levanté la vista hacia Tiras e inclinó su cabeza, queriendo que respondiera de la única manera que podía. Pensé en el nombre de mi madre, las letras, las sílabas. Meshara. Luego enfoqué mis pensamientos hacia la frente arrugada de la confundida sirviente e impulsé la palabra hacia afuera. La chica me miró sin comprender y lanzó una mirada al rey. —¿La escuchas? —le preguntó Tiras. —¿Q-qué? —tartamudeó la chica, sus ojos abriéndose una vez más—. Ni siquiera está hablando, Alteza.

Tiras me miró como si no me estuviera concentrando lo suficiente. Lo miré de regreso sin titubear. —Vete —ordenó Tiras a la chica y ella se levantó y huyó del jardín sin más insistencia. Hice una mueca de dolor. Estaba segura que el resto del castillo escucharía todo sobre “Lady Lark” y la petición del rey. —¿De qué se trata esto, Tiras? —gruñó Kjell, su voz más medida. Se levantó del banco y se paró junto a Tiras, sus brazos cruzados con sospecha. Todavía no me quería. Podía sentir el desdén saliendo de él en oleadas. No se necesitaban palabras. —Hazle una pregunta a Lark, Kjell. Algo de lo que no sepas la respuesta. Algo que solo ella puede proporcionar. Estaba teniendo serias preocupaciones sobre este experimento. Me sentí aliviada cuando Pia no pudo escucharme. Miré a Tiras y sacudí mi cabeza, suplicándole. Si puede oírme, solo pondrá en peligro mi vida.

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—Puedes confiar en él —dijo Tiras, brazos cruzados, no admitiendo ninguna discusión. Eso dices tú ¿Se podía confiar en Pia? Ya le está diciendo a tu ama de llaves que estás perdiendo la cabeza. Los ojos de Tiras se ensancharon en afrenta. —Se puede confiar en él —insistió tercamente. —¡Tiras! —siseó Kjell. Sus cejas se inclinaron sobre sus ojos azules y su mano agarró su espada como si quisiera desenvainarla. Tiras me estaba mirando, hablándome y parecía como si no estuviera respondiéndole. —Puedo escucharla, Kjell —explicó Tiras, su mirada moviéndose hacia su amigo—. No puede hablar en voz alta. Pero la escucho en mi cabeza. —¿Qué? —rugió Kjell. No podría haber lucido más aturdido si Tiras le hubiera dicho que en realidad yo era una alondra y podía poner huevos. —Hazle una pregunta —exigió Tiras. Me sentía como un espectáculo, una novedad monstruosa, pero mantuve mi mirada fija en Kjell, quien me estaba fulminando con la suya como si hubiera revuelto los sesos de su rey. Sacó su espada lentamente y Tiras suspiró. —Kjell —advirtió.

—Entonces le haré una pregunta a la pequeña alondra —siseó—. ¿Qué tal esto? Si te arrojo por un precipicio, volarás o caerás, porque es ahí a donde te diriges Apreté mis dientes con tanta fuerza, que sentí que algo sobresalía en mi mandíbula. Mis palabras fueron tan afiladas como el cristal y podrían haber cortado el seto dado que sonaron tan fuerte en mi cabeza. No soy un pájaro, ni una bestia, así que me caería. Pero a juzgar por la forma en que hueles y la manera en que actúas, si te arrojo entre los cerdos, estarías en casa. Hubo un silencio atónito durante varios segundos. Entonces Tiras comenzó a reír, sus hombros sacudiéndose con alegría ante la indignada expresión de Kjell. —Supongo que habrás oído eso, Hombre Cerdo —ululó, jadeando por aire. Kjell extendió su espada hacia mi garganta. —¿Eres una Dotada? —siseó. —¡Kjell! —Toda la risa huyó de la voz de Tiras y lo escuché desenvainar su espada también, aunque no me atreví a apartar mis ojos del enfurecido guerrero que tenía delante. La palabra que salía de su piel era destruir. Destruir. 71

—¿Eres como la puta de tu madre? —susurró Kjell, sus ojos nunca dejando los míos. Mi madre era una Relatora. No una puta. —Una Relatora —susurró, confirmando que podía, de hecho, oírme fuerte y claro. La punta de su espada golpeó la parte inferior de mi barbilla. Traté de no jadear cuando sentí el afilado corte y en mi mente escuché a mi madre susurrando en mis pequeñas orejas antes que cerrara los ojos por última vez. Traga, hija, contenlas, esas palabras que se sienten en tus labios. Enciérralas dentro de tu alma, escóndelas hasta que tengan tiempo de crecer. Cierra la boca sobre el poder, no maldigas, no cures, hasta la hora. No hablarás y no lo dirás, no llamarás al cielo, ni al infierno. Aprenderás y prosperarás. Silencio, hija. Mantente viva. No había escondido las palabras lo suficientemente bien. No me había quedado en silencio. Ahora moriría.

na gota de sangre se deslizó por mi cuello y entre mis pechos. Luego otra. —¿También me matarás, Kjell? —preguntó Tiras, su voz un susurro forzado. No entendí la pregunta. Obviamente, la vida del rey no estaba en peligro en el momento. Kjell miró a su rey, su garganta trabajando y vi el horror y la indecisión en su rostro. Tenía miedo de mí y miedo por Tiras. —Daría mi vida por la tuya —dijo Kjell a Tiras y verdad se alzó a su alrededor. No dudaba de él. Salvaría al rey a toda costa y no dudaría en utilizarme para ello. —No puedes matarla, Kjell. Baja tu espada —advirtió Tiras. —Pero la ley... —protestó Kjell. 72

—Estabas dispuesto a quebrantar la ley cuando creías que podría curarme — interrumpió Tiras. —Dijiste que no pudo —argumentó Kjell, levantando su voz. —No puede. No de la manera que esperábamos. Estaba sangrando, estaban hablando a mí alrededor y no entendía todas las cosas que no estaban diciendo. —Baja tu espada, Kjell —ordenó Tiras de nuevo y su voz no albergaba ninguna discusión. Kjell bajó su arma de mala gana, pero no la guardó. La sangre continuó deslizándose por mi cuello y se acumulaba entre mis pechos, pero no la limpié, ni bajé mi mirada. ¿Por qué te mataría? pregunté al rey. Kjell se burló de mi valentía. —La pregunta es, ¿para qué nos sirves? Estamos perdiendo al rey, tal como lo predijo tu madre. Y no eres capaz de curarlo. —¡Kjell! —advirtió Tiras en voz baja. Había olvidado la maldición de mi madre. De repente, pude escuchar su voz de la misma manera que hizo eco en el patio del castillo de mi padre, advirtiendo al rey cuando le dijo que se arrodillara ante él. Perderás tu alma y a tu hijo al cielo, había dicho ella.

Tiras era ese hijo. Y había algo terriblemente mal. Fuimos interrumpidos por un traqueteo de botas y gritos y varios de los guardias del rey irrumpieron en el jardín, haciendo una genuflexión aun cuando uno comenzó a hablar. El rey caminó perfectamente delante de mí, protegiéndome de su visión. —Su Alteza. Los miembros de la delegación están comenzando a llegar. El señor de Corvyn y el embajador de Firi junto con representantes de otras provincias y sus séquitos. ¿Deberíamos escoltarlos individualmente? Mi padre estaba en Jeru. —¿Cuántos hombres? —preguntó Kjell. —Dos marcan y diez siguen, señor —respondió alguien. —Permítanles entrar —dijo Tiras con calma—. Escóltalos aquí y denles techo y refrigerio. Asegúrese que haya un guardia en servicio sobre cada miembro de la delegación, tal como lo discutimos. 73

—Sí, Majestad —respondieron los hombres y abandonaron el jardín tan precipitadamente como habían llegado. —Ve a tu habitación. Enviaré a Boojohni para que te atienda —me ordenó Tiras, arrojando las palabras sobre su hombro mientras se alejaba, con Kjell pisándole los talones. Me hundí en el banco, haciendo caso omiso de su orden. Mis piernas no me sostendrían. Estaba temblando por la confrontación, por la espada en mi garganta y por la tensión de la revelación, la mía y la del rey. No estaba a salvo, el rey estaba maldito y el mundo estaba de cabeza. Quería utilizar mis palabras para enderezarlo, para arreglarlo, pero no podría. Eso estaba bastante claro. Y ahora mi padre estaba en Jeru. No tenía ninguna duda que había venido a exigir mi regreso. Se me hizo un nudo en el estómago y me temblaron las manos y limpié el flujo de sangre que se negaba a coagularse. El corpiño de mi vestido estaba manchado y mis manos estaban manchadas con él. Tenía tres opciones: podía irme a casa, podía quedarme aquí o podía huir. Muy, muy lejos. Podía correr al bosque de Drue. Boojohni dijo que estaba lleno de criaturas. Lo raro, lo extraño, lo Dotado. Tal vez podría construir una vida para mí entre otros parias ahora que podía hablar. La idea me detuvo en seco. ¡No podía hablar! Podría poner palabras en las cabezas de las personas. No era una criatura. Era algo completamente diferente. Me matarían. Mi padre era el único que tenía algún incentivo para mantenerme con vida. Debería regresar a Corvyn. Debería volver a casa y esconderme en el castillo de mi padre y fingir que las palabras no habían cobrado vida dentro de mí. Podía fingir

que todo era como lo había sido antes y tal vez fingiendo, me salvaría. Pero fingir no salvaría a Tiras. Oí un resoplido y un arrastrar de pies y Boojohni apareció alrededor del seto, una sonrisa como saludo, asomándose por entre su desarreglada barba. —El rey me dijo que estabas en tu habitación, pero pude olerte aquí. —Sus ojos se estrecharon en mi cuello y su sonrisa desapareció—. ¿Qué sucedió, Bird? Presioné mi mano contra mi garganta y sacudí mi cabeza. —Ven conmigo. Me ocuparé de ti. —Alcanzó mi brazo, pero lo rechacé. No quería que me cuidaran. Quería huir de todos los hombres que buscaban el dominio sobre mí, que pensaban que podían poseerme, encarcelarme, usarme, cortarme. Limpié con una mano furiosa la sangre en mi cuello y las lágrimas en mis mejillas que no me había dado cuenta que había derramado. ¿Puedes escucharme, Boojohni? Siseó y dio un paso atrás, sus ojos llenos de horror.

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Incliné mi cabeza en señal de derrota, la tristeza haciendo que mi pecho se contrajera y mis ojos se desbordaran. Boojohni podía oírme y tenía miedo. Sentí el aire a su alrededor llenarse con repulsión y consternación. Su respiración era dificultosa y lo intenté de nuevo, mi voz interior rota y triste incluso para mis propios oídos. ¿Me tienes miedo, amigo mío? Sentí su mano tocar mi cabello, solo un roce vacilante de sus dedos, pero no lo miré. —¿Bird? —susurró, como si todavía no estuviera seguro de la voz en su cabeza—. Bird, ¿eres tú? Sí. Soy yo. Asentí mientras hablaba y jadeó de nuevo, como si no pudiera creerlo. Se estiró hacia mis labios y su mano cayó como si hubiera cambiado de opinión en el último segundo. Retrocedió varios pasos y me levanté sobre mis piernas temblorosas y lo seguí, queriendo suplicarle, necesitando convencerlo de cosas de las que no estaba segura. Encontré mi voz, traté de explicar. Al menos... una parte de ella. Asintió lentamente, sus ojos todavía imposiblemente amplios, pero el horror que había exudado estaba disminuyendo. Ahora puedes escucharme. Puedo hablar contigo. —Siempre he sido capaz de escucharte, Lark. Pero antes era un sentimiento. Un instinto. Ahora escucho una voz... tu voz. Y va a tomar algo de tiempo acostumbrarse.

Te entiendo. También tengo miedo. Tengo mucho miedo, Boojohni. Su boca temblaba y su compasión cantaba dulcemente en el aire. Era como un bálsamo para mi alma. Limpió sus ojos y señaló la herida en mi cuello. —¿El rey hizo eso? Sacudí mi cabeza. No. —Bien. No quiero odiarlo. Es diferente de lo que esperaba. Diferente de su padre. Tampoco quiero odiarlo, confesé y Boojohni me miró secamente. No sé lo que vio, pero le permití tomar mi mano y sacarme del jardín y subir por la amplia y sinuosa escalera hasta mi habitación en la torre. —Necesitas prepararte, Lark. Tu padre está aquí y hay rumores en marcha — susurró, sus ojos moviéndose de un lado al otro como si hubiera orejas y ojos por todas partes. Dime.

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—El rey es joven. Los miembros del Consejo de los Lores piensan que es demasiado permisivo con los Dotados. Mis ojos se movieron rápidamente hacia los suyos y tomó mi mano, consolándome. No dijo nada más hasta que estuvimos a solas en mi habitación. Atendió la herida en mi garganta mientras hablaba, su voz apenas por encima de un susurro. —Lo culpan por el auge de los Volgar. Dicen que ha fomentado la revolución. Ha llevado a los Volgar a creer que es débil e indulgente. Pensé en la forma en que Tiras y Kjell habían luchado contra los aterradores hombres pájaro, removiéndolos del cielo y me pregunté por la definición de la delegación del término indulgente. Los Volgar no son... Dotados. Son monstruos. —El consejo cree que no hay diferencia —dijo. Hice una mueca de dolor y Boojohni acarició mi mano de nuevo. Era lo que el rey Zoltev, el padre de Tiras, había creído. Pero mi madre no era un monstruo. Yo no era un monstruo. Continuamos con nuestra conversación, mis palabras lentas y pequeñas mientras hacía todo lo posible por armarlas en mi cabeza. Boojohni escuchaba maravillado mientras respondía a sus tentativas preguntas y en un momento dado, secó sus ojos y me sonrió con lágrimas en ellos.

—Suenas como un ruiseñor, Bird. Tu voz es hermosa. Dulce. Podría escucharla todo el día. En poco tiempo, Greta y la doncella que acababa de aprender que era Pia trajeron humeantes cubos con agua a mi habitación y sacaron un vestido de mi armario. Boojohni nos informó que esperaría fuera de mi puerta para acompañarme al Gran Salón cuando estuviera lista. Me lanzó una mirada tímida mientras se excusaba y presioné una pregunta frenética en su mente que ignoró deliberadamente. No me estaba diciendo todo lo que el rey había comunicado. Los ojos de Pia se volvieron redondos por la sangre en mi vestido y Greta fue menos abrasiva que de costumbre cuando fui bañada y acicalada, luego vestida con una seda plateada que me hizo sentir como una gota de lluvia: gris, pequeña y casi invisible. Pia envolvió una gargantilla de diamantes alrededor de mi cuello para ocultar el delgado corte que Kjell había hecho en mi garganta. No preguntaron por la herida y me pregunté si era porque no podía hablar o porque regularmente veían cosas en la corte del rey que estaban obligadas a ignorar. Pia me informó que la gargantilla había pertenecido a la madre del rey, Aurelia y que me quedaba bien. No era así. Pero era hermosa y su peso me dio valor. 76

Pia pasó una gota de aceite de lavanda por mi pesado cabello para que brillara y mantuvo la longitud fuera de mi rostro con una delgada banda trenzada de plata adornada con diamantes que combinaban con las joyas en mi cuello. La lavanda alivió mis nervios e intenté concentrarme en el aroma para no pensar en la noche que tenía por delante mientras Greta cubría mis ojos grises con kohl, ennegrecía mis pestañas y teñía mis labios y mejillas con pintura rosada. Tenía la clara impresión que estaba siendo preparada para algo para lo que no estaba nada lista y cuando Boojohni llamó a la puerta y nos instó a que nos diéramos prisa, las doncellas retrocedieron y admiraron su obra como si fuera el último desafío y hubieran tenido éxito con su tarea. Cuando Boojohni me vio, lució orgulloso y complacido y le lancé una pregunta que había estado guardando a lo largo de la larga sesión de belleza. ¿Qué está sucediendo en la sala? Boojohni hizo una mueca de dolor y cubrió sus orejas, como si eso pudiera mantenerme fuera. —¡Llamas del infierno, Bird! —se quejó—. Ajusta tu tono. No tienes que gritar. Mi boca se abrió y me detuve con sorpresa. No me había dado cuenta que podía controlar mi volumen. Pero tenía sentido. Al igual que una persona podía moderar su voz, también podía “hablar” en voz baja, incluso susurrar, para que solo la persona junto a mí pudiera escuchar. Eso significaba que también podía levantar la voz en una multitud y entregar un mensaje a un grupo.

Me repetí con más cuidado y Boojohni asintió, indicando que había tenido éxito. —Hay una fiesta para los dignatarios. Asistirás para mostrarle a tu padre que tienes buena salud. Debes asentir, sonreír y sentarte cerca del rey. Debes guardarte las palabras para ti. No tenía intención de revelar mi don, pero las instrucciones de Boojohni me molestaron. ¿De repente eres el mensajero del rey? —No tengo lealtad hacia tu padre, Lark. Nunca la he tenido. Mi lealtad era con tu madre y ahora contigo. Creo que estás mejor aquí en Jeru.

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os preparativos para la llegada de los lores habían estado ocurriendo toda la semana y los candelabros goteaban con cientos de velas, la llama parpadeando en las gotas de cristal que reflejaban la luz del arco iris a través de las paredes y el techo abovedado del salón. Solo había visto el salón desde el jardín y la luz del día no le hacía justicia. Mesas enormes cubiertas en azul real estaban colmadas de aves rostizadas y cerdos enteros, todavía girando sobre asadores. Quesos y bayas, melones y peras y exquisiteces de cada provincia estaban acomodadas en torres y exposiciones tambaleantes. Panes de todos los sabores estaban trenzados, cubiertos con mantequilla dulce y espolvoreados con hierbas y especias, haciendo que el aire oliera como un bazar. El tambor hueco de mi estómago comenzó a gruñir. Cuidadosamente, eché un vistazo a los miembros de la asamblea, probando los límites de mi voz. 78

¿Puedo servirle, señora? Pregunté a la hermosa embajadora a mi izquierda y sin levantar sus ojos, declinó. —Tengo todo lo que necesito, gracias—respondió sencillamente. Mordí mi labio e ignoré a Tiras, quien también había escuchado mi pregunta. ¿Más vino, señor? Pregunté al hombre sentado junto a ella, mis ojos se posaron sobre él solo el tiempo suficiente para plantear mi pregunta. Tampoco levantó su cabeza y no respondió. Pregunté de nuevo, elevando mi volumen mental. El hombre junto a él miró alrededor con confusión, su copa levantada para ser rellenada. Tiras gruñó. Lo ignoré y probé mi habilidad con las tres personas a la izquierda de Kjell, justo al otro lado de la mesa. Ninguno de ellos, excepto Kjell, respondieron o levantaron la vista en absoluto. Kjell frunció el ceño y lanzo una mirada de advertencia hacia el rey. —Detén eso —susurró Tiras. ¿Por qué crees que algunas personas pueden escucharme y otras no? —Se ve bastante hermosa esta noche, Lady Lark. ¿Le he dicho últimamente lo mucho que disfruto de su silencio? —murmuró, ignorando mis reflexiones.

¿Le he dicho últimamente lo imbécil que es? No creía que imbécil fuera la palabra más acertada para el rey, pero era fácil de deletrear. Tropecé un poco sobre mi respuesta y el rey resopló suavemente, indicando que había escuchado. Dejé de hablar con él, estábamos rodeados por ojos y oídos curiosos y me dediqué al estudio en silencio de las personas reunidas en la gran mesa. El rey se sentó a mi derecha, a la cabeza y Kjell se sentó justo frente a mí, aunque la distancia hasta el otro lado de la mesa era de al menos casi dos metros, proporcionando una distancia muy necesaria entre nosotros.

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La embajadora de Firi era la única representante que era tan joven como el rey y su belleza rivalizaba con la de él. Su piel era oscura, más oscura que la de Tiras y su cabello era una masa salvaje y rizada, incrustada con diminutas gemas brillantes que destellaban cuando movía su cabeza. Sus orejas eran ligeramente puntiagudas, como si descendiera de los elfos. Era alta y voluptuosa, sus pechos redondos, su cintura pequeña, sus piernas estrechándose hasta pequeños pies envueltos en zapatillas plateadas. Kjell la observaba con desconfianza y fascinación en partes iguales y me pregunté si alguna vez se relajaba. Era el hombre más volátil que hubiera conocido y su presencia me hacía querer salir corriendo del salón. La embajadora de Firi lo miraba con labios fruncidos y ojos risueños, como si supiera que estaba intrigado. En un momento dado, Tiras entabló una conversación cordial con ella, sus ojos descansando apreciativamente sobre su rostro y sentí una picadura de algo no deseable e inmanejable perforar mi pecho. No quería que le gustara ella. Kjell quiere acostarse con la hermosa embajadora y se desprecia por eso. Mi observación silenciosa fluyó entre nosotros y el rey se atragantó, tomando su copa vacía. Sentí mi rostro sonrojándose y no encontré sus ojos. No podía creer que hubiera compartido algo así y dudaba haber deletreado todas las palabras correctamente, pero había captado su atención. Bajó su copa vacía con una mueca y extendió la mano debajo de la mesa y me pellizcó, fuerte. Mi padre se había puesto más demacrado y gris en las semanas que había estado lejos. Seis semanas no eran suficientes para envejecer realmente, pero había envejecido y sentí una pizca de compasión por él antes que se encontrara con mi mirada y la apartara de inmediato. ¿Por qué me tenía tanta aversión? —No ha habido una ejecución o incluso un destierro de los Dotados en Ciudad Jeru en un año —habló Lord Gaul desde el otro extremo de la gran mesa y la conversación acalló de inmediato. —¿Por qué, Lord Gaul, disfruta tanto de cosas así? —preguntó Tiras tranquilamente. —No se trata de lo que disfruto, Majestad. Es lo que espero. Debemos tener orden. Justicia. Igualdad. Los Dotados son una amenaza para todos nosotros. Si les permitimos que florezcan, nos esclavizaran. Eso es lo que los Volgar están tratando de hacer. Sus números han crecido exponencialmente en los últimos treinta años. Ya no se conforman con quedarse en su propio país. También quieren el nuestro.

—Hemos tenido destierros. Ejecuciones. También encarcelamientos, Lord Gaul. Muchos de ellos. De hecho, me canso cada vez más cada semana de repartir castigos. No hay una semana en la que algún jeruviano no esté intentado robar, hacer daño o violar. Y hasta ahora, ninguno de ellos ha sido un Dotado, aunque muchos son bastante hábiles. Estoy mucho más preocupado acerca de esas personas que activamente están cometiendo delitos que por erradicar a los Dotados con espadas y acusaciones y castigarlos por cosas que podrían hacer. Algún día. Probablemente. —¿Cómo sabría lo que han hecho? Podrían estar hilando oro y vendiéndolo en las calles bajo su propia nariz. Podrían estar sanando ciudadanos y afirmar que es habilidad en lugar de hechicería. ¡Podrían estarse transformando en lobos y atacar a las ovejas de otro hombre o cambiar el destino con una sola palabra! —Animales que atacan otros animales son asesinados. Cambiantes quienes hacen tal cosa recibirán su justo castigo. Hasta ahora no hemos matado a un solo animal que fuera un Cambiante disfrazado. —Claramente te resistes a hacer cumplir las leyes que tu padre y el consejo implementaron.

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Tiras miró de un representante al siguiente, su expresión agradable pero sus ojos brillaban. —Díganme, ¿por qué están todos aquí? Aun no es el momento para nuestra asamblea bianual. Y nos los invité… aunque estoy feliz de entretenerlos. —El tono del rey fue tan seco que tuvo a la delegación entera aclarando sus gargantas y bebiendo su vino para aliviar la sequedad. Nadie respondió a la pregunta del rey. Después de varios segundos de beber copiosamente, Lord Gaul empezó a hablar una vez más. Tiras lo interrumpió con un movimiento de su mano. —Ya escuché sus opiniones, Lord Gaul. Lord Bilwick, el embajador de la provincia al este de Corvyn, un confidente cercano de mi padre y un hombre que había conocido toda mi vida parecía ansioso por cambiar el tema. Era jovial y corpulento, pero sus ojos alegres no acababan de contener su rápido temperamento. Lo había visto abofetear a su esposa cuando perdía en las cartas. Sus hijas se encogían de miedo en las esquinas, a diferencia de mí en ese aspecto y su hijo mayor era tan malo como su padre. Mi padre había esperado un compromiso entre nosotros. Afortunadamente, el hijo se había reído en su cara. Me consideraba rota y estuve increíblemente agradecida por todas mis piezas defectuosas que lo mantenían alejado. —¿Cómo nos va en la batalla contra los Volgar, Alteza? —preguntó Lord Bilwick con un eructo y una sonrisa autocrítica—. Esa es la única razón por la que estoy aquí. Y para ofrecer mi demanda para que regrese a la hija de Lord Corvyn. — Tomo un gigantesco bocado de una manzana que había seleccionado y lució tanto

como el cerdo asado que tenía enfrente que casi me pierdo lo dijo. Mi padre habló inmediatamente, tomando la oportunidad. —He puesto a hombres en la frontera, tal como lo pidió, Su Majestad. Me gustaría llevarme a mi hija a casa. Tiras encontró la mirada de mi padre y hubo especulación en su rostro. Pude sentirlo considerarlo, sentir sus preguntas y su desconfianza hacia mi padre. Mi padre se retorció y miró hacia otro lado y algo frio se deslizó por el centro de mi espalda y envolvió sus tentáculos alrededor de mi cintura. Se contrajo y me sentí enferma. Extraña. Sin aliento. Mi padre estaba exudando una palabra que me asustaba, una palabra que era más fuerte de lo que había sido antes. Muerte. Estaba exudando muerte. —Quiero que se quede—dijo Tiras de repente. La mesa se quedó extrañamente en silencio y los tentáculos se tensaron mientras todos se estiraban para mirarme. Tomé pequeñas respiraciones, sorbiendo el aire y bloqueé cada emoción, cada expresión. Era hielo. Nadie sabría el caos siendo librado bajo mi piel.

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El ceño de mi padre se elevó y su rostro enrojeció y Lord Gaul me observó con cejas levantadas. Lord Bilwick soltó una carcajada. Le ordené a la manzana en su mano que golpeara su boca abierta. Obedeció con ferocidad y el gordo Lord se ahogó y manoseó el reluciente globo rojo encajado entre sus dientes de caballo. Su esposa jadeó y comenzó a golpear su espalda. La manzana se liberó con un baño de saliva y los lores y ladies a su alrededor se apartaron con desdén. El rey se volvió hacia mí con ojos entornados, pero mi padre se levantó de su silla con afrenta real. —He hecho lo que exigió, Majestad. He puesto a todos los hombres capaces de Corvyn en la frontera, mientras la cosecha madura en los campos con solo las mujeres y los niños para verlo. Espero que sea fiel a su palabra. —Si usted recuerda, dije que su hija sería devuelta cuando los Volgar hubieran sido destruidos. No antes. Además, su hija es una dama jeruviana de origen noble. Tiene edad. Podría ser reina. Kjell maldijo, un siseo bajo que llegó hasta mis oídos y se filtró en el hielo que había construido a mi alrededor. No me atreví a mirar en su dirección. No me atreví a mirar hacia mi padre. No me atreví a salir de mi fortaleza de hielo, pero temblaba detrás de la fachada, mi corazón latiendo, mi sangre espesa y caliente, amenazando con derretir mi control glacial. —Pero… es… ¡una muda! —tartamudeó mi padre, claramente tan aturdido como yo.

—Sí, lo es. —El rey sonrió alrededor de las palabras y su tono fue irónico y enlazado con humor—. Una maravillosa cualidad en una mujer. Guardará todos mis secretos. Los lores y ladies reunidos rieron incómodamente y las copas fueron vaciadas una vez más. El rey también alcanzó su copa recién llenada, pero no participó. No quiero ser reina. Giró su cabeza, dándome un leve barrido con sus ojos negros y sus labios apenas se movieron sobre sus palabras susurradas. —Mientes. Quiero ir a casa. —Otra mentira. No puedes mantenerme prisionera para siempre. Me miro de lleno en el rostro y sus ojos sostuvieron los míos mientras murmuraba: 82

—La prisión de tu padre no tiene libros. No tiene palabras. No tiene conversación. No tuve respuesta para eso y lo miré impotente, deseando poder leer sus pensamientos como si estuviera aprendiendo a leer sus libros, poder examinar las palabras que no decía, pieza por pieza, hasta que tuvieran sentido. En cambio, solo sentía su indecisión, una pregunta en blanco detrás de sus ojos. No te entiendo. —Entonces eso nos deja a mano —dijo, alcanzando su copa. Pareció reconsiderar su vino y en cambio tomó mi copa. Sorbió con cuidado y luego lo tragó como si su garganta estuviera en llamas. Su mano se sacudió al soltarla y se aferró al borde de la mesa para mantener su equilibrio. Mi corazón comenzó a latir en mis oídos. ¿Estás enfermo? —Quiero que regreses a tu habitación. Ahora —ordenó con dureza y se puso de pie, despidiéndome, dirigiéndose a la asamblea en total control—. Por favor discúlpenme por un momento. Continúen disfrutando de su comida. Mis ojos giraron hacia Kjell, quien una vez más estaba observando a la hermosa embajadora. ¡Kjell! Su cabeza se volvió hacia mí con brusquedad y sus ojos se abrieron con indignación como si mi voz fuera una violación a su privacidad. El rey no está bien.

Tiras ya se había alejado de la mesa y Kjell estuvo de inmediato a su costado sosteniendo su brazo y hablando con urgencia en su oído, como si algo de suma importancia acabara de surgir y al rey fuera necesitado en otro lugar. Tiras caminaba rápidamente, recto y elevado, con su cabeza inclinada hacia Kjell. La asamblea lo observó por un momento después se relajó de regresó en sus conversaciones y su bebida, despreocupada. El rey se derrumbó en la entrada. Kjell arrastró a Tiras fuera de la vista y nadie levantó su mirada del banquete frente a ellos. Yo era casi invisible y de repente estuve agradecida por la escasa atención que generalmente me prestaban. Me puse de pie y me alejé de la mesa, moviéndome tranquilamente para alejarme del banquete, mis ojos fijos en la puerta arqueada por donde había visto al rey por última vez, pero de repente mi padre estaba ahí, deteniendo mi avance. Envolvió su mano alrededor de mi codo y tiró de mí en la dirección contraria. —Lark, ven conmigo, hija.

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Me entró el pánico brevemente, resistiéndome y enterrando mis talones. Mi padre se había puesto delgado con los años, pero se alzaba sobre mí y había desesperación en su agarre y miedo en su rostro. Solo pude tambalearme junto con él. Déjame ir, padre. Empujé las palabras en su cabeza, formándolas cuidadosamente, confiando en que su sentido de conservación lo obligaría a proteger mis habilidades, pero no reaccionó en absoluto. No miró alrededor confundido, tratando de determinar quién hablaba. Simplemente caminó y me llevó con él. Déjame ir, padre. Las palabras gemían en mis pensamientos, pero fui la única que hizo una mueca de dolor. No me escuchaba. Como Pia, era completamente inmune. Se dirigió hacia el arco en el otro extremo del salón, arrastrándome con él mientras yo empujaba palabras furiosas contra la pared de concreto de su mente. Me había quedado muda una vez más. Dos lacayos de Corvyn estaban parados en la base de la amplia escalera que llevaba hacia las habitaciones de invitados en el ala más alejada del castillo. Se enderezaron y saludaron a mi padre mientras se aproximaba. —Encierren a mi hija en mis habitaciones. Prepárense para partir, tal como lo planeamos. Salimos dentro de una hora. Hay rumores de movimiento Volgar y nos necesitan en casa. He estado fuera demasiado tiempo —instruyó mi padre suavemente.

Tiré de mi brazo para soltarlo de su agarre, pero como siempre, fui completamente ignorada, completamente descartada y no pude hacer nada para liberarme de aquellos que fácilmente podían someterme. Todavía. El pensamiento me dio consuelo y caminé agradablemente entre los dos lacayos, con mis manos dobladas recatadamente, mis ojos al frente, haciendo un plan. Cuando la puerta de las habitaciones de mi padre se cerró detrás de mí, esperé, escuchando el roce de la llave y la retirada de los dos lacayos. Pero se quedaron, hablando en voz baja entre ellos, resguardado la puerta. Caminé intranquila y preocupación se clavó en mi pecho. Me dije que Tiras significaba poco para mí, que su sufrimiento no era de mi incumbencia. Se había convertido en una extraña especie de salvador, abriendo mi mente mientras me mantenía encerrada. Se había convertido en un amigo, aunque nunca lo admitiría ante él. Ante cualquiera. Pero tenía miedo y la profecía de mi madre sonó en mi cabeza. Kjell me haría responsable. Yo me haría responsable. Mi madre había sido asesinada por el padre de Tiras. Pero mi madre había muerto por mí. No quería ser la causa de la muerte de Tiras. Impaciente, corrí a la ventana y le ordené que se abriera, arrojando las palabras con desesperación. 84

La ventana se hizo añicos, esparciendo vidrios en todas direcciones. Cubrí mi rostro y caí al suelo mientras la puerta se abría de golpe detrás de mí, los lacayos gritando que debíamos estar bajo una especie de ataque. Corrieron hacia la abertura irregular para mirar detenidamente hacia el cielo, caminando cautelosamente entre el vidrio roto. Cuando no pudieron ver nada que causara más alarma, me ayudaron a ponerme de pie. Estaba cubierta de vidrio, pero mayormente ilesa y me sacudí con cautela, salpicado fragmentos de vidrio de mi vestido y cabello y analizando mi torpe intento de escape. Iniciaba fuegos y rompía vidrios. Necesitaba mucha más practica o me iba a lastimar a mí misma. Se fueron una vez más y cerraron la puerta cuidadosamente detrás de ellos otra vez, murmurando acerca de lo que podría haber hecho que la ventana se rompiera de esa manera. Esta vez no se quedaron, sino que se apresuraron por el pasillo, dejando un rastro de palabras murmuradas a su paso. Suspiré con alivio y con calma y determinación le pedí a la cerradura que se abriera. Lo hizo con un audible clic y le envié una agradecida oración al Dios de las Palabras.

brí la puerta y miré por el pasillo. Había oscurecido y candelabros habían sido encendidos en cada piso. Tendría que estar segura de evitar al personal quienes eran conscientes de que no debería estar deambulando por el palacio sin supervisión. Nunca había estado en esta ala, nunca había sorteado estos pasillos y no sabía cómo llegaría al rey sin ser vista. Mi padre también regresaría y no quería intentar otra orden que pudiera ser completamente contraproducente. Veinte minutos más tarde, sin aliento y agotada, me metí en la habitación del rey y me apoyé pesadamente contra la puerta. La habitación estaba oscura, la ropa del rey en una pila desordenada, las botas caídas, espada y funda abandonadas, incluso su corona, algo que rara vez usaba, estaba sobre su túnica, como si se hubiera derretido en el suelo de roble y dejado atrás su ropa. Había un vacío en la habitación, un abandono melancólico en la ropa arrugada que me hizo gritar, como si pudiera contactarme con sus pensamientos. 85

Tiras, ¿dónde estás? Llamé de nuevo, enviando mis palabras hacia afuera, arrojándolas hacia la oscuridad, gritando de la única manera que podía. Pero no hubo respuesta. Me detuve con indecisión, temerosa de salir de la habitación, sin saber dónde esconderme o qué debería hacer. Caminé hacia el balcón y salí hacia la oscuridad, mis ojos buscaron entre los guardias debajo a Kjell, a Boojohni, algo. ¿Kjell? Empujé la palabra en el aire de la noche y vibró como un gong en mi cabeza. El guardia debajo de mí no levantó la cabeza. Me desplomé en el balcón, presionando mi rostro contra la barandilla de hierro, cansada e insegura. Podía ver mis aposentos al otro lado. Mi habitación estaba iluminada con luz, lo cual era extraño, dado que no había sido de noche cuando me habían acompañado al banquete a través de los pasillos y dudaba que las doncellas me esperaran ahora. Pude ver la puerta del balcón abierta y más allá de eso, una alta sombra se alzaba. Había alguien en mi habitación. Tiras me había dado instrucciones para ir allí, lo recordé ahora. ¿Por qué no había ido allí primero? De nuevo deseé poder volar, para poder cruzar la distancia entre los dos balcones. No podía convertirme en un pájaro, una pequeña alondra y revolotear hacia el cielo, pero tal vez todavía podía volar. Me retiré hacia las cámaras del rey y saqué la sábana de seda de su cama. Aferrándola en mis brazos, la presioné contra mi pecho, ojos cerrados, concentrándome en las palabras que la harían volar. Cuando era niña, había

presionado las palabras en objetos inanimados con mis labios, con sonido. Esto era definitivamente más difícil. Arriba, lejos, hacia el cielo Levántame alto y déjame volar. No pasó nada y me di cuenta que tenía que ser específica. Tenía que empapar a la sábana con un nombre y dirigirlo con ese nombre. Cuando la vela se movió, la llamé específicamente. Cuando el fuego murió, había hecho lo mismo. Cuando el cristal se rompió, había sido precisa sobre lo que quería. Tan precisa que se había abierto de la única manera que podía, rompiéndose. Cubrecama. Era un cubrecama. Con la punta de mi dedo, tracé la palabra en la seda, centrándome en las letras. Luego, con más que un poco de temor, lo empuñé en mis manos y exigí que se levantara. Levántate, cubrecama, desde el piso, a través de la ventana, hasta mi puerta.

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Se levantó, ondulándose, tirando de mí hacia el balcón como si estuviera siendo succionada por un viento de tormenta. Pero, aunque hubiera volado, era demasiado pesada para volar con él y simplemente se agitó como una sábana en la brisa, indefenso contra mi agarre. Me aferré a él, sin saber qué hacer a continuación y no escuché la puerta abrirse detrás de mí. —¿Qué estás haciendo? Me asusté y salté, casi perdiendo mi agarre sobre el cubrecama que se movió y se revolvió en mis manos. Tiras estaba parado en la puerta de su habitación, vestido como si hubiera pasado la última hora en los establos en vez de retorciéndose con dolor como lo había imaginado. Kjell estaba parado a su lado, sus ojos muy abiertos y su mandíbula floja. Jadeé e inmediatamente me concentré en la tarea que tenía entre manos. Cubrecama, quédate quieto Obedece mi deseo. Fue la primera rima que vino a mi cabeza, pero el aleteo cesó y el cubrecama cayó de mis puños, el vuelo fue retirado de cada esquina. —Bruja —respiró Kjell—. Eres una maldita bruja. —¡Kjell! —dijo Tiras—. Déjanos. Kjell lo ignoró. —Dime, Relatora. ¿Envenenaste el vino del rey? ¿Hiciste la voluntad de tu padre? ¿La pequeña alondra quiere ser la Princesa de Jeru? —Se adelantó y arrancó el cubrecama de mis manos. Di un paso atrás, mis ojos en los suyos, mis brazos a mis

costados. Kjell me tenía miedo. Su miedo se desbordaba como el cubrecama lo había hecho unos momentos antes, dando latigazos en el aire, haciéndome sentir miedo también. Sacudí mi cabeza. No. Vine a ayudar. Hizo una mueca como si mi voz en su cabeza le causara dolor. Miré a Tiras, quien no se había movido excepto para cerrar la puerta detrás de él. —Kjell. Vete. Estoy bien. Regresa al salón y ve que todo esté en orden. —¡Tiras, por todos los Dioses! ¡Es peligrosa! —Lo es —estuvo de acuerdo Tiras, asintiendo, sus ojos en los míos—. Lo es. Ahora ve, Kjell. Y asegúrate que Lord Corvyn no escape. El veneno es más su estilo, creo. Aunque tuvo ayuda. Supongo que algunos miembros del consejo esperan noticias de mi fallecimiento. Pronto estaré abajo para que vean que han fallado. Kjell gruñó un improperio que me hizo sonrojar y el rey suspiró, pero hizo lo que le dijeron, su mano en su espada, pisoteando hasta la puerta y cerrándola con gran fuerza detrás de él. —Muéstrame. —Tiras asintió hacia la sábana en mis manos. 87

Me quedé quieta, sin estar dispuesta a condenarme más y le supliqué en silencio. No es nada. —Muéstrame, Lark —exigió. Amontoné la sábana en mis manos y me volví para ponerla de nuevo sobre la cama. Caminó hacia mí lentamente—. ¿Por qué estás en mis aposentos? —preguntó, permitiéndome creer, por un momento, que no iba a insistir en una demostración. Pensé que estabas enfermo. —¿Y viniste a terminar conmigo? —Había una sonrisa en su voz. Lo miré bruscamente—. La puerta estaba cerrada. ¿Cómo entraste? —preguntó mientras continuaba acercándose. Bajé mi cabeza, habiéndome olvidado de ese detalle. No estaba cerrada. —Lo estaba. Me preguntaba si podría sentir la mentira en mí, como yo podía sentir las falsedades cuando otros las decían. —Eres una Relatora. ¿Le dijiste a la puerta que se abriera? —Estaba tan cerca que podía sentir su aliento agitar mi cabello—. ¿Le dijiste a la manzana que golpeara a Bilwick en su boca gorda? —Hubo risas en su voz y me relajé un poco. Sí.

—Muéstrame. —Regresó hacia la pesada puerta y deslizó el cerrojo hacia su lugar. Dudé brevemente. Me miró expectante y supe que no podía ocultar nada de él. Ábrete candado, sobre el cerrojo, quiero salir de la habitación una vez más. El cerrojo se soltó inmediatamente. El rey se rio y asombro se elevó del sonido. —Podrías haberte ido... en cualquier momento. Sin embargo, te has quedado en mi castillo detrás de puertas cerradas, jugando a la prisionera. ¿Por qué? Sacudí mi cabeza a manera de negación. No en cualquier momento. Tenía que aprender las palabras. Tú me las diste. —¿Yo te las di? —repitió, estupefacto. Me enseñaste a leer. Me enseñaste a escribir. —¿Este poder es nuevo? —Su voz se levantó con sorpresa. El poder no es nuevo. Las palabras son nuevas Mi madre se llevó las palabras cuando murió. Me quitó mi voz así no lastimaría a nadie más. 88

—Tal vez se llevó las palabras para que nadie te lastimara —se aventuró a decir y su voz fue amable—. No fue tu madre quien hizo que el poppet volara, ¿cierto? La tristeza se estrelló contra mí, pesándome, haciendo que mi cabeza inclinada golpeara mi pecho con desesperación. No. —¿Tu padre sabe lo que puedes hacer? No. No tenía ganas de levantar mi pesada cabeza y sentí a Tiras aproximarse una vez más y detenerse frente a mí. Mantuve mis ojos en sus botas hasta que tocó mi barbilla con un dedo largo, inclinando mi rostro hacia el suyo. Sus ojos eran suaves y me encontré queriendo contarle todo. Mi padre me odia. —¿Como puede ser? Parece desesperado porque regreses a Corvyn. Teme que vayas a lastimarme. Teme que vaya a morir. Y si muero, él muere. Otro regalo de mi madre. Se aseguró que su propia supervivencia dependiera de asegurar la mía. —Ah, ya veo. Que Relatora tan inteligente. Tu madre era muy sabia. Asentí.

—Estamos atrapados en su trampa. Tu padre. Tú. Yo. Incluso mi padre estaba obsesionado con ella. Meshara —susurró Tiras. Sentí que mis ojos se ensanchaban y mi corazón titubeaba. Tiras levantó ambas manos a mi rostro y lo acunó pensativamente, sus dedos trazando la línea de mi mejilla y el borde afilado de mi mandíbula hasta la punta de mi barbilla. Apenas podía respirar y no sabía si era por su toque suave o el nombre de mi madre flotando en el aire. O ambos. —Ninguno de nosotros volvimos a ser los mismos después de ese día. Mi padre me perdió, justo como tu madre lo predijo. Y murió sabiéndolo. —Sus manos se apartaron de repente, como si se diera cuenta de lo que estaba haciendo y se contuviera. Dio un paso atrás, pero sus ojos aún sostenían los míos. Me pregunté qué veía cuando me miraba. ¿Veía a mi madre en ese lejano día, de la forma en que yo veía a su padre en él? Lo odié por lo que su padre había hecho. ¿Me odiaba por la misma razón? Me sacudí y formulé una pregunta tentativa. ¿Te perdió? —Él era un monstruo y ese día, lo vi tal como era. Comencé a apartarme de él, a cambiar. Soy un rey muy diferente de lo que habría sido de otra manera. 89

Kjell dice que estás muriendo. —No estoy muriendo. Pero hay algo mal. —Muchas cosas. —Sonrió, solo un triste fruncimiento de su boca—. Hay muchas cosas mal por ser corregidas. —Caminó hacia el balcón y abrió las puertas un poco más, dejando entrar el aire de la noche. Después de un momento se volvió hacia mí una vez más. Pero... ¿no estás enfermo? Sacudió su cabeza lentamente. —No. No estoy enfermo No estoy muriendo. Pero estoy perdiendo la batalla. ¿Contra los Volgar? —Contra todos los enemigos de Jeru. —Hizo una pausa, pensativo. Sus ojos eran negros y su boca estaba entrecerrada con cansancio—. ¿Me ayudarás, Lark? ¿Cómo? —Muéstrame lo que puedes hacer. Pensé en la ventana rota y el fuego accidental. No quería lastimar a nadie. Pero tal vez si era muy cuidadosa, muy exacta, estaría bien. Y quería mostrarle, mostrarle a alguien, lo que podía hacer. La atención era embriagadora y completamente extraña.

Dije una rima simple, levantando el cubrecama del suelo, pidiéndole que flotara en el aire como un pequeño bote. Se elevó y flotó obedientemente. Lancé una mirada temerosa hacia Tiras, pero parecía intrigado. —Algo más. Le pedí al cubrecama que volviera al suelo. Le dije a la silla que bailara y comenzó a balancearse de ida y vuelta en un ritmo torpe. Tiras se rio. Me encogí de hombros. Sillas bailarinas y cubrecamas flotantes no solucionarían nada de lo que estaba mal. —¿Puedes obligarme a actuar? —preguntó en voz baja y mi corazón se aceleró—. ¿Puedes hacerme bailar como la silla o elevarme en el aire? —presionó. Mordí mi labio y extendí mi mano con palabras vacilantes. Baila ahora, Tiras, arriba y abajo. Mueve tu cuerpo por todos lados. Me miró, cejas levantadas, labios arqueados. No estás bailando —No. No lo hago. Y no siento la obligación de hacerlo. 90

Me encogí de hombros sin poder hacer nada. No parece funcionar en las personas. Tienes libre albedrío. No es más que una sugerencia con un pequeño impulso detrás. ¿Estás siquiera tentado a bailar? ¿Al menos un poco? —No. No lo estoy —resopló y mis labios también se fruncieron—. Entonces, ¿cómo me curas, si tu poder no funciona en las personas? —preguntó. No te curo. No realmente. Le digo a tu cuerpo que se cure a sí mismo. Quiere ser sanado y obedece. Creo. —¿Crees? Me encogí de hombros de nuevo. Estoy aprendiendo más cada día. —¿Y los Volgar? Les dijiste que se fueran volando. En el claro después que te lleve de Corvyn. Todos hubiéramos muerto. Pero de repente volaron y pude sentir algo repeliéndolos. Pude sentirlo. Los Volgar son más cercanos a los animales que a los humanos y se necesita mucha más energía para influenciarlos que para instruir a un objeto. Una gran cantidad de energía para influenciarte, incluso solo tu cuerpo. —¿Es por lo que duermes tan profundamente cuando intentas curarme? Sí. Es... agotador... forzar mi voluntad hacia otros. —¿Pero no hacia los objetos?

No hay resistencia en las cosas inanimadas. Tiras asintió, como si eso tuviera perfecto sentido y me relajé aún más, disfrutando. —Quiero que intentes de nuevo, pero no me dejes oír. Quiero ver de lo que eres capaz —instó y mi alegría se volvió renuencia una vez más. Le permitía escuchar mis rimas, los pequeños hechizos que lanzaba hacia el aire. Si le daba instrucciones para que actuara y se lo ocultaba, ¿podría realmente influenciarlo de alguna manera? ¿Podría hacer que me amara? El pensamiento susurró a través de mi corazón y mi mente de forma espontánea y me volví, avergonzada y bastante sorprendida conmigo misma. No quería eso. —Inténtalo de nuevo —exigió, como si hubiera escuchado mi monólogo interno. Mi corazón latía en mi pecho y sacudí mi cabeza. Obligar a alguien era repugnante para mí. No quiero tanto poder. No quiero doblegar a la gente a mi voluntad. —Te doy permiso —murmuró—. ¿No quieres conocer lo qué puedes hacer? 91

No saber es mucho más fácil. Mucho más seguro. —Concéntrate —ordenó, ignorando mis dudas. Me pregunté brevemente si su poder para obligar no era mucho más fuerte que el mío. Siempre parecía obedecerlo. —¿Qué quieres, Lark? ¿Qué quieres que haga? —presionó, esperando, su postura tensa como si esperara que lo enviara a toda velocidad contra la pared. Como si pudiera. Cerré mis ojos para crear cierta distancia y mantuve mis sentimientos en mi vientre en lugar de en mi cabeza, empujé hacia afuera, instando a Tiras sin siquiera saber específicamente lo que le pedía. Me estaba esforzando tanto en ocultarle mis palabras, que la orden fue más un deseo básico que un hechizo prolijamente formado. Apenas sabía lo que estaba intentando, cuando de repente Tiras se alzó sobre mí, presionando su boca contra la mía. Me congelé y abrí mis ojos. El roce de su barbilla fue levemente áspero, su boca insistente, casi enojada, como si tratara de conquistar en lugar de convencer. Sostuvo mi rostro como lo había hecho antes, dedos extendidos en mi cabello, pero cuando no respondí, inmediatamente se retiró, pero no por mucho. Sus ojos brillaron y sus manos permanecieron enterradas en mi cabello. —¿Por qué pedir algo que no quieres? —susurró, las palabras cosquilleando en mis labios. No lo pedí. Nunca, nunca pediría por algo así.

Sus ojos se estrecharon aún más y sus manos cayeron a sus costados, liberándome tan repentinamente como me había besado. No lo había pedido... ¿o sí? Nunca, jamás lo pediría, sin importar lo mucho que quisiera algo. O a alguien. Había pensado en amor. Eso fue todo. Entonces me había besado. No sabía cómo besar y había respondido con todo el ardor de una pared de roca. No lo pedí, repetí. Tiras lució perplejo por un momento, luego contemplativo. Cruzó sus brazos sobre su pecho y pude sentirlo escuchando atentamente, como si estuviera tratando de retirar mis protestas y descubrir todas las cosas que no estaba diciendo. —Voy a besarte otra vez —murmuró finalmente—. A menos que me digas que no. Mi mente era una gran pared blanca. Sin protestas. Sin pensamientos. Sin palabras en absoluto. —Respira —susurró y yo obedientemente bebí el aire—. Ven aquí. —De nuevo. Obediencia inmediata. 92

No se estiró por mí, ni me atrajo hacia él, no me aplastó contra su pecho. Simplemente levantó mi barbilla y bajó su boca. Luego persuadió a la cooperación con una suave convicción. Dulce se elevó desde su conciencia y el asombro iluminaba la palabra. Sonsacó la entrada, tirando de mi labio superior entre los suyos, tirando y saboreando, solo para deslizarse más allá para buscar mi lengua tímida, tentándome y jugando conmigo, hasta que igualé la presión de sus labios y exploré el calor de su boca con impaciencia golpes y asombro sin aliento. Escuché su decisión de detenerse antes de que se alejara, dejándome con mi pecho agitado y mis labios humedecidos. Abandonada e inmediatamente avergonzada, no pude mirar sus ojos, pero podía sentirlo contemplándome, incluso mientras llegaba a una decisión. Luego habló, atrayendo mi mirada. —Kjell tiene razón. Eres un pequeño pájaro peligroso. Pero creo que me quedaré contigo.

l rey me acompañó de regreso a mis aposentos y colocó cuatro guardias en la puerta. —Para tu protección y la mía —explicó Tiras. No respondí y aun no era capaz de mirarlo. Mi corazón se sentía extraño y mis manos temblaban bajo los largos pliegues de mis mangas acampanadas. Aún podía sentir su sabor, fuerte y embriagador y aunque anhelaba pasar mi lengua por la comisura de mis labios para revivir el momento, me sentía reclamada sin ser querida. Era un sentimiento que conocía bien. Era un sentimiento que me hacía añorar a Boojohni, la única alma en la tierra que me amaba.

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Me mantuve en vela, intentando leer, escuchando con más atención, pero el castillo estaba en silencio y cuando Pia y Greta llegaron a atenderme, quitándome el vestido y cepillando mi cabello, lucían cansadas y de mal humor, pero nada parecía fuera de lugar e incluso charlaron acerca de los eventos de la velada y el trabajo que aún tenían por hacer. No sabía si mi padre se había escabullido, huyendo a Corvyn sin mí, o si, como el resto de la delegación, se había retirado a sus aposentos para tramar algo nuevamente. El castillo estaba lleno de secretos y esquemas, lleno de gente hambrienta de poder y asustada de la magia. Igual que yo, el castillo no había aprendido a hablar. Escuché a las paredes y recolecté palabras sueltas hasta que se alzó el amanecer y la ciudad despertó. La tarde siguiente, fui acicalada, adornada y escoltada hacia el salón de nueva cuenta, me senté a la izquierda del rey como si todo estuviera bien. La delegación parecía estar menos cansada de viajar y sus ojos estaban agudizados y las conversaciones lucían forzadas. Mi padre no había escapado a Corvyn. Su rostro estaba tan estirado como siempre, su mirada fugaz, pero la muerte que se había cernido sobre él durante el día anterior, había desaparecido. El rey no comió, ni bebió, pero mantuvo la reunión ocupada con charlas triviales y discusiones suaves acerca de lo que sucedía en el reino. A medida que la comida era consumida y la hora pasaba, Lord Gaul se puso de pie y con una mirada ponderada hacia toda la concurrencia, se dirigió hacia el rey con falsa solemnidad. —Hay diez provincias: Kilmorda, Corvyn, Bolwick, Bin Dar, Enoch, Quondoon, Janda, Gaul, Firi y por supuesto, Degn. —Inclinó su cabeza hacia el rey al decir Degn. Degn era la provincia de la familia de Tiras, la provincia que rodeaba a la capital, la provincia de los reyes—. Hay cinco representantes aquí esta noche. — Los contó con sus dedos—. Firi, Corvyn, Bilwick, Bin Dar, y Gaul. —Inclinó su cabeza nuevamente—. Seis, si contamos a Degn. Si lo contamos a usted.

El rey aguardó. —Los representantes de Janda, Quondoon y Enoch, al sur, no se sienten amenazados por los Volgar como nosotros en el norte. No estuvieron interesados en... asistir... a esta importante reunión. —¿No estaban interesados en un golpe? —preguntó el rey, su voz suave, goteando con falsa calma—. ¿Y el resto de ustedes? —Tiras movió sus ojos alrededor de la mesa, deteniéndose en cada miembro del consejo, uno por uno, demandando una respuesta. —Si esto es un golpe, entonces tampoco estoy interesada en ello — interrumpió la dulce embajadora de Firi, levantándose de su silla—. Estoy aquí para apoyar al rey Tiras en sus esfuerzos por hacer retroceder a los Volgar. Estoy aquí para comprometer a mi provincia a la defensa de Jeru. Todo Jeru.

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El rey se puso de pie, con una pequeña reverencia hacia la joven embajadora. Kjell se puso de pie junto a él, su mano en su espada, sus ojos en la mujer. Cuando el rey volvió a hablar, los ojos de Kjell regresaron a Tiras. También quise ponerme de pie. Sería ridículo. No era nadie. Pero a pesar de eso, quise ponerme de pie. Si había lados, no quería estar del lado de gente como Bilwick y Gaul y el presumido soberano de Bin Dar quien incluso ahora, se levantó al final de la larga mesa. No quería estar del lado de aquellos que creían que personas como mi madre, personas como yo, éramos el verdadero enemigo. —Kilmorda está en ruinas —dijo Tiras, observando a la concurrencia con su mirada oscura—. Lord Kilmorda y su familia están muertos. Los Volgar han sido frenados, pero han dejado destrucción tras ellos. La gente de Kilmorda se ha ido a Firi, algunos a Degn, poco a Corvyn, aunque es más difícil acceder debido a los terrenos montañosos. El valle apesta a cadáveres en descomposición y las aguas están teñidas de muerte. A no ser que quieran que Jeru corra la misma suerte, dejarán sus maquinaciones políticas para otro momento. —Pero Su Majestad, es por eso que estamos aquí —insistió Lord Gaul con una dulzura empalagosa—. Creo que hablo por Lord Corvyn, Lord Bilwick y Lord Bin Dar, así como por mí mismo, cuando digo que su benevolencia con los Dotados ha hecho que los ataques aumenten. Los Dotados han escapado al norte y se han reproducido con bestias, criando a los monstruos que ahora atacan a Jeru. —Uno creería que si realmente fuera benevolente con los Dotados, no tendrían razón para escapar. ¿No simplemente se quedarían aquí si son tan bienvenidos? —explotó Tiras. —Deben ser destruidos, Majestad. Y usted ha fallado en destruirlos. Ahora se alzan contra nosotros con los Volgar. —Lord Bin Dar se puso de pie a un lado de Lord Gaul. Y despacio, uno por uno, todos los señores lo imitaron, incluyendo a mi padre. Quienes no teníamos influencia o título nos mantuvimos sentados. Luché contra la urgencia de ponerme de pie también una vez más.

—¿Cómo sabe eso, Lord Bin Dar? —El rey se inclinó hacia adelante, sus brazos rodeando el plato de comida que apenas había tocado—. He estado en Kilmorda luchando contra bestias aladas, matando a cientos y nunca he visto lo que usted alega. —Hemos interrogado a los Dotados, Su Majestad —soltó Lord Bilwick, su voz burlesca y satisfecha. —¿A qué Dotados? —La voz del rey fue apenas más fuerte que un susurro. —A los Dotados que capturamos, por supuesto. Los Dotados de nuestras propias provincias. Antes de ser ejecutados son interrogados. Extensivamente. Todos nos dicen lo mismo. Tienen una unión con los Volgar —dijo Lord Gaul suavemente. Satisfacción se elevó de Lord Gaul, Lord Bin Dar, y Lord Bilwick como los perfumes baratos que los vendedores vendían en los bazares semanales. Su línea de ataque claramente había sido orquestada. Mi padre destilaba codicia, su avaricia creando un hedor casi tan fuerte como la conspiración de sus compañeros señores. —Han capturado y torturado gente, sus propios ciudadanos, hasta que afirmaron sus alegatos —espetó el rey. 95

Las extrañas cejas de Lord Bin Dar se alzaron hasta desaparecer en la raíz de su cabello negro. Era un negro liso y azulado, un color conseguido a través de tónicos y tinturas y que solo lograba que su pálido rostro luciera más viejo y arrugado. —Su padre, el Rey Zoltev, mató a la esposa de Corvyn sin un juicio… ¡por nada más que un pañuelo volando en el aire! —Su mano imitó el revoloteo con un afeminado meneo de dedos y suspiró como si el recuerdo le doliera—. Al menos permitimos que los Dotados tengan un juicio antes de sentenciarlos a muerte. Decepción. Culpa. Poder. Destrucción Las palabras conformaron una espesa mezcla en el aire y no estuve segura de qué palabras le pertenecían a quién. Mi cabeza comenzó a nadar, recuerdos de mi madre, de su sangre sobre los adoquines, de su cuerpo presionado contra el mío mientras suspiraba su advertencia en mi oreja. Cerré mis ojos e incliné mi cabeza. La voz de Lord Bin Dar hizo eco de manera extraña, como si yo estuviera sumergida en agua. —La gente está perdiendo su confianza en ti, Tiras. El consejo está perdiendo confianza en ti. Si no protegerás a Jeru de los Dotados, entonces nosotros debemos proteger Jeru de ti. Los ojos del rey se entrecerraron y algo oscuro pasó por su rostro. Su mandíbula era de granito y sus manos se aferraron al borde de la mesa con tanta fuerza que las puntas de sus dedos se pusieron blancas como garras.

—Ya veo. ¿Y quién va protegerlos a ustedes de mí? —siseó el rey, sus ojos brillando con fuego. Lord Bin Dar palideció y hubo un jadeo colectivo alrededor de la mesa. —¡Simplemente estamos preocupados! —jadeó Lord Gaul—. Es nuestra responsabilidad, nuestro deber como Consejo de Señores asegurarnos que Jeru no caiga en manos enemigas. —Es mi deber como rey vencer a los enemigos de Jeru. Quienquiera que sean. —Volveremos a reunirnos en un mes. Si los Volgar no han sido derrotados, los señores de todas las provincias pediremos que renuncie al trono. Corvyn es el siguiente en la línea de sucesión, así que Corvyn será rey. Usted será Lord de Degn, un miembro del Consejo de Señores, pero no será rey —gritó Lord Bin Dar y las protestas y las muestras de disconformidad, junto con aplausos y abucheos, se alzaron. —Corvyn es el siguiente en la línea de sucesión tras mi muerte y solo tras mi muerte. ¿Pretenden matarme? Hasta ahora sus intentos, todos sus intentos, han fracasado. Ya han intentado quitarme la vida.

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—¡Me quitó a mi hija! —exclamó mi padre, encontrando su coraje en medio del clamor. —Y pretendo quedármela, Lord Corvyn —bramó Tiras y mi padre se estremeció visiblemente mientras mis adentros temblaban—. Pretendo mantenerla cerca, mantenerla a mi lado en todo momento. Beberá de mi copa y comerá de mi plato para protegerme de sus venenos. Dormirá debajo de mí y se mantendrá sobre mí y nunca dejará mi lado. De hecho, me iré en tres días a Kilmorda y ella vendrá conmigo. Viajará delante de mí, sobre mi caballo, sosteniéndose de mí mientras entro en la batalla, un escudo humano contra aquellos que envíen contra mí. Calor se elevó por mi rostro y llamas lamieron mi pecho. Deletreé la palabra H-I-E-L-O, centrándome en su resbaladiza y fría forma, construyendo una barrera helada entre mi corazón y el caldero rugiente que era mi pecho, instándome a no encogerme, a que no me importara ser un peón en un juego muy peligroso. —Si yo muero, ella muere —dijo Tiras, como había dicho el día que me llevó del castillo de mi padre. Lo había confesado tan fácilmente. Le había contado al rey mi secreto, el secreto de mi padre y lo utilizó sin remordimiento. Me negué a soltar las palabras que había dentro de mí. El rey no tendría mis palabras. No era diferente a mi padre; ninguno me amaba y ambos me utilizaban para su propio beneficio. De repente, los odié a ambos con una furia que me encegueció. Ni siquiera necesité cerrar mis ojos para mantenerlos fuera. Cuando el rey tomó mi brazo y se puso de pie, me levanté con él sin oponer resistencia, pero mantuve mi rostro inexpresivo y mis ojos desenfocados mientras daba por finalizada la reunión, despedía a los señores y sus damas, quienes se retiraron obediente y silenciosamente, sus palabras borrosas y sus pensamientos

enmarañados. Lord Bin Dar y Lord Gaul ya habían comenzado a tramar algo, podía sentir su helado desprecio y su intención de cometer traición incluso mientras se inclinaban con obediencia. Mi padre, quien temblaba con miedo y duda, sus emociones rebotando en mi helada fachada como pequeñas burbujas, los siguió y no miró atrás. Tiras me llevó a sus aposentos y me dejó con Pia, quien me ayudó a quitarme mi vestido y soltar mi cabello. Estaba agitada y radiante mientras quitaba mi ropa por sobre mi cabeza, como si me estuvieran dando algún tipo de honor, al dormir en la habitación del rey. No sabía que simplemente era un arma. Una herramienta. Nuevamente había guardias en la puerta y podía sentir sus agotados pensamientos. Pero no intenté escapar. No tenía a dónde ir. Me acosté en la enorme cama de Tiras, la cama donde había calmado su piel enfebrecida y donde había dormido a su lado una vez, pero él no regresó. Lo escuché discutiendo con Kjell en el pasillo, pero nunca entró. Estoy segura que pensaron que no podía escucharlos, pero las palabras lograron encontrarme, ya sea que quisiera escucharlas o no. Kjell se oponía a llevarme a Kilmorda, se oponía a mi presencia en el castillo y mi cercanía con el rey. 97

—Deberías desterrarla. Es peligrosa, y no podemos confiar en ella —discutió. —Puede ayudarnos. Cuando luchamos contra los Volgar, no sabía que era ella, pero pude sentir su influencia golpeándome. Les dijo que volaran y le obedecieron —respondió Tiras, su tono ligeramente sorprendido—. También lo viste. Fue ella, Kjell. —¡Es una Relatora! —escupió Kjell, como si la palabra fuera bilis. —Es una Relatora —confirmó el rey—. Una increíblemente poderosa. Si les dice que mueran, que caigan del cielo, que se tiren al Mar Jyraen, lo harán. —¿Y si utiliza su poder contra ti, Majestad? ¿Te convertirás en su mascota? ¿Lo haré yo? —Es un riesgo que debemos tomar, Kjell. Y hasta ahora, no ha utilizado su poder sobre ti. Obviamente. —El tono de Tiras era tan seco que crujía con alegría. —Te comportas diferente con ella. Eres casi... amable —Kjell pronunció la palabra amable con silencioso desdén—. ¡Es... extraño, Tiras! —No puedo evitar ser amable con ella, porque es amable conmigo. —Tiras sonó avergonzado y sentí el hielo en mi corazón comenzar a derretirse, incluso mientras Kjell se mofaba en voz alta. —¡Ni siquiera es hermosa, Tiras! No es alta y fuerte. Portar a tus hijos probablemente la mataría.

—Es fuerte de una manera diferente. Y tu definición de belleza no es la mía — discutió Tiras. No podía creer lo que estaba oyendo. Me incorporé en la cama, mi corazón latiendo con fuerza. —¿No te gustan los senos grandes y las caderas prominentes? ¿No te gusta la piel bronceada y el cabello oscuro y grueso? ¿Desde cuándo, Majestad? Ella es un pálido girón de nada. Hice un gesto de dolor. —Me es útil, Kjell. ¿Quién más puede vanagloriarse de tener lo mismo? No conozco a ninguna otra mujer que me sea útil en lo más mínimo. Kjell se mantuvo en silencio y mi corazón acelerado se ralentizó a un golpeteo triste. Me maldije por escucharlos. Me sirvió para bien. Pensé en el pozo de los deseos y la tonta gente que lanzaba sus voces hacia las tenebrosas profundidades, esperando que el Dios de las Palabras pudiera escucharlos y concederles sus deseos caprichosos. También había sido tonta. Le había entregado mis palabras a un hombre que podía utilizarme. Y me había utilizado. Y me utilizaría. Hasta que ya no fuera útil. Silencio hija, mantente viva.

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Me dije que debería estar agradecida por saber la verdad. Volví a acostarme en la enorme cama vacía y abracé el borde como una escultura formada de fuertes vientos y constantes lluvias, impenetrable y fuerte. Me negué a formar palabras o a entretener a mi pensamiento, a sentir en absoluto, hasta que el sagrado sueño me arrastró sobre sus prodigiosas alas.

urante tres días las murallas del castillo resonaron con los preparativos y la ciudad debajo de mi balcón estaba preparándose para otra batalla. Los sonidos de la forja llenaban el aire y el ruido de las armas y el afilado de las espadas parecían interminables. Los caballos estaban calzados y equipados, los suministros reunidos y los carros y carruajes se llenaban mientras los soldados coqueteaban y las esposas rezaban y la fila del pozo de los deseos se duplicaba.

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El aire crepitaba, como si se acercara una tormenta y lo sentí acumulándose mientras intentaba ignorar la ráfaga y salir corriendo de la habitación del rey. No tenía nada que preparar, no tenía que ocuparme de nada, así que leía y escribía y fingía que era dueña de mi destino en lugar de ser prácticamente prisionera de guerra. No volví a ver al rey, ni siquiera una vez, aunque parecía que había sido trasladada permanentemente a su habitación. Algo de mi ropa y todos mis libros, así como mi pintura y mis suministros de escritura, estaban cuidadosamente ordenados en un tocador vacío. La víspera de la partida del ejército, se preparó un festín en la plaza, mesa tras mesa cargada de carnes asadas, higos y frutas y panes y dulces y la comida seguía llegando mientras cada familia en la Ciudad Jeru traía una ofrenda y todos compartían el botín. La gente comió todo el día, cantando y bailando como si nunca volverían a hacerlo. Observé la fiesta desde arriba, haciendo un hechizo de vez en cuando, solo para demostrar que podía. Un caballo se levantó y pateó el aire y le envié una orden de calma antes que volcara un carro de manzanas. Un perro gruñón se lanzó hacia un niño y lo expulsé de la plaza. Se retiró obedientemente, su cola entre sus patas. Observé como la colorida falda de una bella doncella se atoraba en una esquina afilada y se rasgaba por la espalda. La escuchó rasgarse y miró horrorizada a su alrededor solo para respirar aliviada cuando la encontró intacta. Hizo falta una palabra para repararla y sonreí hacia mi trabajo. Los objetos eran fáciles, los animales casi tan fáciles, pero las personas eran más difíciles de influenciar. Así que probé mi mano con soluciones sencillas y lo que consideraba "actos útiles". Un hombre en sedas caminaba por la plaza entre las mesas gruñendo por comida, tomando y nunca dando a cambio. Lo vi comerse tres panecillos pegajosos de una mujer que vendía pan, solo para decirle a la mujer que apenas eran comestibles y rehusarse a pagarle. El dinero en su cinturón sonaba mientras caminaba y la mujer lo miró alejarse pavoneándose con indefensa ira. Rasgar y desgarrar, paga tu parte.

El dinero del hombre dejó un rastro detrás de él mientras caminaba, las monedas fluyendo de su bolsa de dinero desgarrada, cayendo silenciosamente sobre la dura tierra compactada. La panadera lo siguió y tomó las monedas que le debía, dejando que el resto cayera junto al camino para que otros las encontraran. Sentí una punzada de culpa, juzgándolo tan completamente y reparé el desgarro antes que lo perdiera todo. Vi a Kjell en la plaza. También a Boojohni. Lo llamé con mi mente y levantó la mirada, saludó e hizo un pequeño baile que me hizo reír. Parecía feliz y libre y me alegré por él, aun cuando deseaba caminar junto a él y ver de cerca las festividades. Nunca vi el rey, era como si Kjell hubiera asumido la responsabilidad de dirigir los preparativos para la próxima partida, y me pregunté si Tiras estaba encerrado en algún lugar, lidiando con los asuntos del reino, planeando una forma de derrotar a los Volgar y al Consejo de los Señores. O tal vez estaba enfermo y se había dado por vencido en mi habilidad para curarlo. Pensé que quizás se había olvidado por completo de mí, aunque un guardia permanecía en la puerta en todo momento y nunca me quedé sin comer, ni bañarme.

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Al caer el sol, la fiesta se movió del patio al interior de las viviendas de los ciudadanos y un silencio generalizado se deslizó sobre la ciudad, un silencio que advertía de una madrugada y un largo viaje. Me senté en la oscuridad en el balcón del rey, escuchando a cualquier persona o cosa que pudiera hacerme compañía, desesperada por escapar, aunque solo fuera por un rato. Antes de venir a Ciudad Jeru, tenía poca libertad, pero había robado lo que podía. Lo robaría de nuevo si también tuviera que hacerlo. Busqué una solución a mi problema y vi un carro de caballos repleto de paja cerca del camino hacia los establos. Estaba demasiado lejos para servir como un lugar suave para aterrizar, pero podía remediarlo. Carro de paja, contra la pared, muévete debajo de mí, atrapa mi caída. El carro comenzó a moverse, lentamente, como si se hubiera soltado en la cima de una pequeña colina y rodara hacia abajo. Llegó a una tambaleante parada debajo del balcón, un montón de glorioso oro a doce metros de mí. Me reí, mis hombros temblando y mis manos presionadas contra mi boca, casi mareada por la oportunidad que me había dado. Pero eso fue hasta este momento. ¿Y si alguien me veía saltar? Miré por el borde, hacia abajo, abajo, abajo, hacia el carro de paja y rápidamente lo reconsideré. Necesitaba acercarme, de alguna manera. Nunca me atrevería a dar ese salto. Las murallas del castillo estaban revestidas de piedra lisa, no especialmente ideales para escalar… a no ser que creara apoyo para mis pies. No me detuve a cuestionar la sabiduría del plan, sino que subí a la saliente del balcón, balanceándome en el borde con mis manos contra la pared del castillo. Toqué una piedra cercana a mi cabeza y le pedí que cayera. Roca lisa, debajo de mi palma,

Muévete así puedo escalar esta pared. La roca inmediatamente se aflojó y cayó, creando una perfecta hendidura para que mis dedos se aferraran. Golpeé la pared con el dedo de mi pie y repetí el hechizo, para crear una abertura para mi pie derecho. La roca obedeció y comencé mi precario descenso, creando asideros y salientes todo el camino hasta que el carro estuvo a unos pocos metros debajo de mí. Entonces me solté.

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Fue una suerte que no pudiera gritar, porque me hubiera delatado. El carro se tambaleó y comenzó a inclinarse y me moví hacia un costado y me catapulté hacia él, mis faldas enredándose alrededor de mis piernas, mientras el coche se tambaleaba y crujía. Gracias a Dios que no había caído desde los doce metros, el carro estaría hecho pedazos. Yo estaría hecha pedazos. Me sacudí el polvo, mi corazón golpeteando, mis nervios temblando, pero también sonreí. La victoria era terriblemente dulce y el acto de rebelión me dio una oleada de confianza en mí misma que me tuvo andando a lo largo de la plaza del pueblo y en la tranquila ciudad, sin estar segura de hacia dónde me dirigía, solo importándome que fuera libre de irme. Un perro sin cola y una oreja destrozada me siguió durante un rato antes de que lo obligara a quedarse quieto. Se sentó sobre su sucio trasero y me vio desaparecer. Sentí su necesidad y la palabra soledad estaba presente en su gemido. Lo sé, lo tranquilicé. Lo siento mucho. Pero no tenía casa para dársela y solo podía ofrecer conmiseración. Seguí caminando, corriendo de una calle oscura a la siguiente, intentando disfrutar de mi breve libertad y de la noche que la contenía, pero la alegría ya se estaba filtrando de mi piel y me detuve en el borde de un naranjal, sintiéndome tonta y perdida. Un pájaro voló sobre mi cabeza y soltó un lúgubre chillido, un sonido que antes solo había oído a lo lejos y atravesó mi corazón. También estoy sola, lindo pájaro. Voló en círculos sobre mí en un elegante descenso que se encogieron hasta que se detuvo tembloroso en una rama baja tan cerca que pude estirarme y acariciarlo. Sonreí en reconocimiento. ¡Mírate! ¿De dónde has salido? Di algunos pasos hacia adelante y me detuve de nuevo, inclinando mi cabeza para poder estudiarlo más a fondo. Lucía exactamente como el pájaro en el bosque cerca de la torre de mi padre en Corvyn, como el pájaro que se había posado en la pared del balcón, el que había estado segura de que solo era parte de un sueño.

Casa. La palabra se elevó desde el pájaro, una cálida sensación y mis labios temblaron con empatía. No lloraba fácilmente. Era una insignia de honor, de dureza. Fui un error de niña, una mujer con poco para ofrecer y nada que decir, pero tenía mi dignidad y las lágrimas no eran dignas. Casa, volvió a decir y sentí la urgencia y el dolor, como si hubiera perdido la suya y quisiera que yo lo supiera. Tampoco tengo una casa, le dije al águila y cerré mis ojos conteniendo la humedad que quería derramarse. Sentí su angustia hacer eco con la mía, un disparo de alarma que dividía la palabra casa en una advertencia y un lamento y con un repentino movimiento de sus alas, el águila se quitó de la rama y aterrizó suavemente sobre mi hombro. Me tambaleé sorprendida y mis ojos se abrieron de golpe mientras me estabilizaba contra el árbol que estaba junto a mí.

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Tenía miedo de moverme, temerosa que hacerlo volar porque no quería que se fuera. Era tan grande que si giraba mi cabeza, mi mejilla se rozaría contra su pecho, posado de la forma en que lo estaba. Sus alas estaban acomodadas hacia atrás y se extendían a lo largo de mi brazo derecho, las puntas rozando mi mano. Casa. No puedo llevarte a casa, amigo mío. Pero me quedaré contigo por un rato. No sabía si entendía, pero me empujó con una breve sacudida de su cabeza sedosa y se levantó tan repentinamente como había aterrizado. Voló un poco, aterrizó en otra rama y esperó a que viniera hacia él. Incliné mi cabeza a manera de pregunta e imitó el gesto. Casa. Continuamos de esta manera. El águila se levantaba, volaba un poco, siempre a la vista y revoloteaba hacia una parada en un hastial o una puerta u otra rama. Me esperaba, me miraba caminar hacia él y luego lo hacía todo de nuevo. Lo seguí, encantada, sin saber hacia dónde se dirigía, recorriendo los senderos sombreados y las afueras boscosas de Ciudad Jeru, como si el mundo nos perteneciera a nosotros dos. Caminé hasta que me acerqué al muro occidental, por lo menos a tres kilómetros de distancia del castillo del rey. Cuando escuché el llamado del vigilante nocturno, dudé y me di la vuelta, repentinamente insegura y más que un poco perdida. No estábamos lejos del camino, pero las casas se habían vuelto escasas y en su mayoría desaparecieron. Si no fuera por la llamada del vigilante nocturno y el muro que se elevaba a lo lejos, no tendría ni idea de mi paradero. Me sentí tonta y pequeña y empecé a regresar en la dirección en que había venido, esperando encontrar el camino de regreso al castillo.

El águila se elevó sobre mi cabeza, tan cerca que sentí una ráfaga de aire sobre mí y el roce de sus alas, atrayendo mis ojos y exigiendo mi atención una vez más. Allí, justo entre los árboles, no lejos de la pared, había una pequeña cabaña con un techo de paja espesa y paredes robustas, anidada en los árboles, casi mezclándose con el paisaje. Presumía de una ventana con un verdadero panel de cristal y una puerta de color oscuro, el tono indescifrable en las sombras. El águila aterrizó en el punto más alto de la empinada línea del techo y esperó a que me acercara. La cabaña estaba demasiado ordenada para estar abandonada y demasiado quieta para estar ocupada. No sentía vida filtrándose a través de las paredes, ni pensamientos enredados o sueños pacíficos. Si alguien vivía aquí, no estaba en casa. Casa. Sentí la palabra de nuevo y el pájaro se clavó y cayó antes de extender sus gigantescas alas y levantarse y alejarse, un silencioso pedazo negro que desapareció en la oscuridad, dejándome frente a la pequeña cabaña en el bosque.

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Probé la puerta descaradamente, envalentonada por la sensación que el pájaro me había traído aquí con un propósito. Se abrió con el más vacío de los crujidos y una brisa de silenciosa bienvenida. Dejé la puerta entreabierta y di un paso adentro, mis ojos barriendo la pequeña habitación que contenía una gran chimenea y una olla para cocinar, una pequeña mesa de madera y una cama que estaba hecha pero ligeramente arrugada, como si alguien se hubiera sentado sobre ella para ponerse sus botas. Era cómoda y aseada, vivían en ella... o no. No poseía el deterioro de una familia o el residuo de una residencia muy utilizada. Lucía como un escondite o un lugar de encuentros amorosos y mis manos se elevaron hasta mis mejillas, avergonzada por la dirección de mis pensamientos. Una lámpara con una gruesa mecha estaba en el centro de la mesa, pero no tenía nada con qué encenderla. No importaba. Estaba cansada. Repentinamente me sentí agotada y triste. Me senté con cautela sobre la cama, mis ojos fijos en las esquinas silenciosas. Me quedaría aquí unas pocas horas. Dejaría que el sol saliera y entonces decidiría qué hacer. Tal vez regresaría al castillo. Tal vez no lo haría. Tal vez Tiras y mi padre podrían encontrar un nuevo peón y Tiras podría irse a Kilmorda sin mí. Súbitamente, me importó muy poco lo que estaba por venir. Dejé la puerta abierta. No tenía miedo de las bestias o de los insectos y la única persona que podría entrar en las próximas horas, el dueño, no sería disuadido por una puerta cerrada. Dormir en la cabaña de una habitación sin ver qué o quién venía, ni siquiera en el último momento, me ponía nerviosa, pero había estado encerrada tras puertas bloqueadas durante tiempo suficiente. Me acurruqué en la cama y miré por la puerta abierta hacia el bosque, encontrando el brillo de algunas valientes estrellas destellando a través del follaje. Envié un mensaje, una especie de oración, un hechizo que más que nada era más una petición.

Las veo, estrellas. ¿Me ven, espiando a través de hojas de terciopelo? Manténganme a salvo de los ratones y los hombres, invisibles para todos menos para los amigos. Hasta ahora mis hechizos habían sido completamente inútiles cuando los intentaba conmigo. Aun así, me sentía segura y transparente cuando me quedé dormida en una cama prestada, soñando con mis dos amigos: Boojohni y el pájaro de alas negras, quien se había posado en mi hombro y me había rogado ir a casa.

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a cabaña miraba hacia el este y mientras el sol salía y la luz se filtraba sobre las copas de los árboles, empecé a despertar, consciente de los murmullos de los árboles y del graznido y gorjeo de los madrugadores. El águila estaba de vuelta, encaramada en la escalera justo detrás de la puerta abierta y sonreí somnolienta y le di la bienvenida con mis pensamientos. Sus alas se estremecieron y saltó hacia delante, entrando en la cabaña como si fuera el dueño del lugar. Era un pájaro. Entonces no lo era.

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Grandes alas se disolvieron en amplios hombros y largos brazos unidos a manos humanas y dedos flexibles. Las plumas se disiparon en un torso que crecía y se alargaba, pasando del pecho de un pájaro a ser el pecho y el abdomen de un hombre. Se agachaba sobre piernas que simplemente se desdoblaron desde debajo de él, levantándolo hasta que se puso de pie, su cabeza echada hacia atrás, su cuerpo arqueándose como si acabara de despertar de un sueño profundo. Sus manos se levantaron y sus brazos se extendieron ampliamente, como si adorara al sol que lo bañaba con su luz. O quizás el sol lo adoraba a él. Cada centímetro de él era dorado y cálido, incluso su cabello blanco reflejaba el tono abrillantado del amanecer. Estaba completamente desnudo e impresionantemente hermoso y por un momento solo pude mirarlo fijamente, olvidando que en el momento en que se girara, aunque fuera ligeramente, me vería, acostada sobre la cama, observándolo. Como si hubiera dicho su nombre, su cabeza se giró hacia mí y sus brazos cayeron a sus costados. Observé mientras los irises negros de los pálidos ojos de pájaro se extendían y se convertían en la estrecha y oscura mirada del Rey Tiras. Lo miré fijamente, ni siquiera respirando, luchando contra la incredulidad y observé como varias emociones atravesaron su rostro: duda, vergüenza, preocupación; antes de que su suprema confianza ganara y elevara su barbilla y me mirara a los ojos, siempre el rey, siempre imperturbable. —Huiste. —Era una cosa tan peculiar para ser dicha, entregada con una condenación tan perfecta que froté mis ojos incrédulos y permanecí en la oscuridad que había creado detrás de mis manos, segura de que aún estaba dormida. Si no eres un sueño, ¿podrías por favor vestirte? —Y si soy un sueño, ¿quieres que permanezca como estoy? —dijo irónicamente, pero escuché el sonido de movimiento y el crujido de tela.

Asentí, luego sacudí mi cabeza, luego asentí de nuevo, mis manos deslizándose por mis mejillas ardientes, hacia mi cabello revuelto, luego hacia la pared para apoyarme, mientras me levantaba, negándome a mirarlo en absoluto. Respiré profundamente, una, dos, tres veces, luego intenté pasar junto a él hacia la puerta de la cabaña, necesitando espacio, desesperada por tomar aire, pero se colocó delante de mí y extendió una mano como si estuviera tranquilizando a su caballo. Su tono cambió a uno de súplica silenciosa, mientras empujaba la puerta para cerrarla detrás él. —No huyas de mí, Lark. Me alegró ver que ahora llevaba pantalones. Sostenía una túnica en la mano que no se extendía hacia mí y cuando pareció convencido de que no iba huir, la colocó sobre su cabeza y metió los extremos ondulantes en sus pantalones. Luego procedió a ponerse calcetines de lana en sus pies descalzos y meterlos en un par de botas que no había visto en la oscuridad. Podría haber jurado que eran botas que había visto antes. Eres un pájaro. —A veces. 106

Eres un Cambiante. —Sí. Dotado. —Sí. Como yo. —Como tú —dudó—¿Ahora lo ves? ¿Lo entiendes? Lo miré fijamente, perdida en el laberinto desconectados. No entendía nada... pero sabía una cosa.

de mis pensamientos

Eras el águila en el bosque... en Corvyn. —Sí. Estabas herido. Tenías una... flecha... saliendo de tu pecho. —La luz me ayuda a cambiar y el cambio me sana. Tuve que aguantar hasta el amanecer. Cuando cambié de águila a hombre, aún estabas acostada ahí junto a mí. Unas cuantas cosas comenzaron a encajar en su lugar y parecía seguir el curso de mis pensamientos. —Robé la ropa del mozo del establo y un caballo de tu padre. Volví al campamento del ejército, dándome cuenta que casi había muerto. Si no hubiera sido por ti, lo habría hecho. Volví para encontrarte, convencido de que podrías curarme.

Cuando me di cuenta de quién eras y que no podías hablar, simplemente reaccioné, matando dos pájaros de un tiro, como dicen. Tu padre ha estado planeando mi muerte desde que durante tanto tiempo como he vivido. Fue una dulce justicia que su hija pudiera salvarme. Pero no puedo. —No. No puedes curarme de esto. Me consuelas. Ayudas a aliviar la agonía, pero no puedes curarme. No puedo curar lo que no está roto. Sus ojos se ampliaron y dio otro paso hacia mí. No estaba segura de dónde se originaba mi sentimiento, pero pareció aturdirlo. —Me siento roto —confesó sombríamente. Entonces se sacudió y enderezó sus hombros, reajustando su manto de superioridad. »Cambiar solía ser algo que podía controlar. Sentía que sucedía y solo a través de la voluntad, podía reprimirlo. Pero en el último año se ha vuelto doloroso resistirse al cambio y me rindo a él más de lo que solía hacerlo. No siento tanta presión por cambiar en las horas del día, aunque puedo hacerlo siempre que lo necesito. Puedo cuando soy envenenado por señores conspiradores. 107

Lo recordé desmayándose en el pasillo. Cuando no te resistes... ¿te duele? —Hay algo de dolor, pero es fugaz, como estirar las extremidades rígidas o flexionar los músculos adoloridos. La segunda vez que viniste a ayudarme, fue abrumador y cambié antes que llegaras a mi habitación. Cuando amaneció, pensé que me verías, que me verías convertirme en un hombre de nuevo. Pero Kjell escuchó mi llamado e intervino. Pero te enfermaste… después. Tiras asintió. —Tuve que luchar para volver a cambiar. Por primera vez, el sol salió y no volví a convertirme en hombre. Cuando finalmente lo hice, estaba enfermo. ¿Siempre has podido cambiar? Nunca conocí a nadie que pudiera cambiar. O tal vez simplemente todo el mundo fingía ser normal. —La noche después de que tu madre muriera, cambié por primera vez. Fue como si lo reconociera en mí. Lo supiera. Perderás a tu hijo en el cielo. La predicción adquirió todo un nuevo significado y Tiras asintió como si escuchara las palabras resonando en mi memoria.

—Durante varios años fue un acontecimiento raro y me acostumbré a ello. Casi me convencí que estaba soñando, aunque se hizo imposible después de un tiempo. Sucedía con tan poca frecuencia que creí que podría ocultarlo... de todos. No podía creer que no me lo estuviera ocultando. Continuó sin pausa. »Kjell fue el primero en enterarse. Luego mi padre. Me escondí aquí, en esta cabaña durante un mes, temeroso de lo que haría. Había visto de primera mano cómo eran tratados los Dotados. Pensé que me mataría. Pero en su lugar, mi padre murió no mucho tiempo después. Y me convertí en rey. ¿Por qué me estás contando esto? Mi voz sonó aguda en mi cabeza, silbando entre mis oídos y no fui única haciendo muecas de dolor. —Quiero que entiendas y no quiero que te sientas sola. —Su voz era áspera, como si le hiciera sentir incómodo ser amable. Y quieres que vaya contigo a Kilmorda. Quieres que te ayude. Pensé en la conversación que había escuchado entre él y Kjell. Tuvo la gracia o la arrogancia, de no negarlo. 108

—Puedes hacer mucho más que mover pajares y escalar paredes. Mis ojos se movieron rápidamente hacia los suyos, y su boca se arqueó. —Te vi. Ser un pájaro tiene sus ventajas. El pensamiento me entristeció, como si me hubiera traicionado un amigo. —Si huyes, Lark, te traeré de vuelta. Te necesito —dijo sin disculparse—. Jeru te necesita. Te necesito. Las palabras fueron tan seductoras. Tan tentadoras. Te necesito. Nadie me había necesitado antes. Entonces, ¿por qué me sentía tan perdida porque este rey simplemente me necesitara, nada más? Siempre quise ser útil, admití. Esperó, claramente sintiendo las palabras que no estaba diciendo. Pero cuando no les di voz, asintió, desechando las preguntas en el aire. —Entonces vendrás conmigo —dijo, sin dejarlo abierto a discusión. Suspiré e inmediatamente se tensó. Pero asentí, cediendo. Iré contigo.

Fiel a su palabra, Tiras y su ejército partieron hacia Kilmorda ese mismo día y fiel a la mía, fui con ellos. Los señores y sus séquitos también se marcharon, saliendo de Jeru hacia sus propias provincias, para esperar la noticia de su fracaso o su éxito. Lady Ariel de Firi, a quien su padre, Lord de Firi, dado estaba demasiado enfermo para viajar y la había enviado en su lugar, viajó con nosotros durante un día entero, hablando alegremente con Kjell como si fuéramos a una celebración en lugar de a una guerra. Me miraba con curiosidad y sentía sus preguntas, pero me negué a exponer mi capacidad para contestarlas. Firi estaba al oeste de Kilmorda y la región se había llevado la peor parte de la afluencia de refugiados de la provincia asediada. Lady Firi y su guardia se separarían de nosotros en la bifurcación, pero parecía disfrutar de la protección del ejército y la atención de Kjell y del rey mientras durara. ¿Quiere ser reina? pregunté a Tiras, rompiendo el amistoso silencio entre nosotros. Gruñó en respuesta, aunque el sonido se elevó al final como si no supiera de quién estaba hablando. Lady Firi. ¿Quiere ser reina? —Muy probablemente —respondió. 109

Casi me reí ante su arrogancia, aunque estaba segura de que tenía razón. Kjell está enamorado de ella. —Dudo que sea amor. Pero está prendado de ella —admitió—. Así que nunca será reina. ¿No te es de utilidad? —No me es de utilidad —respondió simplemente—. Y Kjell es mi único amigo. Viajamos durante cuatro días, demorados por los carruajes llenos de provisiones que subían por la retaguardia. Me sentía adolorida y rogué que me dejaran caminar, mi tierna carne no acostumbrada a pasar horas en el lomo de un caballo. Tiras accedió, pero solo por mi gran agonía y caminé cada día durante un rato, Tiras dándose la vuelta constantemente para asegurarse que no me hubiera escapado. No tengo a dónde ir, le tranquilizaba. —No tienes razón para quedarte— me respondía. Boojohni rodaba sus ojos y silbaba con fuerza y Tiras hacía que Shindoh volviera al frente. De noche, dormía bajo las estrellas con los hombres. No íbamos a acampar o a armar nuestras tiendas hasta llegar a Kilmorda. Tomaba demasiado tiempo y esfuerzo cuando el objetivo era moverse lo más rápido posible. Tenía un camastro y a Boojohni a mi lado y descubrí que me gustaba el aire libre.

La primera noche Tiras durmió en un camastro similar al mío. Las dos noches siguientes se retiró al atardecer y no lo vi en absoluto al tercer día. Cuando alguien preguntaba dónde estaba Tiras, Kjell siempre respondía como si Tiras estuviera simplemente fuera de la vista. —Al frente —diría, o—, al final —o—, justo por delante —o—, más allá. — Pero ese día, cabalgué sola en Shindoh, Boojohni trotando a nuestro lado, siguiendo al ejército a poca distancia. Al cuarto día, Tiras estaba dormido en su camastro al amanecer y había ojeras bajo sus ojos cuando despertó. Cuando me levantó sobre Shindoh y subió detrás de mí, la última etapa de nuestro viaje por delante, pregunté por su bienestar. ¿Eres capaz de descansar? Se quedó en silencio por un instante y entonces respondió, sus labios cerca de mi oído como si temiera que otros pudieran escuchar. —Las águilas no son aves nocturnas. Soy capaz de dormir si encuentro un lugar seguro. Pero nos acercamos a Kilmorda y volé más allá para ver el terreno. Las fuerzas de las provincias se retiraron hacia la cresta del valle y les han impedido ganar terreno, pero los Volgar han anidado en el valle, en el pueblo abandonado de allí. Su número ha crecido. 110

¿Cuántos? —Hay miles de ellos. ¿Miles? —Han drenado la sangre del ganado y limpiado la vida silvestre de los bosques. Están hambrientos y están empezando a ampliar sus ataques. ¿De dónde provienen? De niña no existía tal cosa como los Volgar. —Nadie lo sabe. La primera vez que vi un Volgar fue hace tres años. Desde entonces, se han convertido en la mayor amenaza para Jeru. Algunos piensan que se originaron en una isla del Mar de Jyraen. Todo lo que sé es que su número sigue creciendo y estamos perdiendo la batalla. ¿Y el ejército en la frontera del valle? —Están siendo eliminados, uno a la vez.

legamos al borde del valle cerca del mediodía en el cuarto día, pero no levantamos nuestras tiendas. Tiras les ordenó a todos que comieran y descansaran y él y Kjell y los líderes del ejército existente se escabulleron para hacer planes de batalla. Podía sentir a los Volgar de la forma en que siempre podía sentir grandes números y el conocimiento me hizo estremecer y olvidar mi apetito. Como la mayoría de las criaturas, sus palabras eran simples. Volar, comer, aparearse. No se preocupaban o temían. No parecían tenernos miedo y ciertamente no estaban haciendo planes de guerra. Simplemente existían por instinto: comer, volar, aparearse. Matar.

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La diferencia entre ellos y cualquier otra gran manada era que disfrutaban matar. Vivían para ello. Sus instintos eran básicos... pero también eran primitivos. Eran simples, pero no eran buenos. Eran depredadores en la cima de la cadena alimenticia y sus números se habían vuelto problemáticos. Normalmente dormían durante el día y tenían una visión nocturna mucho mejor que la de un simple humano, pero Tiras pensaba que si podíamos atraerlos al atardecer, cuando aún había algo de luz y acababan de despertar, podría mejorar nuestras probabilidades de derrotar a grandes cantidades de ellos. Descansamos un día completo, dando a los caballos la oportunidad de recuperarse del viaje, pero la inquietud colectiva del campamento hizo que el día se sintiera desperdiciado. Gritos y chillidos llenaron la noche mientras los Volgar recogían hombres en la oscuridad, de la forma en que habían estado recogiendo los soldados en la frontera y cuando el día amaneció tibio y gris, eso se reflejó en el estado de ánimo de cada guerrero. Nadie quería esperar más tiempo. El clima era favorable. Los cielos oscuros y la luz tenue hacía mucho más probable que los Volgar pudiera ser atraídos a una cacería diurna. Tiras dijo que necesitábamos que vinieran a nosotros y ahí es donde entraba yo. A última hora de la tarde, todo el ejército, salvo Boojohni, los heridos y los cocineros, se reunieron en los árboles al borde del valle justo al oeste de Kilmorda. —Dos kilómetros mientras el águila vuela —dijo Tiras y Kjell le lanzó una mirada. Nubes negras se enroscaban y rodaban en su prisa por huir de los relámpagos que atravesaban secciones del cielo y aterrizaban sobre los acantilados y riscos que se elevaban desde el suelo como el castillo de Tiras en Ciudad Jeru. Me sostuvo frente a él, su brazo blindado apretado alrededor de mi cintura y galopamos a través de la multitud guerrera, Tiras dando instrucciones y estimulo, aun cuando el caballo

debajo de nosotros temblaba con miedo. Intenté darle paz a la mente de Shindoh y sentí que la roja emoción de su miedo comenzar a debilitar mi propio control. —Ahorra tu energía —ordenó Tiras, su boca cerca de mi oreja—. Te necesito completa. Shindoh está acostumbrado a la batalla. No me fallará. Obedecí, pero mi mano se escabulló para enroscarse en la melena recortada del caballo negro y Tiras no dijo nada más. Había colgado una camisa de malla sobre la túnica verde y los pantalones que había exigido que me pusiera, pero rechacé el casco y la armadura metálica que me había ofrecido. Eran tan pesados que no hubiera sido capaz de moverme y Shindoh no habría sido capaz de correr tan rápido debajo de nuestro peso combinado. Tiras llevaba un casco, pero me dijo que era para ocultar su identidad más que cualquier otra cosa. Matar al rey de cabello blanco sería el premio máximo. Mi propio cabello colgaba de una larga cuerda más allá de mi cintura y temía que mi presencia solo atrajera la atención hacia él, una mujer en medio de la batalla. —Llámalos, Lark. Anímalos a que se acerquen. Me extendí, sintiendo el suspiro en las nubes, la amenaza de lluvia, el zumbido de la vida que se elevaba desde el suelo y escudriñé a través de la luz tibia. 112

Allí estaban ellos. Podía escucharlos y la simple sed de sangre que latía en ellos. Vivían para matar. No por odio o poder. Pero, aun así, mataban. Mataban porque la muerte significaba comida. La muerte significaba vida. La muerte significaba que su sangre latiera más caliente por sus venas y su carne se volviera más densa sobre sus huesos. Eran simples monstruos, pero monstruos de todos modos. Y tenían hambre. Sus espasmos eran agudos, como si su dieta hubiera sido limitada o reducida. Hablé hacia esa hambre, diciéndoles que vinieran, para comer. Levanten sus cabezas hacia el viento. Comida en abundancia al rodear la curva. Los sentí moverse y estremecerse, deseando obedecer, pero debajo del colectivo latido de corazón del instinto inocente, por sanguinario que fuera, había una corriente subterránea de intención que era más hombre que bestia y estaba separada de ellos. Alguien o algo los controlaba y la inteligencia que los guiaba no era como ellos. Su voz era húmeda y gutural, aferrándose a la mente de cada bestia, manipulando e instruyendo. Y era consciente.

Retrocedí con un jadeo y mi cabeza golpeó contra el pecho blindado de Tiras. —¿Lark? El líder de los Volgar, Liege, ¿es hombre o Volgar? Shindoh relinchó como si entendiera, aunque sabía que no era así. Sentía mi miedo. —Es ambos. ¿Es Dotado? —Algunos dicen que es un Cambiante... como yo. Hombre y pájaro. ¿Qué pasa si Lord Bin Dar tuviera razón? ¿Qué pasa si los Dotados están detrás de los ataques de los Volgar? —¿Qué diferencia hace? Preferiría destruir a un hombre malvado que a una bestia inocente. Los Volgar destruyen, así que deben ser destruidos, pero Liege quiere conquistar, quiere tomar. Si es Dotado, significa poco para mí. Quiere a Jeru. No puede tenerla.

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—¡Tiras! Los hombres están ansiosos. Si no nos movemos ahora, no llegaremos a los Volgar hasta que oscurezca —interrumpió Kjell, trotando junto a nosotros con una frustración apenas reprimida. Su semblante reflejaba el cielo: oscuro, pesado y listo para estallar. —Espera, Kjell. Aguanten. Dejen que vengan a nosotros, justo como dije. Kjell asintió, pero su mirada azul se posó brevemente en mi rostro y supe que quería discutir. Bajó la rejilla de su casco y se alejó una vez más, pero no demasiado. Su caballo se paseaba como una pantera y Tiras bajó sus labios hasta mi oreja. —Hazlos venir, Lark —repitió Tiras, su voz un murmullo retumbante que levantó los rizos en mis mejillas—. Es hora. Solté mis palabras hacia la brisa como una llamada de sirena, instando a los Volgar a hacer lo que deseaban. Volar, matar, comer. Tiré de ellos con palabras impregnadas de tentación, aterrorizada porque realmente vinieran, pero más temerosa porque no lo hicieran. Querían a Jeru. Querían a Tiras. Y descubrí que no estaba dispuesta a separarme de ninguno de los dos. Hubo un atronador graznido en mi cráneo, una bestia negada y me encogí con dolor cuando el trasfondo de control que había sentido en los Volgar fue debilitado repentinamente. Escuché el sonido de miles de alas batiéndose en el aire, superando las palabras que pedían restricción. Sus palabras. Ahí vienen, advertí. Tiras rugió, un eco de la bestia en mi cabeza y Shindoh se lanzó hacia adelante mientras Tiras preparaba a la ansiosa fila de arqueros jeruvianos que revoloteaban

en los árboles, con flechas colocadas, esperando desatar el infierno sobre el enemigo alado. El cielo sobre nosotros comenzó a moverse y la luz del día quedó completamente oscurecida por un manto negro. —Hazlos aterrizar, Lark —ordenó Tiras. Apenas dudé, arrojando mi don con toda la urgencia de los condenados y desesperados. No puedes volar, Así que caerás. Dejen el cielo Todos y cada uno. Vi el simple hechizo perforar el aire por encima de nosotros, las palabras como bolas de fuego en un pozo de serpientes retorciéndose y los Volgar comenzaron a caer, chillando, hacia la tierra. Algunos cayeron al suelo con tal velocidad que murieron al instante, pero otros parecieron más resistentes a mi sugerencia y aterrizaron con un tambaleo, todavía aleteando, aturdidos pero ilesos.

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—¡Ataquen! —gritó Kjell y los soldados agachados en la hierba alta a la derecha de los arqueros dejaron la cobertura de los árboles y atravesaron el claro, espadas blandiéndose y lanzas volando, cayendo sobre los aturdidos pájaros antes que tuvieran oportunidad de exponer sus garras e hicieran uso de sus afilados picos. Tiras espoleó a Shindoh hacia adelante, ejecutando a un hombre pájaro con su lanza, incluso mientras advertía a un soldado de un ataque sobre su cabeza. —¡Mantenlos abajo, Lark! —gritó Tiras—. No podemos luchar contra ellos en el aire. No pueden volar, Sus alas están dobladas. Nunca volverán a Volar de nuevo. Otra ola de hombres pájaro cayó del cielo incluso mientras los Volgar en el claro chillaban y luchaban. Muy pocos se dieron a la fuga. Creían que sus alas estaban dobladas. Había tantos. Diez a uno, veinte a uno y seguían viniendo y viniendo mientras Tiras rodeaba a la bulliciosa multitud, gritando órdenes y usando todas las armas a su disposición. Una y otra vez Tiras me llamaba, dirigiéndome, empuñándome como una espada y me aferré a Shindoh, siguiendo las órdenes de mi rey, observando cómo la muerte se multiplicaba a mi alrededor: hombres de Jeru con heridas abiertas y ojos sin visión yacían entre los hombres pájaro. No podía salvarlos

a todos, aunque lo intentara. Giraba palabras y hechizos hasta que mis ojos se sintieron en carne viva y mi mente comenzó a fallar. Había sangre en mi cabello y arena en mis dientes y Tiras era incansable a mi espalda, gritaba y giraba y movía a sus hombres. Podía sentir mi pulso en mis sienes y reverberaba como un gong. Me sentía miserable y temblorosa, demasiado débil para mantenerme derecha. Me incliné hacia adelante contra el cuello de Shindoh, sin importarme que su melena estuviera resbalosa con sudor y sangre. Me sentí resbalar, incapaz de aguantar más. Observé los cascos de Shindoh bailando alrededor de los heridos y muertos cuando de repente, Tiras cogió mi trenza, envolviéndola alrededor de su mano mientras me enderezaba. Me desplomé contra él y su boca rozó mi oreja, gentil incluso mientras me exigía por más. —Hazlos volar, Lark. Termínalo. El fuerte tirón de su mano en mi cabello y la rápida quemadura de mi cuero cabelludo despejaron mi cabeza lo suficiente como para manejar una súplica final. Váyanse ahora, pájaros. Vuelen lejos, 115

Vivan para ver otro día. —Más poderoso que la espada —musitó Tiras y me envolví en el alivio que hizo eco en su voz. Alas hechas jirones se levantaron del suelo y miré junto con los guerreros de Jeru, mis párpados pesados y mi respiración superficial, mientras los Volgar restantes retrocedían hacia el cielo. Luché contra el tirón de la inconsciencia, mis brazos se volvieron de plomo y mis pensamientos sofocantes. Luego volví a deslizarme, liberándome de Shindoh y el sonido y el peso de mi don. Me pareció haber escuchado a Kjell alardear con victoria y todo alrededor era agradecido triunfo, como plumas contra mis mejillas. —¿Está herida? —preguntó alguien y sentí el endurecimiento de las bandas de acero alrededor de mi cuerpo. Me estaba moviendo a través de soldados, flotando. —¡Lo logramos, Majestad! —Alguien golpeó al rey en su espalda y mi rostro chocó con su pecho blindado. Tiras me estaba cargando y las bandas eran sus brazos. Caminaré. —Descansarás. Caminaré. —Mujer obstinada —murmuró—. Duerme. Y dormí.

e desperté en una cama de hierba para encontrarme con quejas y maldiciones y el crudo hedor de sangre y carne. Shindoh gimoteó a mi lado y estiré una mano para consolarlo y tranquilizarme. Una vasija con agua estaba cerca de mi cabeza y bebí con gratitud y rocié mis manos y rostro. Pude ver a hombres moviéndose en la oscuridad, atendiendo a los heridos y apilando a los muertos. Los hombres se turnaban, algunos dormían entre los árboles, otros vigilaban los cielos y atendían a los heridos. Caminé entre ellos, necesitando privacidad para aliviarme y quizás un lugar donde pudiera lavarme. El cabello pegado a mi rostro y la camisa de malla que, aun cuando me había mantenido caliente, me estaba rozando debajo de los brazos hasta quedar en carne viva.

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Claramente, la batalla no había terminado, pero me detuve y temblé ante lo que traería el día siguiente. No había palabras colgadas en el viento. Las criaturas del bosque se habían adentrado más o habían huido. Los sonidos nocturnos estaban enmudecidos, los árboles silenciosos. Incluso las hojas hablaban en susurros o no hablaban en absoluto. La muerte hacía que los seres vivos se ocultaran. Me metí entre la maleza y me ocupé de mi necesidad más urgente, rezando para que nadie estuviera cerca. Me pareció oler agua y olisqueé el aire como hacía Boojohni, defendiéndome para escuchar, aun cuando detecté algo de tierra húmeda y musgo de turba. Era el arroyo que corría río arriba, más profundo y ancho cerca del campamento. Me moví hacia el olor y la tranquila caída del agua sobre las rocas. El agua atraía a los vivos, tal como me atraía a mí, así que me acerqué con cuidado, mirando a través de los juncos que bordeaban las orillas. El arroyo brillaba en la oscuridad, las estrellas se reflejaban en el agua que se acumulaba en los bordes bajos y todo estaba quieto. Me arrodillé en la orilla, piedras enterrándose en mis rodillas, agua filtrándose a través de mis pantalones y cuando me incliné cerca de la superficie para lavar mi rostro, una sombra se deslizó sobre la luna. Me enderecé de golpe y levanté mis ojos hacia el cielo, viendo como un hombre pájaro tras otro volaba silenciosamente por encima de mi cabeza, tan bajo como los árboles. Me dejé caer boca abajo en los juncos, sin atreverme a moverme o siquiera respirar. No los había atraído. Habían sido enviados y no estábamos preparados. ¡Tiras! ¡Tiras! Los Volgar están aquí. ¡Los Volgar están aquí! Envié el mensaje en una ola de terror, sin importarme quién pudiera tener la capacidad de escucharlo.

Como si los hombres pájaros hubieran escuchado mi advertencia, el silencio se rompió en alaridos y gritos y salí de entre los juncos y comencé a correr, temiendo que sería separada de los guerreros de Jeru con los Volgar entre nosotros. Corrí ciegamente, incapaz de conjurar hechizos y tejer palabras, Volgar el único pensamiento en mi cabeza. Los pájaros descendieron a mi alrededor, llenando el aire con el pesado aleteo de poderosas alas. Me tropecé y caí, escapando por poco de las afiladas garras de una bestia en descenso. Frustrado, gritó y ascendió, aun cuando un nuevo atacante bajó para hacer otro intento. Gateé, medio arrastrándome, medio corriendo y garras rebotaron contra mi camisa de malla solo para enredarse en mi cabello. Tiré de mi trenza, intentando liberarme, mi mente en blanco por el horror del momento. El hombre pájaro batió sus poderosas alas y se elevó en el aire, llevándome con él, colgando de mi cabello. Golpeé y apreté los pies con garras del Volgar, más aterrorizada de ser llevada que de caer. El hombre pájaro volvió a gritar y su ascensión se interrumpió, suspendido por la lanza Jeruviana enterrada en su pecho. De repente liberada y temporalmente ingrávida, el suelo llegó y me arrebató el aliento. Me quedé aturdida, el aire forzado a salir de mis pulmones. 117

—¡Lark! —rugió Tiras, su voz rompiendo mi estupor—. ¡Corre hacia los árboles! El choque de espadas, los gritos de hombres y el golpeteo de cascos se posaron sobre mí y cubrí mi cabeza y rodé para evitar ser pisoteada. No tenía sentido de hacia dónde estaba el bosque o el arroyo, de la izquierda o la derecha, de amigo o enemigo. Por todas partes miraba la batalla embravecida y llevé mis piernas hasta mi pecho y cerré mis ojos, buscando mis palabras. Alas de Volgar, grandes y pequeñas, Cuanto más alto vuelas, más rápido caes. Cada pico que busca matar, Es sangre Volgar que quieres derramar. Lancé las palabras al aire, catapultándolas por encima de los árboles, haciendo que se precipitaran y se lanzaran contra los Volgar volando por encima. Por un momento la batalla continuó y presioné más fuerte, envolviendo a los Volgar en mi red. Entonces el cielo comenzó a silbar mientras los cuerpos caían como bolas de cañón, chocando con la tierra. Sangre salpicó mis mejillas y fui arrastrada hacia el suelo, atrapada bajo el ala de un hombre pájaro.

Empujé y tiré, liberándome, solo para volver a esconderme cuando otro hombre pájaro cayó. —¡Lark! —gritó Tiras—. ¿Dónde estás? Empecé a escalar sobre los cuerpos hacia su voz. Aquí. Estoy aquí. Sentí el miedo rojo de Shindoh corriendo hacia mí, incluso cuando encontré mis pies e instintivamente estiré mi brazo. Entonces el rey estaba allí, balanceándome detrás de él, sin armadura, sin casco, sin malla, ni guantes. Solo una espada que blandía en su mano izquierda y una maza de cadenas con púas que balanceaba con su derecha. Habíamos sido sorprendidos completamente desprevenidos. Envolví mis brazos alrededor de su cintura y me aferré a los flancos de Shindoh entre mis rodillas y la batalla continuó.

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Entre los hombres pájaro Volgar estaban los que no parecían afectados por mis hechizos, los que bajaban y volaban y se llevaban a los hombres, insensibles a la susceptibilidad de sus hermanos. Pero el mayor número cayó del cielo cuando empuñé mis palabras. Los que sobrevivían a la caída se volvían contra los otros como les había ordenado. Nuestra vulnerabilidad se convirtió en superioridad, incluso mientras los guerreros de Jeru luchaban contra el ataque sorpresa. Cuando una nueva ola de hombres pájaros descendió, envié hechizos para derribarlos y mientras la tímida luz del amanecer se deslizaba sobre los temblorosos árboles, los Volgar que quedaba estaban muertos o moribundos. Puse mi cabeza cansada sobre la espalda de Tiras, dando la bienvenida al final del segundo conflicto, negándome a considerar la idea de más. Su espalda se inclinó como si él también hubiera llegado a su límite y un temblor lo sacudió, haciéndome apretar mi agarre de su cintura. Su aliento siseó y su mano se apretó contra mi brazo, reposicionándolo. Estás herido. —No seriamente. Necesito cambiar. Tiré de su túnica y volvió a sisear, la lana tirando de su herida. Su carne estaba caliente y pegajosa bajo mis manos y se estremeció de nuevo. —Déjalo, mujer. Estás desgastada —ordenó Tiras, pero presioné mis palmas a lo largo de la herida que tenía en su costado izquierdo. Sangre se derramó sobre mis manos y maldijo. Todos los males, la suciedad y la mugre Huyan de esta herida y aceleren el tiempo. Agrietada carne y piel quebrada

Arréglense y júntese de nuevo. Tiras suspiró y se relajó, levantando su mano para cubrir la mía, agradeciéndome sin hablar. Imaginé su carne reparándose a sí misma, la piel rasgada desenrollándose y uniéndose de nuevo. Sana la herida debajo de mi mano, alivia el dolor dentro de este hombre. No era un hechizo bien hecho, pero fue todo lo que pude conjurar y presioné las palabras contra su abdomen a través de las puntas de mis dedos, dándole la última de mis fuerzas. Mis ojos estaban pesados y mi conciencia colgaba de los más delgados hilos, pero creí escucharle murmurar. —Creo que te conservaré.

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Cuando me desperté de nuevo, la oscuridad había caído o tal vez simplemente había venido y se había ido y había vuelto de nuevo. Los sonidos de celebración y se escabulleron dentro de mi tienda, acompañados por el olor a carne y hombres y todo eso hizo que mi estómago se revolviera. Cuando perdí el conocimiento, había estado rodeada por cuerpos rotos y carne desgarrada y el olor seguía aferrado a mí. Me sentía caliente, cómoda incluso, aunque aún llevaba la túnica y los pantalones que el rey había insistido en que me pusiera para la batalla. La camisa de malla se había ido, junto con las botas que no me quedaban bien y mi cabello estaba suelto alrededor de mi cabeza. Tiras también se había ido, aunque había señales de él por todas partes. El lecho de pieles apiladas cubiertas de seda y el tamaño de la tienda, junto con la ricamente amueblada sencillez de mi entorno, no dejaba lugar a dudas que había hecho lo que había prometido. Me había mantenido cerca. Me enderecé lentamente y estiré mi cuerpo experimentalmente. Estaba entre los vivos, pero me dolía el corazón y quería llorar. El olor a jabalí asándose y algo terrenal, como pan de levadura, hizo cosquillas en mi nariz una vez más y mi estómago gruñó a pesar de que estaba revuelto. Estaba sucia y sedienta y necesitaba desesperadamente un orinal de cámara. Me arrastré del camastro de la esquina donde había estado acostada, un simple cobertor se extendía sobre mí y me encogí cuando la entrada de la tienda se movió y alguien entró. Habría sentido a Boojohni antes de verlo si no hubiera estado tan confundida. Estaba cantando una pequeña melodía en voz baja y su barba cuidadosamente trenzada con un pequeño lazo en la punta, como si hubiera pasado tiempo siendo

cuidado y arreglado por dedos ágiles. Había celebración en su paso y sonrió ampliamente cuando vio que estaba despierta. —¡Dormiste durante tanto tiempo! El rey Tiras me dijo que salvaste a todos — susurró la última parte y sus ojos se movieron rápidamente de derecha a izquierda como si le preocupara que alguien pudiera escuchar. Debería hacerlo. Nadie más que Tiras y Kjell y quizás, hasta cierto punto, Boojohni sabían qué papel había desempeñado en todo esto. Era la mascota del rey. Había escuchado que los hombres se referían a mí de esa manera. Necesito lavarme. Me puse las botas cerca de mi camastro, ignorando las felicitaciones de Boojohni. Boojohni inclinó su cabeza y me miró con labios fruncidos. —¿No te alegras, Bird? No puedo alegrarme cuando hay tanta muerte. No quiero herir a la gente. No quiero herir animales o bestias, ni siquiera a los hombres pájaro. —Pero a veces debemos hacerlo —dijo en voz baja.

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Asentí, pero me costó mucho mirarlo a los ojos. Busqué a tientas en mi bolso y saqué un vestido, sedoso y suave y lo sacudí. Era demasiado fino para las circunstancias en las que me encontraba, pero se sentiría bien contra mi piel una vez que estuviera limpia. Boojohni siguió mi ejemplo, cogiendo una cuña de jabón, una manta y un paño para secar y lo dobló todo en una bolsa que balanceó en su cabeza. Me guio desde la tienda del rey y pasamos junto a refugios más pequeños y grupos de hombres hacia el arroyo al borde del campamento. La celebración abundaba. No había nada más estridente que hombres que se habían enfrentado a la muerte y vivieron para ver otro día. Hombres quienes habían matado para mantener la matanza fuera de sus tierras, hombres que aún tenían sangre sobre sus armas y su ropa. Bebían y reían y algunos se arrastraban para estar con la pequeña banda de mujeres que seguían al ejército del rey cada vez que viajaban. Era comprensible. Pero me pregunté cómo se sentían esas mujeres abrazando a hombres con muerte en su piel. Tal vez estaban agradecidas. No lo sabía. Pero no podía celebrarlo. No podía reírme o sonreír o beber de la botella de la comunidad y levantar mis pies, aunque muchos me sonrieron e incluso se inclinaron cuando pasé, como si hubiera ganado una cierta reputación de celebridad. Mantuve mi cabeza en alto y mis manos en mis costados y Boojohni corría detrás de mí, sus ojos moviéndose rápidamente de derecha a izquierda por la celebración y lo vi aceptar una copa rebosando con algo rojo. Reprimí mis náuseas y empecé a bajar por el pequeño valle hasta el agua corriente. Tenía que lavarme. Si no me lavaba me pondría enferma y si enfermaba, lloraría. Si empezaba a llorar, no me detendría. El agua era vigorizante y me lavé el cabello dos veces, restregándolo hasta que mi cerebro estuvo medio entumecido por el frío. El entumecimiento estaba bien,

era bienvenido. Una vez que mi cabello estuvo limpio, caminé hacia la mitad del arroyo hasta que el agua me llegó hasta pecho. Deslicé la túnica sucia de mis hombros y también me quité los pantalones; el agua y la oscuridad eran suficientes para esconderme y la ropa apestaba a culpa y a sangre. La pasé por encima de mi cabeza y la arrojé hacia la orilla. Me lavé bajo el agua, el jabón áspero y la dificultad de la tarea exigiendo rapidez y atención. Boojohni estaba cerca y mantuvo sus ojos clavados justo más allá de mi cabeza, dándome privacidad y seguridad al mismo tiempo. Bebió de su copa, sin tratar de conversar conmigo y cuando me acerqué a la orilla, mis manos cruzadas sobre mi pecho, simplemente me dio la espalda y extendió el paño para secarme y la manta rasposa que olía a cerveza y caballo. Aun así, me cubría de pies a cabeza y la coloqué alrededor de mis hombros agradecida mientras secaba mi cabello con el paño. —Necesitas comer, Bird —dijo en voz baja—. Dormiste un día entero. Si no lo haces, te enfermarás —añadió. Ya estaba enferma, pero asentí y levanté la manta un poco más alto, creando una capucha para cubrir mi rostro. Boojohni se tambaleó detrás de mí mientras regresaba a la tienda del rey, su copa vacía, sus manos llenas de mi mojada ropa prestada y con lo que quedaba del jabón. 121

Mientras me vestía y trenzaba mi cabello mojado, Boojohni me encontró cena y se sentó conmigo en silencio mientras hacía lo mejor que podía para mostrarle mi aprecio al comer tanto como me fue posible. Se quedó hasta que el rey volvió y la fiesta de afuera se quedó en silencio. Entonces besó mi mano y palmeó mi mejilla y se inclinó ante el rey mientras se volvía para irse. —Tu madre estaría orgullosa de ti, Lark —dijo antes atravesar la entrada y dejarla caer detrás de él. Me pregunté si había alguien esperando por él, una mujer que conocía el valor del pequeño troll y dije buenas noches, las palabras sonando muy parecidas a un hechizo. Lo empujé hacia afuera y esperé que me escuchara, incluso mientras se alejaba. Duerme mi amigo, con pacíficos sueños, Y nunca viajes lejos de mí.

o intenté conversar con el rey, sino que rodé sobre las mantas de mi camastro y miré hacia la pared, torpe e insegura de qué hacer conmigo si no estaba durmiendo. Lo escuché moverse, fingiendo desinterés y fingiendo dormir, hasta que apagó la mecha y se acomodó sobre sus pieles. Inquieta energía zumbaba en el aire y supe que estaba preocupado. O tal vez estaba confundiendo sus emociones con las mías. Era yo quien estaba preocupada y ciertamente ya no estaba cansada. Escuché como sus movimientos se calmaron y pensé que estaba dormido cuando habló, sorprendiéndome. —Sé que estás despierta. Tu mente es ruidosa. Me pregunté si también lo estaba manteniendo despierto. Era extraño que pudiera. Pero se estaba volviendo cada vez mejor en escucharme, incluso cuando no tenía la intención de que lo hiciera. Lo siento. 122

Intenté callarlo y por un momento pensé que había tenido éxito. Lo escuché moverse, su movimiento fluido y recordé que había sido herido. ¿Cómo está tu herida? —Se fue. Detuviste el sangrado y aliviaste el dolor. Cambiar me curó por completo. El silencio se levantó entre nosotros una vez más, pero las preguntas daban vueltas a nuestro alrededor. Me enderecé, irritada e inquieta y arrojé mis mantas hacia un lado. Me levanté de mi camastro y caminé hacia la apertura de la tienda, necesitaba escapar, pero no quería estar sola. Lo escuché levantarse también, aunque mantuvo su distancia. Después de un momento, comenzó a hablar. —Recuerdo cuando maté a un hombre por primera vez. Tenía quince años. Intentó secuestrarme y pedir un rescate. Era uno de los consejeros de mi padre y estaba desesperado. Pero sabía que mi padre me dejaría morir antes de sucumbir a chantajes o amenazas. No negociaba con nadie. El rey Zoltev, con sus ojos negros y su espada brillante, apareció en mi memoria y me estremecí mientras Tiras continuaba. —Sabía que tendría que salvarme a mí mismo. Tomé la espada del hombre, me había subestimado por completo y recuerdo cómo se sintió hundir la espada en

su vientre. Hubo muy poca resistencia en su carne... o tal vez mi miedo me dio poder. —Hizo una pausa—. Pero vi la vida abandonar sus ojos y fue absolutamente aterrador. Deseé haber dejado que me matara en su lugar. ¿Por qué? —Porque en ese momento, mientras lo veía morir, sentí que algo también me abandonaba. Como si se hubiera llevado parte de mi alma. La mejor parte. Nunca la recuperé. Y la extraño. Sabía exactamente a qué se refería. Su inocencia había sido completamente arrebatada. La virtud había huido y había dejado arrepentimiento en su lugar, incluso si el arrepentimiento era solo por lo que había sido y nunca podría volver a ser. —¿A dónde crees que fue? —preguntó con seriedad y me sobresalté, dándome cuenta que se refería al hombre que había matado. Luché por ofrecer posibilidades.

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¿A dónde va cualquiera cuando muere? ¿De vuelta al Creador de las Palabras? O tal vez se disipan y se convierten en parte de los elementos de los que estaban formados. No lo sé. Tal vez algunos simplemente dejan de existir. Tal vez algunos se han ganado el derecho de existir en otro lugar o de existir nuevamente. Espero que los hombres pájaro que maté hoy no me estén esperando en algún lado. —¿Eso es lo que te preocupa? ¿Tienes miedo de la venganza de los Volgar en otro tiempo y lugar? No. Eso no es lo que me preocupa. Esperó a que le ofreciera más, pero me contenía con fuerza, negándome a pensar en algo, así no compartiría más de lo que quería. —Nos habrían matado. A todos. Salvaste a muchos. Maté a muchos. Mi voz interior le respondió bruscamente, arremetiendo como una serpiente. Salió de su cama y vino hacia mí. Me volví y me preparé para su toque, pero se detuvo antes de alcanzarme. —Sí. Lo hiciste. No se pareció a nada que hubiera visto antes. —Su tono era franco. Lleno de admiración. Quería gritar. Mis dedos se cerraron formando puños a mis costados. No soy una espada. —¿Qué? —preguntó, sorpresa coloreando la palabra. ¡No soy una espada! Cerré mis ojos contra las ardientes lágrimas que se levantaron inmediatamente. No quería compartir nada de esto con él. Pero mis pensamientos eran ingobernables y estaba escuchando atentamente.

No soy un arma. ¡No quiero ser un arma! —Eres lo que eres. Soy lo que soy. Poco importa lo que queremos. No soy un arma. Las palabras fueron un grito en mi mente, lúgubres y resistentes. Lo sentí acercándose, pero, aun así, no me tocó y por eso estuve agradecida. Si me tocaba, me derrumbaría. —Nunca quise ser rey. Pero es lo que soy. Poco importa lo que queremos — repitió. Me volví y miré su rostro fijamente, lleno de una angustia que no disminuiría. Te equivocas. Es lo que más importa. —¿Por qué? —murmuró, sus ojos intensos. Porque sin deseo, solo hay deber. Mis labios temblaron y los mordí, ordenándoles que se quedaran quietos. Presionó un pulgar contra mi boca, liberando mi labio inferior del agarre de mis dientes. —¿Me deseas? 124

Me sacudí, resistiendo la necesidad en espiral que repentinamente brotó en mi vientre y llenó mi pecho. Sus ojos se encendieron y su respiración se entrecortó y me pregunté qué palabra le había dado. Solo podía adivinar. Di un paso para pasar junto a él, pero se estiró hacia mí, levantándome del suelo, un brazo debajo de mis caderas, otro apoyado en mi espalda. Caminó de regreso hacia las gruesas pieles donde dormía y me acostó sobre ellas. Este no es mi deber. O mi deseo. —Es ambas cosas —respondió, su arrogancia haciendo que mis dientes se apretaran. NO. —Sí. La lujuria es diferente al deseo. Hay mujeres que gustosamente mitigarán tu lujuria. Yo no lo haré. —Me deseas. Lo escuché. Lo siento. Importa poco lo que queremos, repliqué, usando sus palabras en su contra. Puedo ser tu arma. Pero no soy tu reina. Se sentó sobre sus talones, sus manos sobre sus muslos y me consideró. —¿Quieres ser mi reina? ¿Por qué querría eso?

—La mayoría de las mujeres lo harían. No soy como la mayoría de las mujeres. —¿No quieres el poder? ¿Riqueza? El poder solo te mata. Retrocedió, pero se recuperó rápidamente. —¿Qué hay de la adoración? ¿De quién? ¿Por quién sería adorada? Inclinó su cabeza, mirándome con especulación. —La adoración de un pueblo agradecido, por supuesto. ¿Por qué estarían agradecidos? No pretendes decirles que soy una Dotada, ¿cierto? —No. Eso podría asustarlos —admitió. Sacudí mi cabeza cansadamente.

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—¿Qué quieres, Lark? —preguntó, su voz fue tan suave que quise acurrucarme en ella. En cambio, me alejé de él y cerré mi cabeza y mi corazón. No le daría eso. Lo que quería, mis más profundos deseos, mis sueños, eran míos. Solo míos. —¿No me dirás? —Pude escuchar la frustración en su voz. Resistí la pregunta, cambiando mentalmente el tema. Te daría este poder. Este regalo de las palabras. Te lo cambiaría por tu capacidad para cambiar y me convertiría en una verdadera alondra. Un pajarito. Y volaría lejos. Haría mi nido en lo alto de un árbol y cantaría. Cantar y volar. Si fuera un pájaro real, la gente perdería la capacidad de decepcionarme. No los consideraría en absoluto. Solo tendría cuatro pequeñas palabras en mi cabeza. Dormir, comer, volar, cantar. Y eso sería suficiente para mí. Tuvo la audacia de reírse. —Mientes. Eso no sería suficiente para ti. —Sentí que se movía detrás de mí, acostándose junto a mí sobre las gruesas pieles. Se movió tan cerca que podía sentir su calor y la sensación de su aliento moviendo mi cabello. Se cernió sobre mí, mirándome. —Tu cabello tiene un brillo plateado. Es extraño porque es marrón. Pero no es marrón. No en realidad. —Confusión se elevó desde él. Confusión y algo más. Escuché, sin creer la palabra que vino a mi mente. Anhelo. ¿Anhelo? ¿Qué anhelaba él? No era los suficientemente tonta para pensar que me anhelaba.

Ceniza. Mi madre decía que mi cabello era como la ceniza. —Ceniza. —Lo acarició con su mano, de arriba a abajo y su anhelo se convirtió en el mío. —¿Qué quieres, Lark? —preguntó de nuevo y su elegía interna era tan ensordecedora que perforó mis paredes. Había algo que me estaba ocultando, algo que no había descubierto. Quiero ser deseada. Se puso rígido y me di cuenta que lo había dejado escuchar. Lo había dejado entrar. Solo un poco. Estaba tan cerca y mi necesidad era fuerte. —Te deseo —dijo, su voz aguda. No me deseas. Me necesitas. Te soy útil. No es lo mismo. —Quiero que seas mi reina. Sería una reina terrible.

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—Puedo enseñarte lo que necesitas saber. Puedo enseñarte cómo complacerme. —Su voz era tan baja y suave que el vello de mi cuello se levantó. Me estremecí y me levanté de las pieles. No tenía que estar recostada ahí. Estaba enojada con mi respuesta hacia él y enojada porque sentía que necesitaba que me enseñara como complacerlo. Me siguió. Me volví, deteniéndolo con una mano extendida mientras se levantaba, dando un paso atrás para crear distancia entre nosotros. La parte superior de su rostro estaba en sombras, pero la luz tocaba su boca como dirigiendo mi mirada. Me estremecí de nuevo. ¿Por qué me tienes que enseñar? —Porque acabas de decir que no sabes nada sobre ser una reina. Porque soy el rey. Y porque es tu deber complacerme. Me reí y deseé poder aullar mi frustración ante la luna gorda y perezosa quien nos miraba a través de las aberturas de la gran tienda como un voyeur ebrio, demasiado emocionado para ocultar su fija atención. ¿Por qué no te complazco como soy? Tiras se estiró hacia adelante y sin previo aviso, me levantó, sus manos rodeando mi cintura y elevándome hasta que nuestros ojos estuvieron nivelados. Sus ojos negros eran ilegibles, pero la frustración cantaba en el aire entre nosotros. Tal vez te enseñaré a complacerme, me burlé de él, negándome a ser intimidada, aunque me sostenía como si mi peso fuera insignificante.

—¿Qué podría una alondra enseñarle a un águila? —me retó y sentí ese desafío desde el agarre de sus manos hasta el brillo en su mirada negra. Un águila no puede cantar. Fue lo único en lo que pude pensar. Sus labios se fruncieron. —Y mi alondra no puede hablar. No soy tu alondra. —Lo eres. —Trajo mi cuerpo contra el suyo y sentí una descarga chisporrotear desde los dedos de mis pies hasta mi corazón antes que estallara en sus ojos. Envolvió sus brazos a mi alrededor, sosteniéndome en ese lugar contra él mientras sus dedos se retorcían en mi cabello. —Lo eres —repitió y sus labios se posaron en los míos tan suavemente que apenas me di cuenta que habían llegado. Su boca flotó allí, tierna y vacilante y completamente en desacuerdo con el agudo dolor en mi cuero cabelludo, donde agarraba mi cabello en su puño. Mía. 127

No supe si la palabra provino de su beso o de sus pensamientos, o tal vez la palabra fue solo mía, pero la tomé y me la tragué entera, plantándola en lo profundo de mi vientre donde el deseo, la necesidad y el anhelo crecieron y florecieron. Su beso fue cálido y persuasivo y completamente diferente de la primera vez que me besó. Todavía tomaba, exigía incluso, pero mezclado con su poder había algo más dulce. Algo que necesitaba de él. Algo que anhelaba. Anhelo. Ahí estaba de nuevo. De repente, el anhelo tenía sabor. Sabía como a un rey, un hombre hermoso, aterrador e irritante que irrumpió en mi vida y comenzó a liberar mis palabras. Tiró de mi cabello de nuevo, alejándome de sus labios como si necesitara comunicar algo de gran importancia. —Serás mi reina. ¿Te complazco? me burlé de él incluso cuando deseé que siguiera besándome. Se rio, un áspero ladrido de incredulidad. —No eres una alondra. Eres una grande y chillona arpía. Aún mejor para mantenerle el paso a un águila. —Serás mi reina —insistió, poniéndome de nuevo sobre mis pies, soltándome como si todo estuviera arreglado. Me sentí casi abandonada, hasta que levantó mi barbilla para que encontrara su mirada feroz, forzando una respuesta. —¿Lark?

No podía decir que no. Lo deseaba demasiado. Estaba en lo correcto. Mentí. Ser una simple alondra nunca sería suficiente para mí. Me había arruinado. Me había hecho querer ser un águila. Incliné mi cabeza en señal de asentimiento y mantuve mi alegría encerrada, permitiéndome estar de acuerdo, pero sin permitirle conocer la exaltación que cantaba a través de mi alma. Sí, Tiras. Seré tu reina.

Permanecimos acampados cerca de Kilmorda durante dos semanas y buscamos a los Volgar, adentrándonos cada día más profundo dentro Kilmorda. Los llamé, sentándome frente a Tiras en la espalda de Shindoh, cortejándolos, engatusándolos para que vinieran a mí en pequeños grupos, solo para verlos caer en la trampa y ser asesinados. Cuando me sentía mal por las bestias, Tiras me llevaba a un campo sembrado de huesos o un pueblo donde solo residían las ratas, gordas debido los restos humanos. 128

—Matarán si no son destruidos —me recordaría y le creía, incluso cuando sufría remordimientos por usar mi don para atraerlos hacia sus muertes. Día tras día limpiábamos de Volgar las colinas y los valles de las partes más al norte de Jeru, aunque había momentos, a veces solo horas, a veces hasta dos días a la vez, cuando Tiras desaparecía en el cielo. Boojohni comentó sobre su ausencia en la segunda semana mientras cabalgaba sobre Shindoh, siguiendo a Kjell mientras daba vueltas por el valle en una patrulla de las áreas ya despejadas. Boojohni trotaba a mi lado, siempre el diligente sirviente, sin alguna vez parecer que se cansara. —¿A dónde va, Bird? ¿Quien? —¡El rey, Ganso! Sabes sobre quién estoy hablando. El hombre que siempre estás observando, el hombre a quien amas —gruñó, como si no tuviera paciencia para las protestas. No lo amo. —Sí lo haces. Quiere hacerme reina. Boojohni tropezó con sus propios pies, la sorpresa haciéndolo torpe. Luego comenzó a ulular y aplaudir, llamando la atención de los guerreros que nos

rodeaban. Shindoh relinchó irritado y lo tiré de sus riendas, deteniéndome mientras Boojohni celebraba mi anuncio. —El rey es claramente un hombre de gran sabiduría. —Se rio Boojohni e hizo un pequeño baile, provocando que Shindoh sacudiera su cabeza. Le soy de utilidad. —Ah, ya veo. —Boojohni dejó de bailar y ladeó su cabeza—. ¿Y te es de utilidad, Bird? La pregunta me tomó por sorpresa y no tuve respuesta. ¿Tiras me era de utilidad? —Te ha liberado —incitó Boojohni gentilmente—. Seguramente eso vale algo para ti. ¡Me secuestró! —Cierto. Pero también te ha liberado. Admítelo, muchacha. Me enseñó a leer... y a escribir. —Lo hizo. Y ve tus dones. 129

Me está usando. —Eso parece molestarte, Bird. ¿Por qué? No tiene que hacerte reina para usarte. Es el rey. Puede tomar lo que quiera. Podía. Y a menudo lo hacía. —Conoce tus secretos... ¿conoces los suyos? —Esta vez Boojohni no sonreía y recordé cómo comenzó la conversación. Asentí lentamente. Sí. Conozco sus secretos. —¿Y sabes a dónde va? Sí. ¿Y tú? —Es muy cuidadoso. Pero soy muy callado. Y curioso. Y protector. Boojohni asintió, admitiendo eso. —Así soy. ¿Por qué preguntas si ya lo sabes? —Porque lo amas. Y necesitaba saber si entiendes quién... y qué es.

No me molesté en discutir con él. Boojohni era tan obstinado como yo y se había convencido a sí mismo de mis sentimientos. —¿Le tienes miedo, Bird? No. Fue el turno de Boojohni para asentir y comenzó a caminar nuevamente, como si el asunto estuviera resuelto. Insté a Shindoh a avanzar. Acepté ser su reina, Boojohni. —¡Por supuesto que sí! Es un buen pedazo de carne de hombre. Si fuera capaz de resoplar, lo habría hecho, pero Boojohni resopló lo suficiente por los dos.

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iajamos de regreso desde Kilmorda de la forma en que habíamos llegado, moviéndonos rápidamente, Tiras desapareció un día completo y dos de las cuatro noches, solo para cabalgar al siguiente día como si nada hubiera pasado. Aunque no se lo había admitido a Boojohni, me preocupaba la cantidad de tiempo que pasaba como pájaro, el cuento de mi niñez filtrándose en mis pensamientos. El primer Cambiante con el paso del tiempo se transformó en aquello que lo rodeaba; mientras más tiempo pasaba como una bestia, más difícil le era convertirse en hombre de nuevo.

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Intenté imaginarme cómo se sentiría ser un pájaro, volar por encima del suelo, rodeada de paz y aire y libertad. Imaginaba que era particularmente atractivo para Tiras, quién tenía a tanta gente dependiendo de él y vigilándolo en todo lo que hacía. Aun así, al tercer día de nuestro viaje de regreso a Jeru, busqué a Kjell, quien ocupaba los zapatos de Tiras cuando el rey desaparecía. Yo cabalgaba a Shindoh, mi fortaleza aumentando cada día, mi cuerpo acostumbrándose a los rigores de montar durante largas horas sin descanso. Kjell me vio venir y su rostro se tensó aun cuando disminuyó su velocidad y esperó a que Shindoh se moviera hasta acomodarse junto a su montura. Se ha ido durante mucho tiempo. —Sí, lo hizo —dijo Kjell bruscamente y el enojo se enroscó a su alrededor. Lo ignoré, como siempre. Nunca había sido particularmente buena en hacer que la gente me quisiera. ¿Siempre ha sido así? —Está empeorando. —Me miró con tanto odio que jadeé. ¿Por qué me odias? —Odio lo que eres. ¿Y qué soy? —Eres Dotada —dijo las palabras en voz baja, pero con repudio, de la forma que siempre hacía cuando decía “Dotado”. Pero no odias a Tiras. —Tiras no es Dotado —dijo sencillamente. Lo miré con estupefacción y sacudió su cabeza con disgusto, como si yo fuera increíblemente lenta.

—No es un don. Es una maldita maldición. ¿Cuál es la diferencia? —No nació siendo de esta manera. No estaba segura de lo que Kjell estaba intentando expresar. Suponía que la mayoría de los Dotados no se daban cuenta por completo de sus habilidades hasta que eran mayores, aunque algunos pocos, como yo, quien había tenido guía por parte de mi madre, reconocían sus dones más temprano. Dotados o maldecidos, el resultado era exactamente el mismo. Kjell parecía inflexible acerca de hacer la distinción, como si uno fuera interno y el otro externo. —Estuve ahí el día que murió tu madre. ¿Sabes? —dijo Kjell en voz baja, sacándome de mis pensamientos. Sacudí mi cabeza, sorprendida. —Escuché a tu madre maldecir al Rey Zoltev. Lo vi matarla. Mi garganta estaba tan apretada que no podía tragar y me quedé mirando fijamente hacia el frente, incapaz de entender por qué querría lastimarme de esta manera. 132

Mi madre no hizo nada malo. No se merecía morir. —¡Maldijo a un chico inocente! Tiras tampoco se merecía morir, pero está perdiendo su vida poco a poco. El Rey Zoltev se condenó a sí mismo y todo lo que tocó. El miedo es su legado. —Mi padre trataba de proteger a su reino. Me volví rápidamente para mirarlo y se burló. ¿Tu padre? —No te preocupes, mi señora. No tengo intención de reclamar el trono. Soy un hijo bastardo. Tú y tu padre pueden pelear por él. Yo no lo quiero. Pero Tiras sigue siendo mi hermano y haré cualquier cosa en mi poder para protegerlo. Incluso de ti. Tiras no había explicado la relación, pero ahora que había sido señalada, era fácil de ver. Tiras y Kjell se parecían, aunque Tiras tenía la piel más oscura. Una vez su cabello había sido tan negro como el de Kjell, haciéndome preguntar si su don había sido la causa del blanqueamiento de su cabello. Cabalgamos en silencio durante varios minutos, el enojo entre nosotros chisporroteando en un arco caliente. No había pedido nada de esto, pero Kjell ya se había formado una opinión sobre mí. No serviría de nada intentar cambiarla.

—Me dijo que va a hacerte reina. La Reina Lark de Jeru. Queda bien, ¿cierto? Tiras siempre ha mantenido a sus amigos cerca y veo que ahora mantiene a sus enemigos aún más cerca. No respondí. —Ahora tu padre nunca será rey. Si algo le sucede a Tiras, tú reinarás durante el resto de tu vida. Mientras sigas viva, serás reina. Si tu padre provoca que mueras… Él moriría. —Sí. Tiras también me dijo eso. Ha superado a tu padre, ¿cierto? De nuevo me quedé en silencio. Cuando me detuve, dando la vuelta a Shindoh, Kjell encontró mi mirada con una sonrisa de suficiencia. Estaba tan convencido de que era mejor que yo. No te preocupes, Kjell. Mantendré tu secreto. Sus cejas descendieron y su boca se tensó.

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—¿Y qué secreto sería ese, mi señora? Mi paternidad es conocida por la mayoría. Ha llamado mi atención que solo puedo comunicarme con los Dotados… y con los animales. Así que eres uno o lo otro. Conoces mi opinión respecto a cuál de esos perteneces.

Tiras no perdió el tiempo. El anuncio fue hecho la misma noche que regresamos a Jeru. Campanas sonaron por toda la ciudad y el pregonero real se paró sobre la pared y leyó las declaraciones durante dos horas, repitiéndose a medida que la gente se reunía y se separaba, luego se reunía de nuevo, ansiosa por difundir las noticias. —Lady Lark de Corvyn, hija del noble Lord Craig de Corvyn, se casará con el Rey Tiras de Degn. Así está escrito, así que se llevará a cabo en el primer día de Priapus, el mes de la fertilidad. Que el Dios de las Palabras y la Creación selle su unión para el bien de Jeru —gritó el pregonero hacia la noche, cantando las palabras en mi mente y corazón y en la conciencia de cada ciudadano de Jeru. Me paré en el balcón de mi habitación, escuchando las declaraciones ser leídas, todavía medio sorprendida porque fuera la verdad. En respuesta, el grito sonó una y otra vez: —Salve Reina de Jeru, Lady de Degn. —Y le di la bienvenida, aun cuando las palabras colgaban en el aire como burlas infantiles e incitantes verdades.

Sería la Reina de Jeru, Lady de Degn. Ya no sería Lark de Corvyn. Ya no sería la hija de un lord, sino la esposa de un rey. Pero solo en el exterior. En el interior seguiría siendo la pequeña Lark de huesos frágiles y mordaces sentimientos, segura que nunca sería capaz de cumplir con las obligaciones ante mí. Cuando la gente supiera que no podía hablar, hablarían, dirían todas las palabras que yo no podría decir y sus palabras me seguirían, burlándose de mí, recordándome cada día que no estaba a la altura de la tarea. Un mensaje había sido entregado a mi padre, llevado por tres miembros de la guardia real quienes habían ido directamente desde Kilmorda hasta el castillo de mi padre en Corvyn. Una invitación real sería enviada a todos los miembros del Consejo de los Lores en los siguientes días. No era tan tonta para creer que había sido escogida por amor, pero había sido escogida y disfrutaría de eso, incluso si temblaba con miedo ante lo que estaba por venir. Cuando Tiras intentó encerrarme en mi torre a nuestro retorno, le advertí que no sería una prisionera durante más tiempo y comenzó a discutir que era por mi seguridad. Le recordé que podía mover montones de paja y escalar paredes, sin mencionar abrir candados y controlar las mentes de las bestias.

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De hecho, me sonrió, como si mis habilidades le divirtieran y prometió que podría ir y venir libremente, mientras tuviera a un miembro de la guardia conmigo en todo momento. Encontré que, durante la mayor parte del tiempo, era más fácil permanecer en mi habitación. Tiras se aseguró que tuviera libros sobre la historia de Jeru, las leyes de Jeru, así como la cosecha anual de Jeru y la temporada de lluvias y leí cada tomo con el compromiso de los verdaderamente aterrorizados. Cuando Tiras podía, leía conmigo, permitiéndome seguir la lectura con su mano sobre la mía, trazando las palabras que decía a medida que intentaba absorberlo todo. Estaba desesperada por aprender y Tiras también parecía desesperado, pasando largas horas respondiendo a mis preguntas y poniéndome a prueba sobre miles de detalles que las antiguas reinas de Jeru no podrían haber sabido. Mi único indulto era cuando cambiaba, desapareciendo por un día o dos o tres. Luego lo extrañaría, aunque su presencia y atención siempre venía con un precio y el descanso se sentía más como un castigo que como un premio. Cuando me quejaba por la instrucción interminable, se volvía severo y callado, poniéndome más nerviosa de lo que estaría de cualquier otra forma. Mostraba poco afecto, más allá de una ocasional sonrisa o un beso en mi mano y me ponía más tensa y fría a medida que el día de nuestra boda se aproximaba, preguntándome si los besos que me había dado esa noche en Kilmorda serían los últimos que recibiría, preguntándome por enésima vez por qué había parecido tan decidido en hacerme reina. Fue en una de esas tardes, Tiras instruyéndome sobre las leyes de comercio jeruviano, haciéndome seguir mientras hablaba sin cesar sobre el arte de la

negociación, cuando el calor de final del verano y el tedio de nuestros estudios amenazaban con volverme loca. Este libro es un desperdicio de pergamino. Lo cerré de un golpe, pasando muy cerca de los dedos de Tiras y lo dejé caer junto a mi silla. Una explosión de satisfacción hizo eco en mi pecho cuando cayó pesadamente contra el suelo, seguido por inmediato remordimiento cuando una página salió volando. Puedo arreglar eso, ofrecí humildemente, pero no hice ningún movimiento para hacerlo. Tiras suspiró profundamente, pero se puso de pie, indicándome que habíamos terminado. —Ven —dijo, sorprendiéndome y tomó mi mano en la suya, sacándome de mi silla. ¿A dónde vamos? —Necesitas un descanso de las palabras. Prácticamente salté por el pasillo de la biblioteca y Tiras parecía igual de ansioso por escapar.

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—Has visto la torre del reloj, la torre de asedio, la torre de arsenal, y el patio de armas superior, medio e inferior. Hemos caminado por el perímetro de la pared, inspeccionamos las murallas y los parapetos y por supuesto que has visto el calabozo —enumeró, sonriendo ligeramente. Todavía no me has enseñado a luchar o a participar en justas. —Si llega el día en que la supervivencia de Jeru dependa de la capacidad de su reina para participar en una justa, estaremos condenados —replicó con sequedad—. Pero si deseas pasar algo de tiempo en el patio, sin duda puedo arreglarlo. Creo que preferiría visitar a Shindoh. —Sabía elección. Hoy veremos las caballerizas y las halconeras. Visitamos los establos primero, el enorme recinto albergaba cientos de caballos a la vez. Los caballos reales incluían las monturas para la guardia y la policía de la ciudad, a pesar de que estaban alojados en secciones separadas. Los establos personales del rey estaban conectados al principal, proporcionando un fácil acceso para entrenadores y criadores y mozos de cuadra. El olor a paja y tierra y animales bien cuidados impregnaba el aire y el nudo de inquietud en mi pecho se alivió considerablemente. Caminé a lo largo de las filas, saludando a los caballos con palabras que podían sentir y puñados de avena y Tiras iba detrás de mí, dándome nombres y genealogías, hasta que se detuvo frente a la casilla de Shindoh.

—Shindoh proviene de una larga línea de Caballos de Guerra Jeruvianos. Su padre era Perseo, cuyo padre era Mikiya —dijo Tiras, entrando en el recinto y saludando al corcel, quién parecía contento de vernos a ambos. Algo se removió en mi memoria. Mikiya. Conozco ese nombre. —Mikiya era mi caballo cuando era niño. Ya tenía experiencias de batalla para cuando fui lo suficientemente grande como para manejarlo, pero nacimos solo con días de diferencia. Mi madre lo nombró. Mikiya significa… Águila. —Sí —dijo, sorprendido. Nuestros ojos se encontraron sobre el lomo de Shindoh y mi garganta quemó con un secreto que no podía recordar bien. —¿Cómo lo supiste? Es el idioma de la gente de mi madre, no es un idioma de Jeru. No estoy segura. Es una palabra… y como cada palabra, tiene un significado. Solo… lo supe. 136

Me entregó un cepillo y trabajamos sin hablar durante varios minutos. Shindoh irradiaba satisfacción y era contagiosa. Tal vez el secreto de la felicidad es la simplicidad. —Hay una cierta libertad en ella —estuvo de acuerdo Tiras e hice la pregunta sobre la que a menudo reflexionaba. Cuando eres un pájaro, ¿estás tentado alguna vez a… volar lejos y no volver nunca? —Cuando soy un pájaro, todavía sé que soy un hombre. Sé quién soy — murmuró, su silenciosa voz y la privacidad de la casilla haciendo que su respuesta pareciera más una dolorosa confesión. Shindoh estaba complacido y lo empujó con simpatía. Tiras sabía quién era, pero constantemente se transformaba en algo más. Me hubiera gustado no habérselo preguntado. Eso haría que fuera especialmente difícil comer ratones y conejos. Estaba intentando hacerlo reír y lo hizo. —Es entonces cuando permito que el instinto tome el control. —Hizo una mueca—. Me entrego al ave. Al principio era extremadamente difícil. No podía imaginármelo. —Cuando empecé a cambiar, estaba… aterrorizado —dijo Tiras, haciendo una mueca de dolor—. No sabía qué hacer conmigo o dónde esconderme. Encontraba refugio en las halconeras hasta que empecé a averiguar cómo… ajustarlo. El

halconero de mi padre pensó que me habían herido porque me acurrucaba en las vigas y no volaba. Me dejaba ratones muertos y trozos de carne cruda. No podía obligarme a comerlos, a pesar de que… quería hacerlo. El águila en que me había convertido quería hacerlo. ¿La odias? No especifiqué a quién me refería, pero Tiras lo sabía. —No —dijo y la verdad sonó en su voz—. Quise hacerlo. Hubiera sido mucho más sencillo culparla. —Me miró—. Culpé a mi padre. »Ven —dijo, dando una rápida palmada a Shindoh—. Las halconeras esperan. Lo seguí con impaciencia. Mi padre, como cada lord, tenía halcones, aunque era más un símbolo de estatus para él. No disfrutaba de la caza o de las aves en sí, diciendo que los halcones eran despiadados. Me habían prohibido ir a cualquier lugar cerca de las halconeras en Corvyn.

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Donde las caballerizas habían estado llenas de luz y animales cálidos, las halconeras estaban entre las sombras y eran frías, el silencio entremezclado con arrullos, agitaciones y el chillido ocasional. El nivel principal albergaba halcones de diferentes tamaños y era tan espacioso y elevado, los pájaros, posados y atados en percheros que lucían como pirámides invertidas sobre postes, podían volar por todo el interior. Tiras explicó que un nivel superior, accesible por escaleras empinadas cerca de la entrada, era para las palomas, entrenadas para llevar mensajes por todo el reino. Un hombre se adelantó rápidamente, quitándose un guante de halconero mientras caminaba. Era pequeño y limpio, con una puntiaguda barba gris que hacía juego con el color de sus afilados ojos, ojos que lo hacían lucir como las aves que entrenaba. Cuando llegó a nosotros, se inclinó tanto que su frente casi tocó sus rodillas. —Él es Hashim. Es el Maestro de las Halconeras —presentó Tiras—. Hashim, ella es Lady Lark de Corvyn. —Nuestra futura reina —dijo Hashim maravillado, levantándose y sonriendo ampliamente. El título hizo que mi cuello se calentara y sin mirar hacia abajo, supe que un rubor subía por mi pecho y coloreaba mis mejillas. Respiré profundamente, ordenándole que se detuviera y extendí una mano hacia el hombre. Se inclinó de nuevo, besando mi mano con una gran floritura. —Las aves están mudando, mi rey. Como sabe, eso las pone irritables. He encapuchado a muchos de los halcones, pero me mantendría a una buena distancia —advirtió y Tiras asintió agradablemente. Haciendo una genuflexión, Hashim se

retiró por el largo pasillo y atravesó la alta puerta, dejándonos para que hiciéramos lo que deseáramos. Nos movimos por las filas de aves cautivas, pero mis ojos seguían moviéndose hacia las pesadas vigas que sostenían el piso superior, a las esquinas con corrientes de aire, donde un águila, quien realmente era un niño asustado, podría acurrucarse y ocultarse. —Todavía vengo aquí a veces, cuando cambio —dijo Tiras en voz baja —. Hashim es un buen hombre. Amable. Siempre está contento de verme. Cree que ha domesticado a un águila e incluso me dio un nombre. —Paramos cerca de las escaleras que daban hacia la buhardilla donde las palomas eran guardadas y nos giramos para volver sobre nuestros pasos. ¿Mikiya? El nombre fue simplemente una referencia hacia nuestra conversación anterior, pero la sensación de ardor en mi garganta se levantó de nuevo y me pregunté si me estaba enfermando. La toqué con cuidado, pero la incomodidad ya estaba comenzando a ceder. —Mikiya —repitió Tiras, su voz era un susurro. Luego sacudió su cabeza—. No. Hashim me llama Extraño. Más y más, es en lo que me estoy convirtiendo. 138

l día de las nupcias amaneció fresco y despejado y la ciudad despertó en un ajetreo. Durante la mayor parte del día, me prepararon y abrillantaron y suavizaron y retocaron y finalmente, me envolvieron en un vestido de la seda azul claro más elegante que hubiera visto. Cuando las preparaciones estuvieron completas, las mujeres retrocedieron y asintieron con seriedad, como artesanas arrogantes. Su trabajo estaba hecho. Se retiraron con instrucciones de que “no tocara nada” hasta que el guardia llegara a escoltarme hasta las puertas del castillo para comenzar mi procesión. Pero nadie llegaba.

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Las campanas comenzaron a tañer, una señal para el inicio de la marcha ceremonial y me debatí abandonar mi habitación y descender las escaleras por mi cuenta, impaciente porque siempre tuviera que esperar a los hombres. Me imaginé empezando la lenta caminata hasta la catedral por entre la multitud reunida sin seguir los protocolos decorosos. Pero la ceremonia lo era todo para los jeruvianos y deseché la idea inmediatamente. Algo estaba mal. Entonces los susurros comenzaron, flotando por las calles debajo y a través de las puertas de mi balcón. Maldije la habilidad que llevaba las conversaciones a mi consciencia, como si las palabras me pertenecieran a mí. Abarrotaron mi habitación en la torre y me picaron como avispones furiosos. No va a haber una boda. El rey ha cambiado de opinión. El padre de ella objeta. Lady Ariel de Firi debería ser reina. Ella es la mujer más hermosa de todo Jeru. La Dama de Corvyn ni siquiera habla. Es muda, pobrecilla. El rey está desaparecido… de nuevo. Zumbidos, zumbidos, zumbidos. La charla era incesante y dolorosa. Cerré las puertas del balcón y abrí un libro, reemplazando los rumores que zumbaban en mi cabeza con algo de mi elección, pero no podía concentrarme y repentinamente tuve miedo. Escuché botas en el pasillo y Kjell golpeteó la puerta antes de entrar solo. Estaba ataviado con sus mejores galas, sus botas resplandecían, su cabello estaba engominado hacía atrás alejado de su hermoso rostro, pero lucía especialmente sombrío.

—No puedo encontrar a Tiras, Lady Corvyn. Puse mi libro a un lado y me levanté con toda la calma que pude reunir y afirmé lo obvio. No pudo cambiar. Hizo una mueca. No le gustaba que supiera la verdad, aun así, su alivio se enfrentaba con su temor. Había cargado el peso del secreto del rey durante un largo tiempo. —Creo que eso es lo que ha sucedido —acordó suavemente. ¿Lo has visto? Su mirada se levantó y supe que entendía. Estaba preguntando si había visto al águila. —No. No es contra la ley jeruviana matar a semejante pájaro. ¿Qué tal si algo le sucedió? Kiell maldijo y anduvo a pisotones hasta el balcón, abriendo las puertas de par en par, como rogándole a Tiras que las atravesara volando. 140

—¿Puedes llamarlo? ¿Cómo hiciste con los Volgar? Me sorprendió que lo supiera y me pregunté cuántos de los guerreros de Tiras me habían escuchado llamar al enemigo en Kilmorda. Es más hombre que animal. Los Volgar son simples. Tiras no lo es. —No es simple. Pero es un pájaro tan frecuentemente como es un hombre. Tal vez más frecuentemente —murmuró y mi corazón se volvió pesado en mi pecho. Caminé hacia las puertas abiertas y levanté mi rostro hacia el cielo. Entonces cerré mis ojos y pensé en el ave de cabeza blanca con las plumas negras como el hollín. Vi la envergadura de sus alas con las puntas de un feroz rojo, muy diferente a cualquier pájaro que hubiera visto y le pedí a esas alas que lo trajeran a mí. Me concentré en la palabra que me había dado cuando lo había seguido de rama en rama, pared en pared, mientras atravesábamos la noche hacia la cabaña en el bosque. Casa, había dicho él. Casa. Ven a casa, Tiras, lo urgí. Ven a casa. Pero no sentí nada. Ni hebras de conexión, ni susurro en el viento, ni latidos del corazón. Ni calor. El sol empezaba a hundirse hacia las colinas del oeste y donde sea que Tiras estuviera, no estaba dentro de mi alcance. No puedo sentirlo. Si está cerca, no es un pájaro. Kjell maldijo, apartándose de las puertas del balcón y llevándome con él.

—Los lores insisten que la procesión empiece. ¿Saben que el rey está ausente? —Sí. Y desean humillarlo públicamente. Y a mí. —Tú no les importas, mi señora. Por supuesto que no. —Su objetivo es derrocar al rey, por cualquier medio necesario y la tradición dicta que debes hacer la caminata para ser reina. No lo entiendo. —Las declaraciones han sido leídas. La fecha establecida. Las campanas han repicado, la hora ha llegado. Debes caminar, antes del ocaso, a través de las multitudes y arrodillarte ante el altar en la catedral y esperar. Si el rey no llega, no serás reina. Nunca. Es una afirmación pública que el rey ha… cambiado de opinión. ¿Y si no hago la caminata? 141

—Es una declaración abierta que estás rechazando al rey y su reino. El resultado es el mismo. Nunca serás reina. Pero tendré algo de dignidad. —Sí. —Apretó su boca—. Y el rey será rechazado públicamente. Eso es lo que el consejo espera que hagas. Mi padre conservará su posición. —Tiras será avergonzado. Nunca serás reina y, por tanto, tu padre aún es el siguiente en la línea de sucesión al trono. Brillante, en realidad. Frustración y futilidad se perlaba en su piel. La habitación estaba caliente y la tensión de Kjell la hacía más caliente. —¿Qué quieres hacer, Lark? Era la primera vez que Kjell se dirigía a mí por mi nombre y la silenciosa desesperación en su voz calmó mi propia intranquilidad. Me estaba pidiendo que tomara la decisión. Caminaré. Y esperaré ante el altar. —¿Y si Tiras no llega? Entonces caminaré de regreso.

Sus labios se fruncieron ante mi respuesta simple y se relajó con una respiración profunda. —Que así sea —acordó, inclinándose ligeramente. Extendió su brazo y lo tomé y juntos descendimos.

Ante las puertas del castillo fuimos recibidos por miembros del Consejo de Lores que estaban reunidos para dar su bendición antes de iniciar la procesión. Habían llegado a Ciudad Jeru días antes, trayendo regalos y las debidas felicitaciones, pero debajo de la apariencia brillante, sentí la intriga y las confabulaciones, las palabras que se decían unos a otros y buscaban ocultar al rey. Mi padre inmediatamente se adelantó y extendió su mano enjoyada. Kjell se inclinó y retrocedió, sus ojos inmediatamente evaluaron los cielos.

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—Hija —saludó mi padre, su mirada se movió de la mía y se fijó justo por encima de mi hombro. Se inclinó, como para abrazarme, pero su boca descansó sobre mi oreja y las palabras que pronunció hicieron que se me erizara el vello del cuello— . Le prometí a tu madre que te mantendría a salvo. ¿Me harás traicionarla? ¿Tú me traicionarás? presioné, pero continuó hablando, incapaz de escucharme. —El rey no es lo que parece, hija. Entonces que pareja tan perfecta seremos. —Te llevaré de vuelta a Corvyn. Solo tienes que hacer la caminata y se terminará. El rey nunca llegará. —Su agarre en mi brazo me estaba lastimando, su ronca voz en mi oído casi estridente y muerte colgaba de su consciencia una vez más. ¿Qué has hecho, Padre? —Lord Corvyn, casi es hora. Permítanos darle nuestros buenos deseos a su hermosa hija —ronroneó Lord Bin Dar, repentinamente junto al hombro de mi padre, Lord Bilwick y Lord Gaul lo flanqueaban. Mi padre retrocedió obedientemente y Lord Bin Dar hizo una reverencia tan baja, que su nariz casi tocó sus rodillas y su voz era espesa con burla. —Pronto serás reina. Estoy seguro que tu padre creyó que este día nunca sucedería. —Sus labios se fruncieron y chaqueó sus dedos hacia alguien detrás de él. —Te he traído un presente, un regalo para la futura reina. —Un sirviente se adelantó, tambaleándose debajo del tamaño y peso del artículo que cargaba. Con

una floritura dramática, Lord Bin Dar desenvolvió una hermosa jaula dorada para pájaros. Estaba vacía. —Pensé en darte un ave cantora de Bin Dar, algo colorido y dulce. Pero creí que tal vez tú querrías tomar esa decisión. Así que la jaula es mi regalo, mi señora. El pájaro que elijas depende de ti. —Temor se arremolinó en mi estómago—. Te estaremos esperando en la catedral, Lady Corvyn —murmuró, inclinándose de nuevo. Lord Bilwick miró mis pechos y mis caderas y se burló incluso mientras también se inclinaba ante mi padre y se limpiaba la línea de sudor que se acumulaba sobre su labio superior. Lord Gaul lucía pensativo y sus pensamientos estaban centrados en la torre de la campana. Los tañidos habían empezado de nuevo y contó los repiques, el cántico elevándose de sus pensamientos, incluso mientras depositaba un beso frío sobre mi mano.

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Los lores y damas restantes no se me aproximaron en absoluto, salvo para inclinarse con indiferencia mientras tomaban sus lugares en la fila. Lord Firi estaba demasiado enfermo para caminar y había enviado a su hija una vez más. Era una rosa brillante entre espinas, parada con los ocho lores de Jesu. La gente se preguntaría de nuevo por qué no era ella quien estuviera siendo coronada. Su presencia me hizo cuadrar mis hombros y levantar mi barbilla. No causaría lástima. Todavía. El Consejo de Lores caminaría primero. Yo lo seguiría a cierta distancia y Tiras caminaría al final, el novio siguiendo a su novia. Arqueros se alineaban en las paredes y los guardias estaban parados en completa gala, listos para acompañar la procesión. La gente de Jeru delineaba el largo camino que conducía de la catedral al castillo y yo caminé todo el trayecto, mi espalda rígida, mis ojos al frente, la larga cola de mi vestido azul claro arrastrándose detrás de mí unos diez metros. La gente vitoreaba y arrojaba pétalos de flores sobre mi cola, simbolizando la buena voluntad y deseos que querían que me llevara conmigo en este nuevo viaje. Blancos y rosas y amarillos y rojos, pétalos de cada color imaginable y tan prolíficos que mi cola estaba completamente oscurecida y unos cuantos kilos más pesada. Caminaba lentamente, levantando mis manos en regio saludo como me habían instruido. La gente ya había cubierto el sendero frente a mí con las mismas flores, protegiendo mis pies descalzos, una representación de mi vulnerabilidad y humildad mientras caminaba entre la gente que gobernaría. Mi cabeza pesaba con las joyas entretejidas en mi cabello que llegaba hasta mi cadera, pero no me permití agacharla y no bajé mis ojos. Cuando alcancé la catedral en la colina, fui encontrada por una matrona con velo, la mujer más anciana en Ciudad Jeru, quien se arrodilló ante mis pies ennegrecidos y los lavó con manos temblorosas. En una voz que se entrecortaba y quebraba mientras hablaba, ofreció una bendición de larga vida sobre mí y los pies que me harían atravesarla.

El aceite de su petaca goteó en la tierra mientras ungía un pie y luego el otro, murmurando sobre paciencia y fervor y salud en cada paso. Cuando terminó su bendición, levanto la mirada hacia mí y simplemente dijo: —Espéralo. Elevó sus brazos como una niña pidiendo ser levantada e inmediatamente dos guardias se adelantaron para asistirla. Apretó mis manos en las suyas y repitió su consejo, una anciana diciéndole a una joven que cuidara de su esposo. —Espéralo —presionó y había una urgencia que contradecía a su sencillo consejo. ¿Esperar a quién? pregunté, incapaz de detenerme, incluso si no podría escuchar mi pregunta. —Al rey, mi señora —respondió instantáneamente y una sonrisa se abrió paso por su rostro, creando un millar de arrugas que ocultaban sus secretos. Y los míos. Le correspondí la sonrisa. ¿Durante cuánto tiempo? —Cuanto sea necesario. 144

Inclinó su cabeza, un asentimiento regio y se alejó de mí, dejando que los guardias la alejaran. Deseaba que regresara y me contara más, me contara cómo esperar cuando solo deseaba huir. Necesitaba una madre o al menos una guía y no tenía ninguna. Tomé una profunda respiración, llenando mi pecho con la valentía para avanzar. Entonces entré en la fría oscuridad de la catedral, el sol poniéndose a mi espalda. Los rayos horizontales atravesaban los vitrales a cada lado de la inmensa puerta arqueada y hacían caleidoscopios de colores sobre el pasillo de piedra negra que conducía hacia el altar elevado. Bancas circulares de piedra en anillos que se ampliaban progresivamente creaban un efecto de ondulación desde el centro donde tenía que arrodillarme, con mi espalda hacia la entrada, esperando la llegada del rey. No debía ver mi rostro hasta que se arrodillara frente a mí y no debía ver el suyo. Las bancas estaban llenas de los ricos y los bien relacionados de cada provincia, el Consejo de Lores sentados en las primeras filas, Lady Firi y otros cuatro a mi izquierda, cuatro a mi derecha. El prior, un consejero real nombrado por el rey para ejecutar rituales y ritos jeruvianos, estaba parado ante el altar, esperando que me aproximara. Su túnica era negra con un trasfondo esmeralda de verde jeruviano. Vestía un domo alto y dorado sobre su cabeza, grabado con los antiguos símbolos de Jeru. La boca, la mano, el corazón y el ojo: la Relatora, la Transformadora, el Sanador y el Cambiante. El prior me saludó por mi nombre y me invitó a arrodillarme mientras tocaba mis labios, mi mano, mi pecho y cada párpado cerrado, depositando bendiciones en

cada uno y encendió una vela sobre incienso que hizo que palpitaran mis sienes y picara mi garganta. Entonces retrocedió y miró hacia la entrada expectantemente. Las cabezas de cada hombre y mujer asistentes también se giraron, observando ansiosamente, esperando al rey. Excepto mi padre. Él no giró su cabeza. Ni tampoco Lord Bin Dar o Lord Gaul. De hecho, ninguno de los miembros del consejo se giró hacia la puerta. Todos estaban sentados con sus rostros hacia delante, esperando. Un conocimiento negro se posaba en sus rasgos como tinta y la leí con creciente alarma. No podían saber con certeza que Tiras no llegaría a menos que supieran el secreto del rey y lo hubieran atrapado con él. Esperamos en silencio, la habitación una tumba de creciente especulación. Las preguntas de la congregación se volvieron tan abultadas que estallaron los confines del pensamiento privado y se presionaron contra mí, robándose mi espacio. Los segundos se volvieron minutos y los minutos se volvieron una eternidad. La curiosidad en la catedral alcanzó su punto más alto y empezó a menguar, la ardiente interrogante claramente respondida. El rey no iba a venir.

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—Santo Prior, tenga piedad de la chica —dijo mi padre, levantándose—. Despida la reunión. El prior asintió, sus ojos muy abiertos bajo su sombrero con forma de cúpula. —Por supuesto, Mi Señor. Como desee. Levantó sus manos, pidiendo a la gente que fuera útil y buena, una bendición jeruviana y la congregación se levantó, casi como una sola. No me levanté del altar. —Mi Señora, ¿está bien? Levanté mis ojos hacia los de él y asentí una vez, lentamente, con precisión. —¿Entiende, Mi Señora? El rey no va a venir. 146

Asentí de nuevo, exactamente de la misma manera, pero no me levanté. —¿No puede siquiera susurrar? —me reprendió el prior. No podía. Mis labios podían formar palabras, mi lengua podía moverse alrededor de las formas y los sonidos, pero no podía soltarlos, ni siquiera en un susurro. —¿Es sorda al igual que muda? —murmuró la gente y Lord Bilwick repitió la pregunta, levantando su voz para que rebotara contra las paredes de piedra. Algunas personas jadearon y algunos se rieron, sofocando risitas incómodas en las palmas de sus manos. —Lady Corvyn, el rey no va a venir. Te levantarás —exigió Lord Bin Dar. Esperaré. No podía escucharme, pero las palabras me dieron coraje y las repetí, convirtiéndolas en un mantra. Esperaré. —Ha sido despedida —insistió Lord Gaul. Esperaré al rey, tal como se me dijo. —La ley establece que la dama debe llegar al altar antes que se ponga el sol. Pero no hay ley que dicte cuándo debe llegar el rey. Déjenla esperar. —Era Lady Firi,

su voz elevándose sobre la refriega y por un momento la congregación guardó silencio. Boojohni pronunció mi nombre desde un rincón oscuro, su preocupación hizo que la palabra volara como una flecha a través de la asamblea y perforara mi corazón tembloroso, pero no me volví hacia él, aunque tomé coraje en su presencia. —Levántate, hija. —Mi padre tomó mi brazo, sus dedos mordiendo, tratando de forzar mi retirada. Oí la silenciosa rejilla del metal siseando contra el cuero de una funda. Luego otra espada fue desenvainada cerca y otra. —La dama esperará todo el tiempo que desee. Me quedaré con ella —gritó Kjell y pude escucharlo aproximándose desde la entrada donde se había parado para esperar al rey. —Al igual que yo —gritó otro guerrero. —Y yo —gritó Boojohni, moviéndose hacia el altar. —Chica estúpida. —El desesperado siseo de mi padre fue una fuerte bofetada, mucho peor que su agarre. Soltó mi brazo y se alejó. Pero no se fue. 147

Nadie se fue. Incliné mi cabeza y cerré mis ojos y el murmullo a mi alrededor se desvaneció con mi concentración. Llamé a los hombres pájaro Volgar. Podría pedirles a las aves de Jeru que me ayudaran a salvar al rey. Todos los pájaros en Jeru vengan, Canten una canción de martirio. Cada jaula y cada árbol, Liberen a los pájaros de Jeru. Si el rey entre ustedes vuela, Si el rey entre ustedes muere, Levántenlo y tráiganlo aquí, A clamar su fidelidad ante todos los oídos. No sé cuánto tiempo canté las invocaciones, las palabras brotando de mi cabeza, pero cuando sentí la ola aproximándose, levanté mi cabeza en busca de Tiras entre la multitud. Un sonido, similar a una tormenta de arena llenó la catedral y en cuestión de segundos se convirtió en una cacofonía desgarradora de llamadas de aves acompañada por el batido ensordecedor de innumerables alas de todos los tamaños y fuerzas. Los asistentes comenzaron a levantarse en alarma o a encogerse

bajo sus brazos alzados. La puerta de la catedral seguía abierta, una invitación a un rey ausente y con un silbido y un rugido, la catedral se llenó de pájaros que se movían en concierto, los techos altísimos oscurecidos por un tornado de alas batiéndose. Busqué puntas rojas y una sedosa cabeza blanca entre la multitud, rezando por un milagro, mis ojos aferrándose al torbellino giratorio dando vueltas y vueltas sobre mi cabeza, pero no podía distinguir un pájaro del siguiente, tan grande era la agitada masa. Algunos de los espectadores corrieron desde la iglesia, gritando y luchando para salir por la puerta. Varios de los lores se cubrieron la cabeza con sus capas y los guardias levantaron sus arcos, dejando que flechas volaran hacia el enjambre. Busqué a Kjell, ansiosa porque detuviera la guardia, pero no estaba por ningún lado. Configuré un hechizo, instando a los pájaros a salir. Aves de Jeru ¿Dónde está su rey? Si está aquí, entonces deben irse. Como una bandada de estorninos, los pájaros comenzaron a zambullirse y rodar, un final perfectamente orquestado, para salir por las puertas de la catedral, hasta que una vez más, la casa de adoración era un caparazón vacío. Las plumas revolotearon en el aire y se aferraron al altar antes de continuar hacia el suelo. 148

—¿Qué demonios fue eso? —escuché a alguien decir y el prior murmuró algo sobre el mal y los poderes de la oscuridad, mientras encendía otra vela y agitaba incienso en el aire. —Esto ha durado lo suficiente —exclamó Bin Dar, de pie. Lord Gaul estaba con él y lentamente los otros lores también se levantaron. —Estoy de acuerdo. —La voz del rey sonó desde la parte posterior de la iglesia—. Vamos a proceder, ¿de acuerdo? Un grito colectivo se elevó, el nombre de Tiras en cada lengua. Los lores se pusieron blancos y callaron, sus ojos se moviéndose rápidamente, sus mandíbulas aflojándose y me preparé contra la tentación de volverme y verificar la presencia del rey. En cambio, me arrodillé con mi espalda rígida, ojos hacia adelante, esperando que viniera hacia el altar como exigía la costumbre jeruviana. Conté sus pasos mientras retumbaban a través de la silenciosa catedral, lentos y firmes, mi corazón latiendo al doble de su ritmo. Entonces Tiras estaba arrodillado frente a mí, con sus ojos ardiendo, sus palmas sobre el altar, su postura sumisa pero su expresión la de un conquistador. Quería exigir respuestas, reprenderlo, enviar unas palabras mordaces entre nosotros, pero, sobre todo, estaba tan abrumada por verlo que me quedé quieta, mis ojos fijos en los suyos. —Todavía estás aquí, Lady Lark —murmuró Tiras, sus labios apenas moviéndose mientras sus ojos brillaban.

Y todavía eres un idiota, respondí, encontrando mi voz, mi alivio haciéndome débil, incluso mientras luchaba por permanecer fuerte un poco más. —Prior, por favor proceda —ordenó el rey. —¿Dónde ha estado, Majestad? —tartamudeó el prior y la mandíbula del rey se apretó ante su audacia. —Hay quienes buscan mi vida, Prior. Aquellos que no quieren que tome una reina o continúe mi dominio sobre Jeru. ¿Está entre ellos? —No, Majestad. Por supuesto no. Gracias a los Dioses que está aquí — murmuró, realizando el signo del Creador en el aire, como buscando ayuda divina. Su mirada se movió entre los lores perplejos y el rey arrodillado que esperaba con impaciencia que comenzara la ceremonia. Con otra señal del Creador, cuadró sus hombros y comenzó. No volvió a mirar a los lores, ni yo tampoco.

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Mi cabeza era un océano de palabras, mi pecho una tormenta de sensaciones y escuché poco de lo que sucedió en los siguientes momentos. El prior pronunció una bendición sobre el rey, tocando sus párpados, sus sienes, las líneas de vida en sus manos, sus muñecas y luego realizó la misma bendición sobre mí. Coloqué mis manos sobre las de Tiras cuando fue indicado, el roce y el deslizamiento de mis palmas contra las de él haciendo que los dedos desnudos de mis pies se curvaran y mi aliento se entrecortara. Cuando el Prior me preguntó si le daría mi vida a Tiras de Degn, si lo honraría tomando su nombre como mío y tomando su cuerpo en el mío, solo pude asentir, aunque le di las palabras a Tiras. Lo haré. Cuando el Prior le preguntó a Tiras si me daría su nombre y su semilla, también asintió, pero su voz sonó a través de la catedral, fuerte y audaz y los dedos de mis pies se curvaron de nuevo. —Lo haré. El Prior colocó el Libro de Jeru sobre el altar, abriendo las páginas de la lista de reyes y me entregó la pluma. Encontré la línea al lado del de Tiras, un espacio vacío que se esperaba que llenara y con una mano firme, estampé mi nombre. Escuché a mi padre farfullar y protestar. —No puede leer, ni escribir —argumentó—. Ni siquiera puede dar su consentimiento. —Puede —dijo Tiras, su mirada levantándose de mi nombre y cayendo sobre mi padre—. Y lo hizo.

—¿Qué has hecho? —gimió mi padre, haciéndose eco de la pregunta que le había hecho, incluso mientras el prior pinchaba nuestros dedos y juntaba nuestras manos sangrantes, un símbolo de la fusión de vidas y líneas de sangre. —Así está escrito, así está hecho el primer día de Priapus, el mes de la fertilidad. Que el Dios de las Palabras y la Creación selle esta unión por el bien de Jeru —dijo el Prior, repitiendo las palabras del pregonero cuando leyó las declaraciones. El Prior colocó una corona de mineral jeruviano sobre mi cabeza, una corona tan pesada que apenas podía levantar mi barbilla. —Puedes levantarte, Lark de Degn —indicó el Prior. Me levanté sobre unas piernas que no podía sentir, instando a la ropa sobre mi cuerpo y al aire a mi alrededor para que me mantuvieran en pie. —Rey de Jeru, he aquí a tu reina —ordenó el Prior, su voz se alzó con su alivio porque la ceremonia se había completado. Por lo que pareció una pequeña eternidad, Tiras me miró desde donde todavía estaba arrodillado junto al altar. Luego se levantó, sus ojos todavía en los míos y tomó mi mano. Girándose, me presentó ante la gente reunida y a los lores que me miraban con ojos verdes y corazones amarillos, sus amargos pensamientos tiñendo el aire a su alrededor. 150

—Gente de Jeru, Consejo de Lores, he aquí su reina —proclamó el rey. La congregación se arrodilló colectivamente, sus ojos permanecieron levantados, como su rey había instruido. Y estuvo hecho.

Mi cabeza dolía y mi espalda quemaba por mantener mi columna recta y evitar que mi corona cayera y cuando el banquete de bodas terminó y las mujeres se retiraron, subí por la escalera sinuosa, una doncella detrás de mí, mi cola reunida en sus brazos. No era Pia esta vez, sino una chica que no conocía, una chica con dedos suaves y una sonrisa tímida que cuidadosamente quitó mi corona y las joyas de mi cabello y lo cepilló con movimientos suaves mientras mi cuello se doblaba con cansado alivio. Lavó mi cuerpo, aunque anhelaba mi cama. Me quedé dormida con mi cabeza contra el borde de la bañera de hierro, pero me desperté cuando me instó a salir, secando mi cuerpo mientras me balanceaba y tambaleaba como lo hacía Boojohni cuando había bebido demasiado. Frotó aceite en mi piel, el olor no era diferente al del ungüento anterior, recordándome el consejo de la anciana fuera de la catedral. Espera por él.

Las palabras invocaron una sensación profunda en mi vientre, una sensación que se sentía como placer, pero permaneció como dolor. Quería esperar a Tiras. Quería ver si vendría a mí otra vez, si vendría sin mi llamado, en dos piernas en lugar de alas con puntas rojas. Me había mantenido cerca durante las festividades, su mano en mi codo, su longitud a mi lado. Había tenido tantas preguntas y temores, pero no hubo oportunidad de preguntarlas. Cuando le comenté sobre su ropa, la misma ropa que Kjell llevaba puesta cuando me acompañó a las puertas del castillo, Tiras confesó. —Kjell está desnudo en la sacristía. Mejor él que yo. Envié a un miembro discreto de la guardia con botas y una capa. Me reí en silencio, pero los ojos de Tiras eran graves, incluso cuando su boca se torció con la mía. —Había una trampa preparada para mí, Lark —dijo en voz baja—. Una trampa que lograste superar. Y habrá más. —Fue entonces cuando nuestra conversación cuidadosa se vio interrumpida por la alegría y la convocatoria para los brindis y solo pude preocuparme y preguntarme hasta que estuve demasiado cansada para hacer ambas y me alejé de su lado a la relativa seguridad de la cámara real. 151

La doncella me ayudó a ponerme un camisón blanco de seda tan fina como un susurro que se sentía como una caricia y me subí a la cama, tan cansada que solo pude sonreírle con gratitud, aliviada porque el día hubiera llegado a su fin. Ella avivó el fuego, aunque la habitación estaba bastante caliente y no me molesté en meterme bajo las mantas. El agotamiento hizo que la espera fuera imposible y me quedé dormida casi de inmediato. Dormí por un rato, pero me desperté al instante cuando escuché un susurro y sentí un toque suave contra mi rostro. —¿Qué quieres, pequeña Lark? Abrí mis ojos para encontrar el rostro del rey en la oscuridad donde se alzaba sobre mí. El fuego ardía, pero la luna estaba alta y bañaba la habitación en color blanco y quietud. Me tomó un momento desenredarme del sueño, darle sentido a su pregunta y su presencia junto a mí. Era su reina. Era mi rey. Y estaba aquí conmigo en la oscuridad. Estaba extrañamente en paz y sin miedo por lo que este momento significaba y estiré mis extremidades con cuidado, no queriendo apartarme de su mano en mi mejilla. Me gustaba cuando me tocaba y no pensaba que supiera cuánto. Esperaba que no lo hiciera. ¿Qué quiero? ¿Qué quieres tú, esposo?

Sonrió como si el título lo complaciera, aunque la sonrisa se esfumó casi de inmediato. Su semblante estaba cerrado y su voz sombría mientras respondía sin vacilar. —Quiero saber que mi reino está a salvo —susurró—. Nuestro reino, Lark. Es por eso por lo que te elegí. Lo protegerás. Estaba tan triste y puse mi mano sobre la suya para consolarlo, incluso cuando me retiré interiormente. Fui elegida para proteger. Un arma. Pero tú lo mantendrás a salvo, lo tranquilicé, creyendo que lo haría. Sus hombros cayeron, pero aun así sostuvo mi mirada. —Un pájaro no puede empuñar una espada. Sus palabras estaban tan llenas de dolor que no tuve respuesta. Mi corazón comenzó a latir debajo de la delgada tela en mi pecho, solidario y triste y repentinamente asustado. Como si sintiera el cambio en mí, Tiras retiró su mano de mi rostro y la deslizó por mi cuello, a través del pulso que revoloteaba allí y la dejó ahí, palma aplanada, sobre mi corazón atronador. —Un pájaro no puede empuñar una espada, mi reina. Y en poco tiempo, no seré más que un pájaro. 152

Sacudí mi cabeza, resistiendo su adusta predicción y su mano se curvó en mi camisón, desesperada, como si necesitara algo a lo que aferrarse. —Pero no esta noche… esta noche todavía soy un hombre. Sigo siendo un rey. Y tú eres mi esposa. Sus ojos se volvieron feroces y la mano en mi pecho se flexionó y aplanó una vez más, como si hubiera dejado ir su desesperación y la hubiera cambiado por deseo. Me negué a apartar la vista de él, aunque mi cuerpo decía huir y mi corazón suplicaba ternura. No era hermosa No era vívida, ni audaz. Era pequeña y estaba asustada, una brizna de aire. Exactamente como lo había descrito Kjell una vez: un zarcillo de humo pálido, apenas ahí en absoluto. Pero la forma en que Tiras me miraba me hacía creer que era vibrante y valiente. Me hacía sentir poderosa. Aflojó el lazo entre mis pechos. No me encogí, ni me alejé, pero no le ayudé a desnudarme. Abrió mi camisón, desenvolviendo mi cuerpo y sentí el aire susurrar contra mi piel. La luz de la luna creaba un estrecho camino desde la ventana hasta la cama donde yacía y continuaba sobre las mantas, sobre mi piel recién desnudada y la pared, creando un contorno del rey que se cernía sobre mí. —Tu piel es como el hielo —observó. No siento frío, respondí. Mi voz interior estaba en calma. Nivelada. Quise golpear el aire en triunfo ante mi control. Él no sabría cuánto lo quería, cuánto lo deseaba. Le daría cualquier otra cosa. Pero no eso.

Sacudió su cabeza, discutiendo y su cabello barrió sus hombros. —No, no es fría como el hielo. Es translucida. Eres de plata de los pies a la cabeza. —Pasó su mano aplanada desde mis hombros hasta mis caderas. Definitivamente no tenía frío. Era calor líquido. Era terror, curiosidad y negación disfrazadas de indiferencia. »Brillas, Lark. —Su mano subió una vez más y barrió mi cabello suelto. Tragué saliva, de repente cerca de las lágrimas. Entonces, ¿por qué nadie me ve? —Yo te veo —dijo. Y lo hacía. Estaba a su merced, desnuda y vulnerable. Sus ojos se detuvieron sobre cada tembloroso centímetro, asimilándome. Viéndome. Luché contra el impulso de cubrirme, de alejarme, incluso de desviar mis ojos. Desabotonó su camisa y la lanzó hacia un costado. Siguieron sus pantalones y me cubrió, piel sobre piel, sus antebrazos rodeando mi cabeza, sus labios posándose sobre los míos. Envié una oración de agradecimiento a mi madre y al Dios de las Palabras porque mis labios no pudieran gemir o rogar. Porque habría hecho las dos cosas. 153

—Déjame entrar, Lark —susurró. Sabía que no solo se refería a mi cuerpo o mi boca, aunque la pesada presión de su carne exigía rendición y el calor húmedo de sus labios exigía sumisión. Quería que le diera mis palabras. Cuerpo. No alma, le dije, rebelde hasta el final. —Ambos. —Su beso selló su demanda en mi lengua y por un momento me olvidé de resistir mientras nuestras bocas se movían y nuestros cuerpos conversaban, intercambiando secretos sin sonido. Mis manos lo acercaron más y sus dedos se enredaron en la longitud de mi cabello, envolviendo los largos mechones alrededor de nuestros cuerpos mientras rodaba hacia su espalda, llevando mi peso con él. —Déjame entrar —exigió y pude sentir su anhelo aumentar de nuevo, el anhelo que tenía un origen separado de nosotros. De mi parte. De él. Tiras. Tiras. Tiras. Era el único pensamiento en mi cabeza y eso pareció satisfacerlo, aunque sentí la tristeza alzándose de su piel, como una nube que se hubiera desplazado a través de la luna.

uando desperté a la mañana siguiente se había ido y mi cuerpo se sentía como un extraño sin sentido. Estaba adolorida en lugares donde nunca habían estado adolorida antes y feliz en una manera que nunca había conocido antes. El acto de consumación, tanto extraño como maravilloso, me había consumido literalmente y ya no era yo misma. El dolor había hecho el placer aún mayor, grabando el momento en el ser, imprimiendo a Tiras en mi corazón y en mi cuerpo. Había sentido su deseo de reclamar, incluso mientras me besaba suavemente y se tragaba mi dolor, calmándolo con manos suaves y tiernas palabras. Las palabras se habían elevado desde su piel incluso cuando no estaba hablando y las había reclamado para mí, recogiéndolas como hojas que caen, presionándolas entre las pesadas páginas de mi memoria de modo que pudiera conservarlas.

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Mis doncellas me trajeron agua para un baño, pero después que llenaran la bañera les pedí que se fueran, no queriendo ojos curiosos sobre mi piel. Me sentía diferente, como si me hubiera quitado mis viejas escamas y hubiera vuelvo a nacer y necesitaba estar a solas con este nuevo yo. Trencé mi cabello y lo sujeté alrededor de mi cabeza para mantenerlo fuera del agua y me deslicé en el calor acogedor, cerrando mis ojos y dejándome llevar por la soledad detrás de mis párpados. No escuché la puerta o el sonido suave de sus botas sobre las gruesas alfombras, pero lo sentí cuando se acercó y abrí mis ojos para ver a Tiras observándome, sus cejas juntas en una perpleja V. Se agachó en el borde de la enorme bañera de hierro así nuestros ojos quedaron casi al mismo nivel y se estiró y presionó un pulgar en el arco de mi labio superior. —Haces mohines incluso cuando sonríes —comentó suavemente—. Es este carnoso labio superior. ¿No te gusta? Sus labios se fruncieron y su mano se apartó, vagando por el punto de mi barbilla, por la larga columna de mi cuello hasta descansar en el agua lamiendo mis pechos. —Me gusta —susurró—. Tú me gustas. Y me sorprendes. Eres un buen profesor. La intención era burlarme, para proteger mi corazón vulnerable con espinas y púas, pero era la verdad y sonaba tal cual. Tragué saliva y aparté mi mirada, pero su voz me atrajo de nuevo.

—Cuando cambié de pájaro a hombre ayer por la mañana, alguien me estaba esperando. Me quedé mirándolo fijamente, esperando. Cuando pareció perderse en sus pensamientos, le insté a que continuara. ¿Quien? —No lo sé. —Sacudió su cabeza, como para aclararla—. Cuando cambio no soy consciente. No puedo oír o ver. Es como si no estuviera presente del todo, atrapado en algún lugar entre los dos lados de mí mismo. Volé hasta la pared del balcón y atravesé las puertas y comencé a cambiar. Eso es todo lo que recuerdo. Cuando desperté, estaba desnudo en el calabozo, mis manos y pies encadenados. Solo pude mirarlo con horror, mi mente tropezando sobre quién y cómo y lo más importante, ¿por qué? —Alguien conoce acerca de mi don. Alguien sabe cuándo soy vulnerable. Y alguien sabía dónde esperarme —añadió Tiras con gravedad. Las ramificaciones de tal conocimiento nos dejaron a ambos en silencio, nuestros ojos sin ver, nuestros pensamientos pesados. Entonces comencé a sacudir mi cabeza, no siendo capaz de darle sentido. 155

Si mi padre supiera que puedes cambiar, te habría expuesto inmediatamente. No se prestaría para estos juegos. —Lo sé. Los lores podrían haber sabido algo, pero si supieran que soy Dotado, no estarían perdiendo su tiempo interfiriendo con una boda. Un pensamiento traicionero se escabulló hasta mi conciencia y lo compartí sin considerar como podría ser interpretado. Tal vez Kjell estaba tratando de protegerte… de mí. ¿Qué mejor manera de asegurarse que nunca pudiera ser reina? Tiras me contempló con sorprendido horror, luego cerró sus ojos como dolido por la idea. —¿Crees que fue Kjell? —preguntó y su vulnerabilidad repentinamente igualó la mía. Pensé en su hermano, su único amigo. Kjell no me quería. Pero amaba a Tiras. No tenía ninguna duda al respecto. Si fuera Kjell… sus motivos son puros. Rápido alivio atravesó el rostro del rey antes que su mandíbula se endureciera y sus ojos se tensaran. —Si fue Kjell, responderá por ello. Espero que haya sido él.

—¿Por qué? —jadeó Tiras. Porque nunca te haría daño. Si se tratara de alguien más… —Nuestros problemas solo están comenzando —terminó mi pensamiento. Asentí. —Hay una pequeña rejilla alta en la pared que da al patio y a través de las tiras de metal pude escuchar las trompetas señalando la procesión, pero nadie pudo escucharme cuando grité y nadie vino en todas las horas en que estuve encerrado. ¿Cómo escapaste? —Cada jaula y cada árbol liberen a los pájaros de Jeru —citó en voz baja. ¿Me escuchaste? —Al caer la tarde, la rejilla se abrió de repente y pude escuchar a los pájaros chillando afuera. Tantos pájaros. Me convertí en águila y los grilletes cayeron de mis garras y mis alas, demasiado grandes para un pájaro. Volé través de la rejilla y me convertí en uno de los miles de pájaros descendiendo en la catedral, atendiendo a tu llamado. Pensé que era demasiado tarde. Pensé que no podías cambiar. Así que decidí esperar… hasta que pudieras.

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—Mujer obstinada —murmuró, pero la tensión en su rostro se había aliviado y sus ojos miraban cálidamente hacia mi rostro. No supe qué más hacer. Los lores estaban enojados. La gente… se burlaba de mí y deseé ser invisible, como generalmente soy. Tiras levantó su mano del agua y tocó mi mandíbula con la punta de sus dedos. —Eres fácil de pasar por alto. Delgada y pálida y tan callada. Pero ahora que he estudiado tus suaves ojos grises y trazado los finos huesos de tu rostro, ahora que he besado tu boca color rosa pálido, no quiero mirar hacia cualquier otro lugar. Mi mirada está continuamente atraída hacia ti. Sin vacilar le di otra verdad. Eres… imposible… de pasar por alto. Su respiración se entrecortó y por primera vez, fui quien se inclinó, quien presionó mis labios contra los de él, quien acunó su rostro entre mis manos. Me permitió dirigirlo durante varios segundos, dejándome saborearlo y probarlo. Luego se levantó y me llevó con él, sacándome del agua como una ninfa del mar. Y fui consumida una vez más.

Mi padre se fue de Ciudad Jeru sin una palabra. Tal vez se había resignado al hecho de que nunca sería rey o tal vez simplemente se fue a casa para trazar y planear más allá de alcance de la mano del rey. Los señores de Enoc, Janda, y Quondoon se fueron dos días después de la boda, pero Lady Firi, Lord Gaul y Lord Bin Dar permanecieron en Ciudad Jeru durante una semana, haciendo que todo el mundo estuviera incómodo y haciendo que Tiras tomara precauciones con mi seguridad y la suya que de otra manera no hubiera tomado. ¿Por qué tenemos que tolerarlos? pregunté a Tiras, sentándome a su lado, observando a los bailarines y juglares jeruvianos actuando en el entretenimiento de la noche, deseando estar libre de mi corona y de las miradas secretas y las palabras que se deslizaban alrededor de los lores como serpientes.

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—Son miembros del Consejo. Son lores de Jeru. Lores de tierras que han sido pasadas a través de sus líneas de sangre desde que aparecieron los hijos del Creador. ¿Quieres que los asesine mientras duermen, mi moza sedienta de sangre? — murmuró Tiras con una sonrisa. Pensé en Tiras, encadenado y desnudo en las mazmorras de su propio castillo y estuve tentada. Tiras preguntó a Kjell si había sido él quién lo encerró en el calabozo el día de nuestra boda. No estuve presente, pero sentí la inundación de traición e indignación de Kjell escalando las paredes, incluso mientras prometía su lealtad a su hermano. Tiras le creyó. Yo le creí. Desearía no haberlo hecho. Quieren destituirte. —Soy el rey, pero estoy sujeto al apoyo de las provincias. Si las provincias se levantan contra mí, contra Degn, entonces mi reino deja de existir. Pondrán a un títere en el trono. Alguien a quien puedan influenciar y controlar fácilmente. Como mi padre. —Tengo un poderoso ejército. Tengo soldados leales. Pero vienen de todas las provincias y han jurado proteger a todo Jeru, no solo al rey. Fuimos interrumpidos por Kjell, acompañado por la embajadora de Firi. Ella hizo una reverencia ante el rey y luego hacia mí, dándonos a ambos un breve vistazo de sus hermosos senos. Kjell se movió al costado de Tiras y la embajadora extendió su mano hacia mí. —Mi reina, ¿te unes a mí? Miré más allá de Ariel Firi hacia la larga fila de damas reunidas para participar en una danza tradicional e inmediatamente comencé a sacudir mi cabeza.

—Es una costumbre —dijo, mostrados los hermosos hoyuelos en sus mejillas y tomando mi mano—. Debes hacerlo. No sé cómo, supliqué a Tiras para que interviniera. —Eres la reina de Jeru, obviamente debes participar en el baile —dijo, su sonrisa maliciosa—. Lady Firi te cuidará bien. Atrayendo más atención hacia mí con mi vacilación de la que atraería si simplemente fuera y me mezclara con las telas brillantes y las mujeres que giraban, me puse de pie y seguí a Lady Firi hacia la pista de baile. —¿Has bailado esto antes, Majestad? —preguntó ella inocentemente. Sacudí mi cabeza. —Sígueme. Es bastante simple.

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La música comenzó, una canción que había escuchado antes, hace mucho tiempo, una canción que mi madre había cantado y su madre antes de ella y su madre antes de eso. Era la canción de las doncellas de Jeru, una canción de celebraciones y rituales. Una canción para mujeres. Pero había habido tan pocas oportunidades en mis veinte veranos para celebrar o cantar, apartada del mundo donde no dañaría o me dañarían, que la canción era como una hermana perdida desde hace mucho tiempo: parte de mí, pero aun así una extraña. Hice mi mejor esfuerzo para copiar el elegante balanceo de caderas y brazos, los pasos y los giros, pero mi mente fue capturada por el recuerdo y cuando las palabras de la canción de las doncellas fueron cantadas, las conocía, aunque no hubiera podido seguirlas por mi cuenta. Hija, hija, hija de Jeru. Él viene, no te escondas. Hija, hija, hija de Jeru. Deja que el rey te haga su novia. Escuché las palabras en la voz de mi madre, melodiosa y dulce, como si cantará mi futuro desde mi pasado. Giré sin saberme los pasos y bailé sin saber lo que venía después. Mis ojos encontraron a Tiras, visible en pedazos y astillas mientras giraba con las hijas de Jeru y la voz en mi cabeza se convirtió en una voz de advertencia. Hija, hija, hija de Jeru. Espera por él, su corazón es verdadero. Hija, hija, hija de Jeru. Hasta la hora en que venga por ti.

Era una canción tonta, una canción antigua, una canción acerca de ser rescatada por un hombre poderoso, de convertirse en una princesa, como si una princesa fuera lo único que una hija jeruviana pudiera querer ser. Pero eso me molestó, como si mi madre, una Relatora de considerable poder, hubiera hecho que todo esto sucediera. Me había cantado para que durmiera con esa canción: Hija, hija, hija de Jeru, hasta la hora en que venga por ti. Hasta la hora. No maldigas, no cures, hasta la hora. Hasta la hora en que venga por ti. La canción de doncellas y la maldición que mi madre susurró en mi oído el día que murió se convirtieron en una sola en mi cabeza. —¿Te sientes mal, Alteza? —Lady Firi tocó mi brazo ligeramente. Me di cuenta que había dejado de bailar, haciendo que la línea se amontonara a mi alrededor. Me abaniqué, señalando una necesidad de agua y aire y asintió plácidamente. —Vamos a entrar al jardín ¿de acuerdo? 159

La seguí agradecidamente, manteniendo mi mentón alto para evitar que mi corona se deslizara alrededor de mis oídos y sobre mis ojos. Sabía que me hacía parecer arrogante, pero la arrogancia era preferible a la torpeza. El jardín tenía la fragancia de las flores de finales del verano. Las hojas caían y el aire comenzaba a ponerse fresco y frío. Ciudad Jeru no recibía mucha nieve como Corvyn o Kilmorda o incluso Bilwick, al este, pero los días se volvían más oscuros y más cortos, la luz se desvanecía rápidamente, llevándose a Tiras cuando huía. —Me mentiste —dijo Lady Firi ágilmente—. Conocías ese baile y lo has hecho muy bien. El rey estaba complacido. Su elección de palabras me hizo sonrojar. Complacer al rey trajo a mi mente otras cosas. Me encogí de hombros cuidadosamente y sonreí un poco, abogando inocencia sin decir una palabra. —Eres bastante encantadora. No pensaba así al principio. Ahora sí lo hago. ¿Podríamos ser amigas, Lady Lark? Ese es tu nombre, ¿cierto? Me pregunté si podría confiar en Ariel de Firi. Me había defendido mientras esperaba en el altar. Había apoyado a Tiras contra los señores del norte. Kjell parecía embelesado y me encantaría tener una amiga. Pero sus ojos a menudo permanecían en Tiras y las palabras silenciosas que emanaba eran cautelosas y firmes, como si también estuviera recelosa de mí. Asentí, permitiendo el uso de mi nombre y se inclinó y susurró en mi oído.

—Puedo escucharte, sabes. Retrocedí como si me hubiera abofeteado. Rio, un encantador y tintineante sonido que hizo que las flores inclinaran sus cabezas hacia ella. —Cuando hablas, puedo escucharte. Sólo una palabra… aquí y allá. En el banquete me preguntaste si quería más vino. Pensaste que no sabía que eras tú. La miré perplejamente, sin revelar nada y presionó un suave dedo contra el estruendoso pulso en mi cuello. —No te preocupes. Los Firi también descienden de los Dotados. Tengo mis propios secretos vergonzosos. Tu madre era una noble mujer de Enoch, ¿cierto? No confirme nada. —Todos en Enoch descienden de la primera Relatora. Enoch y Janda. Habían Dotados en Kilmorda, aunque muchos de ellos fueron destruidos por los Volgar. Algunos dicen que los Volgar son descendientes del primer Cambiante, aunque él era un lobo y los Volgar son… pájaros. —Su voz era ligera, informativa, pero no quitó su mano de mi cuello. La dejó allí, suavemente, como una caricia.

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—Y algunos dicen que los Volgar fueron formados por buitres. Tiendo a creer eso, habiéndolos enfrentado en batalla. Los Bin Dar descienden de Los Transformadores, así como los Quondoon. Todo es parte de nuestra historia —dijo Tiras detrás de nosotras. No lo había escuchado o sentido aproximarse con la sangre rugiendo en mis oídos y los conocedores dedos de Lady Firi en mi garganta. Lady Firi dejó caer su mano y se giró con una sonrisa recatada y ojos acogedores. Kjell estaba detrás de Tiras, una constante sombra desde el secuestro del rey el día de la boda. —El rey dice la verdad. —Lady Firi inclinó su cabeza en acuerdo—. Pero los Corvyns y los Degn descienden del guerrero que mató al Dragón Cambiante. No hay Dotados en su sangre, razón por la cual el trono ha permanecido en la línea de los Degn por más de un siglo, con un Corvyn siempre esperando en las alas. Sangre pura. Sin manchas. —Me miró y guiñó un ojo. —Pero luego nos casamos y emparejamos. Y las cosas se volvieron un desastre. ¿No lo crees, Kjell? —La sonrisa que lanzó hacia Kjell fue coqueta. O provocativa. No estaba segura. Era amistosa y relajada, pero las palabras que decía y las que ocultaba, eran diferentes. Algo la estaba molestando. Tenía la sensación de que era yo. —Ciertamente. Pero el rey es de Degn. Yo soy de Degn. Ambos deberíamos estar sin… manchas —dijo Kjell con una pizca de amargura. Lady Firi caminó hacia él, girando su espalda hacia mí y hacia el rey, como si todos fuéramos viejos amigos. Cuando se acercó, se levantó sobre las puntas de sus pies, permitiendo que sus labios tocaran la oreja de Kjell. Tal vez no tenía intención

que escuchara, pero las palabras me encontraron de todos modos, de la forma en que siempre lo hacían. —Pero todos sabemos que eso es de otra manera, ¿cierto?

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os lores y ladys finalmente se fueron, dejando paz relativa tras ellos, pero en los días y semanas siguientes a nuestras nupcias, el rey estuvo incansable, como si el tiempo se le estuviera terminando. Dormía muy poco y casi siempre estaba en movimiento y cuando no lo estaba, escuchaba con cuidado, reinaba juiciosamente e instruía. Siempre instruyendo. Me mantenía a su lado, demandando mi atención y mi concentración y cuando me cansaba o me resistía, se dirigía a mí con sus ojos negros y me recordaba que ahora era la reina y tenía “mucho por aprender”. Me hacía enfurecer incluso mientras buscaba su aprobación.

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Había noches en las que no podía quedarse conmigo y largos días cuando la insignificante luz del invierno no lo convertía en hombre de nuevo. Hacía lo que podía para llenar mi tiempo con lectura y escritura, pero lo echaba de menos con una intensidad que hacía que su ausencia fuera dolorosa y su retorno una celebración. En la oscuridad o la luz, en el gran salón o en nuestra habitación, era brusco pero dulce, arrogante pero atento y hacía el amor con una ferocidad y concentración que hacía imposible no doblegarme ante su voluntad, incluso mientras encontraba formas de retarlo y desafiarlo. Una vez a la semana, cuando el cambio no se lo llevaba, me sentaba con Tiras durante las audiencias mientras escuchaba a un jeruviano tras otro presentando su caso, solo para llegar a una rápida decisión antes de llamar al siguiente. Sus súbditos lo respetaban, aunque había algunos que discutían y uno quien escupió a sus pies antes de ser llevado a rastras. Dos lunas llenas después de nuestra boda, una joven fue llevaba ante el rey, sus manos encadenadas, su rostro y ropa sucios como si hubiera sido arrastrada por las calles. Un hombre dio un paso al frente junto con ella y la acusó de ser una Sanadora. Miré a las cadenas alrededor de las muñecas de la mujer y la derrota en su rostro y detuve el interrogatorio, empujando una orden a Tiras con tanta insistencia que hizo una mueca de dolor. Dile al hombre que la suelte. —¿Cuáles son tus pruebas? —preguntó el rey, ignorándome. ¿Curar? ¿Ese es su crimen? dije con rabia. Tiras ni siquiera giró su cabeza. Escuchó pacientemente mientras el hombre describía dos situaciones diferentes cuando la mujer había posado sus manos sobre niños moribundos y fueron curados milagrosamente.

—¿Es verdad? —preguntó Tiras a la mujer, quien apenas levantó su cabeza. —Sí —respondió derrotada. El hombre que sostenía sus cadenas las dejó caer al pie del estrado. —Tiene brujería en ella, Su Alteza —murmuró con miedo—. No quiero tener nada más que ver con esto. —¿Dónde están los niños ahora, los que curó? —preguntó Tiras. El hombre señaló detrás de él, hacia una mujer que estaba con dos niños en la línea, esperando ser escuchada. —¿Son suyos? ¿Por qué los han traído aquí? —Pude sentir la incredulidad de Tiras, incluso mientras mi enojo comenzaba a teñir el aire a mi alrededor. Era un milagro que nadie pudiera verlo. —Fueron curados de manera no natural. Quiero que le ordene que les quite la maldición —insistió el hombre. ¿Quiere que sus hijos mueran? pregunté y Tiras me lanzó una mirada que ordenaba que me quedara callada. 163

—No puedo hacer eso. Curo. No hago daño. No está en mi poder hacerlos enfermar de nuevo —dijo la mujer, como si lo hubiera dicho mil veces antes. —¿Por qué los curaste si sabes que las leyes lo prohíben? —la cuestionó Tiras. —Porque... puedo. Estaría mal ver el sufrimiento y no aliviarlo si tengo el poder de hacerlo, ¿cierto? —defendió la sanadora. —Acerquen a los niños —exigió Tiras. La mujer, quien claramente era la madre, se acercó con trepidación, los niños a sus costados con sus ojos muy abiertos y aferrados a sus faldas. —¿Están completamente curados? —preguntó Tiras a la madre, quien miró a su marido y luego de nuevo al rey. —Sí —susurró. —¿Quieres que vuelvan a estar enfermos? —preguntó Tiras. —No, Majestad. Pero tengo miedo —respondió la madre. —¿De qué tienes miedo? —presionó Tiras. —Que se llevara algo de ellos —respondió ella. —¿A cambio de la sanación? Asintió.

—¿Qué crees que se llevó? —preguntó Tiras. —Sus almas —susurró la madre y comenzó a llorar. —¿Exigiste un precio por tu sanación? —preguntó Tiras a la sanadora, quien sacudía su cabeza con horror. —No, señor. Solo tengo el poder de sanar. No soy una relatora. No puedo maldecir —respondió. Tiras, deja que la mujer se vaya. La cabeza de la sanadora se giró bruscamente y sus ojos se abrieron ampliamente. Claramente me había escuchado. —¿Qué demanda la justicia? —preguntó el rey a la madre, incluso mientras ponía su mano en mi brazo, advirtiéndome de nuevo. —¡Debería ser apedreada! —gritó el padre y la madre hizo un gesto de dolor. —¿Pediste a esta mujer que sanara a tus hijos? —preguntó el rey a la temblorosa madre. —Sí —susurró ella. 164

El padre gimió y empezó a implorar al rey con palabras frenéticas. —¡Ha embrujado a mi esposa! Teníamos miedo. Pensábamos que nuestros hijos morirían. —Es ilegal ser una Sanadora… y es ilegal buscar sus servicios —le recordó el rey—. El castigo es el mismo. El Gran Salón se quedó en silencio y el hombre ante el estrado empezó a temblar. —¿Qué demanda la justicia? —preguntó Tiras otra vez y esta vez se dirigió al padre—. Te dejaré elegir, pero el castigo que reciba la sanadora, tu esposa también lo recibirá. El hombre pareció aturdido por el giro de los acontecimientos y sus ojos se posaron sobre sus hijos y su penitente esposa antes de mirar a la sanadora quien estaba a su merced. —No… buscaré… más castigo —balbuceó el padre—. La Sanadora es libre de irse. —Como desees —asintió Tiras—. Quítale las cadenas. El hombre lo hizo, sus ojos mirando al suelo y con varias reverencias serviles, llevó a su familia fuera del salón.

—Vete ahora, Sanadora. Y no hagas daño —advirtió Tiras, una frase común, pero sus ojos encontraron a Kjell quien estaba prestando atención cerca y algo pasó entre ellos. Cuando la Sanadora salió del salón, Kjell la siguió.

Aquella noche Tiras no vino a la cama y yací en la oscuridad, mis ojos concentrados hacia dentro. Sabía a dónde había ido Kjell. Fue hacia la Sanadora y le ofreció refugio y sustento dentro de las paredes del castillo. En este momento, podría estar en la habitación de la torre donde yo había aprendido a leer y Tiras había pintado dibujos en mis paredes. Bajo su ropa raída y la capa de suciedad, la Sanadora era bonita. Tal vez incluso hermosa. Su cabello era largo y oscuro, su piel olivácea oscura. Kjell una vez había bromeado con el rey con menciones de ambas cosas, como si Tiras prefiriera mujeres que no se parecieran en nada a mí.

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Sería útil para él. Quizás pudiera sanar a Tiras donde yo no pude hacerlo. Y tal vez, esta vez, la Sanadora exigiría un precio. Tal vez en lugar de su alma exigiría su corazón. Me levanté de la cama rápidamente y me vestí, sin importarme que mi cabello estuviera suelto y mis emociones desordenadas. Ordené a puertas abrirse y encendí candeleros mientras caminaba, lanzando hechizos y buscando incluso mientras rezaba porque Tiras estuviera en forma de águila para no encontrarlo en el estado en el que estaba. Lo encontré en la biblioteca con Kjell, una habitación con torres de libros de cada tierra, una habitación que frecuentaba mucho desde que me convertí en reina. Olía a sabiduría y a palabras y a Tiras, quien me saludó con una mano extendida. Cuando no me moví hacia delante para tomarla, la retiró y Kjell nos miró a los dos con un conocimiento que resentí. —Baja tu mirada de mi esposa, Kjell —dijo Tiras repentinamente, como si lo resintiera también, como si mi apariencia fuera provocadora. Mi cabello desordenado bajaba por mi espalda y mis pies estaban descalzos, pero estaba vestida. No me avergonzaría y no me disculparía por la interrupción, aunque por cortesía, compartí mis palabras con ambos. Si buscas a la Sanadora, quiero estar presente. —¿De qué estás hablando? —preguntó Tiras lentamente. La Sanadora… la que estuvo en la audiencia de hoy. Las cejas de Tiras se levantaron como si lo hubiera sorprendido y mi corazón se retorció en mi pecho, interpretando su sorpresa como confirmación. Kjell la siguió al salir del salón.

Kjell maldijo y Tiras se reclinó en su silla, mirándome con ojos caídos. ¿Está aquí? ¿En el castillo? —No —admitió Tiras—. Pero sabemos dónde está. Kjell maldijo otra vez y Tiras lo despidió con una orden concisa, nunca apartando sus ojos de mí. Cuando la pesada puerta se cerró tras Kjell, continué: No voy a ser desechada. —¿Qué? Ella podría ser capaz de curarte. Yo no puedo. Pero no seré desechada. —¿De eso se trata esto, Lady Degn? Es útil para ti. ¿He sobrepasado mi utilidad? —Eres de gran utilidad para mí. Pondré un hijo en tu vientre. Un hijo que será rey. Siseé ante su sonrisa de suficiencia, de repente tan enojada que perdí mi habilidad de ser coherente. 166

Arrogante… idiota… ¡imposible! No podía sacar las palabras lo suficientemente rápido y me levanté, cerrando mis puños, apretando mis dientes, manteniéndome perfectamente quieta para no lanzarme hacia él. Tiras se rio mientras se levantaba y supe que estaba provocándome intencionadamente. —¡Mírate! De pie ahí como una maldita escultura de hielo. Pero hay fuego bajo ese hielo. Lo he sentido —insistió—. Intentas tan fuertemente ser indiferente, pero eres todo menos indiferente. ¡No soy un arma y no soy una yegua de cría! ¿Quieres usarme? No te lo permitiré. Avanzó hacia mí, arrogante y omnisciente. —¿No me lo PERMITIRÁS? ¡No te lo permitiré! Tiras se acercó tanto que tuve que inclinar mi cabeza hacia atrás para ver su rostro. Nuestros cuerpos no se alineaban, era demasiado pequeña para eso, pero sus caderas se presionaron contra mi vientre y mis pechos se aplastaron contra el suyo. Sus manos permanecieron a sus costados, pero utilizó su tamaño para intimidarme y eso me hizo enojar aún más. ¿Crees que porque eres más grande que yo, puedes obligarme?

—No tengo que obligarte. Lo sabes y lo sé. Soy tu esposa, pero haré lo que me plazca, rugí y el hechizo se elevó de mi cabeza sin esfuerzo. Cinturón que sostiene los pantalones de mi esposo, Suéltate ahora y hazlo bailar. El cinturón de Tiras salió volando de sus pantalones como una serpiente marina, deslizándose por el aire solo para golpearlo con su cola. Él se apartó de mí, sus ojos se abrieron de par en par mientras agarraba la longitud del cuero que giraba, sosteniéndolo a la distancia de un brazo con una mano mientras levantaba sus pantalones con la otra. Pero no había terminado. Botas en los pies de mi esposo, Patéenlo para que se siente. Tiras cayó sobre su trasero mientras sus botas se movían y se soltaban, haciendo que perdiera el equilibrio. Sus botas entonces procedieron a patearlo en su espalda y sus muslos mientras él aullaba con aturdida furia. —¡Lark! 167

Camisa sobre el pecho de mi esposo, Envuélvete alrededor de su cabeza. Su túnica se elevó rápidamente como si Tiras se la estuviera quitando, solo que se envolvió alrededor de él, oscureciendo su enojado rostro. Entonces empecé a reír. No pude evitarlo. Lucía tan ridículo sentado en el suelo de la biblioteca, con los calcetines colgando de sus pies, los pantalones caídos alrededor de sus caderas, su camisa sobre su cabeza y sus botas y cinturón atacándolo. Tiras arremetió y agarró mis faldas, tirando de mí hacia abajo para quedar junto a él. —¡Cancela los ataques, Lark! —gritó y me reí aún más fuerte, temblando con alegría incluso mientras se rodaba sobre mí y luchaba valientemente contra la túnica que seguía envolviéndose alrededor de su rostro. La túnica era ligeramente peligrosa, las botas no eran muy precisas y el extremo posterior del cinturón había hecho una herida en mi mejilla. Decidí que ya era suficiente. Realicé una rima descuidada y Tiras dejó escapar una corriente de blasfemias cuando la camisa cesó sus intentos asesinos y el cinturón y las botas cayeron al suelo, inanimados una vez más. La respiración de Tiras era dura y rápida, su cabello revuelto caía sobre sus ojos mientras apoyaba sus antebrazos a cada costado de mi cabeza. Su gran cuerpo

me presionaba contra el suelo, lo que dificultaba mi respiración. Estaba bien y verdaderamente atrapada, pero a pesar de todo, me sentía vencedora. ¿Estás herido, esposo? Me miró con furia y enojo durante tres segundos. Luego las líneas alrededor de sus ojos se profundizaron y una sonrisa apareció en su rostro. Se rio conmigo, pero me mantuvo atrapada debajo de él, su rostro a centímetros del mío. —Lo disfrutaste, ¿cierto? Inmensamente. —Dime esto, esposa. ¿Hay un hechizo para quitar rápidamente tu vestido? — susurró, todavía sonriendo, su aliento haciendo cosquillas en mi boca. Sentí mi rostro calentarse y cerré mis ojos, intentando retirarme, incluso cuando inmediatamente consideré un hechizo para dejarnos desnudos a ambos. —Pondré un bebé en tu vientre —prometió y la alegría se mezcló con determinación.

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Mis ojos se abrieron de golpe cuando rozó sus labios contra los míos, de ida y vuelta, como si estuviera pintando con su boca. La sensación hizo que el techo de mi boca hormigueara, las palmas de mis manos cosquillearan y la parte inferior de mi estómago se retorciera. No aumentó su ritmo, ni su presión e incluso habló mientras sus labios acariciaban los míos. —Tienes todo este poder: sanas, convences, persuades, destruyes, pero quieres que crea que no sientes nada —murmuró—. Sé que es de otra manera. Tengo todo el poder, pero me destruirás —Solo tus paredes, Lark. —Profundizó el beso, lamiendo mi boca como si supiera que me encontraría escondiéndome de él. Los dedos de mis pies se curvaron contra la alfombra y mi cuerpo se ablandó bajo el suyo, queriendo acomodarlo, incluso aunque giré mi cabeza, negándole que probara que podía. Movió su boca hacia mi cuello, susurrando mientras besaba mi garganta. —Una vez dije que eras como el hielo. Y lo eres. Plateada y perfecta... brillante. Y dura. Eres muy dura, Lark. Quiero que seas blanda a veces. Necesito que me dejes entrar. —Era dulce y hechizante, pero sabía que no se refería tanto a hacer el amor como a las paredes detrás de las que constantemente desaparecía. Sacudí mi cabeza. Si te dejo entrar, no me quedará nada. Si soy como el hielo es porque el hielo es impenetrable. Fuerte.

Abrió su boca contra mi pecho y movió su peso hacia un costado, así una de las manos que rodeaba mi cabeza fue libre para moverse por mi cuerpo. Apreté mis manos a mis costados y suprimí el creciente fuego bajo mi piel. —Tócame, Lark —ordenó, levantando un puño para morder juguetonamente mis dedos. Cuando te toco, dejo de ser. Gimió como si la confesión solo avivara su ardor, pero se alejó de mí repentinamente, como si estuviera cansado del esfuerzo que se requería para penetrar mis defensas. Se estiró por su camisa y su cinturón y se sentó para colocarse sus botas. —Por el amor de Dios, mujer. No dejas de ser. Simplemente cambias. Me senté también, ya extrañándolo y sin poder averiguar cómo darle lo que me pedía sin ceder. Puse tentativos dedos en su mejilla y se congeló, como si mi toque de disculpa fuera lo último que esperara. ¿Por qué debo cambiar, Tiras? ¿Por qué quieres tanto romperme? pregunté, la voz en mi cabeza pequeña y asustada. 169

—Porque hay fuego debajo del hielo, Lark —respondió—. Y me gusta tu fuego. —Su intensidad irradiaba de él en forma de calor. Estaba tan caliente todo el tiempo, podía sentirlo remodelándome, gota por gota. Sacudí mi cabeza, de repente cerca de las lágrimas, pero rehusándome a dejarlas derramarse. No. Debajo del hielo están todas las palabras. Me miró, perplejo, con una bota puesta, la otra bota no. ¿Alguna vez pensaste que tal vez es mejor así? ¿Que no pueda hablar? Si puedo manejar palabras sin hacer un sonido, ¿qué podría hacer si fueran liberadas? Me asusto de mí misma, Tiras. Era una confesión tan grande, una grieta tan monumental en mis defensas, que bajé mis ojos y levanté mis manos hacia mi rostro, necesitaba un momento para reorganizarme. Tiras envolvió sus dedos alrededor de mis muñecas y apartó mis manos de mis ojos, haciéndome mirarlo. —No me asustas —susurró—. Me frustras. Me enfureces. Pero no me asustas. Por ahora. —Jamás. Eres buena hasta tu mismísimo centro, Lady Degn. Exasperante. Pero buena. —Soltó mis muñecas y se puso de pie, su camisa todavía abierta, su cinturón en sus manos. Quería gritar con frustración, tirar de él de regreso junto a mí. Era una esposa terrible, una reina terrible. Quería darme un hijo y lo convertí en

una batalla épica, cuando en realidad, nada me hubiera gustado nada más que hacer un hijo con él. ¿Tiras? —¿Sí? —suspiró, su espalda hacia mí, metiendo su camisa en sus pantalones. ¿Me besarás de nuevo? Me miró y una sonrisa que era casi tierna levantó las comisuras de su boca y el calor se elevó de nuevo en sus ojos. —Una vez me dijiste que nunca pedirías un beso. Hice una mueca. —¿Te gusta cuando te beso? Sí. Su sonrisa se profundizó, pero esperó, haciéndome retorcerme, haciéndome pedirlo. Lo miré fijamente, luego incliné mi cabeza, rindiéndome. Si me besas lentamente, durante mucho tiempo, es más fácil para mí... 170

—Dejarme entrar —terminó por mí. Sí. La palabra fue un suspiro y mis mejillas estaban encendidas, pero se acercó a mí, tirando de mí desde el suelo y hacia sus brazos, envolviéndome, haciéndome sentir llena de una manera que había llegado a desear. Levanté mi rostro hacia el suyo, cerrando mis ojos y buscando sus labios. Y me besó durante mucho, mucho tiempo.

iras no se convertía repentinamente en un pájaro al atardecer. Era como si la noche lo alejara lentamente, drenándolo, hasta que la resistencia era inútil. Cuando la luna estaba grande y brillante, parecía más capaz de combatir la llamada, pero incluso entonces sufría para permanecer en forma humana y algunas veces la luz del día no era suficiente para restaurarlo. Podía aliviar su dolor, dándole más energía para combatir el cambio por sí mismo, pero mis palabras y su voluntad demostraban ser cada vez más insuficientes para alterar el curso de su don. A menudo despertaba sola en las horas previas al amanecer, la oscuridad de nuestra habitación hacía su ausencia más pesada, más dura, sin esperanza. Vivía en un péndulo de extrema alegría y gran tensión, esperándolo, dándole la bienvenida y quedándome sola una vez más. El péndulo parecía estar ganando impulso en lugar de perderlo, oscilando cada vez más alto y profundo mientras él permanecía alejado por más y más tiempo, solo para regresar por periodos de tiempo más y más breves. 171

La mañana después de las audiencias, me desperté con la luz del sol y un águila en la pared de mi balcón. Me acerqué a él con anhelo y una mano tendida, esperando que la conciencia del hombre fuera más fuerte que la cautela del pájaro. Dejó que acariciara su sedosa cabeza blanca por un momento antes de girar sus ojos hacia la extensión de bosque del lado oeste. Luego, con un rápido despliegue de sus alas, me dejó y lo vi alejarse volando. Durante tres días esperé a que el rey volviera y cuando amaneció al cuarto día, sin señales de Tiras, fui en busca de Kjell, decidida a buscar a la Sanadora que había seguido desde el castillo después de la audiencia. Me vestí y trencé mi cabello rápidamente, sin molestarme en esperar a mis doncellas, ansiosa por atravesar los pasillos del castillo antes que todos se pusieran en movimiento. Las palabras se deslizaban de entre los sueños y calentaban el aire y escuché cada una de ellas antes de bajar las escaleras y seguir el fino hilo de tensión que parecía adherirse a Kjell a donde quiera que él fuera. Lo encontré en los establos y pareció casi aliviado que le dieran algún tipo de tarea. Kjell había descubierto que la Sanadora moraba en el pequeño asentamiento llamado Nivea que había surgido alrededor del antiguo lecho marino al oeste de la Ciudad Jeru. Después de la audiencia, había seguido a la joven, manteniendo su distancia. Cuando llegó a las puertas del oeste, se mezcló entre los obreros y artesanos saliendo de la ciudad y regresando a sus hogares por el resto del día y la siguió hasta una humilde vivienda rodeada de casas similares pertenecientes a los artesanos y fabricantes de joyas, así como también a los cortadores de piedra y albañiles que vivían y trabajaban fuera de la protección de las murallas de la ciudad.

La buscamos al atardecer, vistiéndonos con túnicas campesinas. Cubrí mi rostro y mi cabello con un sencillo velo y Boojohni balanceaba una canasta en su pequeña cabeza y caminaba delante de nosotros, una distracción perfecta. Todos los ojos fueron atraídos hacia él, una novedad en una ciudad temerosa de las diferencias de cualquier tipo y Kjell y yo pudimos mezclarnos entre la multitud. Fue más fácil salir de Ciudad Jeru de lo que sería regresar. Una vez que se cerraran las puertas, Kjell tendría que revelarse ante el vigilante para reingresar, pero estábamos más preocupados porque la Sanadora se enterara de nuestra presencia y se escondiera. —Fue recibida y bienvenida por todos lados. La habían extrañado y su familia estuvo encantada de verla —murmuró Kjell y no hice ningún comentario sobre el dejo de arrepentimiento que escuché en su voz—. Si se corre la voz de que la reina está en Nivea, los aldeanos asumirán lo peor. Los temores de Kjell estaban bien fundamentados, para cuando nos acercábamos a la cabaña de la Sanadora, instalada junto con docenas de otras a lo largo de los acantilados del cavernoso lecho marino, la alarma gimió en el aire, tan audible para mí como el grito de un Volgar. Nos habían visto e identificado. Saben que estamos aquí.

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Boojohni permaneció conmigo mientras Kjell echaba a correr, llegando a la puerta de entrada mientras una delgada figura salía de la cabaña, chocando con él, solo para pelear y arañar, patear y agitarse para escapar. Kjell maldijo cuando ella pasó sus largas uñas por su mejilla y redobló sus esfuerzos. —Shh, Lass —tranquilizó Boojohni, sus pequeñas manos levantadas en señal de rendición. ¿Puedes oírme, Sanadora? le pregunté, mi voz fuerte en mi cabeza. Se quedó quieta al instante y sus ojos se encontraron con los míos, ensanchándose con horror, como si hubiera logrado convencerse a sí misma que mi interferencia en su audiencia estuvo solo en su cabeza. —S-sí —tartamudeó—. Eres la reina. Le dijiste al rey que me liberara. No hiciste nada malo. —Eres la reina —repitió y la misma oleada de consternación que tiñó sus palabras se apoderó de mi pecho. Era la reina y no tenía idea de lo que estaba haciendo. No queremos hacerte daño. Necesitamos tu ayuda. ¿Hablarás conmigo... adentro? Nos las habíamos arreglado para llamar la atención de algunos espectadores, y necesitábamos llevar la conversación a otra parte. Kjell no había aflojado sus brazos en absoluto y ella colgaba de su abrazo.

Asintió lentamente y le pedí a Kjell que la soltara. La puso de pie y se movió entre nosotros, manteniéndola cerca. Ella mostró el camino hacia la cabaña, rozando a Kjell al pasar y con un breve zumbido y un toque suave, sanó la herida sangrante que había infligido en su rostro. Kjell maldijo como si lo hubiera embestido, sus ojos resplandeciendo y su mano en su espada, pero la Sanadora no le dio una segunda mirada. Había demostrado su poder incluso mientras extendía misericordia. La cabaña de piedra era pequeña y estaba ordenada, una habitación para dormir, una habitación para comer y no mucho más. Ninguno de nosotros se sentó y Kjell permaneció cerca de la puerta, como para protegerse de una trampa. Los ojos claros de la Sanadora se aferraron a los míos, tan azules como los de Kjell y sorprendentes en contraste con su cabello negro y su piel aceitunada. Me sentí descolorida junto a ella y una puñalada de inseguridad encontró su marca antes de apuntalar mis paredes heladas y enfocarme en la tarea que tenía entre manos. —¿Es... como yo? —preguntó ella. ¿Dotada? Jadeó cuando dije la palabra, como si hubiera pasado toda su vida evitándola. Pero después de una breve pausa, asintió. —Sí. Dotada.

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Sí, lo soy. —Majestad —gruñó Kjell, sacudiendo su cabeza y Boojohni se puso rígido a mi costado. No es algo que pueda ocultarle, Kjell. La desconfianza de Kjell aumentó y se desbordó, mezclándose con su miedo a lo que le habían enseñado a odiar. La Sanadora lo miró brevemente y extendió su mano hacia él una vez más, como para aliviar su incomodidad. Él frunció el ceño y ella retiró su mano. —Soy una Sanadora. Pero... ¿qué eres tú? —preguntó, su mirada volviendo a mí. Una Relatora, aunque parece que soy capaz de ordenar curación, hasta cierto punto. —¿Una Relatora que no puede hablar? No tenía ganas de compartir mi historia y cuando simplemente incliné la cabeza, sin ofrecer ninguna explicación, frunció el ceño. —¿Por qué está aquí, Majestad? ¿Voy a ser arrestada de nuevo? No estaba segura de cómo proceder, de qué compartir y me presionó de nuevo. —¿Por qué vino a mi casa?

El rey no está bien. —¿Y no puedes curarlo? No. No puedo. La verdad pesaba mucho sobre mí y ladeó su cabeza, como si escuchara mi impotencia. —Quieres que lo cure. —No era una pregunta. Asentí de nuevo. Frunció sus labios y sus ojos se movieron de mí a Kjell, a Boojohni y de regreso a mí. —Si lo curo, ¿qué me darás? Kjell resopló como si fuera una codiciosa caza fortunas. Pero entendía la supervivencia. ¿Que necesitas? —Refugio. Clemencia. No solo para mí. Para aquellos como yo. Como nosotros. Quería que salvara a una comunidad entera cuando ni siquiera podía salvar a Tiras. Pero no dudé en prometer: haré todo en mi poder para que así sea. 174

Era lo mejor que podía hacer y tal vez ella sabía eso, porqué asintió y comencé a respirar nuevamente. —¿Qué le aflige al rey? Vacilé de nuevo, asustada de revelar algo que no podría retirar, de poner en peligro a Tiras, de poner en peligro a la joven Sanadora con conocimiento que no debería tener. El rey es… como nosotros. Ella sacudió su cabeza, confundida. —No comprendo. Es Dotado. La chica levantó su incrédula mirada y sacudió su cabeza con incredulidad. —¿El hijo del Rey Zoltev es Dotado? —Se sorprendió. Entonces se rio, un gran y tembloroso sonido que contenía más pena que alegría. —Los Dioses son justos —murmuró, fuego iluminando sus ojos—. Que el antiguo rey arda en el infierno. —El antiguo rey era mi padre. Harías bien en recordar eso —dijo Kjell, mostrando sus dientes.

La Sanadora posó su acerada mirada en él. —De alguna manera eso no me sorprende. El Rey Tiras no es como su padre, afirmé desesperadamente. —¿No? No estoy tan segura. —La Sanadora no había apartado la vista de Kjell, como si su comportamiento la hiciera dudar de la nobleza de su medio hermano. No tenía respuesta más que la verdad y se la di. Lo estamos perdiendo con el cambio. —Ser Dotado no es una enfermedad —discutió ella, girando su cabeza hacia mí. Le dije a Tiras exactamente lo mismo. No puedo arreglar lo que no está roto. Solo pido que lo intentes, supliqué y me observó sin estar convencida. —Haré lo que pueda, Su Majestad.

175 El nombre de La Sanadora era Shenna y fiel a su palabra, regresó a Ciudad Jeru con Kjell cuatro días después. Tiras también había regresado, pero sus ojos eran diferentes. Sus ojos siempre habían sido tan marrones que parecían negros. Ahora un cálido círculo ámbar rodeaba sus pupilas. Ojos de águila. —Ocurrió lo mismo con mi cabello. Cambié, pero mi cabello no lo hizo. Un día era negro. Al día siguiente tan blanco como la nieve. Blanco como plumas de águila. Pronto tendré garras en lugar de dedos de los pies y alas en lugar de brazos. —Su tono era irónico pero sus ojos dorados estaban llenos de preocupación. Cuando la sanadora pidió permiso para tocarlo, él aceptó, sus ojos en los míos. No quería que lo tocara y él lo sabía. —Mujer obstinada —susurró él y la jaula que rodeaba mi corazón se contrajo hasta que no pude respirar. La sanadora deslizó sus manos por los brazos de él y encima de sus ojos, su rostro sereno y sus ojos cerrados. Tarareaba, un bajo sonido apacible, nunca variando ni una sola nota, un laúd con solo una cuerda, vibrando. —¿Por qué está haciendo eso? —murmuró Kjell. Los ojos de Shenna se abrieron, pero continuó tarareando por unos cuantos segundos más mientras movía sus manos. —Es el sonido que su cuerpo hace, la nota que canta —respondió ella finalmente y aunque había dejado de tararear, podía escuchar el tono persistiendo, fijado en su mente como una palabra dominante.

—Es la frecuencia con la que su cuerpo se cura a sí mismo, simplemente estoy cantando con él, fortaleciendo su habilidad. Extendí mi mano. Tiras la tomó y cerré mis ojos también, diciendo mis palabras en la nota que la sanadora cantó, pidiéndole que estuviera sano. —No puedo sanarlo —dijo Shenna, finalmente. Tiras se sentó inmóvil, Kjell se paseaba y yo lloraba. ¿Por qué? Mi voz era un lamento y Tiras se encogió con dolor. —Porque no está enfermo —insistió ella—. Su cuerpo canta con salud y vigor… y fuerza. —Pero se está convirtiendo en algo más. Está ocurriendo cada vez más y más a menudo —argumentó Kjell, furia enmascarando su miedo. Shenna sacudió su cabeza de nuevo. —Conozco a muchos Cambiantes. Nunca es así. Siempre es una elección. —¿Conoces a muchos? —preguntó Tiras, posando sus extraños ojos dorados en la sanadora. 176

—Conozco a varios —murmuró ella, confiando en él. Confiando en nosotros. —Tráelos a mí —ordenó Tiras y Shenna miró hacia mí, rogando por seguridad. Solo pude encontrar su mirada con impotencia. No tenía idea de lo que pretendía. —No —respondió ella, sacudiendo su cabeza—. Nunca vendrían. —Entonces llévame a ellos —dijo él—. Y les mostraré que soy uno de ellos. —¿Por qué? —interrumpió Kjell—. ¿Por qué harías eso, Tiras? ¿Por qué te expondrías de esa manera? —Vas a necesitar aliados cuando yo no esté —respondió Tiras y esta vez sus ojos no se encontraron con los míos. Resistencia brotó dentro de mí, negación, negación, negación.

alimos de la ciudad al amanecer del día siguiente, disfrazados como lo habíamos hecho antes, vestidos como aldeanos y artesanos, disimulados y callados, cargando canastas y evitando el contacto visual. Caminamos hasta Nivea, hasta la cabaña de Shenna, la sanadora, quien acogió a los hombres con recelo, pero extendió sus manos y algo de calidez fluyó hacia mí, como si mi don y mi discapacidad la reconfortaran. Aparentemente, la vulnerabilidad invitaba a la confianza. —Le dije a los ancianos. Han circulado las noticias entre los Dotados. Cada uno decidirá si va a mostrarse o permanecerá oculto. Si no vienen aquí hoy, debemos aceptar su decisión. No los revelaré ante ustedes —dijo Shenna firmemente. Sus padres estaban presentes, junto a su bisabuelo, un hombre llamado Sorkin, quien era tan viejo que podría pararse al lado de los acantilados en Corvyn y mezclarse con las alineadas rocas grises. Pero en Nivea, la roca era negra y reluciente, como habían sido los ojos de Tiras antes que el cambio los hiciera dorados. 177

Sorkin también era un sanador, un hombre que había vivido durante el reinado del bisabuelo de Tiras, un rey aún más temido y odiado que Zoltev. Nos observaba con ojos cuidadosos, exudando tanto cautela como esperanza. Cuando Tiras se inclinó ante él, el rostro del anciano se suavizó ligeramente. Extendió sus manos y tomó el rostro de Tiras, sin pedir permiso y empezó a tararear, justo como lo había hecho Shenna el día anterior. Después de un rato, se detuvo, sus manos cayeron, la nota sonando a través de la cabaña. —No hay enfermedad en usted, Majestad —murmuró, su ceño frunciéndose con desconfianza. —También hay muy poco... tiempo —dijo Tiras y Sorkin lo estudió atentamente, sin confirmar o negar lo que Tiras afirmaba. Sorkin se alejó del rey, también levantando sus manos a mis mejillas. —Hay vida en usted, mi reina. —Sus ojos se clavaron en Tiras—. Puedo escuchar el murmullo de dos latidos de corazón. Me quedé sin aliento. Lo había sospechado, pero no compartí mi sospecha con nadie, queriendo esperar un poco, para estar segura. Ahora no tenía duda. —Es muy pronto y la vida es muy joven. Pero habrá un niño —predijo con certeza. Me volví hacia Tiras, quien tomó mi mano y presionó un beso en mi palma donde el prior había mezclado nuestra sangre meses atrás. Alegría tembló en sus

labios y se arraigó en mi pecho. Su placer fue notado por Shenna y el viejo sanador y sus ojos se llenaron de calidez y su cautela disminuyó. —Gracias a los Dioses —exhaló Tiras, como si otro puente se hubiera cruzado, otra batalla ganada y las raíces de alegría en mi pecho crearon diminutas espinas. —Gracias a los Dioses —repitió el sanador—. Ahora comencemos. Desde la habitación más allá, una mujer llamada Gwyn fue convocada, una mujer tan antigua y tan familiar, que sólo pude mirarla fijamente. Era la anciana de la catedral, la mujer que había untado mis pies y me había pedido esperar el día de mi boda. Se inclinó cautelosamente ante mí y mi espíritu se levantó con su sonrisa. —La última vez que nos vimos, aun no eras una reina. Hice una profunda reverencia, agradecida de verla de nuevo. —Nos vemos de nuevo y aun no eres una madre, aunque también lograrás esto. —Sus ojos se movieron hacia Tiras y lo saludo con un respetuoso asentimiento de su cabeza plateada. —Majestad, ¿cómo podemos servirle? —preguntó, aunque sospechaba que ya lo sabía. 178

—¿Cuál es tu don, Madre Gwyn? —preguntó Tiras, otorgando el título con obvio respeto. —Veo cosas que otros no pueden. Sé cosas que otros no saben. Y reconozco a los Dotados, Alteza —dijo sin artificio. ¿Eres una vidente? interrumpí, sorprendida. Me sonrió, como si mi voz en su cabeza fuera agradable. —Mis oídos no son tan agudos como alguna vez lo fueron, pero la escucho perfectamente. Me incliné de nuevo. Es bueno ser escuchada. —Soy una Relatora, como usted, mi reina —continuó Gwyn, contestando a mi pregunta original—. Aunque las cosas que puedo ver, no las puedo cambiar. No puedo dar órdenes al viento o al agua. Pero sé que una tormenta está acercándose. —¿Cuál es el don del rey, Madre Gwyn? —Sorkin la presionó suavemente, dirigiendo la conversación al asunto de mayor importancia. Quería saber si Tiras era sincero. Inclinó su cabeza y estudió a Tiras, tomando nota de sus ojos dorados y su pálido cabello. —Su don es extraño —reflexionó.

—¿No lo son todos? —interrumpió Kjell en tono mordaz. La anciana simplemente sonrió y asintió hacia el rebosante capitán de la guardia del rey. —En efecto, buen hombre. Pero su don no es simplemente su habilidad para cambiar, Majestad —dijo, dirigiendo sus palabras de nuevo hacia Tiras. Él levantó sus cejas y me miró. —Su don es su voluntad —dijo ella. Yo podía dar fe de eso—. La gente le obedece —continúo—. Se rinden ante sus demandas. Incluso su hermano, quien no se inclina ante nadie, se inclinaría ante usted si se lo pidiera. Kjell se burló, pero extendió su mano, su palma hacia adelante, como para mantener a la mujer a distancia. Ella cerró los ojos brevemente y casi olfateó el aire, recordándome a Boojohni, antes de abrir sus ojos y mirar pacientemente a Kjell. —El don del Sanador es el más fácil de negar, especialmente entre aquellos quienes están cómodos con la guerra y desconfían del amor. Hay poder en usted, jovencito —dijo por lo bajo, pero dejó a Kjell en paz y nos dejó hacer lo que quisiéramos con sus palabras. 179

Durante la larga tarde, los Dotados llegaron en grupos pequeños, como si el desfile estuviera siendo cuidadosamente controlado. No sabíamos de dónde venían. No preguntamos. Ningún don era una réplica exacta de otro. Cada uno era diferente, cada uno era único. Y la exhibición fue realmente asombrosa. Los Cambiantes y los Transformadores fueron los más ansiosos por compartir. Sanar era un don más difícil de demostrar y los Relatadores imposibles de verificar. El futuro aún no había sucedido y ninguno parecía ser capaz de utilizar las palabras de la forma en que yo lo hacía. Un hombre del tamaño de un peñasco, quien tuvo que agacharse para entrar en la casa, convirtió piedras en pan y nos alimentó a todos. Un niño convirtió algodón en carbón con un movimiento de su muñeca. Observamos a una mujer convertir la espada de Kjell en una cuerda y una cuerda a una serpiente. Salté hacia atrás, sorprendida. —No es una serpiente real —rio la Transformadora. La vi enrollarse alrededor de sí misma y levanté mis cejas a modo de pregunta. Ciertamente parecía real. —Puedo convertir un objeto en otro. Pero no puedo crear vida donde no hay vida. Es simplemente la apariencia de vida. —¿A qué te refieres? —preguntó Tiras y Sorkin explicó.

—Algunos dicen que Los Volgar fueron creados cuando un transformador solitario intentó convertir buitres en humanos. No se puede hacer eso. Los Volgar puede que tengan partes humanas, pero no tienen corazones humanos. No tienen almas o conciencia. Sin habilidad para razonar o amar. No hay virtud. Sólo instinto. Simplemente se convirtieron en un tipo de bestia diferente. —Pero los buitres son seres vivos... a diferencia de la cuerda —intervino Kjell Sorkin levantó la serpiente y sin advertencia, arrancó su cabeza. Los bordes deshilachados de la cuerda sobresalieron del cuerpo escamoso de la serpiente donde acababa de estar la cabeza. —No puede atacar. No come. No duerme. No tiene los instintos, ni el funcionamiento interno de una serpiente. Es una cuerda, animada por un toque. Un hombre se puede convertir en una bestia. Pero una bestia no se puede convertir en un hombre. La habitación se quedó en silencio y Tiras por un segundo volvió sus ojos de águila hacia mí. —¿Qué hace que un hombre sea una bestia? —preguntó en voz baja, dirigiéndose a Sorkin, pero manteniendo su mirada en mí. 180

—Sus elecciones. —¿No es su don? —preguntó Kjell amargamente. —No es su don —respondió Sorkin—. Lo que un hombre hace con su don es la verdadera medida. Kjell no tuvo respuesta y las demostraciones continuaron. Lu, una pequeña niña con ojos verdes y cabello negro como la tinta se convirtió en un gatito que se precipitó hacia mis pies. Un trol con una larga barba roja se convirtió en una cabra que balaba incesantemente y mordía todo a la vista. Un chico llamado Hazael se convirtió en caballo, con patas huesudas y una crin flotante y una madre de tres se convertía en cualquier animal que deseara, cambiando de uno a otro ante la solicitud del rey. Todos podían escucharme: Transformadores, Cambiantes, Sanadores y Gwyn, la única otra Relatora en la habitación. Por cada persona que compartía su don, yo compartía el mío también, haciendo un hechizo en rima que hacía que los platos se lavaran solos, una media zurció el agujero en su dedo, un fuego comenzó y una tortuga voló. Aplaudieron, se asombraron y rogaron por más y yo consentí, esperando que eso fuera suficiente para tranquilizar miedos y construir confianza. Pero Sorkin no fue desalentado. Al final del día, hizo su demanda al rey. —Le hemos mostrado nuestras habilidades. Ahora debe mostrarnos lo que puede hacer —demandó el viejo Sanador, su voz suave pero firme.

No quiero que cambie, protesté, levantando mi voz así todos los presentes podrían escucharme. Los Dotados reunidos me miraron con sorpresa. Cada vez que cambia, le es más difícil regresar, expliqué y asombrados murmullos y preguntas sin decirse se elevaron en el aire como polillas polvorientas. Las empujé hacia ellos, rechazándolas y deseando que se fueran lejos. —Lark —murmuró Tiras y supe antes de mirarlo que mis protestan eran inútiles—. He dado mi palabra —dijo. —Quizás cuando cambie, Sorkin y yo seremos capaces de entender mejor por qué hay dolor —ofreció Shenna, estirando su mano hacia el rey. Sorkin también se acercó y Tiras inclinó su cabeza, como si estuviera recibiendo una bendición, en lugar de invocando una transformación. Comenzaron a tararear juntos, Sorkin y Shenna, pero la suave y baja vibración que el cuerpo de Tiras había emitido antes en el día, ahora era un fuerte repiqueteo. Los Sanadores batallaron para recrearlo, esforzándose por alcanzar el tono. Shenna comenzó a sacudir la cabeza sin control, incluso mientras respiraba dentro de la nota, fortaleciéndola e igualándola.

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Entonces Tiras gruñó, lanzando su cabeza hacia atrás y aullando como si su corazón estuviera siendo sacado de su pecho, luchando contra el jalón, solo para ser arrastrado lejos. Como millones sobre millones de partículas de polvo reuniéndose y explotando y reorganizándose a sí mismas, se desintegró y se convirtió en algo más. Su cabello blanco se adhirió a su cabeza y cuello como una capucha de seda, oscureciendo un rostro que repentinamente dejó de existir. Luego alas se desplegaron, incluso mientras su cuerpo se derretía en el aire. Era glorioso y horroroso, triunfante y trágico todo al mismo tiempo. Luché contra la urgencia de llorar y lanzarme en el espacio donde había estado para quizás convertirme en lo que él era. Shenna y el viejo Sanador cayeron hacia atrás, como si tampoco hubieran visto algo similar y Kjell abrió la puerta de la cabaña. A diferencia de los otros Cambiantes: el gato, el caballo, la cabra y la madre quienes cambiaron sin esfuerzo, mi rey águila se elevó en el cerúleo cielo y no regresó.

Perdido. Las palabras del águila me causaron dolor. No. No perdido. Sé quién eres, presioné, acariciando las plumas de su pecho. Lark.

Mi nombre se elevó desde él y supe que me estaba diciendo lo mismo. También sabía quién era yo. Todavía era Tiras, debajo de todo y eso era casi peor.

—El rey está preguntando por usted, Señora —anunció Pia, apareciendo en mi recámara en las primeras horas de la tarde, una semana después. Mis manos se quedaron inmóviles en el aire, el libro que sostenía deslizándose de mis dedos—. Pidió que estuviera presente para una reunión con sus consejeros. ¿Está de vuelta? presioné, pero ella no podía escucharme, por supuesto y continuó moviéndose afanosamente alrededor de mí recámara como si las idas y venidas del rey fueran de poca importancia para cualquiera de nosotras. Dudaba que ella siquiera hubiera notado que se había ido. Arreglé mi apariencia rápidamente y volé por los pasillos y la escalera principal hacia la habitación que más amaba en todo el castillo. Pero había otros reunidos y mientras me acercaba, modulé mi paso y enderecé mi postura. Podía escuchar el rumor de voces y mi vientre saltó con anticipación. 182

Tiras estaba sentado en la biblioteca, su ceño fruncido, escudriñando documentos y libros de contabilidad, Kjell y otros dos miembros de la guardia sentados frente a él. Cuando entré, me saludó, pero no levantó la mirada. Kjell y los otros hombres se levantaron e inclinaron antes de también desestimarme. Me senté en mi asiento habitual, una pluma en la mano, tomando primitivas notas, completamente insuficientes e infantiles, como si entendiera algo de ello. Él vestía guantes para montar y botas que se elevaban por encima de sus rodillas, como si hubiera venido directo de los establos y se hubiera puesto a trabajar. Nadie comento sobre esto. Su presencia llenaba el espacio y demandaba atención y su altura y amplitud hacían que la habitación luciera más pequeña y el día pareciera mucho más largo. Organizamos los negocios del reino durante varias horas, la oleada de gente entrando y saliendo de la biblioteca haciendo que una conversación privada fuera imposible, aunque ocasionalmente enviaba a Tiras palabras graciosas o un pensamiento, una brillante mariposa para capturar su atención. No las reconoció, aunque ocasionalmente sus labios se fruncían y rodaba sus ojos, haciéndome creer que cumplía mi propósito. Ejercité la paciencia mientras él buscó consejos, recibió actualizaciones y trabajó con toda la manía de un hombre con el tiempo prestado. Cuando otra reunión más estaba llegando al final, Tiras se refirió a una inspección del día anterior, un viaje a las bóvedas del reino y las minas de Jeru y yo me enderecé, escuchando todo, aun cuando me sentía cada vez más y más confundida.

¿Cuándo regresaste? presioné, sin importarme ni un poco lo que estuviera hablando. Tiras no respondió inmediatamente y frené mis palabras, permitiéndole terminar sus instrucciones al supervisor de las minas. Cuando sus instrucciones se volvieron un nuevo tema por completo, interrumpí de nuevo. ¿Tiras? Sus ojos dorados se dispararon hacia los míos, luego cayeron inmediatamente como si el trabajo ante él demandara su absoluta atención. ¿Cuándo regresaste? pregunté de nuevo. —Regresé hace tres días —se dirigió hacia mí directamente, aunque los presentes no habían escuchado mi pregunta—. Visité los puestos de avanzada y pasé tiempo patrullando. Tenía que ser hecho. ¿Tres días? Mi rostro y pecho escocieron como si hubiera sido golpeada repetidamente.

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Había sido Tiras por tres días. No Tiras el ave. Tiras el hombre. Completo. Presente. Y yo no lo había sabido. —Hay mucho por hacer —dijo planamente, aunque sus ojos se redujeron en advertencia, como si pensara que yo pudiera mentalmente comenzar a sacar los libros de los estantes de la biblioteca y tirarlos hacia su cabeza. Los consejeros del rey aclararon sus gargantas como si repentinamente se hubieran dado cuenta que había un pequeño enfrentamiento silencioso en marcha. Tragué, reteniendo mis palabras en mi pecho así no inundarían mi cabeza y se convertirían en enojados hechizos, pero se escurrieron y golpearon y me puse de pie, incapaz de confiar en mí misma para contenerlos. Los consejeros del rey se pusieron de pie rápidamente, pergaminos y manuscritos cayendo al suelo. Los reconocí, solo un rígido tirón de mi cabeza y me moví rápidamente hacia la puerta. —Lark —llamó Tiras detrás de mí. Lo ignoré.

e puse mi capa y caminé a un ritmo constante, subiendo por la colina que llevaba hacia la catedral y más allá a los acantilados que protegían Ciudad Jeru. No quise esperar por un escolta. Ya no era una prisionera. Estaba parcialmente escondida debajo de la gran capucha de mi capa y si me vieron, mantuvieron su distancia. Mantuve mis ojos en mis pies hasta que llegué al campanario encima de la iglesia entonces me detuve para regular mi respiración, mirándolo de soslayo y esperando por el anuncio de la hora, señalando que todo estaba bien mientras el sol se hundía en el horizonte. El aire era frío y la mordida contra mis mejillas coincidía con el crudo rasguño de mi respiración. Me di cuenta que cuando caminaba enérgicamente, mi estómago se apretaba como si atrajera a mi hijo contra mí, como para protegerlo contra las exigencias físicas a las que me estaba sometiendo. No era desagradable o doloroso. Me hacía consciente. Tiras tenía el mismo efecto en mi corazón. Se apretaba cuando estaba lejos, demandándome que recordara, que pensara en él, que esperara. 184

Espera por él, había dicho la vieja Relatora. Sus palabras habían sido proféticas. Siempre esperaba. Sentí a Shindoh, escuché su emoción, su ansiosa felicidad por tener a su amo de regreso en su lomo y aire fresco en sus pulmones. Incluso supe el momento en que me sintió y apresuró su paso hacia mí. Pero no me di la vuelta para saludarlo. ―Lark ―llamó Tiras, las palabras que exudaba eran muy diferentes a las de su fiel caballo. Obstinada y mujer eran las más prominentes. Dejé de caminar y me giré hacia él, ni siquiera esperando que llegara junto a mí antes de responder a su no-tanprivada opinión. Quizá sea una mujer obstinada, pero tú eres un idiota insensible. ―Y eres una reina. Debes pensar como una. Debes actuar como una. Debes hacer tu deber incluso cuando estés enojada conmigo. Me elegiste, ¿recuerdas? A mí. Lark del Corvyn. No soy una Cambiante. No puedo transformarme en una reina. Apretó sus dientes. —¿Y dónde está tu guardia? ¡Deber tener un guardia contigo cuando salgas del castillo! No necesito un guardia. Eres igual a mi padre. No seré una prisionera.

—También tienes que dejar de pasearte por las noches. No es seguro. Especialmente cuando no estoy ahí. Me di la vuelta y comencé a caminar, frustrada por su arrogancia. Con un gruñido y un estímulo a su caballo, llegó hasta mí, levantándome con un brazo y colocándome frente a él sobre Shindoh, exactamente como lo había hecho hacía muchísimo tiempo. Sus dedos se extendieron sobre mi vientre bajo, probando la manera en que se hinchaba contra su palma. Moví mi cabeza, mi capucha deslizándome hacia mi espalda y sus labios encontraron mi oreja como si no pudiera decidir si acariciar mi cuello o regañarme. Hizo ambos, pasando su áspera mejilla contra mi barbilla y a lo largo de mi cuello antes de hablar otra vez. ―No eres invisible. Sé que piensas que lo eres. Pero alguien podría herirte. ―Su tono era bajo, pero severo―. ¿Por qué haces eso? ¿Qué? ¿Enojarme cuando regresas y me evitas? Se quedó inmóvil, contemplando y esperé a que respondiera.

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—No —susurró finalmente y sentí su remordimiento filtrándose por la palabra. Miré ciegamente hacia adelante, negándome a parpadear para que las enojadas lágrimas no cayeran. ―No, eso no. ¿Por qué caminas en el bosque por la noche, sola? Te veo, incluso como un águila. Te observo. Y temo por ti. ―Su voz repentinamente fue tan gentil que mi voluntad se desmoronó como las hojas secas bajo los pies de Shindoh. Sé que me observas. Es por eso por lo que lo hago. Estoy buscándote. Su brazo se apretó a mi alrededor y sus labios encontraron mi oreja de nuevo, pero no habló y su anhelo nos cubrió a ambos, oscureciendo todo lo demás. Me dijiste que te dejara entrar, Tiras. Me rogaste. Y lo hice. Abrí mis puertas de par en par. Aun así… permaneciste alejado. Maldijo y tomó mi barbilla con su mano enguantada, volteando mi rostro hacia él para que pudiera alzar mis ojos hasta los suyos. —¿No lo entiendes? Haría cualquier cosa para quedarme aquí contigo. ¡Me estoy perdiendo! Comencé a sacudir mi cabeza, tirando de su muñeca y liberándome de su agarre. No. Indecisión igualó su anhelo antes de que repentinamente se deshiciera de ellos y con un rápido tirón, quitara el grueso guante de cuero de su mano izquierda con sus dientes, revelando lo que había debajo. Su mano todavía era la de un

hombre, pero sus dedos se estrechaban en las puntas, garras sobresaliendo en los extremos. Mi corazón subió por mi garganta como un animal enjaulado y solamente pude mirar, paralizada. ―Ya ni siquiera puedo tocarte sin un guante, Lark ―gruñó―. Te lastimaría. Sin una palabra deslicé mis dedos sobre las garras que habían salido a través de la piel. Eran dos veces la longitud de sus uñas naturales, tubulares y afiladas. Sus dedos se flexionaron como si quisiera alejarlos, pero no lo hizo. Levanté su palma hasta mis labios y la besé gentilmente. Entonces deslicé su mano sobre mi barbilla y la sostuve contra mi rostro, dándole la bienvenida a su toque. ―Me estoy perdiendo. Pieza a pieza ―susurró―. Y tienes que dejarme ir. Jeru necesita una reina. Alguien quien sea fuerte y sabia y poderosa. Esa no soy yo. ―Por supuesto que sí. Lo supe en el momento en que te conocí. ¡No! No lo soy. Tengo todo este poder, pero no puedo salvarte. 186

El hielo que me protegía, que me hacía fuerte, comenzó a gotear, gotear, gotear y correr por mi rostro y Tiras apoyó su mejilla contra la mía, presionando mi cabeza en su hombro y sosteniéndome fuerte. Me elegiste porque soy útil. Pero yo te elegí porque te quería. Todo lo que siempre quise fue que me quisieras en respuesta. Se congeló y cuando se alejó y miró de soslayo hacia mí, hice todo lo que pude para no abrir un hoyo en la tierra y meterme en él. Sus ojos brillaron con la luz del crepúsculo y comenzó a sacudir su cabeza, rechazando mis palabras. Pasó su pulgar contra mi mejilla tan suavemente como siempre y luego alejó su mano, enrollando sus garras contra su palma. Sin un comentario, de nuevo metió su mano en su guante e instó a Shindoh para que se moviera, como si las palabras le fallaran. Nos fallaron a ambos. ―Necesito enseñarte algo allí arriba. ―Tiras apuntó hacia al estrecho camino ante nosotros que llevaba hacia los sobresalientes acantilados y las cuevas poco profundas que formaban el perímetro oriental de Degn. Ningún muro se requería allí. Ciudad Jeru se situaba en la base de las colinas, asentándose sobre una enorme meseta que caía de nuevo más allá del muro occidental antes de descender al nivel del mar y hacia el asentamiento de Nivea en las afueras. Miré las colinas y lo escarpado del camino. Pronto oscurecerá. ―No te dejaré… no aún. Y Shindoh se sabe el camino.

Lo hacía y subió de manera constante, inmune a nuestro peso. Después de un cuarto de hora, Tiras se desvió del sendero hacia un mirador que sobresalía. La ciudad descansaba bajo nosotros, las sombras silenciando los colores, la luz invernal iluminando los bordes y los ángulos. Las torrecillas y las torres del castillo brillaban y las banderas verdes hacían eco del color de los árboles de hoja perenne que llenaban la pared como fieles centinelas. Se bajó de Shindoh y me bajó con él, amarrando al caballo a un árbol cercano y encontrando un asiento entre las rocas que salpicaban el mirador. ―Este era el lugar favorito de mi padre ―dijo Tiras tranquilamente mientras mirábamos hacia la reluciente ciudad debajo de nosotros. Me tensé junto a él, sin querer hablar sobre el Rey Zoltev. Pasó la parte de atrás de su mano contra mi mejilla, como para tranquilizar a mi corazón, para disculparse por traer el recuerdo de su padre a mi mente. Pero no se detuvo. —Se sentaba justo aquí y miraba hacia su ciudad y juraba que nadie se la quitaría nunca. Eso es lo que más temía. Todos eran una amenaza. Así que removió a cualquiera con algún poder que pudiera resultar ser mayor al suyo. —Sí —susurró Tiras—. Lo hizo. 187

También temes perder Jeru. Mis palabras fueron más ácidas de lo que pretendía. —No por las razones que piensas —murmuró, sin ofenderse—. No temo que alguien me quite Jeru. Me preocupa que no la protegeré. Por un momento ninguno de nosotros habló, observando las sombras alargarse y conectarse mientras el día llegaba a su fin. Los candelabros del castillo estaban encendidos y la luz comenzaba a destellar en las casas y torres de vigilancia, haciendo brillar a la ciudad. —¿Sabes cómo murió, Lark? —preguntó Tiras. Repentinamente me di cuenta que no lo sabía. El Rey Zoltev había matado a mi madre y tres años después había dejado de existir. Solo tenía ocho años en ese momento, pero Boojohni había tomado mi mano entre las suyas y me dijo que el rey había muerto, que ya no podría lastimarme más. Había tenido pesadillas recurrentes sobre él, sobre su espada y sobre la sangre de mi madre y su muerte fue un enorme alivio para todo el castillo. Había ido a la torrecilla de mi madre, encerrándome con sus cosas. Por primera vez desde su muerte, había hecho poppets e intentado hacerlos bailar y escalar y volar. Pensé que con la muerte del rey, tal vez mis palabras regresarían, que ya no tendría que estar en silencio. Pero mis poppets habían permanecido tan quietas e inmóviles como el cuerpo de mi madre sobre el empedrado y mi inhabilidad para hablar había persistido. No. No sé cómo murió.

—Se suicidó. Justo aquí. Kjell estaba con él junto con varios miembros de la guardia. Dicen que simplemente… saltó. Nunca encontraron su cuerpo. Negociarás tu alma y perderás a tu hijo al cielo Las palabras de mi madre surgieron en mi mente y supe que Tiras las escuchó. —¿Por qué negoció su alma? —susurró—. Nunca entendí por qué se suicidó cuando nunca sintió remordimiento o culpa. Todo lo que mi padre ha hecho, incluida su muerte, me llena de culpa. ¿Por qué serías responsable por su muerte? —Pensaba que quizás mi don lo había llevado a ello. —Tiras arrastró su mirada hacia la mía y no la retiró—. He pasado los últimos quince años intentado ser todo lo que él no fue. Un buen rey. Un gobernante justo. Un hombre íntegro. Eres todas esas cosas. Tiras sacudió su cabeza, difiriendo conmigo, nuestros ojos todavía conectados en la nebulosa luz. 188

—Me parezco más a mi padre de lo que pensaba. Fue injusto contigo y yo he sido injusto contigo. Te secuestré de tu casa. Utilicé tus dones. Te quité tu poder de decisión y utilicé tu cuerpo. Te he dado preocupaciones y miedos y responsabilidades. He tomado cosas de ti. Incesantemente. Y me las has dado incesantemente. Solo quería salvar a mi país. Me dije: “Lo estoy haciendo por Jeru”. Eso es lo que mi padre siempre decía cuando hacía algo terrible. Bilis se elevó por mi garganta, el sabor del rechazo y me puse de pie rápidamente. Me alejé de Tiras, de la saliente rocosa, necesitando un momento para prepararme para lo que seguramente estaba construyendo. Pero me siguió. —No se suponía que me amaras, Lark. No pretendía hacer que me amaras. Y no se suponía que te amara. Pero lo hago. Y eso es terrible. Me giré, tan sorprendida que me habría caído si Tiras no hubiera estado justo detrás de mí. Me atrapó y me acomodó de nuevo sobre mis pies, sus manos sujetando mis hombros, su rostro en carne viva, su desesperación fluyendo a su alrededor, haciendo que la oscuridad formara ondas como si fuera agua. Me reí. Fue insonora y seca y lastimó mi pecho. Pero me reí. Sabía exactamente a lo que Tiras se refería. Era terrible. Me reí hasta que sentí mi rostro cambiar, derrumbándose para pasar de la alegría a la tristeza, pero Tiras fue implacable. —Cada segundo que soy un pájaro, añoro ser un hombre. Por ti. Por mí. Por el hijo que estaba tan desesperado por crear. No por Jeru. Por nosotros. Dijiste que te escogí porque me eras de utilidad. Y así lo hice. Pero quiero que sepas esto, Lark —la

voz de Tiras se rompió cuando dijo mi nombre, pero no se detuvo—, te he amado cada momento de cada día y te amaré hasta que cese de existir. Pájaro, hombre o rey, te amo y siempre te amaré.

En la tranquilidad de nuestros aposentos, los besos de Tiras fueron febriles, pero sus caricias fueros cuidadosas, tocándome con la parte de atrás de sus manos, sus dedos doblados lejos de mi piel. Le di la bienvenida, sintiendo la batalla en ambos, la necesidad de reconectar y desconectar simultáneamente. Me atrajo hacia él aun mientras intentaba eliminarme de todos sus poros y memoricé cada línea y plano y tendón, temerosa que cada momento pudiera ser su último. Fuimos insistentes. Fuimos lentos. Nos estábamos preparando para el final, aun mientras empezábamos todo de nuevo. Tiras parecía detestar soltarme, pero en el silencioso espacio después que la pasión fuera agotada y nuestra piel se hubiera enfriado, se alejó. Lo seguí inmediatamente y lo atraje hacia mí, mis ojos casi tan pesados como mi corazón. 189

—Mujer testaruda. Duerme. —Ternura sonaba en la familiar orden y una sonrisa tocó mis labios antes que su boca se encontrara la mía de nuevo. No podía dormir. No lo haría. No lo hice. Exprimí cada segundo del tiempo que le quedaba, besando su boca y manteniéndolo cerca hasta que empezó a estremecerse, sus ojos llenos de dolor, su cuerpo arqueándose en la cama. Se estaba conteniendo por mí y puse mis manos en su pecho, instándolo a quedarse, presionando mis palabras y hechizos hacia su cuerpo. Pero él ahora era parte de mí y no podía curarme a mí misma. Entonces se fue, saliendo de la habitación, convirtiéndose en un pájaro antes de llegar a la pared del balcón, elevándose hacia el cielo y alejándose de mí como si nunca hubiera estado ahí en absoluto.

urante todo un mes, Tiras no vino a casa. No cambió. Fue un águila en el día y un águila en la noche. Algunas noches vino hacia mí siendo un pájaro, dejándome pequeñas cosas: una rosa, una magnifica pluma, una reluciente roca negra tan grande como mi puño. Cada mañana había otro regalo, pero no estaba Tiras. Luego dejó de venir del todo, aunque lo buscaba por donde quiera que iba. Visitaba las halconeras a diario, mis ojos permaneciendo en las vigas, fingiendo estar interesada en los irritables halcones que se alteraban cuando me acercaba. Hashim, el Maestro de las Halconeras, no cuestionó mi repentino interés en sus pájaros o mis frecuentes visitas, pero después de varios días, me saludó con una cautelosa sugerencia. —El rey debe haberle hablado sobre mi amiga águila —murmuró, sin levantar sus ojos de la campana que estaba amarrando a la capucha del halcón. 190

Mi corazón se sacudió, pero no me inmuté y lo observé cautelosamente, esperando a que continuara. Levantó su mirada brevemente y sus ojos eran amables. —No ha regresado, mi reina, no en mucho tiempo. También lo busco. Si regresa, le avisaré inmediatamente. No tema. Solo pude asentir, temerosa de revelar demasiado sobre mí y sobre el rey, preguntándome si Hashim supo del secreto de Tiras durante todo este tiempo. Kjell estaba tan retraído y callado como yo y aun cuando no había mucho aprecio entre nosotros, formamos una alianza, desesperados por proteger al rey y al reino, aunque eso se estaba volviendo cada vez más difícil de hacer. Esparcimos rumores de sus viajes a la costa para dar apoyo en las provincias, aunque los guardias se debieron haber preguntado quién lo acompañó en sus vistas reales oficiales. A los veintiocho días de ausencia del rey, un mensaje fue recibido por una paloma mensajera desde Firi. Los avistamientos Volgar estaban aumentado en el área y los nidos cerca de las costas del mar de Jyaren estaban ocasionando intranquilidad general. El Señor de Firi no estaba pidiendo refuerzos, pero las noticias aumentaron la sombría atmosfera del castillo. ¿Qué querría Tiras que hiciera? pregunté a Kjell, moviéndome de un lado a otro de la biblioteca. Necesito que vuelva a casa. —Puede que llegue el día cuando no regresará, Lark —dijo Kjell silenciosamente—. Tenemos que afrontar eso.

Regresará. Siempre lo hace. —Tienes que comenzar a tomar decisiones sin él —urgió Kjell—. Es para lo que te ha estado preparando. No puedo gobernar sola. —Estaba convencido que podrías. —Era la cosa más amable que Kjell me hubiera dicho jamás y cuando levantó sus ojos azules hacia los míos, vi algo nuevo allí. Un receloso respeto, un dejo de perdón… algo. Por primera vez, no sentí ningún desdén o rechazo. —Tienes que comenzar en alguna parte. No ha habido una audiencia en un mes. Las personas están preocupadas, el crimen está incrementándose y los altercados abundan. Nuestro calabozo está lleno y la guardia no sabe qué hacer con aquellos que retiene. Tienes que tomar su lugar. Eres la reina. ¿Me ayudarás? ¿Hablarás por mí? Fue el turno de Kjell para resistirse. ¿Cómo voy a emitir juicios si no puedo hablar? Kjell gimió y cerró sus manos en su cabello. 191

Algunas veces Tiras y yo pretendíamos que le susurraba al oído. De esa forma no se veía tan raro cuando nos comunicábamos frente a los otros. Kjell me miró como si lamentara su insistencia en el día de audiencia, pero estuvo de acuerdo, el rumor se extendió y a la mañana siguiente entré al Gran Salón lleno de confusión y asombro, conversaciones y susurros. Me senté en el trono y la guardia, ya alertados por Kjell, comenzó a organizar la línea de vacilantes súbditos, quienes lucían tan dudosos como yo me sentía. Y dio inicio. Uno a uno, las personas se acercaban, rápidamente declaraban su caso y una sentencia era dictada. Escuchaba más lo que no estaban diciendo, justo como había hecho antes, aterrorizada que pudiera tomar una mala decisión. Kjell se inclinaba, colocaba mi mano sobre mi boca, pretendiendo hablar en privado, aunque mis labios nunca se movían y le daba mi resolución. Él repetía mi veredicto y continuábamos con el siguiente caso. Nunca me cuestionó o levantó una ceja de forma condescendiente. Gané más confianza a medida que el día avanzó, confiando casi completamente en mi habilidad para escuchar lo que otros no podían. Cuando estaba insegura, le pedía a Kjell que me guiara y hacía alguna sugerencia. Pero eso sucedió cada vez menos a medida que el día continuaba. Hacia el final del día, un hombre se acercó y dejó un enorme saco al pie del estrado.

—Dile a la reina tu problema —ordenó Kjell impaciente. —Atrapé a un Cambiante —exclamó el hombre emocionado—. Los cazo... por el bien de Jeru, por supuesto. —Muéstrame —ordenó Kjell, sonando exactamente como Tiras y escuché la misma aprensión en su voz que tensaba mi pecho. El hombre abrió su saco y extrajo un enorme pájaro negro con una brillante cabeza blanca. Lo acomodó con cuidado y dio un paso atrás, levantando su pecho y quedándose de pie con sus manos sobre su cintura, como si me presentara un cofre con joyas. El pájaro estaba flojo y sin vida. Me levanté de mi trono, sobrecogida por el temor y Kjell siseó detrás de mí, diciéndole al cazador que retrocediera. Me arrodillé junto al pájaro y levanté su ala de puntas rojas. Comencé a temblar, mi visión volviéndose borrosa mientras Kjell me apartaba. Las plumas aún estaban tibias y bilis se elevó peligrosamente por mi garganta. Colapsé en mi trono, incapaz de permanecer de pie.

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—¿Cómo sabes que era un Cambiante? —preguntó Kjell, su voz tan fría que el hombre se estremeció donde estaba parado, presintiendo que su ofrenda no había sido bien recibida. —La vi cambiar —balbuceó el hombre. Mi corazón trastabilló y saltó y la culpa en conflicto con el dejo de esperanza me hicieron preguntar: ¿La vio? —¿La viste? —repitió Kjell. —Era una mujer en un momento... luego cambió. Se alejó volando. Puse una trampa... y la atrapé cuando regresó. —¿Y la mataste? —preguntó Kjell. —Es una Cambiante —repitió el hombre, como si esa fuera explicación suficiente. Me levanté sobre mis pies una vez más, la furia dándome coraje y el hombre debió ver algo en mi rostro que lo alarmó porque comenzó a retroceder. —No quise matarla. Estaba viva en mi trampa. La cubrí con la mortaja y la coloqué en el saco. No debió haber suficiente aire. La ley dice que solo el rey puede condenar a los Dotados. Kjell repitió lo que dije y el hombre comenzó a temblar. —Pero… El Rey Zoltev —tartamudeó él. —Ya no es el rey —terminó Kjell. Se giró y se acercó a mi trono para que pudiera pretender deliberar con él.

Ha perdido el derecho a cazar. Si es atrapado cazando, será ejecutado. Matar águilas, Cambiantes o no, en Jeru ahora está prohibido. Que así sea escrito, que así sea hecho. Kjell repitió mi resolución. —Pero… ¿de qué viviré? —gimoteó el hombre. Dile que puede atrapar roedores y serpientes. Cada semana debe presentar su caza a la señora Lorena en el patio del castillo y ella le pagará por sus servicios hacia Jeru. El hombre aceptó la condena con ojos muy amplios y se movió para llevarse al águila. Dile que dejé al pájaro. Kjell hizo lo que pedí. Quiero saber dónde la mató. —Hay una cabaña en el bosque oeste, no lejos de la muralla perimetral. Ella estaba ahí —respondió el hombre a Kjell sin vacilación, ansioso por redimirse. Mi corazón dejó de latir una vez más. 193

Cuando no pude terminar con las audiencias, Kjell les dijo a aquellos que esperaban en la larga línea que continuaríamos mañana a primera hora. Esperé, sentada inmóvil en mi trono, hasta que el salón se despejó y la guardia se movió hacia sus puestos en el exterior. Kjell esperó conmigo, cerniéndose sobre el pájaro, sus manos apretadas en puños y sus ojos húmedos. —No sé qué hacer —confesó—. Ya no sé lo que está bien y lo que está mal. Y me temo que nunca volveré a ver a mi hermano.

Fui a buscar a Tiras. No era la primera vez que lo hacía en los últimos veintiocho días. Había ignorado los deseos del rey repetidamente, caminando por el bosque con Boojohni avanzando con dificultad detrás de mí, cuando no podía escapar de él. Había permanecido cerca, sensible a mis emociones y a las cada vez más largas ausencias del rey. Pero tenía a la magia de mi lado y esa noche me escabullí sin ser notada. Caminé hacia la cabaña en el bosque oeste, donde Tiras había compartido su secreto, la cabaña tan perfectamente descrita por el cazador. Ninguna águila descendió a saludarme, a darme palabras y guiarme hacia la casa, pero había señales que alguien había estado en la cabaña. Un plato, un peine, leña en la chimenea.

Nada de eso había estado ahí antes. Toqué el peine con confusión y me giré hacia la cama donde había pasado una noche miserable después de escapar del castillo, preguntándome a dónde debería ir o lo que debería hacer. Alguien había dormido en la cama desde entonces, ya que no estaba hecha. ¿Había Tiras cambiado y simplemente se había quedado lejos? ¿Había su Don tomado otra pieza de él, una pieza que lo hacía creer que ya no podía regresar al castillo? Me dejé caer sobre la cama, tan cansada que ya no pude quedarme de pie. ¿Tiras? Llamé. Tiras, por favor no te ocultes de mí. Las persianas de la cabaña se golpearon contra la piedra, levantadas por el viento y aguardé por si distinguía una voz respondiendo, un latido, un batir de alas, pero no escuché nada salvo mi propia agitación. Incliné mi cabeza con abatimiento, mi mirada cayendo hacia el suelo de tierra comprimida. Un pedazo de encaje blanco sobresalía desde debajo de la cama.

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Me agaché y lo tomé, solo para encontrar que estaba atorado con algo pesado. Arrodillándome, eché un vistazo debajo de la vieja estructura y vi una maleta, inclinada sobre su costado, ropa desbordándose por la parte superior. La saqué para examinarla más a detalle y toqueteé el encaje con desconcierto, sacándolo de la maleta. El encaje estaba unido al cuello de un voluminoso vestido, su color claro era indistinguible en la oscuridad. Un par de delicados zapatos, una talla mayor que la mía, medias de seda y otro vestido estaban doblados debajo de él, junto con una fina capa escarlata. Alguien se había instalado como en casa en la cabaña del rey y no era Tiras. Exhalé con doloroso alivio, todavía sacudiendo mi cabeza con desconcierto. No sabía qué concluir con ello, pero sabía una cosa. Una mujer había estado aquí. Una cambiante. Y ahora estaba muerta.

El pájaro que el cazador me había presentado el día anterior había sido removido del Gran Salón cuando regresé a la mañana siguiente. Los pisos brillaban y la habitación había sido ventilada y lamenté la muerte de un pájaro que realmente no era un pájaro. Kjell estuvo a mi lado de nuevo, mi vocero y decidí preguntarle sobre el paradero del pájaro cuando las audiencias hubieran terminado. Dudaba contarle sobre mi descubrimiento en la cabaña, mis paseos nocturnos provocarían que me ganara un guardia durante las veinticuatro horas del día. Saludé a la línea que ya se había formado con una inclinación de mi cabeza y un movimiento de mi muñeca, haciéndole señas a los primeros súbditos para que se acercaran. Los guardias mantuvieron las cosas moviéndose de manera ordenada y

mantuvieron las medidas de seguridad entre yo y aquellos que se iban de la audiencia infelices o encadenados. Mientras el día avanzaba y los juicios comenzaban, uno tras otro, un murmullo repentinamente se extendió a través de la multitud y un grito se escuchó. Los guardias inmediatamente se movieron frente a mí, preocupados porque una riña se hubiera provocado en la línea o alguien se hubiera puesto violento. Sentí su nombre levantándose de entre la multitud, como si repentinamente se volviera el foco de todos los pensamientos. Rey Tiras. Rey Tiras. Me levanté, desesperada por ver más allá de la guardia que había cerrado filas frente a mi trono. Kjell se levantó conmigo, separando a la guardia y descendiendo del estrado con su mano en la empuñadura de su espada. —Apártense. ¡Retrocedan! —ordenó Kjell y me estiré para alcanzar a ver por encima de la pared de protección a mi alrededor. Entonces escuché su nombre de nuevo, pronunciado con euforia y siendo bienvenido por los hombres que estaban entre nosotros. —¡El rey regresó! ¡El rey Tiras está de vuelta!

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No recordaba haberme parado o movido del estrado. Solo supe que estaba atravesando la multitud cuando Kjell y los guardias que hice a un lado, se movieron para hacer un camino para mí, sus brazos estirados a cada lado para mantener alejada a la muchedumbre. Pero la gente se separó fácilmente y sin vacilación, una ola de respetuosas reverencias e inclinaciones abriendo el paso ante mí. Entonces lo vi, parado en la parte posterior del salón, una cabeza más alto que casi todos los demás a su alrededor, aunque aquellos más cercanos se habían agachado hasta quedar sobre una rodilla, dejándolo libre para que lo viera. Estaba vestido para día de juicio, excepto por los largos guantes negros que cubrían sus manos y antebrazos, haciéndolo lucir como los reyes guerreros de los que descendía. Una corona adornaba su blanca cabeza y una capa verde se balanceaba alrededor de sus hombros. Su boca no sonreía, pero sus ojos estaban fijos en los míos, cálidos y ámbar y tan familiares y acogedores como el latido de mi corazón. Entonces me eché a correr, mis pies volando y llegué hasta sus brazos. —No te estás comportando como una reina —me reprendió mientras me levantaba del suelo y enterraba su rostro en mi cabello—. La gente pensará que soy débil. —No pude responder, no podía formar palabras y me aferré a él mientras me abrazaba de vuelta. Sin aflojar sus brazos, levantó su rostro de mi cuello y despidió a todos los reunidos con un simple: —Váyanse y no hagan daño. Nadie murmuró o siquiera pensó, alguna palabra de queja.

Tuvimos poco tiempo para celebrar o regocijarnos. Más tarde en la noche, botas sonaron en el pasillo y Kjell golpeó la puerta de nuestra habitación. —Tiras. Tenemos un visitante. Ven rápido. Nos levantamos y nos vestimos sin cuestionar nada, corriendo hacia el patio central donde las antorchas estaban ardiendo, haciendo que las sombras danzaran y treparan, extendiéndose hacia los parapetos que se abrían como enormes dientes sobre nosotros. El capitán de la guardia acababa de informar a Kjell sobre la situación. —Estaba en las puertas de la ciudad, exigiendo que la dejaran entrar. Dice que es Lady Ariel de Firi. Viene a pie y está sola —explicó el capitán de la guardia. 196

Kjell maldijo y comenzó a caminar hacia la puerta que separaba la muralla interior de la muralla exterior. —¿Dónde está ahora? —exigió Tiras. —El vigilante le dijo que tendría que esperar hasta el amanecer, Majestad. Esas son sus órdenes. —¿Todavía está afuera de las puertas? —rugió Kjell, girándose hacia el vigilante. —No, señor —El capitán de la guardia se apresuró a explicar—. El vigilante me despertó, temeroso que realmente fuera una mujer noble. Envié guardias a la muralla para asegurarnos que no fuera una trampa. Estaba sola, señor. Bajamos la puerta y está siendo llevada al castillo. Como si fuera una señal, sonó una trompeta y corrimos a través de las puertas hacia el patio interior, mirando mientras las compuertas se elevaban lentamente. Dos guardias precedieron su entrada, luego Lady Ariel de Firi dio varios pasos cansados y cayó de rodillas. Su cabello colgaba en hileras enmarañadas, cubierta con polvo y arrastrando una capa carmesí que estaba desgarrada y salpicada con sangre. Reconocí el olor que se adhería a ella, las manchas verdes y negras que ensuciaban el pálido vestido que se mostraba debajo de su capa. No era sangre humana. Volgar. Agarraba una daga como si hubiera ido a una batalla y apenas hubiera sobrevivido. Kjell estuvo a su lado inmediatamente, levantándola en sus brazos. Su daga cayó sobre los adoquines, el repiqueteo la hizo sacudirse. Cuando Kjell no se agachó

para recogerla, ella la buscó desesperadamente, como si un ataque se acercara y quisiera estar preparada. —Ariel. Estás segura. Quédate quieta —tranquilizó él y la cabeza de ella se balanceó contra su hombro y sus brazos se relajaron con alivio. —Había tantos —gimoteó—. Los Volgar... había tantos. —¿Estás sola? —preguntó Tiras, alarmado—. ¿Dónde está tu guardia? —Esparcida. Muerta. —Su cabeza se balanceó de nuevo y sus parpados se agitaron. —Firi está a tres días de distancia, a caballo. ¿Viniste sola? —presionó Tiras. Está exhausta, Tiras Tiras asintió, en acuerdo conmigo, pero su ceño estaba fruncido y su boca retraída en una tensa línea. —Llévala adentro, Kjell. Las preguntas vendrán más tarde, cuando haya tenido comida y descanso. 197

Lady Firi se negó a dormir, pero permitió que las doncellas la atendieran, la bañaran y la vistieran en ropas prestadas antes de invitarla a una cena, previo al amanecer, en la mesa del rey. Después de un duro esfuerzo por delicadeza y coraje, nos contó lo que la había traído a Ciudad Jeru en esas condiciones. —Mi padre está enfermo. No sé qué tanto pueda aguantar su corazón. Cuando comenzamos a recibir noticas de Volgar a lo largo de la orilla del mar, exigió que viniera aquí. Me quería lejos de cualquier conflicto y no pude persuadirlo. —Recibimos noticias de avistamientos de parte de tu padre hace unos días — dijo Kjell y Lady Firi asintió enfáticamente, mirando entre Kjell y el rey mientras continuaba. —Comencé el viaje con miembros de la guardia de mi padre, pero fuimos atacados en la tarde del segundo día. Fue como si nos siguieran. —Hizo una pausa en el recuento, su mano temblando mientras la presionaba contra sus labios y recordé el viaje de Corvyn a Jeru cuando vi un hombre pájaro por primera vez, piel curtida y enormes alas, despojando a hombres adultos de sus caballos. —No pudimos defendernos. Simplemente seguían cayendo del cielo. Mi caballo salió huyendo hacia los árboles. Continué, temerosa de lo que encontraría si volvía. —¿Qué le pasó a tu caballo? —preguntó Tiras, suavemente. —Corrió y siguió corriendo. Estaba aterrorizado —susurró—. Cuando finalmente se detuvo, no pudo volver a levantarse. Había espuma en su boca y sangre en su pecho. Había sido herido durante el ataque, pero no lo supe…

—Y caminaste el resto del camino —terminó Kjell por ella. —Sí. —Levantó lastimeros ojos hacia los de Kjell, oscuros, luminosos y tan hermosos que mi respiración se entrecortó. Kjell suspiró y miró a Tiras. —¿Qué vamos a hacer? Tú y yo iremos, dije, volviéndome hacia Tiras. Kjell debe quedarse aquí con Lady Firi. Alguien tiene que quedarse. —¡Soy el capitán de la maldita guardia, Lark! —intervino Kjell, tensión irradiando de cada poro. Tiras le lanzó una mirada de advertencia y Kjell levantó sus manos y salió de la habitación sin decir ninguna otra palabra. Lady Firi lo observó irse con ojos conocedores y se puso de pie como para seguirlo. —Debes descansar, Lady Firi. Decidiremos que debemos hacerse en la mañana —murmuró Tiras, levantándose y extendiendo una mano hacia mí—. La señora Lorena te verá en tu habitación.

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—Rey Tiras, ¿alguna vez has reconocido a Kjell como tu hermano? — preguntó bruscamente Lady Firi, su insolente pregunta hizo que mis ojos se abrieran. Hizo una reverencia profunda, su cabeza baja—. Perdóneme, Su Alteza — imploró, con una voz espesa por el remordimiento—. No soy yo misma después de los eventos de los últimos días y me preocupo profundamente por Kjell. Hablé sin pensar. Tiras la miró pensativamente, su boca fruncida, pero no me engañaba. Su imprudencia lo molesto. Su pregunta lo molestó aún más. —Entiendo —murmuró, perdonándola—. Duerme bien. Pero Lady Firi no había terminado del todo. Con una suave suplica, levantó sus manos y su mirada a la mía. —Majestad, por favor no viajes a Firi. Si algo les sucediera a ti o al niño, no me lo perdonaría —dijo. Mi mano encontró el ligero crecimiento debajo de mi vestido, sorprendida porque lo supiera. No era visible. Quizás la noticia de mis ocasionales nauseas matutinas habían comenzado rumores entre los sirvientes. Quizás habían dejado escapar algo delante de Lady Firi mientras la atendían. Me sonrió amablemente. —Tienes la mirada en ti, mi reina. Incliné mi cabeza, sin confirmar o negar y Tiras se inclinó ligeramente. —Todas las cosas serán consideradas. Buenas noches, Milady. —La voz de Tiras fue fría y ella escuchó su disgusto.

La señora Lorena dio un paso adelante y le pidió a Lady Firi que la siguiera. Permanecimos en silencio mientras la observamos retirarse y cuando sus pasos se desvanecieron, me volví hacia él. Si algo me sucediera y por lo tanto a mi padre, ¿quién sería el siguiente en la línea al trono? —Si no hay Degn y no hay Corvyn…—comenzó Tiras. Pero hay un Degn, Tiras, Kjell es un Degn. —Sí. Lo es. Pero Kjell nunca fue reconocido por mi padre. Es Kjell de Jeru. No Kjell de Degn —explicó Tiras. ¿Pero y si es reconocido por ti? ¿Si lo reclamas como tu hermano? —Kjell no desea ser rey. A pesar de lo que haya insinuado Lady Firi. Importa poco lo que queramos, cité, recordando las palabras que Tiras me dijo después de la batalla con los Volgar. Tiras me miró sombríamente, su boca hacia abajo.

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Si reconoces a Kjell, entonces si algo me pasara a mí… y a nuestro hijo… Kjell sería heredero al trono. Una capa más de protección para Jeru. —Sí. Y Kjell nunca me perdonaría. Yo te perdoné. —Sin deseo, solo hay deber —susurró Tiras, citándome como yo lo cité—. Pero a veces nuestro mayor deseo es hacer nuestro deber. —Entonces cerró sus ojos, como ofreciendo una plegaria para conseguir fuerza, aunque solo escuché su anhelo e hizo temblar mi corazón.

Tiras pasó el día siguiente encerrado con mapas y hombres, sus palabras susurrantes escapándose desde detrás de las puertas cerradas, palabras que fácilmente podría haber llevado hasta mí si lo hubiera querido. No lo hice. Me desperté con el estómago revuelto y la cabeza punzante y me quedé en mi habitación con tostada seca, té de menta y Boojohni para reconfortarme. Estaba acostada en mi cama, mi cabello cayendo sobre el lado y cepillaba mis mechones suavemente, como si hubiera sido una doncella en otra vida y una excepcionalmente buena. Estaba lleno de cotilleos de cocina y lo escuché medio dormida, flotando en su afección, permitiéndome ser mimada. Cuando se le terminaron los detalles jugosos,

empezó a tararear y me uní a él, permitiendo que la voz de mi cabeza se sincronizara con la suya. Hija, hija, hija de Jeru. Él viene, no te escondas. Hija, hija, hija de Jeru. Deja que el rey te haga su novia. Hija, hija, hija de Jeru. Espera por él, su corazón es verdadero. Hija, hija, hija de Jeru. Hasta la hora en que venga por ti. Boojohni se detuvo repentinamente, su cepillo quedándose inmóvil en mi cabello como si hubiera encontrado un nudo. Cuando no continuó cantando o cepillando después de una excesiva cantidad de tiempo, abrí mis ojos y levanté mi cabeza. Miraba sin realmente ver hacia el desorden plateado de mi cabello, viendo algo que no estaba allí. 200

¿Boojohni? incité. ¿Qué sucede? —¿Alguna vez pensaste que no era una maldición, Bird, sino una profecía? — dijo extrañamente, reenfocando su mirada en mí. ¿De qué estás hablando? —El día que tu madre murió. Las palabras que te dijo. Las palabras que le dijo a tu padre. Tragué saliva, el recuerdo provocando que mi garganta se cerrara como siempre lo hacía. —Tal vez tu madre no estaba prohibiéndote hablar —aludió Boojohni—. Tal vez solo estaba diciéndole a tu padre que no lo harías y diciéndole que te protegiera. Que te mantuviera a salvo. Le miré, estupefacta. —Meshara no podía hacer lo que tú haces, Lark. Su don era diferente. Su don era del saber, de ver, de advertir. Tú eres la que puede ordenar. Sacudí mi cabeza, sin entender, pero Boojohni solo insistió más. —Esa canción... la canción de las doncellas. Tu madre solía cantártela. Me recuerda a ella, a las cosas que sabía. ¡Las cosas que sabía, Lark! —repitió enfáticamente.

Mi madre no fue la primera en cantar la canción de las doncellas, Boojohni. Me sentí mareada otra vez. No quería hablar sobre mi madre o sobre el día en que murió. —No. Eso no es lo que te digo. La canción solo abrió mis ojos. Esperé, sabiendo que se explicaría. —Escuché las palabras que tu madre dijo aquel terrible día. Temí que el rey fuera a golpearla de nuevo. Me lancé sobre ella. —La voz de Boojohni subió de tono con dolor reprimido y emoción se expandió por mi pecho. —¿Recuerdas lo que dijo, Bird? Me dijo que no hablara. Que no contara. —Sí —susurró, asintiendo—. Lo hizo. Sabía que tu don era peligroso. Te dijo que esperaras hasta que el momento fuera el adecuado. ¿Cuándo será el momento adecuado? —Ahora estás utilizando tu don, Bird. ¿Entonces por qué no puedo hablar? 201

—Tal vez... puedes. —Boojohni casi estaba suplicándome y solo pude mirarlo con incredulidad—. Eras una niña pequeña. Viste algo horrible. Empecé a sacudir mi cabeza, pero no se detuvo. —Te culpaste. Tuviste miedo de tus palabras. ¡No! No puedo hablar, Boojohni. ¿No crees que lo he intentado? ¡No puedo hablar! —¡Shh, Bird! —dijo, haciendo una mueca y palmeando mi mejilla—. Ahí, ahí. Harás que explote mi cabeza. Iba a hacer explotar mi propia cabeza. Me volví a acostar con cuidado, concentrándome en respiraciones lentas y profundas y después de un momento, Boojohni volvió a sus suaves caricias con el peine, como si la conversación hubiera terminado. Estaba demasiado mareada para seguirla, demasiado preocupada para pensar en el tema y a pesar de lo que había sugerido Boojohni, todavía no podía hablar. Empezó a tararear otra vez, pero esta vez no me uní a él, dejando que la melodía se extendiera a mi alrededor. En breve mi estómago se asentó y mi sueño volvió. —¿Qué palabra le diste al príncipe aquel día, Lark? Siempre he querido saberlo —murmuró. Estaba segura que no lo había escuchado bien, segura que solo era la fuerza del sueño, pero en mi mente un recuerdo floreció y besó la parte posterior de mis

párpados, un recuerdo de un caballo enorme y un príncipe de cabello negro y ojos oscuros.

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e desperté con un par de manos diferentes en mi cabello, manos que acariciaban con movimientos cuidadosos y ojos que me recordaban que el tiempo era efímero. —Debería haberte dejado dormir, pero te extrañaba —susurró Tiras, disculpa escrita por todo su rostro. Hubiera sonreído ante su dulce remordimiento, pero lucía tan desolado que en lugar de eso lo busqué, llevando su boca hacia la mía y relajando su expresión sombría con suaves besos. Los devolvió con impaciencia y durante un momento nos perdimos en el desesperado reencuentro de nuestras bocas.

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—Hay mucho por hacer —susurró finalmente y suspiré contra sus labios, odiando esas palabras, odiando aún más que pudiera sentir su angustia y su deseo de quedarse exactamente dónde estaba, conmigo, tendidos en nuestros oscuros aposentos, escondidos de todos salvo el uno del otro. Había mucho por hacer y mi rey no quería hacerlo. Sin embargo, lo hizo y esa era una de las razones por las que lo amaba tan desesperadamente. Si hay mucho que hacer, entonces debemos hacerlo. Presionó su frente contra la mía y su gratitud y alivio fluyeron a mi alrededor, haciendo que mis ojos se llenaran de lágrimas. —Gracias —susurró. ¿Cuándo nos vamos hacia Firi? Se quedó quieto, levantando su cabeza lentamente. Nuevamente su alivio se convirtió en inquietud. —No puedo llevarte a Firi, Lark. No te llevaré a la batalla de nuevo. Tiras, sabes que debes hacerlo. —No lo haré —respondió, inflexible—. ¿Realmente crees que te llevaría a Firi para enfrentar a los Volgar? ¿Que dejaría que Lady Firi se quedara en mi castillo mientras enviaba a mi esposa a la batalla? Sí. —No, Lark. Nos vestimos para la cena en silencio y cuando descendimos las escaleras hacia el Gran Salón, me detuvo y me acercó por un instante antes de soltarme de nuevo.

Kjell estaba esperándonos, paseándose sin descanso y cuando entramos al salón y Tiras cerró las pesadas puertas detrás de nosotros, Kjell frunció su ceño y cruzó los brazos sobre su pecho. —¿Cuál es el plan, Tiras? ¿Firi está bajo ataque y nos vestimos para cenar? ¿Dormimos una noche más en nuestras camas? —Tranquilo, pesadamente.

hermano

—dijo

Tiras

sin

intensidad

y

Kjell

suspiró

—Iré —dijo Kjell—. Llevaré doscientos de mis mejores hombres. Los Volgar no pueden haber recuperado sus números en tan poco tiempo. Aseguraremos la fortaleza de Lord Firi y reuniremos la información que podamos sobre los números de los Volgar. Quemaremos nidos y destruiremos huevos. Y te quedarás en Ciudad Jeru con la reina. Tiene más sentido —resumió Kjell cuidadosamente. —Voy a ir contigo —dijo Tiras y las cejas de Kjell se levantaron con sorpresa. Me miró especulativamente, luego buscó de nuevo el rostro de su hermano.

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—¿Qué pasa si no vuelves? —preguntó Kjell suavemente. Tiras cerró sus ojos e inclinó su cabeza, como si estuviera buscando el coraje para continuar. Temor cubrió mis manos con sudor. Cuando abrió sus ojos, estaban tan vacíos y duros como monedas de oro. —Esta noche te reconoceré como mi hermano —dijo a Kjell—. Te reclamaré. Serás Kjell de Degn y como mi hermano, estarás en línea para el trono. Hubo un momento de silencio estridente. Entonces Kjell comenzó a sacudir su cabeza y dio un paso atrás. —No quiero ser rey, Tiras. No lo haré. —No se trata de lo que queramos, Kjell —explotó Tiras, su calma hirviendo frente a su desesperación—. ¡Maldita sea! ¡Sálvenos a todos de nuestros deseos! Ninguno de nosotros aquí podemos tener lo que queremos. ¡Ninguno de nosotros! Esto es sobre el futuro de Jeru. ¿Quieres que Corvyn o Bin Dar o Gaul pongan sus malditas manos en el trono? —No me importa —gruñó Kjell—. Nunca me ha importado. Mi lealtad es hacia ti, hermano. —Y mi lealtad es hacia Jeru. He hecho un juramento para protegerla. No puedo protegerte a ti o a Lark, si no protejo a Jeru. No puedo proteger a mi hijo si no protejo a Jeru. ¿No lo entiendes? —No tiene que expiar los pecados de tu padre —dijo Kjell, apuntando con un dedo tembloroso hacia su hermano. —¡Sí, tengo que hacerlo! —respondió Tiras—. Desde que tengo trece años mi vida no ha sido nada más que una expiación.

—Así que te casaste con una Relatora. Pusiste un niño en su vientre. Superaste a Corvyn. ¿Y ahora quieres posicionarme tras bambalinas? —rugió Kjell. Sus ojos se clavaron en los míos y leí la disculpa incluso mientras me encogía, quemada por su furia. —No te quiero tras bambalinas. Te quiero al timón. Tú y yo iremos a Firi a luchar contra los Volgar. Y encontraré mi final —dijo Tiras uniformemente—. Es hora. Kjell y yo lo miramos con horror. —¿Qué estás planeando, hermano? —jadeó Kjell. —No puedo continuar desapareciendo y reapareciendo. Tú lo has dicho. La gente perderá fe en mí y con el tiempo, más temprano que tarde, si mis manos son una indicación, voy a cambiar y nunca más regresaré. ¿Entonces qué? —Tu reina gobernará, tal como lo planeaste. Y cuando tu hijo sea mayor de edad, él o ella gobernará —replicó Kjell. —He dejado a Lark sin protección. La he dejado vulnerable —dijo Tiras.

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Comencé a sacudir mi cabeza. No. No. No. Esto no es en absoluto lo que pretendía. —Puede protegerse a sí misma, Tiras. Derribó a los Volgar con meras palabras —discutió Kjell. —No tiene voz. Tú le darás una. Y le darás la protección de tu presencia. Le darás a mi hijo un padre. —No te entiendo. —Serás rey. Y ella será reina. —Tiras ni siquiera me miró. Mis piernas se volvieron líquidas y mi vientre voló lejos. Envolví mis brazos alrededor del pequeño montículo en mi abdomen, protegiendo la vida que crecía en mí, incluso mientras Tiras estaba siendo arrancado de mí. —No. No lo haré —susurró Kjell, incrédulo. —No puedes hacer esto, Tiras. No puedes manipular y maniobrar y obligarme a cumplir. Mi voz se sentía pesada y negra y pulsaba detrás de mis ojos. Me he sometido a tu voluntad una y otra vez, Tiras. Pero no seré pasada a tu hermano como una herencia. Voy a ir a Firi. —No, Lark. No irás. Kjell y yo iremos. ¡Todos iremos! Me enfrentaré a los Volgar. Lo haré de nuevo. —Eso fue antes.

¿Antes de qué? ¿Antes que lograras todos tus diseños? Las palabras chisporrotearon furiosamente en mi cabeza. Me necesitas. —Jeru te necesita más. ¡Nuestro hijo te necesita más! Y no es seguro. No eres una espada. No eres un arma. ¿Recuerdas? ¿Qué pasa si algo le sucede a Kjell y yo soy un maldito pájaro? ¿Guiarás sola a los hombres a la batalla? ¡Te quedarás aquí y harás lo que te diga! —Era tan inflexible. Tan seguro. Tan frío y duro. Diciéndome que hacer. Pero yo era una Relatora. Y no me mandarían. Extendí mis brazos enojadamente, extendiendo mis dedos al ritmo de las palabras que gritaban a través de mi cabeza. Vientos fuera del Castillo vengan, Barran el trono del propio rey. Repentinamente, las ventanas en el Gran Salón chirriaron y se hicieron añicos y lastimosas ráfagas llenaron el espacio, azotando mis faldas y enredándose en mi cabello. El trono de Tiras se derrumbó y se estrelló contra el reluciente piso negro antes atravesar el espacio volando y estrellarse contra la pared del fondo, enterrando sus dos patas traseras en el colorido mural de la historia de Jeru. 206

—¡Lark! ¡Suficiente! —gritó Tiras, pero estaba lejos de terminar. Mi agonía aullaba en mi pecho como los vientos que había convocado, y las lágrimas que rara vez soltaba inundaron mi garganta y llenaron mi cabeza. Llamé al agua de los cielos para desaparecerlas. Lluvia que se acumula en las nubes, Envuélveme en tu velo de terciopelo. Fui atrapada en un torrente, me levanté como un Dios del mar y las lágrimas de mis ojos se mezclaron con la lluvia mojando mi piel y empapando mi ropa. Estaba flotando sin hundirme, sin ahogarme, sin estar sumergida del todo. Incluso las paredes lloraban, pintura goteando en largas y dolidas manchas, destruyendo lo que una vez fue. —¡Lark! —escuché a Tiras de nuevo, sólo que esta vez sus brazos se envolvieron a mi alrededor, anclas en la tormenta y sus labios estuvieron sobre los míos, cálidos e insistentes, persuadiendo a la guerra de mis palabras. —Quédate quieta —urgió y la forma de la súplica hizo de su boca un arma. ¡No puedes entregarme! —Perdóname —suplicó. —¡Por los dioses, Lark! —gritó Kjell, su voz azotada por el vendaval—. ¡Detente! Había olvidado dónde estaba. Olvidé quién era.

Viento y agua, cristal y lágrimas Déjennos por ahora, desaparezcan. De golpe, la habitación se quedó en silencio. Tranquila. Casi contrita. Pero yo no. El único sonido en mi cabeza eran mis propias inhalaciones desiguales. Mi respiración quemaba en mi pecho como si hubiera corrido una gran distancia, persiguiendo lo que nunca podría alcanzar. No levanté mi cabeza. No necesitaba ver mi obra o inspeccionar el daño. Tiras estaba tan silencioso e inmóvil como el aire que nos rodeaba, sus manos acunaban mi cabeza, su boca todavía presionaba contra el espiral de mi oreja. Su ropa se aferraba a su pecho y pude ver el calor de su piel a través de la tela transparente por el agua. —Por una vez estoy de acuerdo con la reina —murmuró Kjell y sin decir una palabra más salió del salón, sus botas chapoteando con cada paso. Las grandes puertas de roble gimieron, abriéndose y cerrándose detrás de él y lo escuché tranquilizar a un sirviente o a muchos, en los pasillos más allá. No puedes entregarme, Tiras. 207

—No puedo retenerte —susurró, su voz tan torturada como mi respiración—. Y no puedo seguir haciéndote esto. Mis manos se levantaron y apretaron su camisa, queriendo lastimarlo y sanarlo simultáneamente. Mis uñas marcaron su piel, pero él me sostuvo ferozmente, sus brazos casi constrictivos, por el espacio de varios segundos, presionando su boca en mi cabello y golpeé mis manos contra su espalda, furiosa y desconsolada, incluso mientras hundía mi rostro en su garganta. Si no puedes retenerme, déjame ir. Sentí su corazón golpeando contra mi mejilla, pero sus brazos cayeron a sus costados y dio un paso atrás, como si realmente fuera mío para ordenarle. —¿A dónde? ¿A dónde quieres ir? —preguntó, su voz tan pesada que ansié llamar al viento otra vez para levantarnos y llevarnos lejos. A donde sea que estés tú. —Tampoco puedo hacer eso —susurró—. A dónde voy, no puedes seguirme. Quería enfurecerme, imponer, llamar al cielo y convocar al infierno. Pero, aunque las palabras temblaban en mis labios, no pude liberarlas. No pude tejer el hechizo que nos daría un futuro o cambiaría el pasado. Prométeme que recordarás y obedecerás, había susurrado mi madre tanto tiempo atrás. Prométeme que recordarás. Recordaba.

Recordaba la forma en que la espada del rey cortó el aire. Recordaba el calor de la sangre de mi madre filtrándose a través de mi vestido. Recordaba las palabras que presionó en mi oído. Nunca lo olvidaría. Traga, hija, contenlas. Silencio, hija, mantente viva. Di un paso atrás para alejarme de Tiras, luego otro, obligándome a solarlo. Tenía razón. No podía retenerme. No podía retenerlo. Mi vestido empapado se envolvió alrededor de mis extremidades, ralentizándome, pero lo recogí con manos temblorosas y me alejé del rey. Lo dejé allí, parado en el centro del Gran Salón, la historia de su reino escurriendo por las paredes y encharcándose a su alrededor. Era una historia que haría cualquier cosa por poder olvidar.

Al ponerse el sol, las trompetas perforaron el aire y la gente salió de sus casas y se asomó por las ventanas de arriba, escuchando mientras el pregonero del castillo comenzaba a gritar desde lo alto de la torre al lado de las puertas del castillo. 208

—Su Majestad, el Rey Tiras de Jeru y Señor de Degn, ha reclamado al honorable Kjell de Jeru, Capitán de la Guardia del Rey e hijo del difunto Rey Zoltev de Degn y Miriam de Jeru, como su hermano en sangre y en armas, desde este día en adelante, a partir de ahora y para siempre. Lo que el rey ha jurado que nadie lo discuta. Lo que la sangre ha unido que nadie lo destruya.

Observé cómo Kjell reunía a la guardia del rey, un millar de hombres, dejando a doscientos para proteger al castillo y a la muralla de la ciudad en su ausencia. Tiras no estaba con ellos, aunque Kjell había ensillado a Shindoh y lo mantenía atado a su propia montura. No lo había visto desde que lo dejé en el salón. No me había despedido, no me había encontrado en la oscuridad para presionar besos tristes en mi piel y no habíamos superado el abismo entre lo que queríamos y lo que teníamos. Lady Firi y yo observamos, una al lado de la otra, hasta que las puertas se levantaron y fuimos las únicas dos personas que permanecieron en el patio. —El rey no estaba con ellos —comentó con curiosidad. Con cuidado. Y respondí sin dudarlo. Se fue al amanecer con una docena de hombres. Una partida de exploración. Regresarán por turnos.

Asintió, aceptando mi explicación y me pregunté, no por primera vez, si mentir cambiaba la forma en que mi voz sonaba en su cabeza. —Buena suerte —susurró ella, sus ojos en el rastro de polvo que seguía a los guerreros más allá de la muralla. El castillo estaba en una elevación y podíamos ver más allá de la muralla de Ciudad Jeru hacia la tierra de Degn. El ejército se dirigiría al norte hacia Kilmorda y giraría hacia el oeste en dirección a Firi, justo más allá del grupo de colinas en la frontera. Un grito atravesó el aire y un águila se abalanzó por encima de nuestras cabezas, posándose sobre la pared del castillo. Extendió sus alas, posando, las puntas de sus plumas color rojo sangre vívidas bajo la luz del sol. Luz, tanto cegadora como cálida, caía sobre nuestras cabezas como esperanza y redención, sin embargo, el rey todavía era un pájaro. No pronunciaría su nombre, ni siquiera en mi cabeza, por miedo a que lady Ariel lo escuchara. Así que lo miré, negándome a parpadear, mis ojos ardiendo y mis manos heladas. Lark.

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Sentí mi nombre volar a la deriva y aterrizar en mi pecho, una pluma de su pecho, cálida y suave. Mía, dijo. Otra pluma. Siempre, respondí. Siempre. Lady Firi alcanzó mi mano, como si mi siempre fuera un simple amén a su oración de buena suerte, pero no dejé que la tomara. Necesitaba ambas manos para no desmoronarme. Entonces Tiras voló, una franja de color negro contra el azul, creando un agujero en el cielo que me instó a seguir o caer. Entonces lo hice. Caí, caí, caí. —¿Alteza? —preguntó lady Firi, su voz fue un repiqueteo de campanas distantes sonando alarmadas. El agujero que hizo Tiras se volvió profundo y negro, sin un destello de azul y dejé que me tragara, tirando de mí hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, hacia donde vivían mis palabras.

or tres días existí en ese agujero. Había poco sonido, poca luz y no había calor. Cumplía con mis obligaciones sin saber lo que estaba haciendo. Dormía sin soñar. Comía sin recordar lo que consumía. Boojohni dormía en el suelo junto a mi cama, aunque le insistí que se fuera. Simplemente me miró con simpatía y se hizo una especie de nido. No conversábamos. No porque él no lo intentara, sino porque me costaba encontrar mis palabras en todo ese espacio negro. Tomaba toda mi fuerza evitar que mis ojos se cerraran y dejaran que la oscuridad me absorbiera. No tenía esperanza. No sentía alegría. No veía un futuro que no me llenara de angustia, así que no pensaba en absoluto. No hablaba, ni lanzaba hechizos. Simplemente existía. Y eso era todo lo que podía manejar. En la mañana del cuarto día, El Maestro de las Halconeras solicitó una audiencia en el Gran Salón. Hizo una profunda reverencia, cayendo sobre una rodilla y por un largo momento, no levantó su cabeza. 210

Toqué el brazo del guardia que me asistía, quien entonces incitó a Hashim para que procediera. —¿Señor? —preguntó—. ¿Se encuentra bien? —Recibimos un mensaje de Firi, mi reina. —El rostro de Hashim estaba pálido y sus manos temblaban, haciendo que el pequeño pedazo de pergamino que aferraba se sacudiera. Se puso de pie y lo extendió hacia mí. No lo tomé. No pude. Su mano cayó nuevamente a su costado en derrota y sus hombros colapsaron. —El mensaje fue traído por un ave mensajera —susurró Hashim—. El rey… está… muerto. Los guardias a mi costado jadearon. No reaccioné en absoluto. Me senté con mis manos en mi regazo, mi rostro inmóvil, mi corazón silencioso, mi mente tan negra como el agujero del que no podía escapar. —Estoy seguro que habrá un mensajero oficial y su cuerpo será escoltado de vuelta a Ciudad Jeru. Transmitiré cualquier otra comunicación que reciba —dijo Hashim débilmente. Extendí una mano hacia él, aturdidamente, de manera automática. La tomó e incliné mi cabeza, sorprendentemente serena, agradeciéndole por sus terribles palabras. —¿Majestad? —preguntó un guardia vacilantemente—. ¿Qué... hacemos? —¿Tiene a alguien quien pueda hablar por usted, Majestad? —preguntó Hashim amablemente. Quería ponerme al descubierto, preguntarle si él podría ser

mi voz, pero dudé, vacía de esperanza, sin atreverme a confiar. Alcancé el libro encuadernado de pergamino en blanco y la pluma y tinta que mantenía cerca en una pequeña mesa junto a mi trono. Con manos que se sintieron como las de un extraño, solicité a la única persona que podría ser capaz de ayudarme. Alguien que ya sabía mi secreto. Escribí su nombre en la página, mi temblorosa mano dejando atrás palabras deformes y manchas de tinta. Traigan a Lady Firi.

—Enviaremos un mensaje al Consejo de Lores —aconsejó Lady Firi. Su conducta era tan cerrada como la mía, sus expresiones ilegibles. Si sentía sorpresa o dolor, no se notaba. No la juzgué, detrás de mis propias paredes había tierra chamuscada. Nos retiramos hacia la biblioteca y me senté en el escritorio del rey, rodeada de sus posesiones, pero nada de su confianza. 211

—El pregonero hará el anuncio al atardecer y la ciudad comenzará el Penthos, el periodo de luto —continuó Lady Firi. Asentí sin entusiasmo y encontré los ojos de mi guardia personal, quien repentinamente había asumido el rol de portavoz real y mensajero oficial. —Me aseguraré de que sea hecho. ¿Debo también informar a los consejeros del rey? —preguntó él. Asentí nuevamente, resistiendo la impotencia que se alzaba desde mi pecho como humo. Tiras había estado tan desesperado por prepararme para ser reina, pero no estaba lista para esto. Cuando el guardia salió de la biblioteca, Lady Firi acercó una silla y se sentó del otro lado del escritorio, frente a mí, sus movimientos abruptos, su tono mesurado. —Los lores vendrán a Ciudad Jeru, Majestad —advirtió Lady Firi—. Van a intentar hacerte a un lado. Te declararán incapaz. Debes considerar cómo proceder. No tuve una respuesta inmediata y me miró con cautela, esperando. Sabiendo. Mi corazón era una enorme masa de oro jeruviano, negro y sólido y tan pesado que mis hombros querían sucumbir y mi cuerpo quería desplomarse, dejando que el peso me arrojara de cara al suelo. Kjell. Fue todo en lo que pude pensar, pero Lady Firi asintió.

—Los Lores podrían esperar que el rey sea sepultado. Pero si la batalla en Firi continua y Kjell no es capaz de acompañar al cuerpo del rey de vuelta a Ciudad Jeru, el funeral debe realizarse sin Kjell. Hay costumbres y rituales que deben ser seguidos. No habría un cuerpo. Tiras se había ido, pero no estaba muerto. Tenía que creer en eso. ¿Y si él no… regresa? Lady Firi me miró con dureza. —¿Kjell? No estaba hablando sobre Kjell, pero asentí de todos modos, su sugerencia convirtiendo mi pétreo corazón en miedo fundido. ¿Y si ninguno de ellos regresaba? —Entonces tendrás que tomar algunas decisiones. ¿Quieres ser reina? — preguntó suavemente—. Estás embarazada con el heredero, pero… quizás lo más inteligente sea dejar que los lores se salgan con la suya. ¿Y que sería eso? ¿Qué quieren los lores? 212

—Control. Poder. —Se encogió de hombros—. Y Tiras no ha sido particularmente maleable. Si soy encontrada incapaz... ¿quién me reemplazará? —El Consejo podría nombrar regente a tu padre. Aún serías reina, pero él sería el verdadero gobernante. Tu hijo seguiría siendo heredero cuando sea mayor de edad. Si es que llega a vivir tanto tiempo. Por supuesto, podrías tomar otro esposo... alguien que pudiera proveer protección y una... voz. —habló gentilmente, pero oí un susurro de burla, de duda, escapar de sus pensamientos. No sabía si el desprecio estaba dirigido a mí o a las limitaciones impuestas hacia todas las mujeres de Jeru. ¿Qué harías tú, Lady Firi? Sus cejas se levantaron con sorpresa. —¿Yo? —Rio y sacudió su cabeza, pero sus ojos brillaron y su boca se apretó brevemente. Cuando sus ojos encontraron los míos nuevamente, eran planos y severos. —Resistiría. Esperaría. Los demoraría. Y cuando sea el momento indicado... haces tu movimiento.

Cuando las trompetas sonaron al atardecer, regresé a mis aposentos y me acurruqué en el armario del rey, poniendo su ropa a mi alrededor, llevando su esencia hacia mis pulmones y manteniéndolo ahí. Pero aun así, las palabras me encontraron y durante dos horas el pregonero real lanzó su anuncio hacia el cielo, declarando la muerte del rey a los ciudadanos de Jeru. —Su Majestad, el Rey Tiras de Jeru y Lord de Degn, está muerto. El Rey Tiras era poderoso en la batalla y fuerte tanto en cuerpo como en espíritu. Era honrado y justo. Jeru llora y Degn está de luto. Nuestra reina ha declarado el Penthos sobre la ciudad durante siete días. En este tiempo de luto, habrá silencio en las calles de Jeru. Los ciudadanos deberán regresar a sus casas cada día al atardecer y permanecer allí hasta que amanezca —bramaba el pregonero—. En el séptimo día, el rey será sepultado, para que todos puedan expresar públicamente su pesar ante su paso. Que el Dios de las Palabras y de la Creación reciba su alma y proteja nuestras tierras.

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Dado que el castillo de mi padre en Corvyn era el señorío más cercano a Ciudad Jeru, fue el primer lord en llegar al castillo. Lo recibí en la biblioteca, preparada, inexpresiva y llena de temor. Entró, su capa volando, sus manos retorciéndose, sus ojos conspirando. No se sentó en la silla frente al escritorio, sino que esperó a que mi guardia saliera y cerrara la pesada puerta. No temía por mí en presencia de mi padre. Mi madre me había dado eso. —Buscarán matarte, hija —dijo sin preámbulos. No especificó quiénes eran “ellos”, pero yo lo sabía. Señalé la silla con la palma abierta y esperé hasta que se sentó con inquietante elegancia, moviendo su capa hacia un lado así no la arrugaría. Sabía que no podía escuchar mi voz, así que no intenté hablar. En su lugar, garabateé un mensaje primitivo y lo coloqué frente a él. Era extraño estar comunicándome en absoluto. Siempre me había tratado como a una reliquia fea pero invaluable, algo que debía guardarse, conservarse y esconderse en un rincón. Muero, tú mueres Lo leyó y lo apartó. —El consejo no lo sabe. Son desdeñosos con los Dotados. No creerán en la profecía de Meshara, y si la creyeran, el conocimiento no puede disuadirlos. Despreciaba mi debilidad al escribir, mis letras infantiles y mis palabras simples, pero era todo lo que tenía. Utilicé el papel una vez más. Estoy esperando un hijo. Me miró con creciente horror.

—Razón de más para que te maten —jadeó. Sus pensamientos gritaban “Estúpida chica. Estúpida, estúpida chica”. Kjell de Jeru, el hermano del rey, es el siguiente en la línea para el trono, escribí, mi mano temblando, mis ojos ardiendo. Me tomó tanto tiempo terminar la oración que mi padre se impacientó y arrancó el papel de debajo de la pluma en el momento en que terminé. Leyó mis palabras y se burló. —No sé nada de esto. Saqué un nuevo pedazo de pergamino y formé una respuesta. El rey lo reconoció. Mi padre se quedó boquiabierto y por un momento, se quedó en silencio, palabras crepitando a su alrededor como chispas antes de pasar una fina mano por su rostro y desplomarse en su silla. —El consejo estará lívido.

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Acerqué el pergamino y resumí meticulosamente la situación. Muero, mi hijo muere. Muero, tú mueres. Muero, Kjell es rey. Mi padre fue rápido para llegar a su conclusión. —Debes hacerme regente, hija. Los señores estarán de acuerdo. Estarás a salvo. Tu hijo estará a salvo. Lo estudié en silencio, mis ojos en los suyos, mi mente llena de preguntas, llena de palabras que me llevaría una vida escribir. Pensé en Corvyn y en los bosques en los que crecí. Podría regresar. Podría criar a mi hijo. Podría renunciar a todo reclamo del trono. No deseaba gobernar y sin deseo solo existía... el deber. Cerré mis ojos y dejé caer mi barbilla sobre mi pecho. Luego sumergí mi pluma y escribí mi simple confesión. Nunca quise ser reina. Mi padre leyó mi oración y me sonrió. Su rostro se iluminó, transformándolo. Era la única vez que me había sonreído. —Entonces está arreglado. Cuando lleguen los señores, les diremos lo que se ha decidido —dijo. Sacudí mi cabeza lentamente. No. La sonrisa se desvaneció del rostro de mi padre y la decepción esculpió nuevas líneas alrededor de su boca. —No hay otra forma, hija.

El rey me eligió. Mi padre sacó el papel de debajo de mi pluma y lo desgarró por el centro. —¡No te eligió! Quería tu don. Quería tu poder. ¡Te utilizó! —espetó mi padre, inclinándose sobre el escritorio hasta que pude ver las manchas de carbón en sus pálidos ojos grises. Mi respiración enmudeció, mi corazón se detuvo y no pude apartar mi mirada de él. No retrocedió, sino que permaneció inclinado sobre el escritorio, su rostro casi tocando el mío. —¿No crees que sé lo que puedes hacer? —susurró mi padre, el sonido chirriante y áspero, arena contra piedra—. Eres como tu madre... ¡pero mil veces peor! La mataste y me condenaste a toda una vida de terror. Me levanté con piernas temblorosas. Corona que se encuentra al lado de mi cama, encuentra tu camino hacia mi cabeza.

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En cuestión de segundos, la corona que rara vez llevaba puesta atravesó volando las puertas del balcón de mi recámara, voló sobre el patio y atravesó la ventana de la biblioteca. Se cernió sobre mí y descendió con cuidadosa precisión sobre mis trenzas en espiral. Fue la única respuesta en que pude pensar que no requería una sola palabra. Mi padre maldijo y dio un paso atrás. —¡Eres… una… niña! ¡Una muda! No puedes gobernar Jeru. ¡Los Lores te destruirán! —Había dejado de susurrar y había desesperación en su voz. Por un momento, me permití creer que su desesperación era por mí. —Si pudiera, te mataría yo mismo —siseó y el momento de esperanza se desvaneció. Con un rápido giro de mis palabras, el sillón rígido del que se había levantado lo levantó y se elevó rápidamente en el aire. Gritó y trató de liberarse, solo para que la silla se alzara como un semental salvaje y corriera hacia las puertas de la biblioteca. Se abrieron ante mi orden. No puedo hablar, no puedo gritar, Pero aun así, puedo hacerte salir. Instruí a la silla para que se volcara. Escuché un golpe y un choque y la silla regresó, vacía. Con un aplauso de mis manos y un fuerte hechizo, cerré las puertas de golpe y las bloqueé.

Escuché a Boojohni olfateando detrás de las puertas de la biblioteca y desbloqué la cerradura con una cansada palabra para que pudiera entrar. —¿Bird? —susurró desde el marco de la puerta de la habitación vacía. Estoy aquí, Boojohni. —¿Dónde? Debajo del escritorio. No preguntó por qué me estaba escondiendo. Solo cerró la puerta de la biblioteca suavemente, dio la vuelta y echó un vistazo alrededor de la silla que había movido frente a la abertura. Era lo suficientemente pequeño para solo tener que inclinar su cabeza. Quitó la silla y se arrastró hasta mi lado, palmeando mis rodillas levantadas. 216

—Has estado llorando... me alegra. El luto es bueno. No puedes sanar si no lloras. Mi padre está aquí. —Lo sé —suspiro él. Lo odio. —Tampoco puedes sanar si odias. Así que suéltalo, pequeña Lark —dijo Boojohni, limpiando mis lágrimas con dedos regordetes. Lo dejé, necesitando sentirme protegida. La verdad, me sentía más vulnerable de lo que nunca me había sentido en toda mi vida. Los señores van a llegar. —Aye. Mi padre sabe lo que puedo hacer. Solo su miedo por sí mismo lo ha mantenido callado, pero está desesperado. Si piensa que puede exponerme y removerme del poder sin que nos maten a ambos, lo hará. Si le dice a Lord Bin Dar o Lord Gaul, tomarán el trono y los Dotados en Jeru serán erradicados y destruidos. —Aquellos que persiguen con más fuerza generalmente son los que más tienen que ocultar —dijo Boojohni y nos sentamos en afligida contemplación, resistiendo las responsabilidades que se nos imponían. Pero esconderse por mucho tiempo era imposible y eso solo avivó mi aprensión.

Podría ir a Nivea antes que lleguen los señores y advertirles. Estoy segura que han escuchado de la muerte... del rey. Boojohni estaba sacudiendo su cabeza antes que siquiera terminara de hablar. —No, Bird. Salir de la ciudad justo ahora sería casi imposible. El castillo está lleno de ojos y todos tienen una agenda oculta. Encontraré una forma de advertir a la Sanadora, ella le advertirá al resto. Estoy asustada, Boojohni. No puedo luchar contra todo el mundo yo sola. Mi temor creció con la admisión y Boojohni alcanzó mi mano, tomándola entre las suyas. Después de un largo silencio habló, su voz afligida. —Necesitas avisarle a Kjell. Algo está mal, Bird. Todo sucedió demasiado rápido. Tiras me dijo que no iba a regresar. Me dijo que esto tenía que terminar. —Aye —repitió Boojohni—. Pero no así. No contigo sola en Ciudad Jeru y Kjell y el ejército en Firi. No tiene sentido.

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Mis sentimientos de abandono habían sido abrumados por mi pena y no había sido capaz de separar uno del otro. La sospecha de Boojohni me hizo detenerme y de repente, mi miedo se convirtió en terror. Solo tenía sentido si algo en realidad le había sucedido al rey.

Una solución vino a mí mientras yacía en la oscuridad, mis ojos fijos más allá de las puertas del balcón en la pared baja donde Tiras se había elevado y me había dejado cosas, pequeños regalos que me dejaban saber que estaba cerca, mensajes de un rey. Me levanté de la cama rápidamente. Las aves entregaban mensajes. Removí mis mantas, coloqué mi capa y mis delgadas pantuflas y bajé las escaleras, lanzando hechizos de distracción y diversión para despejar mi paso por el castillo y a través de la parte media y superior de la muralla exterior. No me preocupaba ser vista. Me preocupaba ser seguida. Las halconeras estaban silenciosas y sombrías, las aves descansando como princesas mimadas en sus pequeños nidos. Di un paso, luego otro, esperando que Hashim no se hubiera retirado a sus aposentos por la noche. Entonces lo escuché

descendiendo las escaleras de los palomares superiores y me tensé, incómoda y cuestionando mi decisión. Dio un salto en el aire cuando me vio. —¡Mi reina! —Sus ojos se dispararon hacia el techo, buscando alados extraños —. ¿Qué… está…? —Se detuvo—. ¿Cómo puedo ser de ayuda? Tome una profunda respiración. ¿Puedes escucharme, Hashim? Su rostro estaba perfectamente tranquilo, pero sus ojos se ensancharon imperceptiblemente. Triunfo inundó mi pecho. Necesito tu ayuda. No sé a quién más recurrir. —¿Majestad? —chilló, su voz tan vacilante que me estremecí por la posición en la que lo estaba poniendo. Asentí sombríamente. Sí, Hashim. Dio varios pasos para acercarse, su boca temblando, sus ojos brillando con asombro. 218

—Sí, puedo... escucharla. ¿Cómo puedo ayudarla, mi reina? —susurró. Extendí mi mano y la tomo sin dudar. Los nervios en mi vientre se tranquilizaron un poco. No lo asusté. Solo lo sorprendí. Necesito hacer llegar un mensaje urgente al capitán de la guardia. ¿Puedes enviar un ave mensajera a Firi? —Sí, majestad. Pero las aves solo pueden volar de una ubicación determinada a otra —comenzó Hashim, dudando—. Si el ejército del rey está acampando más allá de Firi y la ciudad está bajo ataque, mis aves podrían alcanzar las halconeras en Firi, pero el mensaje podría no ser transmitido al capitán por algún tiempo, si es que lo hace. Mi corazón se hundió y bajé mis ojos y solté la mano de Hashim. —¿Cuál es el mensaje, mi reina? —presionó gentilmente. Necesito saber del capitán mismo si el rey está muerto. El rostro de Hashim se iluminó. —¿Hay alguna razón para pensar que no lo está? —preguntó. Hay razón para tener esperanza y razón para temer. Pero el capitán necesita saber lo que está sucediendo en Jeru. Los señores se apoderarán del trono. —Iré yo mismo, Majestad. Encontraré al capitán.

Mi mandíbula cayó. Pero… tomará varios días recorrer cada sentido sobre un caballo y será peligroso. Eres necesario aquí. Su mirada era firme. Confiada. —No me tomará tanto tiempo, mi reina. Y las halconeras estarán en buenas manos. Tengo aprendices y son muy capaces. Iré y regresaré en tres días. No entiendo. —El rey y yo... somos iguales —susurró—. Yo... volaré... hasta Firi.

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Uno a uno, los lores llegaron acompañados de pequeños ejércitos por cada provincia, como si la muerte del rey significara guerra. Se apoderaron de las alas del castillo y establecieron al consejo en el Gran Salón. Fue ordenada mi asistencia y luego fui ignorada mientras los lores de Bin Dar, Gaul y Bilwiick rabiaban y peleaban contra los lores de Quondoon. Enoch y Janda. Lady Firi observaba todo con ojos entrecerrados y brazos cruzados y me pregunté si no estaría siguiendo su propio consejo, esperando hasta que el tiempo fuera el correcto para hacer su movimiento. El reconocimiento de Tiras hacia Kjell los había enfurecido a todos, incluyendo a los ambivalentes lores del sur, pero los consejeros del rey fueron rápidos para citar precedencia y la ley jeruviana. Mi padre entonces propuso que el consejo nombrara a un regente y sugirió, como padre de la reina, que él fuera el elegido. Los consejeros del rey se miraron nerviosamente entre ellos, bastante conscientes que Tiras no quería a Lord Corvyn en el trono en ninguna circunstancia. —¿La reina ha requerido a un regente, Lord Corvyn? —preguntó Lady Firi suavemente, atrayendo la atención de los siete lores pendencieros. ―Los deseos de la reina no pueden ser considerados. Es incapaz de comunicarse y por supuesto incapaz de reinar ―respondió mi padre. ―Eso no ha sido establecido, Corvyn. ―dijo Lord Janda y Lord Enoch, un primo de mi madre, coincidió. Entonces la discusión comenzó de nuevo, los temperamentos elevándose, las opiniones arremolinándose y nadie intentando consultarme. Saqué mi libro de cuentas y busqué una página en blanco. Muy cuidadosamente, compuse una declaración para el consejo, para mi padre y para aquellos quienes tenían algunas preguntas sobre mi disposición o habilidad para regir. Lo espolvoreé con arena mientras los hombres divagaban, lo dejé secar mientras los hombres expresaban sus quejas y cuando finalmente me levanté, los

lores también se levantaron, pero su conversación apenas tartamudeó y sus ojos nunca dejaron al otro. Caminé hacia el lado de Lady Firi y extendí el documento que había creado minuciosamente. ¿Lo leerías por favor? le pregunté. Sus cejas se elevaron con sorpresa, pero inmediatamente se levantó, tomándolo de mis manos, entonces esperó que regresara a mi posición en la mesa. ―La reina ha preparado una declaración y me ha pedido que la lea al consejo. ―Lady Firi proyectó su voz sobre la refriega. ―Soy Lark de Corvyn, ahora de Degn. Fui coronada Reina de Jeru en la presencia de esta asamblea. Soy la hija de Jeru y de noble nacimiento. Estoy sana de mente y cuerpo y llevo al heredero al trono de Jeru. No puedo hablar, pero soy capaz de leer y escribir y comunicar mis deseos e instrucciones. Mi lealtad es hacia Jeru y hacia el difunto rey. Era su deseo que yo reinara. Si un regente es elegido para asistirme en asuntos de guerra y estado, pediré que Kjell de Degn, el hermano del rey, sea declarado consorte hasta que el heredero real sea mayor de edad.

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Mi declaración fue recibida con silencio y miradas de soslayo. Lady Firi no había levantado sus ojos del pergamino y su quietud causó que un espasmo de aprensión se revolviera en mi estómago. Necesitaba un aliado, una persona a quien pudiera consultar. ―Me pregunto... ¿La Señora Reina conoce las leyes concernientes a los Dotados? —preguntó Lord Bin Dar. El siniestro deslizamiento de su voz rompió el silencio. Todavía estaba parada, pero encontré su mirada, reconociéndolo. Continuó fácilmente. ―Tengo ojos en Ciudad Jeru. Fuentes. Ciudadanos preocupados. Hay rumores que nuestra reina ha estado asociándose con una Sanadora. Nuestro difunto rey se negó por completo a perseguir a los Dotados. Ha sido laxo en sus deberes y tristemente, ha perdido su vida luchando contra los Volgar, las mismas bestias creadas por su indulgencia. Jeru está en guerra. Debemos destruir a los Dotados o ellos nos destruirán. Recordé las palabras de Boojohni días antes. Aquel que persigue con más fuerza es quien más tiene que ocultar, me pregunté que estaba escondiendo Lord Bin Dar y realmente qué ganaban Lord Gaul y Lord Bilwick por apoyarlo. ―Mi pregunta es esta, Reina Lark ―dijo Bin Dar mi nombre con un rítmico salto, como si sonara tonto para él―. ¿Cuáles son sus opiniones sobre los Dotados? Su madre era una Relatora. ¿Les permitirá vivir y reproducirse e infectar Jeru? ¿O tendrá el coraje para cortarlos de raíz?

Sabía que no podía contestar en voz alta. Todos lo hacían. Los miré de uno en uno, el corpulento y el delgado, el sudoroso y el pálido, el conspirador y el hastiado. Bilwick y los lores del sur miraban, pero sus mentes estaban en sus estómagos. Habíamos estado aquí toda la tarde. Lord Gaul y Lady Firi observaban, pero no ofrecían nada. Mi padre miraba, rogando que no volcara sillas y Lord Bin Dar esperaba, rodando una pluma en su mano esquelética. Cuando mi miraba se entrecerró en la pálida pluma entre su dedo y pulgar, la vi cambiar. Por un milisegundo, la pluma blanca se convirtió en una copa de cuello alto, como si su deseo de vino lo hubiera sobrepasado. Parpadeé y la copa fue una pluma una vez más, girando, girando, girando. Mis ojos se levantaron rápidamente, los suyos se estrecharon y obtuve mi respuesta. Levanté mi propia pluma y la sumergí en mi tintero, formando las letras en una hoja blanca de pergamino en un grande e intenso trazo para que él y el resto del consejo pudiera claramente leer mi respuesta. ¿Debo comenzar con usted, mi señor?

221 Al atardecer del séptimo día del Penthos, me vestí de negro de los pies a la cabeza y subí la colina hacia la catedral, justo como lo había hecho en el día de mi boda. Las campanas sonaban en intervalos de siete, repicando tristemente sobre la ciudad. No sé cómo el sonido había cambiado tanto desde ese día, volviéndose triste en lugar de brillante, ominoso en lugar de optimista, pero lo hizo. Tal vez no eran las campanas. Tal vez era yo: mis oídos, mi corazón, mi esperanza. Tal vez era diferente, una Cambiante después de todo. Las personas no lanzaban flores esta vez. Se pararon silenciosamente y observaron mi procesión, algunos llorando, otros estoicos, vestidos en sus propios y variantes tonos de gris, café y negro. No era extraño en tiempos de conflicto que un monarca caído fuera conmemorado en el campo de batalla donde había conocido su fin y algunas veces, como con el Rey Zoltev, no había restos para ser honorados. Si Tiras fuera traído de regreso, su cuerpo sería puesto en una pira con vistas a la ciudad durante siete días. Al final de ese tiempo, la pira sería incendiada, reduciendo el cuerpo del Rey a polvo y devolviéndolo a la tierra de donde vino. Pero el cuerpo de Tiras no sería regresado a Jeru. Sus restos no serían hechos cenizas. No nos habían enviado más noticias sobre los detalles de su “muerte”, ni gloriosos relatos de su valor o actualizaciones sobre los esfuerzos en la guerra contra los incansables Volgar. Hashim no había regresado. Un monumento para Tiras sería erigido junto al monumento de su padre y su padre antes que él. La colina más allá

de la catedral estaba llena con docenas de estatuas levantadas en honor a los reyes guerreros de Jeru. Los lores caminaron detrás de mí hacia la catedral, con apropiados rostros sombríos y sobrios e hice mi mejor esfuerzo para no prestarles atención, aunque sus pensamientos y preocupaciones rozaban mis hombros y mi rígida espalda. Lord Bin Dar había suspendido el procedimiento acusatorio después que lo desafiara y no lo habían reanudado. Tenía un poco de dudas sobre si sería apartada del cargo. El consejo se había reunido, pero había habido una gran cantidad de conversaciones y conveniencias, negociaciones y coerción en los cuartos privados de todo el castillo. Había escuchado mi nombre ser intercambiado y mi vida regateada en innumerables ocasiones. Los lores Enoch, Janda y Quondoon estaban a favor de dejarme permanecer en mi posición de reina, pero no sentían lealtad hacia mí, ni sentimentalismo residual por Tiras. Simplemente deseaban que Jeru fuera gobernado hábilmente y que sus propias provincias no sufrieran los efectos de su pobre administración. Bilwick, Gaul y Bin Dar me querían lejos.

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Mi padre y Lady Firi se quedaron al margen, cada uno por sus propias razones y miraban con aprensión. Mi padre defendía mi vida y la suya, aunque eso generalmente incluía colocarse en una posición de poder para protegerlas. Lady Firi se mantuvo para sí misma y nunca pude robar sus palabras o sus pensamientos del aire de la manera que podía hacerlo con la mayoría de los otros lores. Sospechaba que sus sentimientos encontrados tenían mucho que ver con Kjell y su eventual regreso; se ponía rígida cuando su nombre era ligado al mío de alguna manera. Se había llegado a un punto muerto y todas las partes parecían estar de acuerdo en que hasta que el Penthos hubiera terminado y el hermano del rey hubiera regresado, no se tomarían decisiones finales. Así que subí la alta colina, vestida de negro, una viuda en lugar de una novia y supliqué a Tiras que volviera a levantarse.

sa misma noche, como una respuesta a mi oración del Penthos, mi águila apareció, posada en la pared del jardín detrás del Gran Salón, delineada por la luz de la luna que repentinamente se sintió cálida, dorada e imposiblemente brillante, derritiendo el metal alrededor de mi corazón, haciéndolo líquido y suave. Extendió sus grandes alas y las batió en el aire y lo seguí, justo como había hecho antes. No esperé a Boojohni o convoqué a un guardia. No había tiempo y no podía arriesgarme a una audiencia si lograba cambiar. ¿Tiras?

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Ven, urgió el pájaro, volando de rama en rama, pared en pared, asegurándose que lo siguiera. Obedecí, prácticamente corriendo a través del bosque, distraída por la alegría y la brillante esperanza, observando sus alas flexionarse y doblarse mientras me llevaba más hacia lo profundo. Al poco tiempo la cabaña apareció, silenciosa y pacifica detrás de los arcos de los árboles que la protegían y mi corazón era un ansioso tambor, golpeando con anticipación, necesitando creer que Tiras sería capaz de cambiar para mí, que pronto lo vería de nuevo. La cabaña estaba oscura y las persianas abiertas de par en par, presionadas contra las paredes de piedra en lugar de dobladas hacia adentro para mantener el bosque a raya. El águila no estaba a la vista y me detuve, repentinamente temerosa, preguntándome de repente si, en mi deseo, simplemente había imaginado que el pájaro era un águila. Grité su nombre, enviando la palabra hacia la noche y la llamada quedó sin ser respondida. Incluso las criaturas que generalmente canturreaban y se sobresaltaban, estaban en silencio. Entonces una luz se encendió dentro de la cabaña, una lámpara siendo prendida desde el interior del pequeño espacio, reconfortándome como la voz de una madre. Corrí, tomando mis faldas entre mis manos, un sollozo en mi pecho. Atravesé la puerta, Tiras en mis labios y me detuve en seco. Ella llevaba puesto el vestido con el borde de encaje que descubrí debajo de la cama, la ropa que asumí pertenecía a la Cambiante que había sido capturada y asesinada y traída ante mi trono el día de la audiencia. ¿Lady Firi? Rio, abrochando los lazos en su cuello.

—Te dije que mi familia tenía sangre Dotada. ¿Simplemente asumiste que era una dulce declaración? ¿Eres un águila? —Soy cualquier animal que quiera ser. Un pequeño ratón en la esquina escuchando al rey haciendo todos sus planes. Un pequeño pájaro en el alféizar recopilando información como migajas de pan. Un gato vagando en las sombras. Una paloma mensajera entregando mensajes desde Firi. Alarma se retorció en mi vientre. ¿Eres la Cambiante que vio el cazador? Su sonrisa era engreída e inclinó su cabeza, como si estuviera recibiendo aplausos. Pero... estabas... ¡muerta! Ondeó su mano en el aire.

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—Estaba fingiendo. Nadie espera que un pájaro finja estar muerto. —Sonrió, un amable y arrepentido fruncimiento en sus labios que hizo que los vellos en mi cuello se levantaran—. Esperé hasta que la habitación quedara vacía, hasta que te fueras y volé. Kjell me observó irme. ¿No te lo dijo? Sacudí mi cabeza. No lo había hecho. Pero una cosa era clara. Lady Firi conocía los secretos de todos. Querías que pensara que eras el rey. —Sí. ¿Por qué? —Porque sabía que me seguirías aquí. Fallé esa noche. El momento no fue el apropiado. Entonces el rey regresó. Tuve que cambiar mi estrategia. La miré fijamente, sin comprender del todo. Pero... ¿por qué? —Quiero a Jeru. Para poder tener a Jeru, debo casarme con un rey, pero Tiras se encargó de eso, ¿cierto? Hizo de Kjell su sucesor. No anticipé eso, aunque lo esperaba. Pensé que iba a tener que tomar a Jeru con astucia. Ahora solo tengo que casarme. Al igual que lo hiciste tú. Nunca quise ser reina. —Todas las chicas quieren ser reinas —resopló, su expresión cambiando tan rápidamente que vi el destello de una bestia—. Puedo ser un león, una serpiente, un pájaro, incluso un dragón. ¿Por qué no una reina? Se encogió de hombros, pero había enojo detrás de su indiferencia.

»Han habido tantas cosas que no pude predecir. Tú, por ejemplo. Ni siquiera sabía que existías y de repente eras la Reina de Jeru, arrebatándome el título. Tú eres quien secuestró al rey el día de nuestra boda. —Soy una Cambiante. Sabía el momento en que el rey estaría más vulnerable. Conocía sus patrones. No fue difícil. Mis guardias se encargaron del trabajo pesado. ¿Y los lores? ¿Mi padre? —Les dije que el rey no llegaría. Se los prometí. Pero lo hizo. —Sí. Otra cosa que no pude predecir. —Inclinó su cabeza, considerándome—. ¿Tuviste algo que ver con eso? No respondí, obligando a mi rostro a permanecer inexpresivo. ¿No me había escuchado? ¿Sólo los pájaros estuvieron al tanto de mi llamado? —El rey no llegará esta vez, ¿cierto? No va a regresar. Y Kjell regresará, heredero al trono. Así que tienes que morir. ¿Y los ataques en Firi? ¿Qué pasa si Kjell es asesinado? 225

—Los Volgar no están en Firi. Mentí. Están aquí. Me apresuré hacia la puerta y Lady Firi ni siquiera intentó detenerme, pero sus palabras fueron como cuchillos contra mi espalda en huida. —Liege te quiere. Yo quiero a Jeru. Tenemos un acuerdo. Corrí, empujando las palabras hacia arriba, necesitando advertir a quien pudiera escuchar que la muerte descendería sobre nuestras cabezas. Todo Jeru, escuchen mi grito. Giren sus rostros hacia el cielo. Escuché y sentí la bajada y caída de alas por encima de mi cabeza, pero las alas encima de mí no eran las de un águila. Había escuchado ese sonido antes. Garras perforaron la tela de mi capa y mi vestido, rasguñando la piel de mi espalda y rodeando mis costillas como un niño se aferra al pecho de su madre. Grité sin sonido cuando mis pies dejaron el suelo, pidiendo por Tiras, por Jeru, por mi hijo. Viento azotó mi rostro y jaló mi cabello, mientras el suelo se alejaba cada vez más. Esperaba ser soltada en cualquier momento, cayendo hacia mi muerte, solo para que las bestias Volgar me siguieran de regreso a la tierra para comerse mi carne rota. Pero la bestia que me sostenía firmemente en sus garras voló sin detenerse, sus alas batiéndose en el aire a un ritmo contante. Aleteo, aleteo, aleteo, planear. Aleteo, aleteo, aleteo, planear.

No pude coaccionarlo. Presioné y rogué, esforzándome para verlo mientras colgaba de sus garras, lanzándole un hechizo tras otro que no tuvieron más efecto sobre él que mis anhelantes pensamientos. La bestia siguió volando, indiferente hacia cada palabra de la que hice uso. No era como otros hombres pájaro. Su sinuosa cabeza en forma de pico estaba sobre hombros de hombre, brazos y pecho, todos cubiertos por completo por escamas plateadas, mientras que la parte inferior de su cuerpo era la de un pájaro. La parte inferior de sus alas negras tenían manchas verdes y azules, como las plumas de un pavo real. Horrífica y extrañamente hermoso, era la conglomeración de hombre, pájaro y reptil, un dragón y nunca había visto nada como él.

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Nos elevamos más y más alto, las montañas al este de Ciudad Jeru elevándose como una fortaleza dentada ante mis ojos, acantilados y riscos burlándose como dientes afilados en las sombras. La criatura comenzó a dar vueltas y disminuir la velocidad, dejando que las corrientes lo llevaran hacia abajo, utilizando sus alas para ralentizar nuestro descenso, hasta que sus grandes y emplumadas extremidades traseras tocaron la tierra. Con un aleteo y un empujón, entró en una enorme cueva tallada en el costado de la montaña y me dejó caer bruscamente. Desorientada y mareada, mi cabeza giró y mi estómago se revolvió, mi intenso alivio en disputa con un miedo paralizante ante lo que estaba por venir. Jadeé, poniendo mi capa a mi alrededor, haciendo un gesto de dolor cuando las heridas de mi espalda se dieron a conocer. Batallé para levantarme y me balanceé contra la pared de la cueva, aferrándome a las rocas mientras esperaba a que el mundo se asentara. La bestia observó mis intentos de tranquilizarme y consolarme con extraña fascinación, su cabeza de dragón se inclinó hacia un costado, esperando que exigiera respuestas. Estaba oscuro en el interior de la cueva, la luna llena más allá de la amplia apertura, insuficiente para iluminar los profundos rincones. Me arrastré por la pared, sin ser lo suficientemente tonta como para pensar que me dejaría huir, pero esperanzada con que podría acercarme a la entrada, acercarme a la luz. No quería morir en la oscuridad. Me siguió sigilosamente, permitiéndome los pocos pasos que se necesitaron para que ambos quedáramos bañados por la luz de la luna y entonces habló. ¿Sabes quién soy, pequeña reina? Las palabras vinieron de su mente, no de su boca. Me estremecí, odiando la forma en que se sintieron dentro de mi cabeza, intrusivas y pesadas, sin dejar espacio para mis propios pensamientos. Era la forma en que yo me comunicaba y repentinamente entendía por qué Kjell se molestaba por ello.

No. Hice de mi voz una lanza y la arrojé hacia afuera. Siseó y el vapor se enroscó desde su angosto hocico. Se cernió sobre mí, llevándome al borde del acantilado. Me alejé de él, desviando mi rostro para que no viera mi miedo. Se arrastró más cerca, tan cerca que los dedos de mis pies besaron la orilla y su presencia calentó mi espalda. —Pero yo sé quién eres —susurró, utilizando su voz para demostrar que podía. Su lengua bífida se asomó entre de sus dientes y su caliente aliento ardiente hizo cosquillas en la piel expuesta debajo de mi oreja, abrasando mi piel. Apreté mi mandíbula, rehusándome a gritar, incluso en mis pensamientos y consideré lanzarme. —Eres la hija de Meshara. Me puse rígida, odiando la forma en que canturreó el nombre de mi madre como un hombre saboreando su vino. Tocó la piel ampollada de mi cuello con un nudillo escamoso y sentí un húmedo estallido y un destello de dolor.

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—Te he quemado. Perdóname. Olvido cuán frágil puede ser la piel de una mujer. Eres bastante hermosa, de hecho. Tan engañosamente. Como la luz de la luna. Pálida. Esbelta. Uno casi mira a través de ti justo antes de recuperar el aliento y mirar hacia atrás. Tiras había dicho lo mismo. La bestia dio un paso atrás, como si realmente se disculpara por haber ampollado mi piel y me alejé de la cornisa, mis ojos aún pegados a la cavernosa oscuridad debajo. —Eres hija de Meshara, reina de Jeru, Lark de Corvyn. Mi respiración se entrecortó y encontré sus ojos en la tenue luz, esperando. —Mi hijo te hizo reina. Qué astuto de su parte. Mi garganta palpitaba y mis orejas quemaban y toqué con tentativos dedos un lóbulo, incierta de si lo había escuchado claramente. ¿Tu hijo? —El rey. Tiras —susurró y la ese siseó entre nosotros—. Soy Liege. Pero también soy... Zoltev. ¿Te acuerdas de mí, Lark de Corvyn? Sacudí mi cabeza, firme, resistente. Aterrorizada. Eres Volgar. —No. Ellos son animales. Yo soy un hombre. Con alas. Y garras. —Escuché su sonrisa, aunque no la vi. Zoltev era un... hombre y tú eres una bestia.

—Pero si quiero ser un hombre, soy un hombre. Observé, incapaz de detenerme y fiel a sus palabras, con un giro ondulante, se paró frente a mí, desprovisto de alas y garras, plumas y escamas. Se parecía a Tiras. El arrogante conjunto de su barbilla y su postura altanera hicieron que mi corazón se estremeciera con reconocimiento. Su cabello había encanecido, su cuerpo había envejecido y los ojos que me miraban eran iguales a los de Kjell. Pero lo reconocí. Rio cuando mis piernas cedieron ante mi peso. Me tambaleé, sosteniéndome en el último momento y cortando mi mano con un borde afilado. La sangre brotó, carmesí y caliente y goteó contra las rocas bajo mis dedos. La sangre de mi madre se había derramado sobre piedras. Se había acumulado debajo de nuestros cuerpos y se había coagulado en mi cabello. El rey bestia se agachó sobre mí, sumergiendo su dedo en la sangre de mi palma. —Pero ¿por qué querría ser un hombre cuando puedo ser el Liege? —dijo simplemente, llevando su dedo a su boca, probándome. 228

Se contorsionó y se sacudió y la parte inferior de su cuerpo estuvo nuevamente revestida de plumas, sus piernas y pies se asemejaban a los de un pájaro. Se enderezó, echando su cabeza hacia atrás y sus alas cayeron por su espalda como una bandera desplegada. —Prefiero ser algo intermedio. —Seguía siendo un hombre de la cintura para arriba, pero garras salieron de sus manos, atravesando cuidadosamente la piel en las puntas de sus dedos como un gato flexionando sus garras. —Puedo ser lo que quiera ser. Soy un Cambiante y un Transformador. ¿No un Sanador? —Es el único don que no necesito. No hay nadie en todo Jeru a quien quiera sanar. Por supuesto no. La sanación requería amor. —He transformado a buitres en guerreros, en un ejército completo. Empecé con algunos pocos y les pedí que atacaran. Dejamos los cuerpos pudrirse al sol y vinieron más buitres. Los transformé en Volgar y uno por uno, construí un ejército. Les digo lo que deben hacer. Son fáciles de controlar... ¿cierto? Destruiste a muchas de mis creaciones, pequeña reina. Debería destruirte. Luché por ponerme de pie, no quería acobardarme a sus pies y me observó levantarme, como si eso lo divirtiera.

—Debería destruirte, pero podrías ser útil para mí. Me encogí y sus negras cejas se alzaron. —Las bestias me obedecen porque soy su creador. Pero no soy un Relator. No puedo forzarlos con simples palabras. Pero tú sí puedes. Podía sentirlas incluso ahora, las palabras que animaban sus enormes cuerpos de aves y sus mentes simples. Podía escuchar su hambre y su sed de sangre y los repelía, lanzando hechizos para mantenerlos alejados. No podía verlos, pero estaban cerca. —Puedo escucharte. Les temes. Pero no vienen por ti. ¿Por qué estás haciendo esto? Te fuiste. Hiciste que tus hijos, tus súbditos, todos en Jeru creyeran que estabas muerto. —Salté del acantilado y me convertí en un pájaro. ¿Por qué?

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—Meshara dijo que me convertiría en todo lo que temía, en un monstruo y lo hice. Meshara sabía en lo que me estaba convirtiendo. Podría haberla salvado, pero ella sabía. Así que tuve que matarla. La había matado porque sabía. Boojohni tenía razón. Mi madre había visto lo que vendría. No era una maldición, sino una profecía. La comprensión me recorrió con una repentina claridad. —Ya había empezado a perder el control. Pero después que Meshara muriera, empeoró. Cambiaba sin previo aviso, entraba a los establos y cambiaba a un caballo. Tomaba un baño y me convertía en un gran pez saltarín. Transformando todo lo que tocaba en algo que no quería. Oro en rocas y rocas en agua, pan en arena y mi espada en paja. Me desperté una mañana y la sábana de mi cama se había convertido en una boa constrictora. —Me miró con labios fruncidos—. Tenía miedo de lo que sucedería si mi secreto era descubierto. Dejaste a Jeru porque tenías miedo. Pero ¿ya no tienes miedo? —Me convertí en todo lo que temía. Ahora soy el miedo Y nadie puede detenerme. Miró hacia Ciudad Jeru y flexionó sus enormes alas. —Mi hijo... también es un Cambiante. Un águila. Pero no puede controlar el cambio. Ahora se ha ido, Jeru necesita un rey y tú estás sola. Te dejaré vivir si haces lo que te diga. ¿Y qué hay de Lady Firi? Piensa que va a ser reina. Rio.

—Será una buena mascota. Por un momento, todo estuvo tranquilo en la ciudad debajo, la distancia creando una ilusión de serenidad. Entonces las llamas comenzaron a girar y azotar el cielo y Jeru cobró vida. El hedor a pino y humo se elevó en el viento y gritos y alaridos comenzaron a aumentar y a encontrarme a través de la distancia. Esconderse, decía la gente. Correr, gritaban las mujeres. Volgar, gritaban los hombres. La palabra madre perforó el aire junto con las otras y cubrí mis oídos con horror, sin querer escuchar, sin poder evitarlo. Los hombres pájaro están aquí. Los Volgar están aquí. Corran. Escóndanse. Ayúdenme. Las palabras temblaron y estallaron, solo para crecer de nuevo como las ampollas que el Volgar Liege había levantado en mi piel. Tiras, grité, Tiras, tu ciudad. Tu ciudad está ardiendo. —Llámalo, Lark de Corvyn. Llama a tu rey águila. Llama a mi hijo, así sabrá que su padre ha regresado. Los hombres pájaro matarán y se alimentarán y cuando la gente ruegue por misericordia, la extenderé. Los llamaré a retirarse. Y tomaré lo que es mío. Fuego quemando las calles de Jeru, Encuentra a los hombres pájaro, hazlos huir. 230

Flechas en el arco del arquero, Encuentren a los hombres pájaro, hagan que se vayan. Zoltev rio, incrédulo. —La ciudad arde, ¿y tú creas rimas? Hombres pájaro Volgar, escuchen mi grito, Jeru está ardiendo, morirán. Cierren sus alas e inclinen sus cabezas, Todo hombre pájaro viviente, muera. —¿De verdad crees que pueden escucharte? ¿Que tus palabras son tan poderosas a través de semejante distancia? —se burló Zoltev. Rocas sobre las que se posa Zoltev, Caigan ahora debajo del hombre. Ábranse y tráguenlo, Que Jeru estará a salvo otra vez. Zoltev mostró sus dientes y deslizó su brazo, golpeándome en el rostro. Durante un latido del corazón, no tuve peso, vacilando entre caer y sacudirme, mis

brazos abiertos, buscando algo a lo que aferrarme. Entonces fui parte del cielo, una poppet ondeando en el viento, palabras corriendo rápidamente por mi cabeza. Estaba cayendo.

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onó como el grito de un águila, penetrante y largo, vibrando en mi cabeza incluso mientras el viento movía mi cabello y capa, manos me sujetaron y me arrastraron hacia la tierra. Pero sentí que sonido salió por mi garganta, lo sentí fluir detrás de mí mientras caía en picada. Entonces las voraces manos de la gravedad se convirtieron en poderosos brazos, el rugido del viento se transformó en el batir de alas y fui arrebatada del aire por el Rey Volgar. Mi cuerpo se sacudió y mi capa se soltó, siguiendo el camino de mi descenso, ondeando como un pájaro carmesí atrapado en un vendaval. Por un momento, giramos salvajemente, alas y brazos y cuerpos colisionando en el aire, cayendo hacia el suelo y cerré mis ojos para no ver el final. Entonces las alas que me llevaban tomaron el viento y lo domaron, golpeándolo en sumisión y nos volvimos a elevar, subiendo hacia el cielo, buscando la luz de la luna y las estrellas, dejando atrás la muerte. 232

Grité de nuevo, el grito fluyó desde mi garganta y hacia la noche y el rey presionó sus labios contra mi oreja y pronunció mi nombre. —Shh, mi reina. Soy yo. Y me di cuenta que los brazos que me rodeaban no tenían escamas. Las alas encima de mí no tenían manchas verdes y el hombre que me arrancó del aire no era una bestia. Tiras. ¿Tiras? Comencé a sollozar, encerrada en su imposible abrazo, llorando de horror y esperanza, incredulidad y euforia, mirando el mundo fluir debajo de nosotros, mágico y silencioso, un pedazo de un sueño. Quería seguir volando y nunca regresar, pero las voces de Jeru se levantaban desde el suelo. Humo y cenizas y llamas ondulantes comenzaron a salpicar el paisaje en todas direcciones y repentinamente fuimos rodeados por una bandada de bestias Volgar, chillando y zambulléndose en caótico frenesí. No nos hicieron caso; Tiras era simplemente uno de ellos, un hombre pájaro que reclamaba su botín y comencé a cantar y lanzar mis hechizos. Convertidos desde buitres, hechos para matar. Hombres pájaro Volgar, despojados de su voluntad. Nacidos del miedo y el odio y la vergüenza,

Regresen al infierno de donde vienen. —Debe terminar —dijo Tiras en mi oído—. Jeru arde, mi padre vive y todo esto debe terminar. Los Volgar tenían que morir. No podía enviarlos lejos, no podía instarlos a volar. Tenía que destruirlos o seguirían. En el cielo y en la tierra, Los corazones Volgar dejarán de latir. Más lento, más lento, hagan caso a mi grito, Uno por uno, todos deben morir. Como moscas, los hombres pájaro comenzaron a caer, sus alas fallando, sus cuerpos retorciéndose. Caímos con ellos, atravesando las murallas de la ciudad y atrayendo las flechas de hombres desesperados que no podían diferenciar entre el enjambre Volgar y un rey alado. Dejé los hechizos Volgar y lancé palabras de protección a nuestro alrededor mientras Tiras daba vueltas alrededor del castillo y caía grácilmente sobre el techo del palacio, doblando sus alas y soltándome solo para gritar instrucciones hacia los arqueros boquiabiertos. 233

—¿Majestad? —gritó uno y otro bajó su arco y frotó sus ojos con su mano. Tiras llevaba pantalones y botas, pero la parte superior de su cuerpo estaba desnuda, dando lugar a las alas. Salían de su espalda, negras como el hollín y sus puntas teñidas en rojo, idénticas a sus alas de águila, pero mucho más grandes. Las puntas redondeadas eclipsaban sus anchos hombros y las puntas llegaban hasta sus talones. Cabello, ojos, garras, y ahora... alas. —¡Encuéntrame una espada! —rugió Tiras y saltó por el borde, medio saltando, medio volando hacia los parapetos de abajo, corriendo con sus alas extendidas, gritando hacia sus hombres y reenfocando su atención hacia la tarea que tenían entre manos. Dos guardias yacían en el patio inferior, sus espadas todavía en sus manos, sus vientres abiertos por las garras de los Volgar. No dudé, llamé las armas para que se levantaran y encontraran al rey. Una para su mano izquierda, una para su derecha, El rey las necesita esta noche. Escuché el asombro y el miedo de los guerreros observando mientras las espadas levitaban y volaban hacia el rey. Lo llamé en advertencia y se volvió y las levantó, sus dientes destellando y sus espadas recién adquiridas chocando. Entonces despegó hacia el aire como un ángel vengador. Voló hasta la torre del pregonero que daba a la plaza de la ciudad y llamó a la gente debajo.

—¡Mujeres y niños dentro del castillo! —rugió Tiras—. ¡Suelten el puente! — Los guardias a lo largo de la entrada se apresuraron a obedecer y las puertas fueron bajadas y la verja levadiza levantada, permitiendo que los jeruvianos fuera de los muros del castillo encontraran refugio en el interior. Corrieron, cientos de ellos, niños aferrándose a sus manos, sus ojos en los cielos, esperando por un ataque que no llegó. Por un momento, los cielos estuvieron despejados, la última ola de hombres pájaro diezmada por corazones que se detuvieron y hondas y flechas. Una ola de esperanza cubrió el castillo, un momento de calma en la tormenta y la gente se miraba entre sí, ojos muy abiertos y expectantes, incluso mientras corrían para refugiarse. —¿Se han ido? —El murmullo recorrió las murallas y los parapetos—. ¿Se acabó? —Se atrevió a sugerir la guardia del rey.

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El aire estaba turbio, el humo ensombreciendo el cielo y la oscuridad misericordiosa. La esperanza se convirtió en oídos que escuchaban y respiración contenidas y en la parte superior de la muralla, la voz de Tiras sonó de nuevo. Su gente giró sus rostros del cielo hacia el rey alado que estaba parado por encima de ellos, viendo lo que había estado tan desesperado por ocultar. Era glorioso y aterrador: alas negras batiéndose y cabello blanco ondeando, causaba asombro y una extraña reverencia se extendió a lo largo de la atónita multitud. —Ciudadanos de Jeru, durante demasiado tiempo hemos perseguido a los que están entre nosotros con dones. Sanadores, Cambiantes, Transformadores y Relatores se han escondido entre nosotros, temerosos de lo que sucedería si sus habilidades eran descubiertas. »Estoy frente a ustedes, como Rey de Jeru, alguien quien ha vivido con la misma carga y el mismo miedo y les pido que den un paso al frente, salgan de entre las sombras, todos los Dotados y todos los que no lo son y luchen por sus familias. Luchen por su ciudad. Luchen por los demás. La batalla apenas comienza. El Rey Volgar destruirá Jeru. Lanzará sus bestias sobre ustedes y no habrá distinción entre aquellos que son Dotados y los que no lo son. Todos moriremos o seremos esclavizados. El patio estuvo en silencio durante el latido de un corazón, luego plática emocionada y preguntas temerosas llenaron el aire. Pero había poco tiempo para hablar. ―Mujeres y niños, viejos y enfermos, dentro del castillo ―gritó Tiras―. Todos los que son Dotados o tiene habilidades, presten sus talentos esta noche y serán bienvenidos y protegidos en Jeru desde este día por orden de su rey. ―¡Ya vienen, Majestad! ¡El cielo está lleno de Volgar! ―gritó el vigilante.

Tiras abandonó la torrecilla del pregonero y voló hacia mí, arrojando una espada hacia un costado, la cual aterrizó en el techo del castillo y con un brazo me levantó contra él, elevándose una vez más. Llévame hacia la torre de vigilancia. Ignoró mi orden, sus ojos en el nervioso guardia y los ciudadanos en pánico que corrían hacia el castillo en manadas. En cambio, me llevó hacia la entrada del castillo. ―Quédate con ellos. Mantenlos a salvo... Mantente a salvo dentro del castillo ―instruyó. Su boca tomó la mía, fuerte y rápido y se alejó de nuevo, dando tres pasos corriendo para atravesar el patio antes de estar volando en el aire una vez más. Cerrando mis ojos, llamé a los Dotados, pidiéndoles que confiaran y obedecieran. Había visto al Volgar Liege. La batalla solo estaba comenzando y Jeru no sobreviviría a él sin ayuda. Hombres y mujeres Dotados vengan Para ayudar al trono de Jeru.

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Las mujeres y los niños llenaron el Gran Salón, las ventanas cerradas y las puertas bloqueadas para evitar que los hombres pájaro los tomaran como presa. Vi a mi padre acurrucándose con los otros señores, con ojos maniáticos, llamando a sus asistentes, quienes no estaban por ninguna parte. Esperaba que estuvieran en la muralla con el resto de los hombres de Jeru. El vidrio de las largas ventanas rectangulares se quebró, esparciéndose sobre la multitud debajo y una enorme bola de fuego hizo piruetas en el aire. Mi mente tartamudeó, conjurando palabras para cambiar su trayectoria, pero fui demasiado lenta. Lord Bin Dar, su capa y su terror ondulando alrededor de él, extendió sus manos hacia afuera. El fuego encontró sus palmas y se convirtió en agua, empapando a todos a su alrededor. Un momento de silencio barrió la habitación y Lord Bin Dar se tambaleó hacia atrás, horrorizado. Expuesto. ―Es un Transformador ―gritó alguien. ―Alaben al Creador ―añadió una mujer―. Estamos mojados en lugar de muertos. Uno a uno, los Dotados comenzaron a revelarse. La Señora Lorena transformó cucharas en espadas y las cerdas de su escoba en cientos de flechas. Un niño ordenó al vidrio roto que se uniera y se elevaron un millón de pedazos resquebrajados para juntarse de nuevo hasta que las ventanas estuvieron cubiertas de nuevo. Un anciano se convirtió en un elefante arrastrando los pesados tronos frente de las puertas del jardín para reforzarlas del ataque exterior y una pesada mujer se convirtió en un delicado pájaro, revoloteando dentro y fuera del castillo, dando noticias a las personas del pueblo reunidas sobre la batalla más allá del castillo.

Los heridos eran arrastrados desde el patio hacia el pasillo de la entrada del castillo y mujeres se escabullían entre los cuerpos rotos de los guardias conteniendo los sangrados y separando los vivos de los muertos. Lord Quondoon estaba entre los cuidadores y mientras yo observaba, él comenzó a presionar sus manos en los miembros y torsos heridos, murmurando mientras se movía de un lado a otro entre los soldados sufriendo. Me posicioné en la entrada del castillo con una escasa visión del patio más allá e hice mi mejor esfuerzo para lanzar palabras sin estar de pie en lo abierto. No había lugar seguro en el patio. Las paredes del castillo eran altas y fuertes, pero los Volgar volaban sobre ellas, dejándose caer y devorando a la superada guardia, garras cayendo y alas batiendo, y por cada hechizo que obtenía de mi cansada mente, otra ola llegaba. Las palabras parecían quedarse en algunas de las bestias Volgar y en otras se resbalaban, como si la cacofonía de las espadas y los gritos, de los gemidos y los guerreros muertos, crearan paredes que mis palabras tenían que penetrar. Habíamos luchado contra los Volgar en campos abiertos, hombre contra bestia, pero el castillo y las paredes alrededor nos ponían en una desventaja. Los cielos arriba estaban llenos de humo y no podíamos ver lo que venía hasta que una ola descendía sobre nosotros. 236

―Kjell está en las puertas de la ciudad con doscientos hombres. ―El grito se elevó, llenando el aire con un zumbido de alivio como si la salvación hubiera llegado, pero juzgando con el número de heridos y muertos en el pasillo, no podía quedarme en donde estaba, lanzando palabras a través de las grietas de las puertas y las fisuras de las paredes. Necesitaba salir hacia lo abierto. Me agaché por la entrada al salón y corrí a través del patio hacia la muralla exterior, abrazando las paredes hasta que llegué a las escaleras que llevaban hacia la torre de vigilancia sobre la puerta hacia el pueblo. La torre de vigilancia era el punto más alto en el muro sur del castillo y una vez allí, tendría una clara visión de la batalla y de los cielos. Tiras estaba en todos los lugares al mismo tiempo, un guerrero convertido en un arma letal. Feroz y con pies de galgo, sus alas lo levantaban mientras escalaba paredes y volaba de una batalla a la siguiente, empujándose y balanceándose, matando a un hombre pájaro tras otro, hasta que su pecho desnudo estuvo cubierto con sangre Volgar. ―¡Lark! ―Escuché mi nombre cortar el aire como un látigo. Me giré, aun lanzando palabras y vi a mi padre llegar a la cima de las escaleras de la torre que llevaban a la torre de vigilancia, sin respiración y tambaleándose, arrastrando una espada que estaba segura que no sabía cómo usar. Me había seguido y Lady Firi lo había seguido a él. Dijo mi nombre de nuevo, pero mi mirada estaba fija en la mujer moviéndose hacia mí, sus ojos planos y su mandíbula apretada. No me saludó, no habló y no

había duda sobre sus intenciones. Un momento era una mujer con el vestido lleno de sangre, al siguiente era una pantera negra sobre los parapetos, delgada y musculosa, acechándome con silenciosas patas. Mi padre gritó con horror y la espada que llevaba se estrelló contra el suelo. ―Meshara. Oh, Meshara... ayúdanos ―jadeó él. Podía ordenar a las bestias, pero no podía forzar a los Dotados. En una batalla de palabras contra poder, Lady Firi sería la vencedora. Le ordené al parapeto que se cayera, pero fácilmente evitó caerse, saltando de sección a sección, confiando que no demolería la pared por completo. Luego no hubo otro lugar a donde girarse, mi espalda contra la torre, las escaleras lejos de mi alcance. Me atacó, sus garras enterrándose en mi costado y dejando un rastro de fuego a su paso. Desde el rabillo de mi ojo, vi a mi padre aferrar su abdomen y caer sobre sus rodillas. Una flecha cortó el aire, un susurro mortífero y se hundió en un costado del felino. Un joven arquero estaba parado sobre los parapetos, sus ojos muy abiertos, su arco aun preparado. La pantera aulló y el aire se estremeció, el felino negro difuminándose y convirtiéndose en algo nuevo. 237

La flecha repiqueteó contra las piedras, desechada y comencé a correr, mi mano presionada contra mi costado, tomando la única oportunidad que podría tener. Di tres pasos antes de ser levantada de mis pies y arrastrada hacia el cielo, rescatada de las garras de una bestia por las garras de otra. Liege había entrado a la lucha.

ada quedaba del hombre. Era todo bestia, escamas y plumas, garras y alas, respirando fuego y barriendo su cola con púas detrás de él, empalando a cualquiera que estuviera a corta distancia. —¡Tiras! —La palabra explotó e hizo eco, el rugido de un león, lanzada desde el cavernoso pecho de un monstruo. Onduló en el aire y por un momento la batalla alrededor de nosotros cesó, los hombres pájaro se levantaron y todas las cabezas se giraron. Tiras se elevó en el aire, sus alas acariciaban el cielo, una espada en cada una de sus manos y el brazo escamoso de Zoltev se apretó alrededor de mis costillas. No se retiró, ni se alejó, sino que permitió que Tiras tomara una posición paralela, un punto muerto sobre la tierra, pájaros y hombres, reyes y conquistadores. —Hijo mío, tengo a tu reina —bramó Zoltev—. Sangra y no soy un Sanador. Únete a mí y te dejaré conservarla. 238

Los ojos de Tiras se clavaron en los míos y su arrepentimiento fue eclipsado solo por su resolución. —Ni siquiera tú tienes ese poder, padre —murmuró. —¡Pero sí lo tengo! Podemos tener todo lo que queramos. Somos Dotados. Somos reyes. Eres exactamente como yo —instó Zoltev. —Tú eres una bestia. Y yo he pasado toda mi vida intentado ser un hombre — dijo Tiras. —Entonces has fallado. Eres un pájaro. Tu reino conspira contra ti, tu ciudad arde y tu reina... sangra— siseó Zoltev y me arrojó hacia un costado. Se disparó hacia arriba, alas extendidas, incluso mientras Tiras se abalanzaba hacia mí, atrapándome contra él. »Construyo mis propios ejércitos, no necesito lores y consejos. No necesito caballeros, ni guardias —bramó Zoltev, llamando la atención de cada hombre, mujer y niño. Con infinito cuidado, Tiras descendió y me tendió sobre los adoquines, gritándole a Boojohni y recuperando sus espadas, preparándose para la batalla, mientras Zoltev llamaba a sus secuaces. El Volgar Liege extendió sus brazos y sus creaciones se arremolinaron a su alrededor, cayendo desde la bruma y la oscuridad como si fuera el Dios de las Palabras. Zoltev no se había detenido con buitres. Estas nuevas criaturas tenían alas, pero tenían varias formas y tamaños con diferentes colores y características. Algunos respiraban fuego y otros rociaban veneno, algunos eran del tamaño de niños

pequeños, otros tan grandes como tres hombres, como si Zoltev hubiera intentado convertir a lagartos voladores y serpientes venenosas en gigantes. Cerré mis ojos y les ofrecí un adiós. Zoltev rugió con aturdido coraje y coloqué mis manos sobre mis orejas, jadeando con dolor ante el volumen que atravesaba mi cabeza, mientras las criaturas comenzaban a retorcerse y morir, cayendo al patio como frutas demasiado maduras y derramando sus fluidos sobre los adoquines. Tiras se disparó desde el suelo, con las espadas hacia atrás y las lanzó hacia arriba contra el vientre de Zoltev. Las alas de Zoltev se sacudieron y se aferraron en atónita agonía y cayó desde el cielo, golpeando el suelo con un ruido sordo. En un instante cambió, convirtiéndose en Zoltev, el hombre antes de transformarse en el Volgar Liege una vez más, sanado.

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La guardia del rey corrió hacia él, lanzas levantadas, solo para ser barridos por la cola con espinas del dragón o envueltos en llamas. Tiras se elevó sobre la bestia, alas extendidas, atrayendo a Zoltev hacia el cielo. Insté a que las flechas de los arqueros se enterraran en su piel escamosa, pero el dragón era astuto, su piel era gruesa y se elevó por encima del humo, más allá de la vista de los hombres del rey y solo pudimos observar la bruma con inquietud, ojos muy abiertos, cuellos estirados, escuchando la batalla de alas y voluntades por encima de nosotros. Luego, a través del humo flotante, el Volgar Liege se lanzó violentamente, alas echadas hacia atrás, Tiras aferrando la empuñadura de la espada que sobresalía del pecho de reptil de Zoltev. El dragón rugió, disparando llamas que envolvieron el ala de Tiras. Con un grito inhumano, Tiras balanceó su mano derecha hacia arriba, empujando su segunda espada a través del hocico de dragón de Zoltev, cerrando su boca y atrapando las llamas dentro de él. Chocaron con los adoquines, el rey dragón llevándose la peor parte de la caída, alas retorcidas y atrapadas debajo de él, Tiras aún sosteniendo las empuñaduras de ambas espadas. Los guerreros se abalanzaron desde todas direcciones, pasando sus espadas por el cuerpo de Zoltev, asegurándose que no cambiaría y se alzaría de nuevo. Pero el rey tampoco se levantó. Los dos yacían inmóviles, un montón de miembros y alas arrugadas, hombre y bestia y escuché un grito retumbando por el patio, agudo y penetrante, reverberando por mi garganta y mi vientre, alojándose alrededor de mi corazón. Gritando. Estaba gritando, justo como antes, el sonido atravesando la corrosión de mi garganta y las paredes de mi mente. Luego corrí y caí y volví a correr, alcanzando el cuerpo de Tiras mientras rodaba de la bestia a su espalda, victorioso pero vencido. —Tiras. —Su nombre se sintió extraño en mi lengua y rodó por mi boca como una tormenta en crecimiento. Me di cuenta que su nombre no solo estaba en mi cabeza sino en mi garganta y en mis labios. Saltó y sonó en mis oídos.

»Tiras —dije de nuevo, llamándolo otra vez con mi voluntad y mi voz, exigiéndole que respondiera. Pero no abrió los ojos y su aliento escapó de sus labios, tenue y débil. El lado izquierdo de su cuerpo estaba carbonizado y negro, su ala izquierda era una masa arrugada de plumas derretidas y cartílago expuesto. Coloqué mis manos sobre su corazón, evitando la carne herida y la piel abrasada. Carne herida debajo de mis manos, Ponte sana de nuevo como exijo. Ala que se marchita, chamuscada y cortada, Cúrate a ti misma, para que estés completa una vez más. Su piel ennegrecida comenzó a ponerse rosa y sus plumas se desplegaron, pero mi cuerpo tembló y mi vista comenzó a fallar. Había sangre que se filtraba a través de mi vestido y dolor irradiaba profundamente en mi vientre. Me acosté junto a él, mi cabeza sobre su corazón, escuchando el terrible esfuerzo, pesado y lento. Si pudiera cambiar, podría sanar. —Su don es extraño —había dicho el viejo Relator. 240

—No nació de esta manera —había argumentado Kjell. Pero mi madre había profetizado su cambio. Había presionado palabras en el aire, prometiendo un destino. Y en la noche en que murió, el Rey Zoltev había comenzado a perder su alma y su hijo hacia el cielo. Realización me inundó. No podía sanar lo que no estaba roto. No podía alterar el don de Tiras. Pero si el cambio no era su don, si no era algo entretejido en sus células y tendones, entonces podría removerlo. Podría quitar las palabras de mi madre. Fue lo primero que mi madre me enseñó. Remueve la palabra, Lark. Cerré mis ojos y me concentré en el día en que tragué las palabras dentro de mí, justo como se me había ordenado. Las palabras en mis labios, su forma, su peso, el murmullo del sonido liberándose por mi garganta cuando nacieron. Hice lo que me dijeron. Recordaba y obedecía. Me había tragado cada palabra, cada sílaba. No maldigas, no lo hagas, hasta que sea la hora. Esa hora estaba cerca. La hora más importante de mi vida. El amanecer se acercaba y Tiras no viviría para verlo. No como un pájaro, ni como un hombre. La hora estaba cerca y no podía darme el lujo de permanecer en silencio. Presioné mi boca contra el pecho de Tiras y moví mis labios alrededor de la forma de la palabra en la que se había convertido, quitándosela.

—Aliuga. Su pecho era cálido y su fuerza vital persistía, pero su espíritu quería volar, volar, volar. Era la única palabra que quedaba y se me resistió incluso cuando la llamé de vuelta y la removí, tal como lo había hecho con el poppet apretado en el puño de mi madre el día en que todo comenzó. —Ralov. Mientras movía mis labios contra su pecho, llevando la palabra dentro de mí, sentí el más pequeño de los crujidos, una fisura y el viento silbó en mis labios. Justo como el poppet, Tiras estaba callado, un caparazón de algo que ya no se movía. Removí su palabra, su última palabra y la llevé dentro de mí. Y todavía permanecía inmóvil, alas revoloteando en la oscuridad del amanecer, ojos cerrados, sin ser un águila, ni un hombre. —Tiras —hablé contra sus labios, desesperada por darle una nueva palabra, una nueva vida—. Tiras —dije de nuevo, esforzándome contra la corrosión de mi garganta, queriendo pronunciar su nombre hacia su ser, pero no hubo ningún cambio en él. 241

Eché mi cabeza hacia atrás con furia y tristeza, la fisura en mi garganta se amplió, incluso mientras trataba de reclamar a Tiras del cielo, quitándole las palabras de mi madre. ¡Oleic led! lloré, ¡Oleic led! Pero no hubo respuesta del cielo. Lo había perdido. Estaba predicho y sucedió. Sentí una mano en mi brazo y escuché mi nombre, pero no levanté mi cabeza de la del rey. —Estás herida, Lark. Estás sangrando. —Boojohni intentó apartarme. No puedo curarlo, Boojohni. Traté de hacerlo cambiar para que pudiera curarse a sí mismo. Pero no es un hombre o un pájaro... Es ambos. —¿Qué palabra le diste Lark? —preguntó Boojohni con urgencia. Gemí, tratando de hablar en voz alta y fallando, las palabras como rocas contra mis dientes, torpes y afiladas. —El día que tu madre murió, besaste su mano ¡yo te vi! Y le susurraste algo. ¿Qué palabra le diste? Solo podía mirar fijamente con desesperación, sacudiendo mi cabeza. No le di ninguna palabra. —Sí lo hiciste —discutió Boojohni.

No podía recordar. Recordaba a mi madre y la espada de Zoltev, la recordaba diciéndome que permaneciera en silencio. —¿No recuerdas a Tiras en absoluto? Era tan solo un chico, un chico sobre un gran caballo negro. Cerré mis ojos, haciéndome volver de nuevo a aquel día —Tienes que recordar —rogó Boojohni, su voz ronca—. Te habló. Me había hablado Y había sido... amable Había sonreído Y me dijo el nombre de su caballo Recordaba.

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Era el caballo más grande y más negro que jamás hubiera visto... pero no tuve miedo. Nunca le temí a los animales. Sus palabras eran tan simples y sencillas de entender. Este caballo quería correr. No quería quedarse en el patio y permanecer quieto, pero lo hacía. Conocía su deber. El príncipe también quería correr. Estaba aburrido y quería ser libre de la guardia a su alrededor y del miedo de la gente que se inclinaba y se arrodillaba cuando era presentado. Mientras su padre disfrutaba ver a la gente hacer reverencias. Él no. Él quería correr. Quería volar. Los ojos del príncipe fueron atrapados por algo sobre su cabeza y su anhelo fue instantáneo y brillante. Deseó poder intercambiar lugares con el pájaro. Entonces bajó su mirada hacia mí y sonrió, liberando el anhelo que me hizo doler por él. Se deslizó de su montura y extendió su mano hacia mí. La tomé sin dudar. Pasó su otra mano por la gran nariz del caballo. —Su nombre es Mikiya. —Su voz ya era ronca y grave, como la voz de un hombre, aunque todavía no era un hombre. Repetí el nombre en un susurro. Mikiya. Era un nombre gracioso, pero me gustó la forma en que la palabra se sentía en mi boca. —Significa águila —agregó—. Porque quiere volar. Aún tenía su mano en la mía y mi madre se movió hacia adelante para hacerme retroceder, para alejarme del príncipe y su caballo. Besé su mano y le di al príncipe una palabra para que pudiera irse volando si quería... Mikiya

—Mikiya —dije, la palabra descuidada y extraña en mi boca. Mi lengua no estaba acostumbrada a hablar. Levanté la mirada hacia Boojohni, desesperada por decirla correctamente. —Mikiya —repetí—. Águila. —Retírala, Bird —urgió Boojohni. Presioné mis labios en el pecho de Tira una vez más y retiré la palabra con la que inadvertidamente lo maldije. —Ayikim —exhalé—. Ayikim. —Lark... ¡mira! —dijo Boojohni suavemente—. ¡Mira! Las raíces del cabello de Tira se volvieron oscuras y ricas, el color derramándose desde su cuero cabelludo y bajando por los rizos blancos que rozaban sus hombros, hasta que su cabello fue completamente negro una vez más. Las alas rotas que sobresalían de su espalda comenzaron a estremecerse y enrollarse en sí mismas como un pergamino envuelto en llamas, desintegrándose en nada más sustancial que cenizas. Observamos, asombrados, mientras las cenizas mantenían la forma de alas por un latido, entonces volaron al viento y desaparecieron, borradas de la existencia. 243

La mano derecha de Tira permanecía contra su pecho, las garras astilladas y llenas de sangre. Repentinamente las garras desaparecieron, retrayéndose de nuevo a las yemas de sus dedos, dejándolos perfectamente redondeados y completos de nuevo. —Tiras —dije entrecortadamente, rogándole que abriera sus ojos, esperando ver si la restauración estaba completa. Pero no se movió. Ni siquiera hizo el intento. Había retirado la palabra, pero no estaba sanado. Acaricié su pecho con manos temblorosas, manchándolo con la sangre que goteaba de mi costado. Exhalé un hechizo de sanación, palabras deformes desde mi lengua inexperta, llamando a mi madre que tanto me amó, al Dios de las Palabras que me había dado mi don y al mismo Tira, quien había volado más allá de mi alcance. —Cierra las puertas del cielo y del infierno, Devuélvanlo y háganlo sanar. No vueles lejos, mi rey Jeru llora junto a tu reina. —Bird... —dijo Boojohni, su rostro contorsionándose con desesperanza—. Tal vez es demasiado tarde. —No vueles lejos, mi rey. No vueles lejos de mí —canté, negándome a escuchar, empujando vida a través de mis manos hacia el corazón que ya no latía

dentro del pecho de Tiras. Entonces Boojohni me dejó, corriendo por ayuda o corriendo para esconderse, no lo sabía. Mis ojos estaban cerrados, mis manos entumecidas y continuaba rogando. Segundos después fui arrastrada, abrazada como una niña perdida hace mucho tiempo, rescatada temporalmente de la desesperación, pero cuando levanté mis ojos hacia el hombre que me sostenía, vi a Kjell, su cansado rostro marcado por el dolor, sus ojos azules nada parecidos a la mirada una vez negra del hombre que anhelaba. Giré mi rostro y vi que Tiras aun yacía sobre el suelo. El rey aún no había sido liberado del cielo. —Déjame ir —dije, las palabras casi ininteligibles—. Retiré la palabra, pero no puedo hacer volver a Tiras. —Ella ha perdido mucha sangre, Capitán. No lo dejará y me temo que también la perderemos. —Boojohni estaba llorando. Kjell se agachó junto al rey, liberándome mientras tocaba el rostro de su hermano. —Se ha ido, Lark. —La voz de Kjell sonaba afligida y la verdad se alzó a su alrededor. 244

—No —susurré—. No se ha ido. Aún puedo sentirlo. Kjell sacudió su cabeza, su garganta moviéndose, su mirada desolada. —Ayúdame, Kjell. No soy una Sanadora. Pero tú lo eres. Eso eres. —No —susurró Kjell—. No lo soy... No puedo. —Ayúdalo y yo te ayudaré —dije, repitiendo las palabras que Kjell me dijo mucho tiempo atrás, cuando creía que podría salvar a su hermano. Mi visión empezaba a nublarse y ya no tenía la fuerza para mover mis labios, pero se arrodilló junto a mí y puso sus manos donde habían estado las mías. Escúchalo. —No puedo... —protestó Kjell, aun mientras hacía una mueca, escuchando. Oración y súplica rezumaban por sus poros. Puse una mano sobre la suya y me esforcé por escuchar la canción del alma de Tira, la frecuencia que podría traerlo de vuelta y sanar su cuerpo roto. Escucha, rogué. Supe el momento en que escuchó el tono, un tono tan débil que era casi una vibración, porque comenzó a pulsar como un latido, bajo y débil, hinchándose, luego desapareciendo cuando Kjell se acopló y comenzó a tararear. Su voz era grave, inexperta y dubitativa, pero perfectamente entonada.

Envolví mi mente y lo que quedaba de mi fuerza alrededor del timbre de la voz de Kjell. Empujé la nota en mi cabeza y mi garganta, en mi pecho y mis extremidades, nadando en el sonido. Oré por salud y esperanza y segundas oportunidades, mis manos presionadas sobre las de Kjell. Cuando Tiras abrió sus ojos, ojos tan profundos y oscuros como el cielo nocturno sobre nosotros, yo cerré los míos.

245

esperté sola por la luz, cálida y brillante, entrando a través de las puertas abiertas del balcón hacia mis aposentos. La habitación estaba ordenada y callada, el día más allá de los muros de las paredes del palacio, sereno. Escuché, buscando en el caos, la cacofonía diaria de la vida en el castillo y aunque escuché movimiento e industria, era moderado, los pensamientos y palabras flotado con la luz del sol brillante y suave. Mi vestido se había ido. Estiré mis extremidades desnudas y toqué mi costado, sintiendo piel lisa y algo más. Moví mis manos hacia mi abdomen, hacia la pequeña hinchazón entre los huesos de mi cadera y las dejé descansar ahí. Percibí una sensación temblorosa, vida y movimiento y contuve mi respiración, queriendo escuchar tanto como quería sentir. La sensación vino de nuevo, un roce, una caricia, el susurro de agua contra la orilla. Segura. 246

La palabra revoloteó en mi pecho. Estaba segura. Mi hijo estaba seguro y yo estaba curada. Segura. Pero no completa. Me enderecé con cautela y me levanté de la cama, poniendo una bata alrededor mi cuerpo. Mi cabello caía en ondas desordenadas por mi espalda y sobre mis ojos y me enfoqué en la distracción de domesticarlo. Lo acomodé hacia atrás con cuidado, metiéndolo detrás de mis orejas, mis movimientos lentos y precisos, mis ojos enfocados hacia mi interior, mi mente en blanco y mi corazón... acelerado. Si no observaba demasiado de cerca, no notaría que Tiras no estaba ahí. Si no respiraba demasiado profundamente, no sentiría el eco hueco en mi pecho vacío. Si no me movía demasiado rápido no llegaría a ninguna conclusión dolorosa. Y si no escuchaba, no oiría el silencio que siempre dejaría atrás. La luz parpadeó por el rabillo de mi ojo, atrayendo mi reacia mirada de regreso hacia el balcón y mi acelerado corazón, trastabilló y se detuvo. Él estaba ahí, detrás de las cortinas que revoloteaban, posado sobre el muro bajo, sus alas extendidas como si solo hubiera venido a descansar, las puntas rojas y sus brillantes matices atrapando la luz. Mi garganta ardía y mi mirada se nubló. —¿Tiras? —susurré, su nombre encontrando mis labios como si nunca se hubiera perdido. Dije su nombre de nuevo y este tembló antes de deslizarse

silenciosamente más allá de mi barbilla con lágrimas fluyendo silenciosamente desde mis ojos y escurriendo por mis mejillas. El águila se estiró, extendiendo sus alas como si fuera a volar y se cernió momentáneamente sobre su percha. Luego se movió, deslizándose entre las capas del cielo como esquirlas de vidrio entintado de luz antes de emerger de nuevo, transformado. Completo. A salvo y completo. Me vio y se quedó inmóvil, cabello oscuro y piel cálida, ojos brillantes y una boca que sonreía suavemente y me regodeé en él, incluso mientras me dolía. Cruzó el espacio entre nosotros y tocó mi rostro con dedos perfectos. —Estás llorando —susurró. —T-todavía... e-eres un... pájaro —tartamudeé. Su sonrisa creció, arrugando sus mejillas. Su alegría me confundió. —Hablas. —Se maravilló. —Todavía eres un pájaro —repetí, resuelta.

247

Sus ojos permanecieron en mi boca, su pulgar acariciando la curva de mi labio inferior. —Lo soy —susurró, asintiendo. Mis cejas bajaron con confusión, mis labios se fruncieron a manera de pregunta, ofreciendo un beso. Tiras lo tomó, levantando mi rostro y bajando su cabeza, besándome con toda la impaciencia de la larga separación y la devoción del largo sufrimiento. —Tiras —murmuré y su beso se profundizó como si le gustara el susurro de su nombre en mi boca. Por un momento solo hubo alivio y reunión entre nosotros, aunque lloré incluso mientras le daba la bienvenida a casa. —Retiré la palabra —lloriqueé contra sus labios—. Pero todavía eres un pájaro. —Sí —susurró, acunando mi rostro en sus manos, limpiando mis lágrimas. —Fui quien te convirtió en un águila. No era mi intención hacerlo. Pero lo hice. Fui yo —dije mi confesión torpemente, queriendo arrodillarme a sus pies y rogar por perdón, postrarme en el piso frente a él. —Mikiya —dijo gentilmente—. Lo sé. Boojohni me contó. —Querías volar... no fue mi intención lastimarte. No sabía lo que sucedería. —Todavía quiero volar —dijo con una triste sonrisa—. No puedo imaginar nunca ser un pájaro de nuevo. Pero tú no me convertiste en un águila, Lark. Solo

hiciste que me fuera imposible ser algo más. —Encontró mi mirada—. Retiraste la palabra y ahora... puedo cambiar. Retrocedió, sus manos extendidas, pidiéndome permanecer donde estaba. —Observa. Con un resplandor y un movimiento, Tiras se convirtió en un enorme lobo negro, su lengua colgando por un costado como si hubiera corrido veinte kilómetros. Puse una mano sobre mi boca, atrapando el grito que se elevó en mi garganta. El lobo avanzó hacia adelante, levantó una enorme pata y la apoyó contra mi vientre, extendiéndola en señal de amistad. Me reí y jadeé y el lobo inmediatamente cambió en una escurridiza serpiente con rayas doradas sobre escamas color ébano. Peleé contra la urgencia de huir rápidamente hacia la cama y saltar sobre ella, para proteger mis pies. Pero la serpiente se convirtió en un simio con grandes ojos tristes, el simio se convirtió en un cisne con un elegante cuello y el cisne se convirtió en un perezoso con grandes brazos lanudos y tímida actitud. Cuando Tiras se transformó en un burro que rebuznaba, comencé a reír, reconociendo su broma.

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Tiras cambiaba de una criatura a otra sin más esfuerzo o dolor del que me tomaba a mí recitar un hechizo o blandir una palabra. Cuando se paró frente a mí una vez más, un rey de cabello oscuro con ojos y manos humanos, sin reminiscencias de los animales que había sido, finalmente lo entendí. —Mi padre estaba en lo cierto sobre una cosa —dijo. Incliné mi cabeza, esperando. —Dijo que era como él. Comencé a protestar, pero detuvo mis labios con un gentil toque. —Tengo su Don. Puedo cambiar a voluntad. Pero no quiero ser como él. —Entonces, ¿qué vas a ser? Es tu decisión —dije suavemente, besando los dedos que todavía estaban cerca de mi boca. —Quiero ser un buen hombre. Un rey justo. Quiero ser tu esposo, el hermano de Kjell, el padre de nuestro hijo. Más allá de eso, seré lo que tú quieras que sea — prometió Tiras, su voz cargada con sinceridad. —Entonces creo que te conservaré —susurré.

Boojonhi dijo que si odias no puedes sanar y Jeru tenía una gran cantidad de sanación por hacer. Jeru sabía cómo odiar. Era algo que les había sido enseñado y fomentado. Era tradición e historia y tomaría algo de tiempo cambiar. Transformadores, Sanadores, Cambiantes y Relatores comenzaron a surgir en un número cada vez mayor, envalentonados por una nueva aceptación y mucha gente estuvo temerosa. Zoltev, con todos sus maravillosos dones, le había dado a Jeru cada razón para temer y agraviar a los Dotados. Utilizó su poder para dañar y destruir y en las manos equivocadas, los Dones del Creador podían ser terroríficos. Pero el poder de elegir había sido dado a todos los hijos del Creador, sin importar cuáles fueran sus dones. Como dijo Sorkin, lo que un hombre elige hacer con su don era la verdadera medida y Tiras y yo aprobamos leyes para responsabilizar a los jeruvianos de sus acciones en lugar de sus habilidades. Kjell se lamentaba. Se lamentaba incluso mientras intentaba dejar ir el odio y ninguna de las dos cosas eran fácil para él. Había salvado a Tiras y me había sanado a mí, pero había negado su don durante tanto tiempo que aprender a aceptarlo fue más difícil que ocultarlo. Y no confiaba en sus instintos. Había sido traicionado y rescatado demasiadas veces por personas que había juzgado erróneamente.

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Lady Firi había desaparecido, cambiando en otra versión de ella misma, escabulléndose hacia un nuevo lugar. Su padre falleció poco tiempo después del ataque a Ciudad Jeru. No había mentido acerca de todo. Los Volgar habían atacado a un grupo de guardias del lord, pero nadie supo si Lady Firi lo había orquestado todo. Nadie supo cómo llegó a un acuerdo con el Volgar Liege. Solo sabíamos que lo había hecho y nada había salido como ella lo había esperado. Todavía estábamos alertas de ella, reconfortados por el conocimiento que no podía cambiar su rostro, aunque cambiara de forma. Sus días como Lady Firi estaban terminados. El señorío de Firi pasó al único familiar vivo del difunto lord, una hermana y el Consejo de los Lores estaba preocupado y retorciéndose las manos ante la idea de una mujer dirigiendo la provincia. Pero sus protestas fueron vacías y sus palabras débiles y corrieron de vuelta a sus muros y fortalezas, pretendiendo tener un control que ya no poseían. Mi padre volvió a Corvyn, sin sufrir algún daño permanente por mi dolor. Lo dejé ir. Boojohni dijo que debía hacerlo. Dejé ir el odio, lo dejé ir al él y comencé a sanar.

Mis extremidades estaban agotadas, mi espalda rígida, mis pasos lentos. No aguantaría mucho más. La tirantez en mi vientre era casi constante, mi cintura era casi cómica y dormir era casi imposible. Mientras Jeru dormía, yo esperaba, parada en el balcón, observando la plaza de la ciudad. La noche estaba llena de palabras cálidas, cuentos para dormir y suaves deseos de buenas noches. La brisa agitaba mi cabello y una pieza de una canción conocida flotó a mi alrededor. La voz de una mujer, instando a su hija a dormir, cantaba las palabras de la canción de las doncellas como si las hubiera cantado miles de veces. Hija, hija, hija de Jeru. Él viene, no te escondas. Hija, hija, hija de Jeru. Deja que el rey te haga su novia.

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Era cuidadosa con mis palabras. Las guardaba, utilizándolas prudentemente y reteniéndolas sabiamente. Cuando besaba a Tiras y presionaba mis labios sobre su piel, nunca lo marqué o dejé un deseo atrás. Había aprendido cuán letal podía ser una palabra. Pero esta noche canté la canción de las doncellas, disfrutando la manera en que las palabras caían de mi boca como pequeños guijarros blancos dentro del pozo del mundo debajo de mí. Mi propia hija llegaría pronto. Gwyn, la vieja Relatora, había predicho una niña. Tiras suspiró y murmuró algo acerca de mujeres obstinadas, pero alegría iluminó su rostro y sus pensamientos fueron entusiastas. Hija, hija, hija de Jeru. Espera por él, su corazón es verdadero. Hija, hija, hija de Jeru. Hasta la hora en que venga por ti. La hora estaba cerca y aún esperaba por un rey inquieto quien todavía amaba volar. Las sombras se movieron y resplandecieron y desde arriba de las casas y de los árboles del este, lo vi venir, volando, su cabeza pálida y sus alas negras como el hollín, apenas discernibles bajo la luz de las estrellas. Luego dio algunas vueltas y descendió, finalmente, viniendo a descansar sobre el bajo muro con un aleteo satisfecho. No cambió inmediatamente, pero dobló sus alas y se acercó a mí, escondiendo su pico como si estuviera apenado. Acaricié con dedos suaves su pecho esponjoso y su suave cabeza, perdonándolo. Desde su corazón escuché una palabra y me hizo sonreír. Hogar.

ra tan pequeña. La única cosa grande en ella eran sus ojos y llenaban su rostro, oscuros y solemnes, como el cielo de medianoche. Huesos y rasgos pequeños, un mentón puntiagudo y orejas élficas que la hacían parecer delicada, casi frágil, como un pequeño pajarito. Su cabello negro, del mismo tono que el de su padre, era sedoso y fino y se sentía como si plumas rozaran mi rostro cuando la sostenía cerca, acentuando la comparación. Era mi pequeña Wren. El nombre había entrado en mi mente en el momento que la sostuve en mis brazos y lo acepté, reconociéndolo de parte del Padre de todas las Palabras, confiando que el nombre estaba destinado para ella. —¿Qué estás haciendo, Wren?

251

—Estoy haciendo poppets —respondió. Su pequeña lengua asomándose entre sus dientes, lo que sucedía cuando intentaba realizar alguna tarea difícil. Tenía una pila de deformes poppets junto a ella sobre el suelo y envolvía una larga pieza de lazo alrededor de otra, creando una cabeza, un torso y cuatro deformes extremidades. Me agaché junto a ella y levanté una. —Cuéntame sobre ellas —urgí. —A esta le encanta cantar. —Apuntó hacia la tosca muñeca en mi mano—. A esta le encanta bailar... —Como a cierta pequeña Wren que conozco —interrumpí tiernamente. —Sí. Como yo. Y a esta le gusta correr. —Levantó a la más pequeña. —¿Y a esta? —Señalé hacia el poppet que acababa de terminar. —Esta es un príncipe. —¿Oh? —Sí. El Príncipe de los Poppets. Y puede volar... como papá. —¿Sin alas? —Sí. No necesitas alas para volar —canturreó. —¿Qué necesitas, hija? —pregunté suavemente. Me miró, sus grandes y negros ojos encendidos con conocimiento y sonrió. —Palabras.

The Queen and the Cure

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—Habrá una batalla y tendrás que proteger a tu corazón.

Kjell de Jeru siempre había sabido quién era. Nunca había envidiado a su hermano o querido ser rey. Era el hijo bastardo del fallecido Rey Zoltev y una sirvienta y la desventura de su nacimiento nunca lo había molestado.

Pero hay más cosas para un hombre que su linaje. Hay más cosas para un hombre que su espada, su tamaño o sus habilidades y todo lo que Kjell conocía había evolucionado y cambiando. Ya no era simplemente Kjell de Jeru, un guerrero defendiendo a la corona. Ahora es un sanador, uno de los Dotados y un hombre completamente en desacuerdo con su poder.

Llamado para librar al país de los últimos vestigios de los Volgar, Kjell se encuentra con una mujer quien tiene inquietantes vistazos hacia el futuro y ningún recuerdo del pasado. Armado con su don no deseado y perseguido por el arrepentimiento, Kjell se convierte en un reacio salvador, atacado por viejos enemigos y nuevas expectativas. Con la mujer a su lado, Kjell emprende un viaje donde la prueba más grande podría ser encontrar al hombre que ella cree que es.

The Bird and the Sword Chronicles #2

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Amy Harmon es una autora de Best Seller según el Wall Street Journal, USA Today y el New York Times. Amy supo a temprana edad que escribir era algo que quería hacer y dividió su tiempo entre escribir canciones e historias a medida que crecía. Habiéndose criado en el medio de campos de trigo y sin una televisión, con solo sus libros y sus hermanos para entretenerse, desarrolló un fuerte sentido de lo que hacía buena a una historia. Sus libros ahora son publicados en trece idiomas, un verdadero sueño vuelto realidad para una pequeña chica de campo originaria de Levan, Utah.

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Amy Harmon - Serie The Bird And The Sword Chronicles 01 - The Bird And The Sword

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